“Un ratón chiquitín,
que come chocolate y turrón,
y bolitas de anís”
A veces se dan extrañas
coincidencias. O casualidades, o como quieran llamarlas. Llevo días pensando en
la próxima fargadita que contarles a ustedes. Tengo muchas en la memoria. Se
amontonan y pelean entre ellas para hacerse hueco. Me gritan en silencio: “¡A mí Jorge, elígeme a mí!”. Pero
claro, necesito darles cierto orden cronológico. Y eso no es fácil tras una
década desde que ocurrieron. Ya tenía en mente el próximo tema a elegir. Me
faltaba un título acorde a él. Algo que llamara la atención del posible lector.
Algo que os hiciera sonreir y abandorar vuestros quehaceres un par de minutos
para su lectura.
Lo cierto es que el título
elegido lo tenía pensado, junto a otros, desde hace días. Desde que anoté el
tema de la posible batallita sobre el papel de mi libreta. Pero, por
casualidad, por mera coincidencia, justo antes de ponerme a escribir estas
líneas leí los titulares del periódico digital de mi pequeña región norteña.
Allí, en España.
Hoy, a 18 de Noviembre de 2012, fallece “Miliki”, el inolvidable payaso de
la tele. Y usando el título de una de sus canciones, desde aquí
le rindo mi humilde homenaje a ese entrañable señor, que tantas sonrisas y
carcajadas me regaló en mi infancia.
“¿Cómo están ustedeeees? ¡Bieeeeen!”. Va por ti Miliki.
Seguía conviviendo con mis dos
dulces chicas. Rachel, con esa risa contagiosa y sus colores que le subían
cuando tocábamos temas de sexo en nuestras conversaciones. Elie, con su timidez
y sus maneras de ratoncito asustado. Debo confesarles que caí enamorado de
ésta, en el mismo instante que me abrió la puerta aquel día que visité su piso.
Petite, morena y de enormes ojos del
color de la miel recién colectada. Yo de vez en cuando le tiraba la cucharilla.
En realidad le tiraba la cucharilla, los trastos y todos los aparejos de pesca
a mi alcance. Ella sonreía, me miraba tímida, se hacía la sueca con acento
gabacho y pasaba de mí. Yo suspiraba y lloraba mis penas con una pinta de Guinness en el pub local del barrio. Y
es que Elie andaba con las clavijas sueltas por un escocés de su clase. Un tipo
altísimo y delgado. Juntos parecían el palo y el puntito de la “i”. Una pareja
ridícula, a mi forma de ver. Por no decir que el escocés era más tonto que un
zapato sin suela. Como dicen en mi pueblo era como Jacobo, cuanto más alto más
bobo. Pero supongo que el amor es ciego, dicen. Y más el amor con fecha de
caducidad, ese amor que se sujeta sobre los cimientos sólidos de una buena
práctica de la lengua de Shakespeare con un diccionario con patas. Un altísimo
diccionario con patas y pelos. Elie debía aprovechar los escasos nueve meses
que le quedaban en la bella Escocia. Antes de su retorno a La France.
Mas la convivencia era buena. En
realidad era fantástica. Hacíamos un buen trío (afortunadamente Jacobo aparecía poco por casa). Nos
turnábamos en la cocina, compartíamos tazas de té en el salón, veíamos las
series de la tele.
En esto último andábamos un
mediodía Rachel y yo. Riéndonos de las tonterías del protagonista de Scrubs, mientras Elie trajinaba en la
cocina. De repente oímos un grito desgarrador. Un grito de película. Un
chillido de rubia tetona siendo apuñalada, sin piedad, por el loco de la
máscara de hockey sobre hielo. Nos levantamos de un salto del sofá y corrimos
hacia su lugar de procedencia: la cocina. Allí no encontramos a ninguna rubia
tetona y ensangrentada. Allí sólo estaba la petite
Elie, dando saltitos y gritándonos: “¡Un
ratón, hay un ratón!”. Ante lo cual Rachel, haciendo girar los ojos con
desdén, dijo: “Ah, ¿sólo eso?”.
“Duerme cerca del radiador
con la almohada en los pies
y sueña que es un gran campeón
jugando al ajedrez.”
Y es que, tener a roedores por
animales de compañía es algo bastante habitual en este tipo de pisos en la
capital escocesa. Y no me refiero a hamsters, o a bonitos ratones blancos. Me
refiero a pequeños ratoncillos de campo. Grises, minúsculos y con el rabo
largo. En mi cole− en el norte de Navarra− los llamábamos sabuchos. Al menos yo, hasta que años más tarde aprendí que su
nombre era sagutxos. Estos
animalillos corretean a sus anchas por la cocina, living y habitaciones de una inmensa cantidad de pisos de alquiler.
Además, como dicen en inglés: “if you see a mouse, there are a hundred”.
Así que, desde aquel día, mi
misión en aquel piso fue la búsqueda y captura del maldito roedor. Yo era el
hombre de la casa. El cazador. Ellas confiaban en mí. Ponían sus tiernas vidas
en mis manos. Y a ello me dediqué con ahínco y sin descanso.
Pero no vayan a creer ustedes que
es tarea sencilla. Por estos lares la palabra “cazar” es un tanto inoportuna,
digamos. Un tanto políticamente incorrecta. Todos los animalillos tienen
derecho a la vida, incluso la más asquerosa y peluda de las arañas. Aquí no
matan ni a las hormigas que se cuelan en el baño. Sobra decir que un
ratoncillo, por muy puñetero que sea enredando entre las sartenes y cazuelas,
es intocable. Es un ser vivo. Es un ser con sus sentimientos, sus pensamientos
y sus cositas. Solución: hay que cogerlo vivito y coleando. De ahí la
dificultad de la labor. Olvídense ustedes de cepillos-trampa con el trocito de
queso, de venenos, de tirachinas o de zapatillazos. Hay que usar el ingenio, la
inteligencia y una dosis de paciencia que bien quisiera para él el mismísimo
Santo Job.
“Le gusta el fútbol, el cine y el
teatro,
…¡y la televisión!
Pero un día la suerte me sonrió.
O tal vez la dosis de paciencia dio sus frutos. Me encontraba yo en el living. Sentado en el sofá. Disfrutando
de una cup of tea mientras veía el
concurso Countdown en la tele. Un
concurso tipo Cifras y Letras, muy popular en el Reino Unido. De repente me
sentí observado. Noté una presencia en el cuarto de estar. Fue una sensación
extraña. Entonces, cuando me incliné hacia adelante para dejar la taza sobre la
mesita lo ví. Allí estaba. Sentado en el sofá. Les juro que el pequeño maldito
roedor estaba sentado, sobre sus diminutas posaderas, en el sofá de al lado. Me
quedé atónito, contemplándolo. Y el muy jodido, al notarse observado, giró su
pequeño cuello y me miró fijamente con sus ojillos brillantes e
inteligentes. Al cabo de unos segundos de reto de miradas, el bicho giró con
desdén y altivez su cuellecito de nuevo, y siguió tratando de averiguar la
siguiente palabra del concurso de la tele.
“Esta es la mía”. Me dije. Me incorporé con sigilo. Sin
dejar de mirar al sagutxo retrocedí andando hacia atrás. Hacia el pasillo.
Corrí a mi habitación. Regresé con la papelera escondida tras mi cuerpo. El
ratoncillo seguía allí, a lo suyo. Al jodido sólo le faltaba el té y los biscuits. Me acerqué despacito,
arrastrando los pies sobre la moqueta. En un rápido movimiento puse la papelera
sobre la pequeña criatura. Al pobre no le dio tiempo ni a decir cheese.
Marque el número de teléfono del
lugar de trabajo de Rachel. Aquello era una auténtica emergencia doméstica. “Rachel, I did it. I am THE man. I made
fire!”. Ante su sorprendido “What?” y
su “¿De qué carajo estás hablando?”. Le
conté mi hazaña. El resultado de mi cazería. Y escuché su linda risa de
colegiala. Tan sólo aquellas risitas merecieron todos mis esfuerzos. Pero le
dije que tenía un pequeño problema. Había atrapado al bicho. Sí. Pero qué hacía
ahora con él. La opción asesinato a sangre fría ya les dije que estaba
descartada de antemano. Rachel me dijo que cogiera una cartulina, o un par de
folios, y los deslizara bajo la papelera. De esa manera podría darle la vuelta
a la misma sin que el ratoncillo escapara. Y que lo soltara en el parque. ¿En
el parque? Rachel era así. Y me lancé a la tarea: “Tus deseos son órdenes para mí, Rachel”.
Y allí estaba yo. En pleno Junio,
bajo el sol. Andando hacia el cercano parque, con una papelera en mis brazos,
cubierta con un par de folios. Me crucé en la acera con unas preadolescentes
que iban cuchicheando. Me miraron y se rieron. Me paré y les dije con una
sonrisa extraña: “Aquí llevo un
ratoncito, ¿queréis verlo?”. Obviamente las precavidas muchachas dejaron de
reir y apretaron el paso. Sólo hoy en día sé que podría haber acabado en una
celda tras semejante comentario jaja.
Llegué al parque. Hierba fresca.
Florecillas. Me acuclillé y bajé la papelera de lado. Quité los folios que la
tapaban. “Eres libre, amigo” le dije
al ratoncillo. A esas alturas ya le había cogido cariño. El bicho me miró,
luego contempló el verde color de la libertad y se alejó con pasitos
tambaleantes.
Imagino que buscó otra salita de
estar donde ver el siguiente programa de Countdown.
Jajajajajaj Sabucho jajajajajajajaj
ResponderEliminarUff llego a ser yo y los gritos asustan al miedo, y a mi me da igual que no se deba matar arañas o lo que sea, si esta en mi cuarto asesinato que cometo (y el raid es mi mejor amigo xDDD)
Muy buen relato. :)
ResponderEliminarNoe, no te rías, yo desconocía vuestro idioma ;-)
ResponderEliminarSi hasta los ratoncetes escoceses se interesan más en los programas culturales que los jóvenes españoles, jajajaja.
ResponderEliminarSin pretender ser pelota, aunque sé que es exactamente como sonará..., éste es el blog mejor escrito que, por ahora, me he encontrado. Descripciones muy vívidas y detalladas que, sin embargo no ralentizan la historia: algo ciertamente difícil de conseguir, pero que aquí es la norma. ¡Felicidades!
ResponderEliminarPues muchísimas gracias Vieja Ceravieja. Eso se intenta, dar agilidad a la lectura, no entretenerme demasiado en descripciones. Al fin y al cabo es un blog, no una novela.
ResponderEliminarComentarios como el tuyo son los que me ayudan a seguir :-).