Como ya comenté, acudía al
colegio por las mañanas. A estudiar Inglés
Como Lengua Secundaria. Me
reincorporé en Marzo. Con el curso empezado desde Enero. Pero me aseguraron que
no tendría problemas en catching up. El
curso acabó en Junio. Fueron unos pocos meses, pero guardo numerosos recuerdos.
Recuerdos felices. Recuerdos, de esos que te hacen sonreir. Desde la distancia
temporal.
El Jewel Esk Valley College no me
pillaba muy a mano. Vamos, que estaba en la otra punta de la ciudad. En
Portobello, cerca de la playa. Pero era gratuito. Bueno, en realidad estaba
subvencionado por la CE. Si eras español, por tanto perteneciente a la CE, no
pagabas. Y la pela era la pela. Más en aquellos duros comienzos. Así, que
paciencia tocaba. El autobús 44 lo cogía en Slateford Road. A la vuelta de la
esquina de mi casa. Tardaba unos 45 minutos en llegar al cole. Una eternidad.
Pero, mirando el lado positivo, tiempo que empleaba en leer el Metro (periódico
gratuito), o en terminar el homework.
Seríamos una veintena en clase. Intermediate level (es decir, el famoso
inglés nivel medio. El segundo idioma más hablado en España – broma privada
para los lectores foreros de Spaniards −). En aquellos tiempos, la flora y
fauna, en este tipo de clases, era mucho más variada que ahora. La mitad eramos
españoles (eso no ha cambiado), pero el otro 50% era un batiburrillo cultural.
Gente de diversos países. En mi clase había: dos chicas de la República Cheka,
una china, una francesa, dos turcos, un italiano y alguna otra nacionalidad que
no recuerdo. El resto, ibéricos (modo cariñoso de referirse a los españoles, de
un servidor). Actualmente las clases contienen un fifty-fifty, que dicen aquí. Mitad españolitos, mitad polacos. Ni
idea de dónde aprenden inglés los ciudadanos del resto de países. Es un
misterio. Uno de los muchos misterios del actual Edimburgo.
En seguida hice buenas migas con
Álvaro. Uno de los mejores amigos que he tenido en todos estos años. Álvaro era
de Alicante. Se vino desde allá con su viejo Ford Fiesta rojo y con un par. Llevaba
tres años en la ciudad. Estaba enamorado de Escocia y de la vieja Edimburgo. De
sus gentes, de su cultura, de su magia y de su hospitalidad. Tres años. Le veía
como un sargento veterano de guerra. Yo era un soldado raso, recién incorporado
al frente. Con Álvaro compartí horas maravillosas. Salíamos de copas. Ibamos
con su viejo Forito por la carretera de la costa. Hasta North Berwick. Parando a
comer en algún puerto. Recuerdo un día que pedimos pescado. La señorita nos puso dos cucharas soperas, al lado de la
servilleta. Nos miramos confundidos. Al cabo de unos minutos vino la chica con
dos bowls de sopa. Sopa de pescado,
claro. No pudimos contener la risa. Son cosillas que te pasan con los menús en
inglés. También salíamos de copas, y a bailar, con las dos chekas de clase. O
íbamos al cine. Lo habitual. Lo normal entre amigos.
Un día a Álvaro le dio un
arrebato y se fue. Cargó todo lo que pudo en el pequeño maletero de su viejo Forito, y regresó a España. Nunca volvió a su querida Escocia. Incluso dejó casi
todas sus pertenencias en la casa, que compartía con un escocés.
Supongo que la presión pudo con
él. Pero no la presión de aquí. La presión que le llegaba desde España. Padres ya
mayores, la hermana mayor todo el día diciéndole que qué hacía allí solo. Que
en Alicante tenía a su familia, a sus amigos. Fue un duro golpe para mí. Es
difícil de explicar. Te sientes como abandonado. Te sientes como empezando de
cero otra vez. Lo que no sabía, por aquel entonces, era que ese capítulo – de la
vida de emigrante – lo escribiría yo una y otra vez. El mismo episodio. Distintos
protagonistas. Todos acaban yéndose. Y cada vez lo sientes un poquito menos. El
corazón se va haciendo más acorazado. Incluso ya no te enganchas tanto a los
demás. Me refiero a españoles, obviamente. Sabes que, tarde o temprano, se
marcharán. Todos. De regreso a España, o
a otro país.
Escocia es un país hermoso.
Mágico, romántico, hospitalario con el inmigrante (sobre todo con el español).
Pero es un país duro. Eso no lo percibes al principio. El primer año son todo
risas, parties, fotos y recién
conocidos. Con los años, la rutina, la nostalgia y las cosas negativas
alrededor – invisibles hasta entonces – hacen mella en más de uno. Hacen mella
en la inmensa mayoría.
Un compatriota me dijo un día,
medio en broma, medio en serio: “A partir
del segundo año en Escocia… empiezas a perder la cabeza”. Tal vez sea
cierto. Calculen ustedes, cómo estará mi azotea, tras casi 11 años en tierras
escocesas.
Eso sí. Majara perdido, pero
feliz.
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