viernes, 2 de noviembre de 2012

15- Vida de estudiante (I). (20 Abril 2002).


Como ya comenté, acudía al colegio por las mañanas. A estudiar Inglés Como Lengua Secundaria. Me reincorporé en Marzo. Con el curso empezado desde Enero. Pero me aseguraron que no tendría problemas en catching up. El curso acabó en Junio. Fueron unos pocos meses, pero guardo numerosos recuerdos. Recuerdos felices. Recuerdos, de esos que te hacen sonreir. Desde la distancia temporal.

El Jewel Esk Valley College no me pillaba muy a mano. Vamos, que estaba en la otra punta de la ciudad. En Portobello, cerca de la playa. Pero era gratuito. Bueno, en realidad estaba subvencionado por la CE. Si eras español, por tanto perteneciente a la CE, no pagabas. Y la pela era la pela. Más en aquellos duros comienzos. Así, que paciencia tocaba. El autobús 44 lo cogía en Slateford Road. A la vuelta de la esquina de mi casa. Tardaba unos 45 minutos en llegar al cole. Una eternidad. Pero, mirando el lado positivo, tiempo que empleaba en leer el Metro (periódico gratuito), o en terminar el homework.

Seríamos una veintena en clase. Intermediate level (es decir, el famoso inglés nivel medio. El segundo idioma más hablado en España – broma privada para los lectores foreros de Spaniards −). En aquellos tiempos, la flora y fauna, en este tipo de clases, era mucho más variada que ahora. La mitad eramos españoles (eso no ha cambiado), pero el otro 50% era un batiburrillo cultural. Gente de diversos países. En mi clase había: dos chicas de la República Cheka, una china, una francesa, dos turcos, un italiano y alguna otra nacionalidad que no recuerdo. El resto, ibéricos (modo cariñoso de referirse a los españoles, de un servidor). Actualmente las clases contienen un fifty-fifty, que dicen aquí. Mitad españolitos, mitad polacos. Ni idea de dónde aprenden inglés los ciudadanos del resto de países. Es un misterio. Uno de los muchos misterios del actual Edimburgo.

En seguida hice buenas migas con Álvaro. Uno de los mejores amigos que he tenido en todos estos años. Álvaro era de Alicante. Se vino desde allá con su viejo Ford Fiesta rojo y con un par. Llevaba tres años en la ciudad. Estaba enamorado de Escocia y de la vieja Edimburgo. De sus gentes, de su cultura, de su magia y de su hospitalidad. Tres años. Le veía como un sargento veterano de guerra. Yo era un soldado raso, recién incorporado al frente. Con Álvaro compartí horas maravillosas. Salíamos de copas. Ibamos con su viejo Forito por la carretera de la costa. Hasta North Berwick. Parando a comer en algún puerto. Recuerdo un día que pedimos pescado. La señorita nos puso dos cucharas soperas, al lado de la servilleta. Nos miramos confundidos. Al cabo de unos minutos vino la chica con dos bowls de sopa. Sopa de pescado, claro. No pudimos contener la risa. Son cosillas que te pasan con los menús en inglés. También salíamos de copas, y a bailar, con las dos chekas de clase. O íbamos al cine. Lo habitual. Lo normal entre amigos.

Un día a Álvaro le dio un arrebato y se fue. Cargó todo lo que pudo en el pequeño maletero de su viejo Forito, y regresó a España. Nunca volvió a su querida Escocia. Incluso dejó casi todas sus pertenencias en la casa, que compartía con un escocés.

Supongo que la presión pudo con él. Pero no la presión de aquí. La presión que le llegaba desde España. Padres ya mayores, la hermana mayor todo el día diciéndole que qué hacía allí solo. Que en Alicante tenía a su familia, a sus amigos. Fue un duro golpe para mí. Es difícil de explicar. Te sientes como abandonado. Te sientes como empezando de cero otra vez. Lo que no sabía, por aquel entonces, era que ese capítulo – de la vida de emigrante – lo escribiría yo una y otra vez. El mismo episodio. Distintos protagonistas. Todos acaban yéndose. Y cada vez lo sientes un poquito menos. El corazón se va haciendo más acorazado. Incluso ya no te enganchas tanto a los demás. Me refiero a españoles, obviamente. Sabes que, tarde o temprano, se marcharán. Todos.  De regreso a España, o a otro país.

Escocia es un país hermoso. Mágico, romántico, hospitalario con el inmigrante (sobre todo con el español). Pero es un país duro. Eso no lo percibes al principio. El primer año son todo risas, parties, fotos y recién conocidos. Con los años, la rutina, la nostalgia y las cosas negativas alrededor – invisibles hasta entonces – hacen mella en más de uno. Hacen mella en la inmensa mayoría.

Un compatriota me dijo un día, medio en broma, medio en serio: “A partir del segundo año en Escocia… empiezas a perder la cabeza”. Tal vez sea cierto. Calculen ustedes, cómo estará mi azotea, tras casi 11 años en tierras escocesas.

Eso sí. Majara perdido, pero feliz.

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