Los años no pasan en balde.
Escribiendo estas líneas trato de estrujar las neuronas. Les pido que trabajen overtime y me dejen acceso a mi memoria
a largo plazo. En ocasiones les echo un cable, mediante alguna foto u objeto
guardado (como la famosa entrada de fútbol). Pero soy algo perezoso. Todavía no
metí mano a mi baúl de sastre. Bueno, en mi caso más bien un baúl desastre, en
forma de cajas de plástico duro, llenas de libros, papeles, fotos y recuerdos,
apiladas en una esquina de mi habitación.
Decía que los años no pasan en
balde. Todavía recuerdo que en mis primeros meses de vida de emigrante, una de
las cosas que más echaba en falta era mi coche. Mi flamante Citroen ZX blanco,
equipado con un buen equipo de música (con altavoces adelante y atrás) donde
escuchaba mis grupos favoritos, sin preocuparme por el nivel de decibelios (así
que ahora estoy algo tapia, claro).
En cambio, actualmente no soporto ni los punteos en guitarra eléctrica de mi
actual flatmate, que me llegan
débiles a través de las finas paredes de mi habitación. Los años no perdonan,
Jorge, me digo. A este paso voy a convertirme en uno de esos viejos gruñones y
cascarrabias.
Pero hace una década todavía
tenía la sangre joven. Iba de fiesta en fiesta, con ganas de divertirme, de
contar mis batallas y escuchar la vida de otros, de conocer gente de países para mí exóticos,
como Nueva Zelanda, Canadá o Andorra (recuerdo guardar una lista de países de
procedencia, de gente que conocí aquel año. Por ahí la tendré, en mis cajas
desastre, entre fotos, mis poemas en inglés y recetas de postres escoceses).
Fiestas llenas de risas, alcohol, chicas bonitas y algún que otro pesado. Pero
por aquel entonces, hasta el pesado de turno me caía simpático. Fiestas donde
cada uno llevaba lo que podía: una botella de vino, un paquete de seis latas de
cerveza o una caja de cuarenta y ocho botellines. Bolsas y bolsas de patatas
fritas y algún que otro cake (lo
único sólido que nos metíamos al cuerpo). Como pueden ustedes observar, pura
dieta mediterránea, en versión Scottish.
Así que decidí montar mi propia
fiesta. Era fin de curso, qué mejor excusa para preparar mi primera party en
el piso. Diseñé unas pequeñas invitaciones, sencillas, con el ordenador y las
imprimí en el colegio (que me salía gratis). En ellas indicaba el lugar, día y
hora del evento, con la nota informativa (e innecesaria) de que cada cual
llevara su booze, junto con algún
tipo de aperitivo. Las repartí entre los compañeros de clase, mis amigos del
trabajo y otros conocidos. También redacté, con ayuda de Rachel, una nota aviso
para los vecinos, advirtiéndoles de posibles ruidos y pidiendo disculpas por
anticipado.
Me acerqué al Hard Rock Cafe,
para darle la invitación a John en mano. Me recibió como siempre, con una
sonrisa, un abrazo y dos besos (John es muy afectivo, muy latino para ser
escocés). Me dijo que no se perdería mi fiesta por nada en este mundo. Ante su
pregunta: “¿Tienes equipo de música?”,
le dije que claro que sí, que tenía un cdplayer portátil de lo más mono. Color
azul cielo. Tras su risotada, me dijo que no me preocupara, que él se
encargaría de la sección de sonido. No se pueden ustedes imaginar la cara que
puse, cuando una hora antes del comienzo oficial de la party (que nunca es cuando empieza, pues los primeros llegan media
hora tarde), veo aparecer a John con una furgoneta, cargando dos bafles tamaño
discoteque, con su equipo de música, sintetizador y toda la parafernalia. Temí,
de inmediato, acabar la fiesta en la comisaría del barrio, acusado de promotor
de ruidos y escándalo público a altas horas de la madrugada. Ante mi
perplejidad, me dijo que lo había cogido prestado del Hard Rock. Así era John, cortando el bacalao allí por donde iba.
Tras repartir las invitaciones,
comprar alguna que otra lata de cerveza (incluida la favorita de John: Guinness
draught) −pues no me parecía correcto no tener unas cuantas cervezas, frías y
listas para los primeros invitados− comprar hielos en abundancia y algo de
comida de picoteo, me lié la manta a la cabeza con el apartado “tapas”. Al fin
y al cabo, soy español. Era mi fiesta. ¿Y qué anfitrión ibérico, que se precie,
no ofrece unas sabrosas tapas a sus convidados? Puse todo mi empeño y
dedicación, pero elegí la sencillez en lugar de la aparatosidad. Taquitos de queso, paté, salmón ahumado en
lonchas, crackers, choricito de
pueblo al grill (la tapa favorita de John), la consabida tortilla de patata
(cortada en cubitos) que me salió de órdago –perdonen la falta de modestia−, todo
ello con rodajas de pan, pan (no de molde), patatas fritas, aros de cebolla,
bolitas de queso de bolsa. A continuación llené la bañera de hielos, enterré en
ellos las birras y allí fui metiendo toda la bebida que iban trayendo, a lo
largo de la fiesta. Y es que en este país les da igual beber la cerveza tibia o caliente, pero yo lo veo una
aberración. La cerveza ha de estar fría, de lo contrario parece pis en lata, o
en botella.
Sobra decir que el fiestorro fue
todo un éxito. El piso (pequeño) abarrotado hasta la bandera. Gente de todo
tipo y condición (estudiantes, trabajadores, vividores, etc) yendo de la cocina
al living, del cuarto de baño a las habitaciones, uniéndose y mezclándose en el
pasillo. Rachel (como ayudante de anfitrión) estuvo encantadora, como siempre (y
en un momento de confidencia, en la cocina, con dos pintillas encima, me
susurró al oído “Oh my God Jorge, Kelly´s
breasts are not boobs, they are knockers!). Elie, también en su línea, se
tomó un par de cervezas y se fue. Dijo que no era su fiesta, que era la mía (a
pesar de que recibió su invitación, como todos). Imagino que se iría a buscar
alguna que otra palabra, en su diccionario con pelos. Al final quedamos Rachel,
Jennifer, John y yo. Charlando y riendo tranquilos.
En aquella fiesta hubo risas, buena y potente
música (dentro de los límites más o menos legales. Al menos no acabamos en la Police Station), ligoteos, confidencias,
piropos a mis tapas (especialmente para la tortilla), borracheras simpáticas,
viejas camaraderías y andamios de nuevas amistades. Pero también ocurrió algo
muy especial. Algo que siempre John y yo nos recordamos mutuamente. En aquella
fiesta se engendró una relación estupenda. En aquella fiesta surgió el amor
verdadero. El amor entre dos maravillosas personas, el cual perdura hasta estos
días. En aquella fiesta John comenzó a salir con Jennifer. Los cuales se
convirtieron en mis mejores amigos en tierras escocesas.
Y años más tarde, yo recibiría
una carta muy especial. Una carta donde se me invitaba a la Fiesta de
Compromiso de mis amigos. La Engagement
Party. Carta en la cual John volvía a recordarme donde empezó todo (en mi
primera fiesta de piso) y en la que me advertía: “confírmanos si el día te viene bien, tu eres nuestro invitado especial.
Si no te va bien, cambiaremos la fecha de la fiesta”.
Recuerdo las cálidas lágrimas corriéndome
por las mejillas, tras leer esa pequeña cartulina. Así era John, así era Jenny.
Así siguen siendo.
Otra vez más me ha encantado ^^
ResponderEliminarAmigos como John, pocos.
Gracias :-)
ResponderEliminarMe tienes enganchada perdía a tus historias, así que a darle a la tecla. XD
ResponderEliminarBesos NikitaVV
Jaja, gracias Nikita maja. Uf, ahora complicado. Trabajo full time y estudio el finde :-(
EliminarCasi se me sale la lagrimilla tonta al final de la historia, que bonito!!
ResponderEliminarA mí también (recordándolo). Gracias nanagut. :-)
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