Olía a Ella. Me di cuenta la
primera vez que me senté a su lado, en clase. Solíamos variar las posiciones en
el aula. No había sitios fijos. Lo noté al instante. Fue como un traslado en el
espacio y en el tiempo. Era Su perfume. Cerré los ojos un instante. Mentalmente
bloqueé mis oídos. Aspiré aquel aroma dulce, tan conocido. Por un momento temí
abrir los ojos. Temí encontrarme, de repente, de vuelta en otra aula. En otro
país. En otra ciudad. Tan lejana ahora. En el espacio y en el tiempo.
Mi nueva compañera se llamaba
Cristina. Y no se parecía en nada a Ella. Ni en lo físico, ni en su forma de
ser. Tan sólo en su aroma. Era una chica simpática. Muy maja, que decimos en mi
pueblo. Valenciana. Había venido con su novio, desde allí. Compartí muchos
cafés con ella. Cafés y lecciones. Incluso un día – ya no lo soportaba más −,
le confesé la existencia de su gemela en aroma. En perfume. Y claro, le tuve
que contar toda la historia. La historia con Ella. La historia que pudo pasar,
pero que nunca sucedió. Una historia triste más. Una historia de miedos y de
lágrimas. De sonrisas e insomnios. De amenazas y huidas. Una historia más.
“Tío, ¿cómo lo has hecho?”, me preguntó con su dulce voz un día.
Compartíamos un break, en la cantina.
Café de máquina en su vasito de plástico. “¿Cómo
he hecho el qué?” – contesté a lo gallego: a una pregunta con otra pregunta
−. Se refería a mi inglés. A mi mejora tan apabullante. Incluso la profesora me
lo había comentado. Mi speaking y mi listening habían mejorado
exponencialmente. En tan sólo un mes de convivencia con las chicas, la mejoría
era obvia. Yo seguía con mis charlas con Rachel y con Elie. Además – olvidé mencionar
– Elie hablaba fluidamente español y tenía un nivel advanced en inglés. Por lo tanto, en ocasiones, hacía de intérprete
entre Rachel y yo. Detalle que me vino de maravilla desde el primer día.
En cambio Cristina, que vivía con
su novio español, pues se sentía estancada. No avanzaba. Le dije que tuviera
paciencia. Que poco a poco. Que hiciera intercambios de idiomas. Pero el novio
debía de ser algo posesivo. Allí ya no quise entrar. No iba a repetir los
mismos errores del pasado. País nuevo, vida nueva.
Otras veces nos juntábamos un
grupo grande. En la cantina. En el break.
Un grupo mixto: chicos y chicas de diversas nacionalidades. Y claro, ahí el
inglés era la norma. Eran los descansos – recreos me suena a patio de escuela –
más entretenidos. Era a lot of fun,
que dirían aquí. Nos contábamos batallitas, nuestras vidas y las de otros. Lo
que nos pasó el finde. Lo que sucedió en un viaje a las Highlands. De todo.
Pero claro, siempre había mayoría absoluta de españoles. A veces, con la
emoción, y el querer contarlo rápido, acabábamos hablando la lengua de
Cervantes. Y los de otros países, los pobres, con cara de circunstancias. Pero
en ocasiones, nos llamábamos la atención los unos a los otros: “Hey, in
English man!
La chinita se llamaba Lailai. Era
una de esas chinas muy guapas, con cara de niña. Era joven, pero no tanto como
aparentaba. Era muy graciosa y simpática. La recuerdo tapándose la boca al
reir. En clase, en la cantina, en el pub. Siempre se tapaba la boca. También lo
hacía al hablar con el móvil. Hablaba cantonés. Se retiraba un poco de la mesa,
echándose hacia atrás, y se tapaba la boca y el móvil. Era como si le diese
vergüenza mostrar los dientes. Le encantaba España y todo lo español. Pasaba
más tiempo con Alvaro y conmigo que con sus amigas. Nosotros la llevábamos a
los pubs y clubs, para corromperla un poco. Ella se escandalizaba enseguida, al
ver el ambiente y a las escocesas (con sus pintas). Pero era una china moderna,
digamos. Nos enseñó algunos saludos en su idioma. Y nosotros correspondimos en
el nuestro. Muy linda la china Lailai.
También nos escapábamos a la
playa de Portobello. No, no nos jugábamos clases. Eso era sagrado. Pero en
algún break para comer, cogíamos unos
emparedados y hacíamos un picnic playero. Siempre pendientes del cielo. Claro.
Esos fueron los mejores descansos. Sentados en la arena, mirando las pequeñas
olas, soñando con olas más grandes. Compartiendo risas. Compartiendo sueños.
Teníamos una profe genial. Muy
enrollada, que diríamos en otros tiempos. Hacía las clases muy entretenidas. Su
técnica me recordó a mi profe nativa de la academia, en mi pequeña ciudad
española. Nos echaba la bronca – de forma muy ligera – al grupito de españoles.
Pues siempre acabábamos haciendo el indio. Diciendo tonterías. Hablando en
español. Pero tenía paciencia, la mujer. Era joven, pero tenía una hija
adolescente. Nos contó un día. Supongo que por eso tenía mano izquierda. Sabía
cómo tratar a los “chavales”, (aunque algunos ya peinásemos canas). El día de
fin de curso organizó una fiesta en su casa. Yo me quedé alucinado. ¡En su
propia casa! Era totalmente extra escolar. Tenía una mansión victoriana gigantesca, apartada, con su caminito de
gravilla, sus jardines alrededor, una fuente… (el marido y ella estaban forrados).
Sacó todo tipo de comida, de bebida. Buena música. Muy buen ambiente. Fue algo sonado, aquella fiesta de la profesora.
Fueron unos pocos meses. Pero
meses felices y memorables.
Al curso siguiente volví al
Jewel. Esta vez el curso completo. Mi objetivo: el First Certificate. Pero eso todavía quedaba lejos.
Jopeta me he enganchado a tus historias, me lo he leído todo todo todo como una niña buena. XD
ResponderEliminarGracias :-)
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