Existen momentos de tu vida que
se imprimen en el recuerdo. Se adhieren a tu ser. Imborrables. Imperecederos.
Una frase, una mirada, un gesto. Como aquella bolsa de plástico llena de besos.
Llegó septiembre. No podía creer
que llevara más de seis meses en Edimburgo. Lejos de mi familia. De mis amigos.
Yo solito. Buscándome las alubias. Volviendo a vestir aquellas botas tan
pesadas - esta vez de manera figurada - aquellas botas de hombre. Recuerdo pensar,
al llegar, o más bien antes de volar - mientras estudiaba en la academia,
planeando la escapada, haciendo el equipaje, reuniendo el valor y coraje
necesarios; mientras trataba de vencer el miedo y hacer que mis rodillas
dejaran de temblar - “Mucho me tienen que
putear allá, para que me vuelva antes de 3 meses”. Y ya llevaba el doble de
tiempo. Nadie me había puteado. Al contrario, todo fueron ayudas, cariños y buen
trato. Todo fue compartir y disfrutar. Trabajo duro también, pero con la
satisfacción de saber que no le debes nada a nadie. Que estás tú solo contra
los elementos. Que, por primera vez en toda mi vida, mi habitación era MI
habitación. Mi comida era MI comida. Y mi destino era tan sólo mío. Sin deudas
morales. Sin chantajes emocionales o amenazas veladas. Sin deber nada a nadie. Sin tener que dar explicaciones ni justificarme.
Vencí mis deudas escocesas (hace
tiempo) y a base de sudores extra, conseguí ahorrar lo suficiente para volar a
España. Mi primera visita. El retorno –temporal− del hijo pródigo. Esta vez con
billete de vuelta. Lo seguía teniendo claro. Continuaría en la capital
escocesa.
A las ganas terribles de ver a
los míos se juntó el miedo. Los nervios. La ansiedad. Volver a la escena del
crimen. Retornar al lugar que te hizo daño, que te empujó a una aventura ciega
como un precipicio en una noche sin luna. Mas la alegría superó con creces al
temor. Ver de nuevo a mi padre, a mis sobrinitas, a todos los demás.
Había un pequeño inconveniente.
Tanto trabajar, estudiar, beber y bailar durante este tiempo, y yo sin una
triste foto que lo testimoniara. Así que, ni corto ni perezoso, compré un
artilugio de esos de usar y tirar. Una cámara barata que me permitiera poner
sobre papel de colores todos estos meses. Me dediqué con empeño a la tarea.
Retratándome con mis compañeros de trabajo. Todo sonrisas y poses. Disparando
fotos a monumentos, taxis, puentes y patos. Persiguiendo ardillas en Princes
Street Gardens. Levantando pesas mientras sonreía al pajarito y decía cheese (que es lo que usan aquí como
nuestro “patata patata”).
Eran fotos de última hora. Aprisa
y corriendo. Pero menos daba una piedra, como dicen en mi pueblo. Sin embargo,
nuevamente alguien me sorprendió. John vino de visita al gimnasio. Con su
eterna sonrisa de pillastre. Abrazo, dos besos. Siempre cariñoso. Siempre
entrañable. Me guiñó el ojo: “Para ti,
amigo” y me entregó un sobre gordo. Un sobre anaranjado de tienda de
revelado. Un sobre lleno de fotos. Imágenes robadas a nuestras noches de juerga
y cervezas. Un sobre repleto de risas, poses de película, vestidos de noche. Un
sobre lleno de amistad y camaradería. John conocía mi deseo de llevar fotos.
Así mi padre se tranquilizará, le comenté un día. Pues a pesar de que mi
hermano, tras su visita futbolera, le comentó que yo me encontraba bien: “Jorge allá está en su salsa” –fueron sus
palabras− el hombre, en su interior, no acababa de estar seguro. En sus peores
pesadillas me veía tirado en una acera, con un vaso de plástico en frente pidiendo
limosna. Así que John, al tanto de mi deseo de apaciguar la inquietud de mi
padre, sin pensárselo dos veces, hizo dos copias de uno de sus carretes. Así
era John.
Esta vez volé con la maleta llena
de regalos y cariño. Biscuits and
shortbread para los mayores, juguetes y lápices de colores para las peques.
Todos estos últimos, envueltos por separado en papeles coloreados con ositos y
personajes de Disney. Me encantaba contemplarlas al abrirlos con sus manitas. Tratando
de rasgar los envoltorios con la tierna torpeza de sus tres añitos. Las dos,
frente a frente, más pendientes del regalo que abría la otra, que del suyo
propio. Relajándose, ambas primas, al ver que el paquete más grande contenía la
misma mochilita, con forma del monstruo del lago Ness. Sus caritas de sorpresa.
Sus ojos brillantes y agradecidos. “Se
llama Nessie” les dije. “Es una
monstruo buena que vive en un lago de Escocia”. Y sus boquitas se abrieron,
llenas de excitación. Allí estaban las dos renacuajas, seis meses después de mi
marcha.
Tan cercanos y tan lejanos aquellos días de
despedida. La más pequeña, con su tierna inocencia creyendo que vendría a jugar
con ella el siguiente domingo− como si Edimburgo estuviera a la vuelta de la
esquina−, mientras mi hermana contenía el llanto a mis espaldas. La mayor,
llenando una bolsa de plástico de dulces besitos, para que tuviera de sobra
allá tan lejos donde marchaba. Han pasado once años y todavía me emociono
mientras escribo estas líneas. Shite!
No sé cuando me convertiré en un hombre y dejaré de ser un mariconetti de medio
pelo. Un hombre de esos que juran, escupen y calzan pesadas botas con punteras
reforzadas.
En la reunión familiar todo
fueron anécdotas, preguntas y buenas
caras. Tan diferente a la atmósfera que dejé cuando solté la bomba navideña. Mi
padre al fin se relajó: “Se te ve feliz”,
dijo mientras pasaba foto tras foto entre sus grandes manos. Bueno Jorge,
misión cumplida, pensé.
Allí dejé, de nuevo, a mi padre.
De pie delante de su nueva casa, con su nueva familia. Despidiéndome con un
abrazo. Con aquella sonrisa que reflejaba tantas cosas: alegría, pena,
agradecimiento y orgullo. Nunca podré borrar esa sonrisa de mi mente. Aquella
sonrisa de despedida. Ni borrar sus repetidas palabras. En cada visita, en cada
adiós: “No te preocupes por nosotros
hijo. Si tú eres feliz allá, nosotros estaremos bien”. Hasta que en uno de
mis viajes, años más tarde, aquellas palabras se convirtieron en sus últimas. Y
yo sin saberlo.
Iba a decir que pena, pero viéndolo mejor, creo que es una de las mejores despedidas, el recuerdo de tu padre feliz y orgulloso. Y esa frase, que no podía contener mejores palabras.
ResponderEliminarYo no pude despedirme de mi abuela materna, y es algo que me pesa como una losa.
Recuerdo sus palabras porque me lo dijo en varias ocasiones. Siempre a mi despedida. Cuando tocaba retornar a Edimburgo.
EliminarGracias por leerme :-)
Sigue escribiendo, tus historias son muy reales. Saludos desde Glesga
ResponderEliminarHéctor
Gracias. ¡Es que son reales! :-)
EliminarMe encanta!! Gracias!
ResponderEliminarGracias a tí. :-)
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