Continuamos en Madrid. No se apuren, pronto regresaremos al noviembre tinerfeño, a golpe de plutonio. Es una de las ventajas que tiene guardar el viejo y tuneado DeLorean dentro de la lonja, la otra, que fardas un montón.
No todo fueron cañas, besos, miradas, churros, y caricias en
la capital del imperio. Hubo tiempo para buscar esa dosis de cultura que de vez
en cuando te pide el cuerpo, o quizás el espíritu. Aunque ¿existe algo más
cultural que una buena tapa de callos con garbanzos? A su vez, contemplar
algunas joyas expuestas en el Prado es otra forma de romanticismo.
Lo dicho, entre tapa y tapa, hoy ración de cultura. Plaza de
España, una visita al monumento en bronce (reflejando lo imaginario,
frente a lo real en piedra) erigido en homenaje a esos dos maravillosos locos,
uno hidalgo, el otro escudero, junto a su creador Miguel de Cervantes −en piedra−
el Maestro de maestros. El primero, con su propia locura adquirida por horas y
horas entre novelas de caballerías. Voluntario forzoso, el segundo (tras la ínsula
prometida) loco por acompañarlo en busca de aventura, a base de combatir
gigantes camuflados cual molinos, deshacer entuertos y socorrer a damiselas en
apuros. Allí estaban, ante mis ojos, bajo la presencia de su creador: el gran
Don Quijote, espigado, mirada perdida, lanza en ristre, y a su vera, cómo no,
su humilde, fiel y tocapelotas escudero, Sancho. ¿Quién no ha topado con la
peculiar pareja en el curso de esto que llaman vida?: el osado, y medio
enajenado −pupilas chispeantes, lanza y escudo, hambre de conquista, quizás
disfrazada de codicia en tiempos actuales−; y el siempre leal escudero
−tranquilo, cabal, realista−, que a la hora de recibir galletas se lleva las de
aquel y las suyas propias, ya sean físicas o anímicas. Mas en eso consiste la
amistad, la lealtad, el querer a una persona. Que no te importe recibir tortas,
encajar lo tuyo y lo del otro. Que lo acompañes al fin del mundo, a sabiendas
del precipicio que esconde la niebla. También hay que soltar, a los malos,
alguna hogaza de pan, a mano abierta y giro de cadera; uno es romántico, no
gilipollas.
La foto, me digo. Jorge, has de sacar la foto.
Inmortalizar este momento, no vaya a ser que a los esculpidos en metal les dé
por echar a galopar. Aunque con semejantes cabalgaduras (un caballo famélico y
un burro panzón) satisfechos con trotar. El momento foto, tan actual, so
cool, como si algo en nuestro interior nos susurrara cual hipnotizador
aficionado: la foooto, Jorge, la foooto. Fotografía el chuletón
que te vas a zampar, el tiramisú que les quedó tan bonito, el plato de
macarrones con tomate que te has currado en casa, emulando tiempos de libros,
apuntes y exámenes… ¡Aguarda! coloca la hojita de perejil, a lo Arguiñano.
La instantánea tuvo que demorarse unos minutos. En Madrid
has de hacer fila incluso para mirar el cielo, un martes cualquiera. No
demasiados, hubo suerte. Los suficientes para que la horda turística despejara
la zona: japonesas de palo selfi y pieles blancas – la propia y la de sus
abrigos−, indios de kurta liso y perenne sonrisa −lo confieso, busqué en Guguel−,
incluso alguno, medio despistado, con pinta de soriano. Entonces caes en la
cuenta de que formas parte de dicha horda. Ya ven ustedes, uno va de estrellita
indepe y acaba tragando la rueda y hasta las palas del molino, y dispara
a diestro y siniestro el botoncito de la cámara, del móvil, tableta o cualquier
artilugio que haga clic y congele un instante irrepetible; un simple
gesto que permita robar el alma de otros, como creían los “pieles rojas” en las
películas de John Wayne. Por suerte, a este par de locos no hay cámara que
pueda sustraer el ánima, pues ésta traspasó los límites de lo ficticio −bronce−,
convirtiéndose en algo eterno, universal, omnipresente, y todos los adjetivos XXL
que uno pueda teclear.
Visita al Museo del Prado. Han transcurrido tantos años
desde la última vez, que algo dentro de mí −quizá los misteriosos veintiún
gramos− siente vergüenza. Venir a Madrid y no atravesar las puertas de esta
fábrica de sueños es como recorrer todo un país en tren y no salir de la
estación en cada destino (al igual que Sheldon Cooper, otro chiflado
encantador).
El Prado. Carezco de palabras, de símiles y metáforas, de
base cultural, de poder descriptivo para mostrar cómo es dicho museo. Es algo
indescriptible. Decenas de salas, cientos de cuadros, esculturas y montajes
artísticos. Cuadros de todos los tamaños, épocas y estilos. No, jamás osaré
intentar describirlo.
Debo confesar que mi presencia en el interior de cualquier
museo tiene un límite de tiempo: dos horas. No aguanto más. Ignoro si Stendhal acarrea
culpa alguna o sólo es mi naturaleza −el pobre hombre, al igual que la ciudad
Estocolmo se han comido ya suficientes marrones (Matas un mal día un tigre y te
llaman por los restos Tigretón, o bautizan un Síndrome en tu honor)−. Llega el
momento que tal aglomeración de estímulos me desborda: luces y colores, gente
por doquier, estatuas y claroscuros, adolescentes italianos, niños ibéricos,
japonesas que bisbisean… (soy consciente del anterior “gente”). Desgraciados
vigilantes que sueñan con salas en silencio −observo uno sentado, cabizbajo,
rozando la rendición (quizás extrañando revólver y cartuchera)−, profesionales,
no cesan de insistir en la prohibición de fotografiar las pinturas. ¡Tanto
viaje, crucero, avión!, ¡visitas a mil y un museos!, ¡tanto palo selfi ,
deditos en “V” o “in love” y sonrisa robótica!... y aún desconocen la regla básica. Se mira, pero
no se toca, se observa, pero no se fotografía. De tal sencillez, que ni
siquiera la barrera idiomática debería suponer problema alguno. Un museo es una
torre de Babel antes de la cólera divina. Todo el mundo habla el mismo idioma.
No cojo guía auditiva, ni siquiera un mísero plano. ¿Para
qué, si sólo echar un vistazo ya siento mareos? Recorro salas, pasillos,
escaleras, trepo muros con la mirada, sobrevuelo cúpulas cual paloma
extraviada, me desoriento una y otra vez. Lo normal. Tentado estoy de echar
mano de san gúguel maps, curioso de escuchar a mi cachonda compañera:
diríjase al norte, atraviese la sala cuarenta y ocho, a la derecha podrá
contemplar la “Rendición de Breda” del gran Velázquez, continúe por el pasillo,
al fondo a la izquierda se encuentra su destino: autorretrato de Francisco de
Goya, alias el Sordo. Encienda la luz del móvil, entra usted en su etapa
oscura.
Trato de esquivar pintores como quien evita coches cruzando
a pie la Gran Vía con el semáforo en rojo. Imposible, me detengo, una y otra
vez, ante cuadros cuyos personajes (o como se diga) parecen vivos. Miran cómo
trato de alejarme y sus ojos me persiguen. Parecen decir: “Eh, chaval, un
poquito de respeto. Párate ahí, donde pueda verte y obsérvame al menos unos
tristes segundos”.
Cierro los ojos, para huir de sus miradas, como el niño
chico que llevo dentro −no te veo, no existes−, avanzo a paso ligero, me abro
paso a codazos, empujo a críos y japoneses, no quiero ver nada más, no quiero
detenerme, he de llegar a las salas de los pintores cuyas obras vine a
contemplar: Goya, el Bosco, Velázquez, el Greco, Zurbarán, Sorolla…
¿Dos horas? Las Musas que inspiraron tanta belleza, decenas
de ellas, quizás cientos, se juntan y hermanadas −frondosos cabellos, ojos que embriagan,
pechos desnudos− me señalan con sus dedos delgados, ríen a carcajadas ante mi
ingenuidad pueblerina. ¿Dos horas? ¿Acaso pretendes visitar el Museo del Prado
en dos horas? No, por supuesto, nunca lo pensé, ni osaría intentarlo. Bueno,
tal vez, si permitieran entrar con patinete eléctrico trucado, de esos que
pillan los ciento veinte kilómetros por hora…
Dos horas entre aquellos muros vuelan como cuando escribo.
Mientras que las mismas con botas y uniforme se hacen eternas. La relatividad
del tiempo. ¡Qué jodido, el Einstein! Otro loco de la Historia. Ni un pelo de
tonto, tenía. Ese cabello níveo y electrizado al puro estilo Doc Brown (más
bien a la inversa), otro chalado maravilloso que tuvo algo de escudero de Marty
McFly.
Dos horas alcanzan para sentarte frente a las Meninas, en
uno de esos bancos que siempre están ocupados, y aun así no terminarías de
captar todos los detalles, de traspasar aquellas miradas, de admirar cada
pliegue de los vestidos. Dos horas. ¡Cómo para entrar a considerar qué
pretendió expresar el artista!
Einstein se une a las Musas y se descojona: ¡menudo pardillo,
este pueblerino!
Nota: Marty, gracias por prestarme el
DeLorean, amigo. Eternamente agradecido, por hacerme soñar, Michael J. Fox.