“Deberías narrarlo en audio, grabar podcast, hacerte tiktoker, arrasarías. Leo alguna de tus historietas y escucho tu voz, contándomela, y muero de la risa”. Dice mi hermana. Supongo que le da pereza esto de leer. Cierro los ojos y me imagino como el nuevo Rubius, o el vasco Llanos, o la Rosalía, petándolo, haciéndome selfis con chavalitas fans, viviendo en un palacete ultramoderno, desayunando champán con marisco. Haciendo turismo en Andorra “Miren, yo pasaba por aquí…”. Incluso dispongo de nombre de guerra: El Fargus. Pero, no resultaría, me disgusta esa voz enlatada que resulta ser la mía, tiemblo al contemplar mi rostro en cámara, el marisco ni fu ni fa, y el champán −¡malditos gabachos!− me da gases; (“Algunos nacisteis para ser pobres”, parezco escuchar a mi querido hermano). ¿Podcast?, no chance! Pero, sobre todo, porque adoro la incertidumbre del folio en blanco, encerrado en el pequeño cuarto, los nervios, el rinconcito de las letras ordenado, simétrico, con las libretitas en paralelo, el gondolero del cuadro remando, dándome la espalda para no distraerme, mi café en la mug quijotesca adquirida en el último viaje a Madrid que no proporciona inspiración, pero sí sosiego. Eso me gusta, teclear en silencio, narrarles mis tonterías sin abrir la boca.
Todo pasa, todo arde, todo muere… todo vuelve. Aquí me
tienen, plagiando al mismísimo Gómez-Jurado, sin pudor alguno.
Llegó el día de regresar a la península, a la rutina de
cajas, madrugadas, carreteras vacías, insomnio y locutores de radio nocturna.
Me acosté con un solo pensamiento acompañado de una triste
sonrisa: Tenerife nunca falla. I´ll be back! −como decía el bueno de
Arnie−. Volveré, por supuesto, todos vuelven.
4:00 marca el reloj del móvil. No aguanto más en la cama.
Los días de vuelo son incompatibles con el sueño. Me levanto, recojo los cuatro
bártulos que quedaron fuera de la maleta (ya preparada desde anoche), leo unas
páginas sobre el jaleo que ha montado dicho escritor para terminar la saga.
¡Menudo liante! Aguarda que te vea por la calle. Sobra decir, desde el cariño.
Leo unas páginas y escribo un puñado de líneas, para tener algo que contarles.
El taxi me recoge a las 5:30, lo sé, soy exagerado por
vocación, teniendo en cuenta que el vuelo sale a las 7:15, pero siempre preferí
aburrir horas en el aeropuerto que andar de carreras.
Puntualidad británica, de momento. Despegamos destino Loiu,
Bilbao, el agujero ventoso por excelencia, ¡con la maravillosa y larguísima
pista de aterrizaje que existe en Foronda, Vitoria! En fin.
Salgo del duermevela, ocurre algo extraño. Volamos en
completo silencio, ni una ligera vibración, nada. ¿Nos habrá abducido un ovni?
Miro por la ventanilla, todo parece en orden. No hay ningún monstruo sentado
sobre el ala. ¿Qué sucede? ¿Acaso se ha parado uno de los motores? ¿Quizá los
dos? No volamos, parece que planeásemos, como si el piloto buscara descender y
amerizar, porque supongo que nos hallamos sobre el océano. Sin embargo, a mi
alrededor, la gente está tranquila, unos miran distraídos por la ventana, un
adolescente de flequillo imposible escucha música a través de un pinganillo, su
compañera ve una película en el portátil, un par de niños juegan, una muchacha
pasea por el pasillo, las azafatas charlan con un compañero (suena fatal
azafato). Dos damas, ya veteranas de mil y un vuelos, a mi izquierda, dormitan
en paz. Nada parece fuera de lo normal, sin embargo, no oigo un murmullo, no
escucho el ruuumm de fondo tan característico en las alturas.
Bostezo, tras dar un sorbo al botellín de agua (arrugado por
la presión), el estruendo del motor traspasa mis tímpanos, las vibraciones
reviven, y todo vuelve a la normalidad. El ruuumm regresa, junto a conversaciones
veladas, la musiquilla proveniente de algún portátil, la risa de los críos…
¡menudo alivio, tan sólo tenía taponados los oídos debido a la altura!
Aproximación a Bilbao.
Mis vecinas, bien vestidas, maquillaje un tanto excesivo,
peinados que vieron estilista hace pocas horas, adornos de guerra que brillan
ostentosos, cual si gritasen: ”¡Observad, pobretones, mirad cómo reluzco!”, sin
embargo, no parecen del todo caros, señoras con aspecto de querer (y no poder)
jugar ligas superiores en tema monetario o clasista (aquí estamos todos, viajando
low cost). Jubiladas viajeras, se definen ellas mismas en breve
conversación. Mujeres de vuelta, que conocieron lo duro de la vida, y que en la
cuesta abajo −over the hill,
dicen los anglosajones− batallan, sable curvo en alto, cabalgando a degüello,
sin toma de prisioneros. Que nos quiten lo bailao, y todo aquello.
Descendemos, luz de cinturones en rojo. Vislumbro las casas,
los prados, terrenos de distintos colores separados en cuadrículas, todo
lejano, allí abajo, los coches cual hormigas laboriosas en filas interminables,
que recorren sendas diminutas que son las carreteras. Todavía estamos demasiado
alto, no escucho el ruido del tren de aterrizaje −tan característico− al salir
de su escondrijo. Peculiar ruido que advierte que la cosa ya va en serio.
Continua el descenso.
Se sucede algún bache que otro. Nada fuera de lo normal. Lo
he vivido decenas de veces. Ligeras turbulencias de aproximación, las denominan
los que conocen el asunto, para darse importancia.
−Por favor, permanezcan con los cinturones abrochados −dicen
desde una lata.
Pasan unos segundos. El pasaje tranquilo.
De pronto el caos.
Lo recuerdo tras las gafas de sol, negras, debido a la
luminosidad que entra por el ventanuco. Lo recuerdo tras una sonrisa, como no
acabando de creerlo, como no deseando creerlo.” No puede ser”, me digo, “no
puede terminar todo así”, “Debo regresar a Tenerife, contemplar a Iraya sonreír una
vez más, escuchar la dulce voz de las camareras, flotar “a lo muerto” en la
playa de las Teresitas”; “Me niego a terminar así”. Continuo sonriendo,
incrédulo, quizás lleno de fe ciega.
Ocurren dos, tres, cuatro bandazos. Violentos. Observo el
ala, junto a mí, acompaña las sacudidas del tubo de metal −que es el avión− con
sendos espasmos, mostrando un ángulo excesivo.
Unos pocos segundos abarcan la eternidad. Un tiempo de
pesadilla, cuando esperas, agarrotado, despertar antes de lo peor.
Sin embargo, no siento miedo. Tan sólo incredulidad. La
sonrisa no se borra, como si algo dentro de mí hubiera conectado el modo “serenidad”.
Me limito a agarrar el reposabrazos.
El meneo produce agitación de torsos y cabezas. Por fortuna, no se abren los
compartimentos, no caen maletas, ni siquiera saltan las trampillas que esconden
las máscaras de oxígeno.
Se oye algún grito que otro. Murmullos. Gemidos, nenes
llorando.
Continuo sonriendo, como si todo formara parte de una broma,
como si fuera parte del espectáculo (rifa, venta de perfumes, brebajes fríos y
calientes, avión agitado cual sonajero). Tal vez algo dentro de mí extendió un
halo de tranquilidad o fe sobre mi persona. Sin embargo, sucede algo que me
devuelve a la realidad, a una realidad que no quise ver o no supe interpretar.
La mujer de la izquierda me agarra el brazo desnudo. Su mano
se cierra con fuerza sobre mi bíceps. Noto la presión de cada uno de sus dedos.
Casi hace daño. Giro el rostro y la miro un tanto sorprendido. Sus pupilas,
clavadas en mí, grandes, son de niña pequeña. De colegiala asustada, incrédula,
como si hubiera retrocedido decenas de años en el tiempo. Gira el rostro hacia
delante. Bisbisea, pero no cierra los párpados. Ahora la mirada distante, de
las que atraviesan los objetos que tienen ante sí. Cual si estuviera arreglando
cuentas con el Tipo de Arriba. Más tarde, cuando vino la calma, así lo
confesaría ella misma: “Hablé con Dios”. Yo creo que todos, a nuestra manera,
tuvimos una pequeña charla con El Jefe. Más bien monólogo. Él escucha −de crío
lo imaginé barbudo, sonriente− hace sus cábalas, tira los dados, y responde a
su manera, siempre en silencio. Si un día llega a contestarte… mal asunto, ya
no descubrirás quién es el asesino en la novela que leías, no darás a tu chica
el último beso.
−Disculpa −dice, soltando la mano.
−No pasa nada. Menudo susto, ¿no?
La sonrisa muda que exhibe lo dice todo. A un pelo estuvimos
de conversar en persona con San Pedro, grita su silencio.
Me sorprende el haber estado así de tranquilo, “Nunca
fui una persona cobarde, tampoco un héroe de película” (autoplagio:
así comienza el Relato 48, reto 2025, que entregué hace unos días).
Retomemos.
No me asusté, demasiado, porque conozco Loiu, y sus
circunstancias. Sin embargo, jamás experimenté tal agitación, en ningún vuelo
(y atesoro unos cuantos), ni siquiera en los de Bilbao. Las señoras, bilbaínas,
también conocían el terreno, mucho mejor, y lo pasaron fatal. Mi única teoría:
Tenerife me dio la paz suficiente, para afrontar lo que pudiera suceder.
Recordé a la nena del vuelo de ida, temerosa de volar, crucé los dedos por que no
hubiera retornado aquel maldito día. Pobreta.
“Casi se cae el avión”, fue una de las frases más repetidas,
una vez en tierra. Pasajeros grabando notas de audio en sus móviles. Nos hemos
convertido en una sociedad de escándalo, morbo, y escaparate.
No acaba aquí la historia.
Ganamos altura. El alivio se traduce en suspiros y
murmullos. Incluso alguna que otra carcajada. Risas que se convertirán en
blasfemias en unos minutos.
Nos alejamos, puedo observar los montes, los campos. Ya no
distingo vehículos ni caminos.
−Nos distanciamos de Bilbao −digo a mis compañeras.
−¿Tú crees? −dicen, al unísono, girando al mismo tiempo las
caras para mirar por la ventanilla.
Al cabo de unos largos minutos. Una voz por megafonía:
−¡Atención! Les habla la comandante, debido a las extremas
condiciones meteorológicas nos ha resultado imposible tomar tierra en Bilbao.
Nos dirigimos al aeropuerto del Prat, en Barcelona. Disculpen las molestias.
¿Barcelona? ¡Con la maravillosa pista de aterrizaje que luce
Vitoria!
Poco más que contar, siete divertidas horas en autobús, bocata
frío, la noche nos envuelve, echo mano del móvil (tan esclavizador como útil),
reservo una habitación de un hotel decente, en el Botxo. No más camas
diminutas, baño compartido, vecinos ensangrentados, códigos que teclear para acceder al dormitorio.
Me acogió una cama gigantesca, un cuarto de color blanco
nuclear, impoluto, televisión de plasma, ducha colosal, mueble bar, botella
grande (de vidrio) con agua fría de cortesía, tarjeta de plástico que, sin
necesidad de claves ni dígitos, opera su magia… incluso vi un ser humano, en
forma de amabilísima señorita, permanente tras un mostrador, abajo, en un
rincón del vestíbulo al que denominan Recepción.
Apenas rozo el colchón, caigo rendido.