miércoles, 30 de abril de 2025

F214 - Todo pasa (Tenerife) (y X)

 “Deberías narrarlo en audio, grabar podcast, hacerte tiktoker, arrasarías. Leo alguna de tus historietas y escucho tu voz, contándomela, y muero de la risa”. Dice mi hermana. Supongo que le da pereza esto de leer. Cierro los ojos y me imagino como el nuevo Rubius, o el vasco Llanos, o la Rosalía, petándolo, haciéndome selfis con chavalitas fans, viviendo en un palacete ultramoderno, desayunando champán con marisco. Haciendo turismo en Andorra “Miren, yo pasaba por aquí…”. Incluso dispongo de nombre de guerra: El Fargus. Pero, no resultaría, me disgusta esa voz enlatada que resulta ser la mía, tiemblo al contemplar mi rostro en cámara, el marisco ni fu ni fa, y el champán −¡malditos gabachos!− me da gases; (“Algunos nacisteis para ser pobres”, parezco escuchar a mi querido hermano). ¿Podcast?, no chance! Pero, sobre todo, porque adoro la incertidumbre del folio en blanco, encerrado en el pequeño cuarto, los nervios, el rinconcito de las letras ordenado, simétrico, con las libretitas en paralelo, el gondolero del cuadro remando, dándome la espalda para no distraerme, mi café en la mug quijotesca adquirida en el último viaje a Madrid que no proporciona inspiración, pero sí sosiego. Eso me gusta, teclear en silencio, narrarles mis tonterías sin abrir la boca.

Todo pasa, todo arde, todo muere… todo vuelve. Aquí me tienen, plagiando al mismísimo Gómez-Jurado, sin pudor alguno.

Llegó el día de regresar a la península, a la rutina de cajas, madrugadas, carreteras vacías, insomnio y locutores de radio nocturna.

Me acosté con un solo pensamiento acompañado de una triste sonrisa: Tenerife nunca falla. I´ll be back! −como decía el bueno de Arnie−. Volveré, por supuesto, todos vuelven.

4:00 marca el reloj del móvil. No aguanto más en la cama. Los días de vuelo son incompatibles con el sueño. Me levanto, recojo los cuatro bártulos que quedaron fuera de la maleta (ya preparada desde anoche), leo unas páginas sobre el jaleo que ha montado dicho escritor para terminar la saga. ¡Menudo liante! Aguarda que te vea por la calle. Sobra decir, desde el cariño. Leo unas páginas y escribo un puñado de líneas, para tener algo que contarles.

El taxi me recoge a las 5:30, lo sé, soy exagerado por vocación, teniendo en cuenta que el vuelo sale a las 7:15, pero siempre preferí aburrir horas en el aeropuerto que andar de carreras.

Puntualidad británica, de momento. Despegamos destino Loiu, Bilbao, el agujero ventoso por excelencia, ¡con la maravillosa y larguísima pista de aterrizaje que existe en Foronda, Vitoria!  En fin.

Salgo del duermevela, ocurre algo extraño. Volamos en completo silencio, ni una ligera vibración, nada. ¿Nos habrá abducido un ovni? Miro por la ventanilla, todo parece en orden. No hay ningún monstruo sentado sobre el ala. ¿Qué sucede? ¿Acaso se ha parado uno de los motores? ¿Quizá los dos? No volamos, parece que planeásemos, como si el piloto buscara descender y amerizar, porque supongo que nos hallamos sobre el océano. Sin embargo, a mi alrededor, la gente está tranquila, unos miran distraídos por la ventana, un adolescente de flequillo imposible escucha música a través de un pinganillo, su compañera ve una película en el portátil, un par de niños juegan, una muchacha pasea por el pasillo, las azafatas charlan con un compañero (suena fatal azafato). Dos damas, ya veteranas de mil y un vuelos, a mi izquierda, dormitan en paz. Nada parece fuera de lo normal, sin embargo, no oigo un murmullo, no escucho el ruuumm de fondo tan característico en las alturas.

Bostezo, tras dar un sorbo al botellín de agua (arrugado por la presión), el estruendo del motor traspasa mis tímpanos, las vibraciones reviven, y todo vuelve a la normalidad. El ruuumm regresa, junto a conversaciones veladas, la musiquilla proveniente de algún portátil, la risa de los críos… ¡menudo alivio, tan sólo tenía taponados los oídos debido a la altura!

Aproximación a Bilbao.

Mis vecinas, bien vestidas, maquillaje un tanto excesivo, peinados que vieron estilista hace pocas horas, adornos de guerra que brillan ostentosos, cual si gritasen: ”¡Observad, pobretones, mirad cómo reluzco!”, sin embargo, no parecen del todo caros, señoras con aspecto de querer (y no poder) jugar ligas superiores en tema monetario o clasista (aquí estamos todos, viajando low cost). Jubiladas viajeras, se definen ellas mismas en breve conversación. Mujeres de vuelta, que conocieron lo duro de la vida, y que en la cuesta abajo  over the hill, dicen los anglosajones− batallan, sable curvo en alto, cabalgando a degüello, sin toma de prisioneros. Que nos quiten lo bailao, y todo aquello.

Descendemos, luz de cinturones en rojo. Vislumbro las casas, los prados, terrenos de distintos colores separados en cuadrículas, todo lejano, allí abajo, los coches cual hormigas laboriosas en filas interminables, que recorren sendas diminutas que son las carreteras. Todavía estamos demasiado alto, no escucho el ruido del tren de aterrizaje −tan característico− al salir de su escondrijo. Peculiar ruido que advierte que la cosa ya va en serio.

Continua el descenso.

Se sucede algún bache que otro. Nada fuera de lo normal. Lo he vivido decenas de veces. Ligeras turbulencias de aproximación, las denominan los que conocen el asunto, para darse importancia.

−Por favor, permanezcan con los cinturones abrochados −dicen desde una lata.

Pasan unos segundos. El pasaje tranquilo.

De pronto el caos.

Lo recuerdo tras las gafas de sol, negras, debido a la luminosidad que entra por el ventanuco. Lo recuerdo tras una sonrisa, como no acabando de creerlo, como no deseando creerlo.” No puede ser”, me digo, “no puede terminar todo así”, “Debo regresar a Tenerife, contemplar a Iraya sonreír una vez más, escuchar la dulce voz de las camareras, flotar “a lo muerto” en la playa de las Teresitas”; “Me niego a terminar así”. Continuo sonriendo, incrédulo, quizás lleno de fe ciega.

Ocurren dos, tres, cuatro bandazos. Violentos. Observo el ala, junto a mí, acompaña las sacudidas del tubo de metal −que es el avión− con sendos espasmos, mostrando un ángulo excesivo.

Unos pocos segundos abarcan la eternidad. Un tiempo de pesadilla, cuando esperas, agarrotado, despertar antes de lo peor.

Sin embargo, no siento miedo. Tan sólo incredulidad. La sonrisa no se borra, como si algo dentro de mí hubiera conectado el modo “serenidad”. Me limito a agarrar el reposabrazos.

El meneo produce agitación de torsos y  cabezas. Por fortuna, no se abren los compartimentos, no caen maletas, ni siquiera saltan las trampillas que esconden las máscaras de oxígeno.

Se oye algún grito que otro. Murmullos. Gemidos, nenes llorando.

Continuo sonriendo, como si todo formara parte de una broma, como si fuera parte del espectáculo (rifa, venta de perfumes, brebajes fríos y calientes, avión agitado cual sonajero). Tal vez algo dentro de mí extendió un halo de tranquilidad o fe sobre mi persona. Sin embargo, sucede algo que me devuelve a la realidad, a una realidad que no quise ver o no supe interpretar.

La mujer de la izquierda me agarra el brazo desnudo. Su mano se cierra con fuerza sobre mi bíceps. Noto la presión de cada uno de sus dedos. Casi hace daño. Giro el rostro y la miro un tanto sorprendido. Sus pupilas, clavadas en mí, grandes, son de niña pequeña. De colegiala asustada, incrédula, como si hubiera retrocedido decenas de años en el tiempo. Gira el rostro hacia delante. Bisbisea, pero no cierra los párpados. Ahora la mirada distante, de las que atraviesan los objetos que tienen ante sí. Cual si estuviera arreglando cuentas con el Tipo de Arriba. Más tarde, cuando vino la calma, así lo confesaría ella misma: “Hablé con Dios”. Yo creo que todos, a nuestra manera, tuvimos una pequeña charla con El Jefe. Más bien monólogo. Él escucha −de crío lo imaginé barbudo, sonriente− hace sus cábalas, tira los dados, y responde a su manera, siempre en silencio. Si un día llega a contestarte… mal asunto, ya no descubrirás quién es el asesino en la novela que leías, no darás a tu chica el último beso.

−Disculpa −dice, soltando la mano.

−No pasa nada. Menudo susto, ¿no?

La sonrisa muda que exhibe lo dice todo. A un pelo estuvimos de conversar en persona con San Pedro, grita su silencio.

Me sorprende el haber estado así de tranquilo, “Nunca fui una persona cobarde, tampoco un héroe de película” (autoplagio: así comienza el Relato 48, reto 2025, que entregué hace unos días).

Retomemos.

No me asusté, demasiado, porque conozco Loiu, y sus circunstancias. Sin embargo, jamás experimenté tal agitación, en ningún vuelo (y atesoro unos cuantos), ni siquiera en los de Bilbao. Las señoras, bilbaínas, también conocían el terreno, mucho mejor, y lo pasaron fatal. Mi única teoría: Tenerife me dio la paz suficiente, para afrontar lo que pudiera suceder. Recordé a la nena del vuelo de ida, temerosa de volar, crucé los dedos por que no hubiera retornado aquel maldito día. Pobreta.

“Casi se cae el avión”, fue una de las frases más repetidas, una vez en tierra. Pasajeros grabando notas de audio en sus móviles. Nos hemos convertido en una sociedad de escándalo, morbo, y escaparate.

No acaba aquí la historia.

Ganamos altura. El alivio se traduce en suspiros y murmullos. Incluso alguna que otra carcajada. Risas que se convertirán en blasfemias en unos minutos.

Nos alejamos, puedo observar los montes, los campos. Ya no distingo vehículos ni caminos.

−Nos distanciamos de Bilbao −digo a mis compañeras.

−¿Tú crees? −dicen, al unísono, girando al mismo tiempo las caras para mirar por la  ventanilla.

Al cabo de unos largos minutos. Una voz por megafonía:

−¡Atención! Les habla la comandante, debido a las extremas condiciones meteorológicas nos ha resultado imposible tomar tierra en Bilbao. Nos dirigimos al aeropuerto del Prat, en Barcelona. Disculpen las molestias.

¿Barcelona? ¡Con la maravillosa pista de aterrizaje que luce Vitoria!

Poco más que contar, siete divertidas horas en autobús, bocata frío, la noche nos envuelve, echo mano del móvil (tan esclavizador como útil), reservo una habitación de un hotel decente, en el Botxo. No más camas diminutas, baño compartido, vecinos ensangrentados, códigos que teclear para acceder al dormitorio.

Me acogió una cama gigantesca, un cuarto de color blanco nuclear, impoluto, televisión de plasma, ducha colosal, mueble bar, botella grande (de vidrio) con agua fría de cortesía, tarjeta de plástico que, sin necesidad de claves ni dígitos, opera su magia… incluso vi un ser humano, en forma de amabilísima señorita, permanente tras un mostrador, abajo, en un rincón del vestíbulo al que denominan Recepción.

Apenas rozo el colchón, caigo rendido.

        



martes, 15 de abril de 2025

F213 - La joven lectora (Tenerife) (IX)

 Superado el disgusto, el viejo DeLorean, en plena forma, alcanzó las ochenta y ocho millas por hora y nos teletransportó al mes de noviembre, dejando tras de sí dos surcos de fuego sobre el asfalto.

Me levanto algo triste, hoy es el penúltimo día en Santa Cruz de Tenerife. Última visita a la playa de Las Teresitas. Último baño en el océano domesticado. Mañana, de madrugada, cogeré el avión de regreso a las cajas, al insomnio, a la vida real.

No es sencillo acudir solo a la playa. Llevo lo imprescindible (camiseta, bañador, chanclas, toalla, gafas de sol y unas monedas). Increíble sensación, abandonar el teléfono móvil por unas horas (tomaré las fotos con un clic de las pupilas, las revelaré con el corazón, y almacenaré dentro del alma). La toalla es roja sangre, cual muleta de torero, visible desde gran distancia dentro del agua (la corriente te desplaza lateralmente sin darte cuenta). Un puñado de euros, para la caña con papas en el chiringuito y el billete de vuelta en la guagua. La llave de la habitación −en la posada con ínfulas de hotel− atada al cordón del bañador (tras el remojón, procedo a secarla, para impedir que el salitre la oxide).

Baño largo, últimas brazadas, con sus momentos de relax flotando “a lo muerto” y el sol tiñendo con luz escarlata mis párpados cerrados; último paseo descalzo, sobre la arena húmeda, dejando huellas efímeras que, a su modo, te recuerdan lo rápido que pasa la vida; y la última caña helada, a la sombra del chiringuito, mientras contemplo los cargueros que surcan el horizonte, con su carga de cubitos de colores difuminados, cual juguetes de un Dios niño. Plan habitual, siempre y cuando ningún amigo de lo ajeno se haga con la bolsa y disfrute él de algún refrigerio a mi salud.

Todo eso me aguarda. Lo que me empuja fuera de la cama.

La guagua llega con retraso. Enseguida comprendo el motivo, viene abarrotada de chavalería. Apenas podemos subir tres o cuatro pasajeros más.

Atravieso la partición, bus tipo oruga, y quedo en la segunda mitad del vehículo, cerca de los asientos traseros. El volumen ambiental se ha incrementado, unos cuantos decibelios, tan sólo cruzar el río Bravo de la separación. Chiguitos por doquier, habrá al menos cuarenta, echo a ojo. Alcanzan esa edad difícil de suponer para un veterano como yo, doce, catorce años, cuando son todo piernas, codos y hormonas. Chicas, chicos, y tres o cuatro adultos, quienes supongo profesores y tutores. Algunas de las muchachas portan gafas de sol, casi más grandes que sus pequeños rostros. Otros lucen gorritas ladeadas, emulando, sin saberlo, al mismísimo Príncipe de Bel-Air.

Aguanto de pie, respirando juventud, sujeto a la barra porque el equilibrio bípedo tampoco está entre mis fuertes. Dos paradas después, una señora con preocupante sobrepeso y aspecto autóctono se apea. Ocupaba la última plaza, atrás del todo −la fila de los bad boys, decía el bueno de John− a la derecha, en la esquinita. Queda libre. Me da cierto apuro atravesar la marea juvenil para tomar el puesto, pero al levantar la vista, observo que la cría del asiento contiguo hace un ademán señalando el vacío. “Está libre, es usted bienvenido”, dice su gesto. El detalle me infunde valor. “Gracias”, le digo a la chiquilla que no debe de llegar a los trece años. Asiente una vez con la cabeza a modo de respuesta. Sus labios sonríen, acompañan los ojos. Pero de inmediato, una vez reposo el trasero en la esquinita claustrofóbica, la niña vuelve a su tarea.

Está leyendo.

Sobre su regazo, un libro enorme. Un tocho de unas ochocientas páginas (uno ya tiene el ojo entrenado). Entre sus pequeñas manos, se ve grueso, de tapa blanda, usado, las páginas amarillentas. Se adivina el aroma a biblioteca con solera.

La muchacha lee tranquila, sin prisas. Durante la seña de invitación, cerró un momento el ejemplar, dedo pulgar atrapado marcando la página; mis ojos, adiestrados para la caza literaria (como diría mi admirado Reverte) se fijaron en la portada. Harry Potter, cómo no. Una auténtica droga para lectores como ella. Me pregunto qué tipo de maldición o conjuro vislumbrará ahora mismo en su joven mente (Expelliarmus; Petrificus Totalus; Avada Kedavra…). Nunca fui devoto del niño hechicero, pero admito que la autora dio con la tecla adecuada, como si realmente poseyera poderes sobrenaturales con los que convertir para la causa a millones de niños, adolescentes y adultos. Poderes que luego volcaría en las páginas de sus novelas. J. K. Rowling, natural de mi añorada Edimburgo. Aún recuerdo, cuando yo trabajaba en el supermercado Tesda −la Gran Familia− y un nuevo libro de la saga era publicado: agotábamos el stock en apenas unas horas. Incluso doblábamos turno para descargar palés desbordantes de libros. Lo petó, la Rowling.

Todo esto pasa por mi mente, y me siento tentado de comentárselo a ella, a la joven lectora. Que yo residí trece años allí, que estuve por aquellas calles y castillos en los que la escritora se basó para inventar su propio microcosmos. Que tomé mil y un cafés en uno de los bares donde ella sacó cuaderno y boli, y creó el esbozo de la historia del mago y sus inseparables amigos, Hermione y Ron. Sobra decir que no lo hago. Me contengo por dos razones: la primera, porque hemos creado, a fuerza de estupidez y miedo inculcado, una sociedad donde parece inapropiado que un adulto −hombre− le dirija la palabra a una cría en un autobús repleto de gente (mi lado británico así lo constata); cuánto mejor sería encerrar al monstruo −declarado culpable− en una mazmorra y tirar la llave al mar; y, sobre todo, la segunda razón: no deseo, por nada del mundo, sacar a la moceta del éxtasis, privarle del formidable universo en el que deambula en esos instantes, lleno de espadas, hechizos, escobas voladoras; descubriendo el significado de amistad, lealtad y primer amor; adivinando que en la vida, como en los libros, existen caballeros valientes, monstruos agazapados en la penumbra, hadas bondadosas y brujos malignos. Sin pretenderlo, nuestra joven lectora se halla envuelta en la capa mágica de Harry, que la torna invisible al mundo real. Nadie repara en ella, los demás críos ríen, escuchan música por el pinganillo, textean, vacilan ellos con ellas y viceversa, ponen morritos y se hacen selfis con sus Bros. Tres o cuatro chicos, impostando bravuconería, hacen señales a una joven de top minúsculo y casco desabrochado (detenida al lado del bus en un semáforo, sobre una moto), realizan aspavientos −que la mujer ignora− mientras ríen y emiten ruidos de cortejo, sintiéndose mayores de lo que realmente son.

Ella es invisible, junto a su libro, salvo para mí, que poseo vista de Superman. 

Yo la veo; y me contemplo a mí mismo, sentado en un banco de madera, entre la pista de atletismo (de gravilla gris) y los campos de fútbol del colegio, en mi querido Baztán; me veo con un libro entre las manos −Blyton, Stevenson, Robert Arthur, Jack London− absorto en otra realidad paralela, ajeno a los gritos y jugadas del resto de compañeros, que emulan a sus héroes de pantalón corto y botas de tacos.

No, no quiero distraerla, tan sólo desearle suerte porque me veo reflejado en ella. Una niña leyendo un tocho, en papel, dentro de un autobús abarrotado con un centenar de personas, cuya mayoría se muestra con el cuello inclinado −llamando a gritos a la cervicalgia− y ojos idos, mientras los pulgares rozan sin parar, cual posesos, la pantallita multicolor de ese maldito invento que nos llevará a la perdición. Que nos privará de la libertad que tuvimos los que de niños pasábamos página tras página, sedientos de aquellas historias de magos, piratas, de cinco amigos, de viajes por el tiempo… ávidos de vivir mil existencias.

Una profesora se acerca al grupo. La mirada, el andar, la voz, el cabello, todo delata su rango, las décadas encima de la tarima. “Bajad un poco el volumen, chicos”, dice. Les habla suavecito, no logro descifrar el mensaje completo, el resto de lo que menciona, a pesar de hallarme bastante cerca. Es una vieja técnica de enseñanza (trabajé en ese mundillo en Escocia). Hablarles en susurro, para captar toda su atención, desde que son pequeñitos, y así adquieran el hábito de escuchar al Educador (Julie, la primera Teacher a quién asistí, la aplicaba con los peques de Primary Three, quienes se aproximaban a su voz, curiosos, cerrando el semi círculo sobre la moqueta, a pasitos, cual gorrioncillos a las migas de pan). Sin embargo, los colegiales tinerfeños habían callado, casi de inmediato, en cuanto la profesora se acercó; lo hizo sin aspavientos, con la perenne sonrisa en el semblante; la chavalería guardó silencio, la miró, y escuchó. ¿Saben lo que significa eso?: Respeto. El respeto a una maestra veterana que tacha hojas de calendario para la jubilación.

La admiré, al instante.

Una vez llegamos a la playa, última parada, dejo bajar primero a los alumnos y a la profesora. El resto de los tutores supongo que salió por la otra puerta, con otro grupo.

−¡Suerte con la tropa! −digo, dirigiéndome a la señora, ya sobre la acera.

−Gracias −dice, con un gesto divertido, ojos al cielo, y la sonrisa que nunca abandonó sus labios (“Adora su trabajo”, pienso, con un cierto grado de sana envidia). Luego me observa, curiosa; una mirada cómplice, como si viera mi interior, como si reconociera a uno de los suyos, como si adivinara mediante algún conjuro a lo Harry Potter que yo también, en otra vida, traté con alumnos llenos de energía, hormonas y sueños.

−Sí, buena suerte, Maestra −repito para mis adentros, hundiendo los pies desnudos en la cálida arena.




jueves, 10 de abril de 2025

F212 - Tres mochilas negras, tres

 ¡Maldición! No arranca. Giro la llave una y otra vez. Suena ñiiik, ñiiik, ñiiik a modo de protesta. ¿Será el motor de arranque? ¿Quizá las bujías? ¿Tal vez la junta de la culata? ¿Caduca el plutonio? Ni idea. Lo dejaré reposar unos días, a ver si se le pasa el enfado. Con los años el viejo bugata se volvió sensiblero y gruñón.

Estoy a bordo del tren que me llevará a la ciudad norteña. Atrás quedó Madrid, la ciudad de los sueños. Me encuentro agotado, víctima de ese cansancio mezcla de madrugón y placer. Un cansancio que hace bajar los parpados y sonreír mientras revives los días pasados. Siempre me gustó el tren, un poquito comparto con Sheldon Cooper, salvando distancias kilométricas, en cuanto a extravagancia e intelecto.

No hay coche cafetería. En su lugar, una risueña azafata pasa con el carrito, al estilo aéreo, ofreciendo brebajes fríos y calientes, junto a diverso picoteo. El aroma a café la escolta. Añoro aquellos viajes cuando, con la excusa de estirar las piernas, acudía al vagón bar, y lata de cerveza fría en mano, contemplaba el atardecer sobre los Monegros. Viajes a la urbe catalana de cuyo nombre no quiero acordarme.(Don Miguel me perdone la osadía, por segunda vez).

Esta vez tocó ventanilla, al contrario que la ida que fue pasillo. A mi vera, un joven de aspecto árabe refinado viste camisa gris recién planchada (o estrenada), cadena de oro al cuello, pantalones de lino negro, zapatos ligeros y elegantes. Su rostro enmarcado por unas gafas de montura metálica, grandes a la moda actual, y apuesto que de buena marca. No me pregunten por qué, pero asumo que es francés, quizás debido al perfume. A sus pies una mochila negra, de considerable tamaño. Abre un ordenador portátil y comienza a teclear. Entre página y página, con disimulo, echo un vistazo. Pantalla de fondo negro; desde mi distancia, y bajo la influencia de las gafas de cerca, tan sólo distingo extraños caracteres −pocas letras, unos y ceros, y símbolos informáticos− cagarrutas de ratón trepando despacio la pantalla− mientras él teclea símbolos primos hermanos de estos y golpea con suavidad la tecla Enter. Piensa unos segundos, teclea, piensa, sigue tecleando. Un programador, o como diantres se denomine ahora. Encajo un gancho, de nostalgia sadomasoquista, bajo la mandíbula: de cuando estudiaba en Bilbao y mis pesadillas estaban repletas de pantallas con fondo negro y texto verdoso en código máquina.

Lo que hace una camisa nueva y unas gotas de Pachuli gabacho, pienso incómodo, recordando el viaje de ida: asiento de pasillo, como indiqué. Junto a la ventana, contemplo a mi llegada, un tipo despatarrado, dormido, drogado o muerto. ¿Quién sabe? Boca abierta, un ojo cerrado y el otro a medias, como esos gatos que parecen estar en trance durante un mal sueño. Es un chico joven, de aspecto marroquí, despeinado, ropa sucia, botines viejos y embarrados. Vamos, un moro de toda la vida, pienso con cierta zozobra. Si no fuera porque estamos quemando marzo, diría que el mozo regresa al hogar tras setenta y dos horas de Sanmateos. De forma absurda, recuerdo que sus ancestros denominaron la “almohada” por primera vez. Tomo asiento, evitando rozar su brazo que está en “mi espacio”, y como si esperara la señal, su teléfono móvil (sujeto en el revistero, con el cable conectado al enchufe) comienza a sonar a todo volumen. Ignoro si se trata de la alarma-despertador, de una llamada a vida o muerte, o de centenares de mensajes en cadena. El sujeto no se inmuta, está cao como el boxeador de mi novela. Ante la ausencia de ronquidos, temo que sí que esté muerto.

Dudo si despertarlo. ¿Y si lo hago y él, enojado, abre la mochila que reposa entre sus rodillas (negra y grande) saca un machete, o cortaúñas, al grito de guerra pseudorreligioso, y comienza una carnicería de la que no llegaré a ser testigo porque caeré el primero? ¿Y si el tono insistente del teléfono es una transmisión directa al contenido del macuto que no es otra cosa que…? ¿Y si…? cuántos pseudónimos del miedo comienzan así.

El tipo no se mueve.

Un hilillo de mal olor me alcanza. No se trata de algo exagerado, pero con los años la sensibilidad hacia los fuertes ruidos y los olores ha aumentado. Este último aspecto sensible me lo dejó mi querida madre, dentro de una cajita, con cinta y lacito, en forma de gen.

Ante la visión de más de cuatro horas con ruido (el teléfono sigue sonando) y mal olor (repito, no exagerado) decido levantarme y ocupar otro asiento vacío.

Exactamente tres minutos después regreso a la vera del chico moribundo, porque el revisor se acerca desde el otro vagón.

Varias paradas después, el joven se despierta sobresaltado. Observa a su alrededor como preguntándose dónde diablos está. Me mira, luego cae en la cuenta de que su móvil no deja de dar la murga. Lo coge, desconecta el cable, toca la pantalla y el maldito ruido cesa.

−Contemplé el despertarte. Ignoraba si era la alarma o una llamada. −digo.

Vuelve a mirarme, ahora más despierto. Ojos oscuros y humedecidos, pestañas de niño. Echa un vistazo a la ventanilla, donde los postes pasan a toda velocidad.

−¿Hemos passado Mirandda Ebbro? −dice, con cara de susto, característico acento , y obviando el “de” intercalado.

Cavilo un instante.

−No, creo que es la siguiente parada −respondo, y así lo confirmo preguntando al revisor que justo llega a nuestra altura.

Detenidos, el chaval recoge sus bártulos y, un tanto apurado, alcanza el pasillo; se dirige a la puerta automática que comunica con el espacio entre vagones. Justo antes de franquearla, gira su rostro y sonríe:

Grasias, majo −dice, como si en lugar de Tánger fuera de Fuenmayor.

Recuerdo todo esto mientras observo al tipo bien vestido, que teclea y teclea como si librara una batalla que el resto de los pasajeros ignora.

El tren aminora la marcha.

El tren se detiene.

Nos encontramos en medio de la nada. En tierra de nadie.

Por un descabellado instante, pienso que Mister Le France, de alguna forma para mí mágica, ha detenido el maldito tren, a golpe de tecla. Como si estuviéramos en una puta película de Denzel Washington. Le miro y no puedo evitar maldecirlo por lo bajini. El tipo no se da por aludido. ¡Jorge, no empieces con la retahíla de los “¿Y si…?”, me abronco.

Vagón estancado durante minutos que parecen horas, sin aire acondicionado y con la cerveza templada; doy gracias a David Torres que, página tras página, se abre paso a puñetazos, a través del personaje protagonista quien, fuera y dentro de las doce cuerdas, se da de hostias con la vida, y mejora la mía.

Nos comunican por megafonía que, debido a una avería eléctrica en la estación de Valladolid, y que afecta a la catenaria, debemos cambiar de vía. El que habla insiste en que no hay ningún problema con el tren. Que el tren está perfecto. Precioso y resplandeciente bajo el sol de la llanura. ¡Como nuevo, oigan! Dice, ufano. Temo que quiera subastarlo.

Entonces reparo en que rodamos hacia delante... Buenas noticias, ¿no? Negativo, porque todo el trayecto estuve sentado contra marcha. Es decir, el tren está yendo hacia atrás. ¿Regresamos a Madrid?

Rodamos y rodamos y rodamos; despacio, con buena letra.

Nuevo mensaje. Voz enlatada, ronca y cansada.

−Estimados pasajeros, el convoy está retrocediendo en busca de una vía alternativa. Disculpen las molestias.

Algo así, dice el pobre trabajador, cuchillo y tenedor en mano, dispuesto a comerse el marrón. Y en mi cabecita:

¿Dónde está la vía matarile rile rile?

¿Dónde está la vía matarile rile ron?

Sigo leyendo. La novela es prodigiosa. El tipo escribe como un ángel caído. Descubro el verdadero significado de la palabra “Envidia”.

El tren vuelve a detenerse. Supongo que la dichosa vía juega al escondite con nosotros. Mi vecino pijo se levanta, da un paseo y observo que charla con su homólogo unas butacas más adelante. Ambos de pie. Otro tipo bien vestido pero rubio, de ojos claros y con pinta de ser de Toledo. También maneja portátil con cagarrutas en la pantalla y lleva una mochila negra de tamaño considerable (ya van tres, deben de estar en oferta). Para mi sorpresa, ambos conversan en perfecto castellano, nada de a les fons de la patrí y todo eso.

Para su pequeña excursión, el informático dejó el ordenador sobre la bandejita, cable de por medio, con lo cual no puedo salir al pasillo. Mediante gestos, llamo la atención de su compañero de juegos, y éste a su vez la suya. Viene, erguido y  arrogante, y con gesto de alguien bajo dieta vegana, recoge el ordenador.

−Gracias, necesito estirar las piernas.

Ni mu, dice Don Importante. Ahora caigo a quién me recuerda su rostro impasible, frío como el bloque de hielo que picaba el chino enano (perdón, se me va). Es como Gus, el malo, malísimo de Breaking Bad, pero de tez más clara.

Entonces, dos recuerdos consecutivos asaltan mi cabeza: Primero, cuando este señor se acomodó en su sitio, a mi lado, y sacó el portátil, se dispuso a buscar por todos lados algo, con el cable en la mano. No hay que ser ingeniero teleco para saber qué buscaba. Le indiqué el par de enchufes que había escondido al lado de los reposabrazos. “Sí, eso buscaba”, fue su escueto comentario, acompañado por una sonrisa, ésta descafeinada cual si pagara impuestos por lucirla (es lo que tiene comer tofu en lugar de chuleta). El segundo recuerdo, aquel “Gracias, majo” del joven desarrapado, junto a una sincera sonrisa, libre de tasas y arrogancia.

Lo revivo, y un sentimiento de vergüenza −cual sombra− me envuelve, oscuro y espeso como mi propio prejuicio.




 

sábado, 5 de abril de 2025

F211 - Almas alienadas

 Continuamos en Madrid. No se apuren, pronto regresaremos al noviembre tinerfeño, a golpe de plutonio. Es una de las ventajas que tiene guardar el viejo y tuneado DeLorean dentro de la lonja, la otra, que fardas un montón.

No todo fueron cañas, besos, miradas, churros, y caricias en la capital del imperio. Hubo tiempo para buscar esa dosis de cultura que de vez en cuando te pide el cuerpo, o quizás el espíritu. Aunque ¿existe algo más cultural que una buena tapa de callos con garbanzos? A su vez, contemplar algunas joyas expuestas en el Prado es otra forma de romanticismo.

Lo dicho, entre tapa y tapa, hoy ración de cultura. Plaza de España, una visita al monumento en bronce (reflejando lo imaginario, frente a lo real en piedra) erigido en homenaje a esos dos maravillosos locos, uno hidalgo, el otro escudero, junto a su creador Miguel de Cervantes −en piedra− el Maestro de maestros. El primero, con su propia locura adquirida por horas y horas entre novelas de caballerías. Voluntario forzoso, el segundo (tras la ínsula prometida) loco por acompañarlo en busca de aventura, a base de combatir gigantes camuflados cual molinos, deshacer entuertos y socorrer a damiselas en apuros. Allí estaban, ante mis ojos, bajo la presencia de su creador: el gran Don Quijote, espigado, mirada perdida, lanza en ristre, y a su vera, cómo no, su humilde, fiel y tocapelotas escudero, Sancho. ¿Quién no ha topado con la peculiar pareja en el curso de esto que llaman vida?: el osado, y medio enajenado −pupilas chispeantes, lanza y escudo, hambre de conquista, quizás disfrazada de codicia en tiempos actuales−; y el siempre leal escudero −tranquilo, cabal, realista−, que a la hora de recibir galletas se lleva las de aquel y las suyas propias, ya sean físicas o anímicas. Mas en eso consiste la amistad, la lealtad, el querer a una persona. Que no te importe recibir tortas, encajar lo tuyo y lo del otro. Que lo acompañes al fin del mundo, a sabiendas del precipicio que esconde la niebla. También hay que soltar, a los malos, alguna hogaza de pan, a mano abierta y giro de cadera; uno es romántico, no gilipollas.

La foto, me digo. Jorge, has de sacar la foto. Inmortalizar este momento, no vaya a ser que a los esculpidos en metal les dé por echar a galopar. Aunque con semejantes cabalgaduras (un caballo famélico y un burro panzón) satisfechos con trotar. El momento foto, tan actual, so cool, como si algo en nuestro interior nos susurrara cual hipnotizador aficionado: la foooto, Jorge, la foooto. Fotografía el chuletón que te vas a zampar, el tiramisú que les quedó tan bonito, el plato de macarrones con tomate que te has currado en casa, emulando tiempos de libros, apuntes y exámenes… ¡Aguarda! coloca la hojita de perejil, a lo Arguiñano.

La instantánea tuvo que demorarse unos minutos. En Madrid has de hacer fila incluso para mirar el cielo, un martes cualquiera. No demasiados, hubo suerte. Los suficientes para que la horda turística despejara la zona: japonesas de palo selfi y pieles blancas – la propia y la de sus abrigos−, indios de kurta liso y perenne sonrisa −lo confieso, busqué en Guguel−, incluso alguno, medio despistado, con pinta de soriano. Entonces caes en la cuenta de que formas parte de dicha horda. Ya ven ustedes, uno va de estrellita indepe y acaba tragando la rueda y hasta las palas del molino, y dispara a diestro y siniestro el botoncito de la cámara, del móvil, tableta o cualquier artilugio que haga clic y congele un instante irrepetible; un simple gesto que permita robar el alma de otros, como creían los “pieles rojas” en las películas de John Wayne. Por suerte, a este par de locos no hay cámara que pueda sustraer el ánima, pues ésta traspasó los límites de lo ficticio −bronce−, convirtiéndose en algo eterno, universal, omnipresente, y todos los adjetivos XXL que uno pueda teclear.

Visita al Museo del Prado. Han transcurrido tantos años desde la última vez, que algo dentro de mí −quizá los misteriosos veintiún gramos− siente vergüenza. Venir a Madrid y no atravesar las puertas de esta fábrica de sueños es como recorrer todo un país en tren y no salir de la estación en cada destino (al igual que Sheldon Cooper, otro chiflado encantador).

El Prado. Carezco de palabras, de símiles y metáforas, de base cultural, de poder descriptivo para mostrar cómo es dicho museo. Es algo indescriptible. Decenas de salas, cientos de cuadros, esculturas y montajes artísticos. Cuadros de todos los tamaños, épocas y estilos. No, jamás osaré intentar describirlo.

Debo confesar que mi presencia en el interior de cualquier museo tiene un límite de tiempo: dos horas. No aguanto más. Ignoro si Stendhal acarrea culpa alguna o sólo es mi naturaleza −el pobre hombre, al igual que la ciudad Estocolmo se han comido ya suficientes marrones (Matas un mal día un tigre y te llaman por los restos Tigretón, o bautizan un Síndrome en tu honor)−. Llega el momento que tal aglomeración de estímulos me desborda: luces y colores, gente por doquier, estatuas y claroscuros, adolescentes italianos, niños ibéricos, japonesas que bisbisean… (soy consciente del anterior “gente”). Desgraciados vigilantes que sueñan con salas en silencio −observo uno sentado, cabizbajo, rozando la rendición (quizás extrañando revólver y cartuchera)−, profesionales, no cesan de insistir en la prohibición de fotografiar las pinturas. ¡Tanto viaje, crucero, avión!, ¡visitas a mil y un museos!, ¡tanto palo selfi , deditos en “V” o “in love” y sonrisa robótica!... y  aún desconocen la regla básica. Se mira, pero no se toca, se observa, pero no se fotografía. De tal sencillez, que ni siquiera la barrera idiomática debería suponer problema alguno. Un museo es una torre de Babel antes de la cólera divina. Todo el mundo habla el mismo idioma.

No cojo guía auditiva, ni siquiera un mísero plano. ¿Para qué, si sólo echar un vistazo ya siento mareos? Recorro salas, pasillos, escaleras, trepo muros con la mirada, sobrevuelo cúpulas cual paloma extraviada, me desoriento una y otra vez. Lo normal. Tentado estoy de echar mano de san gúguel maps, curioso de escuchar a mi cachonda compañera: diríjase al norte, atraviese la sala cuarenta y ocho, a la derecha podrá contemplar la “Rendición de Breda” del gran Velázquez, continúe por el pasillo, al fondo a la izquierda se encuentra su destino: autorretrato de Francisco de Goya, alias el Sordo. Encienda la luz del móvil, entra usted en su etapa oscura.

Trato de esquivar pintores como quien evita coches cruzando a pie la Gran Vía con el semáforo en rojo. Imposible, me detengo, una y otra vez, ante cuadros cuyos personajes (o como se diga) parecen vivos. Miran cómo trato de alejarme y sus ojos me persiguen. Parecen decir: “Eh, chaval, un poquito de respeto. Párate ahí, donde pueda verte y obsérvame al menos unos tristes segundos”.

Cierro los ojos, para huir de sus miradas, como el niño chico que llevo dentro −no te veo, no existes−, avanzo a paso ligero, me abro paso a codazos, empujo a críos y japoneses, no quiero ver nada más, no quiero detenerme, he de llegar a las salas de los pintores cuyas obras vine a contemplar: Goya, el Bosco, Velázquez, el Greco, Zurbarán, Sorolla…

¿Dos horas? Las Musas que inspiraron tanta belleza, decenas de ellas, quizás cientos, se juntan y hermanadas −frondosos cabellos, ojos que embriagan, pechos desnudos− me señalan con sus dedos delgados, ríen a carcajadas ante mi ingenuidad pueblerina. ¿Dos horas? ¿Acaso pretendes visitar el Museo del Prado en dos horas? No, por supuesto, nunca lo pensé, ni osaría intentarlo. Bueno, tal vez, si permitieran entrar con patinete eléctrico trucado, de esos que pillan los ciento veinte kilómetros por hora…

Dos horas entre aquellos muros vuelan como cuando escribo. Mientras que las mismas con botas y uniforme se hacen eternas. La relatividad del tiempo. ¡Qué jodido, el Einstein! Otro loco de la Historia. Ni un pelo de tonto, tenía. Ese cabello níveo y electrizado al puro estilo Doc Brown (más bien a la inversa), otro chalado maravilloso que tuvo algo de escudero de Marty McFly.

Dos horas alcanzan para sentarte frente a las Meninas, en uno de esos bancos que siempre están ocupados, y aun así no terminarías de captar todos los detalles, de traspasar aquellas miradas, de admirar cada pliegue de los vestidos. Dos horas. ¡Cómo para entrar a considerar qué pretendió expresar el artista!

Einstein se une a las Musas y se descojona: ¡menudo pardillo, este pueblerino!

 

Nota: Marty, gracias por prestarme el DeLorean, amigo. Eternamente agradecido, por hacerme soñar, Michael J. Fox.