Superado el disgusto, el viejo DeLorean, en plena forma, alcanzó las ochenta y ocho millas por hora y nos teletransportó al mes de noviembre, dejando tras de sí dos surcos de fuego sobre el asfalto.
Me levanto algo triste, hoy es el penúltimo día en Santa
Cruz de Tenerife. Última visita a la playa de Las Teresitas. Último baño en el
océano domesticado. Mañana, de madrugada, cogeré el avión de regreso a las
cajas, al insomnio, a la vida real.
No es sencillo acudir solo a la playa. Llevo lo
imprescindible (camiseta, bañador, chanclas, toalla, gafas de sol y unas
monedas). Increíble sensación, abandonar el teléfono móvil por unas horas (tomaré
las fotos con un clic de las pupilas, las revelaré con el corazón, y
almacenaré dentro del alma). La toalla es roja sangre, cual muleta de torero,
visible desde gran distancia dentro del agua (la corriente te desplaza
lateralmente sin darte cuenta). Un puñado de euros, para la caña con papas en
el chiringuito y el billete de vuelta en la guagua. La llave de la habitación −en
la posada con ínfulas de hotel− atada al cordón del bañador (tras el remojón,
procedo a secarla, para impedir que el salitre la oxide).
Baño largo, últimas brazadas, con sus momentos de relax
flotando “a lo muerto” y el sol tiñendo con luz escarlata mis párpados cerrados;
último paseo descalzo, sobre la arena húmeda, dejando huellas efímeras que, a
su modo, te recuerdan lo rápido que pasa la vida; y la última caña helada, a la
sombra del chiringuito, mientras contemplo los cargueros que surcan el
horizonte, con su carga de cubitos de colores difuminados, cual juguetes de un
Dios niño. Plan habitual, siempre y cuando ningún amigo de lo ajeno se haga con
la bolsa y disfrute él de algún refrigerio a mi salud.
Todo eso me aguarda. Lo que me empuja fuera de la cama.
La guagua llega con retraso. Enseguida comprendo el motivo,
viene abarrotada de chavalería. Apenas podemos subir tres o cuatro pasajeros
más.
Atravieso la partición, bus tipo oruga, y quedo en la
segunda mitad del vehículo, cerca de los asientos traseros. El volumen ambiental
se ha incrementado, unos cuantos decibelios, tan sólo cruzar el río Bravo de la
separación. Chiguitos por doquier, habrá al menos cuarenta, echo a ojo. Alcanzan
esa edad difícil de suponer para un veterano como yo, doce, catorce años,
cuando son todo piernas, codos y hormonas. Chicas, chicos, y tres o cuatro
adultos, quienes supongo profesores y tutores. Algunas de las muchachas portan
gafas de sol, casi más grandes que sus pequeños rostros. Otros lucen gorritas
ladeadas, emulando, sin saberlo, al mismísimo Príncipe de Bel-Air.
Aguanto de pie, respirando juventud, sujeto a la barra
porque el equilibrio bípedo tampoco está entre mis fuertes. Dos paradas
después, una señora con preocupante sobrepeso y aspecto autóctono se apea.
Ocupaba la última plaza, atrás del todo −la fila de los bad boys, decía
el bueno de John− a la derecha, en la esquinita. Queda libre. Me da cierto
apuro atravesar la marea juvenil para tomar el puesto, pero al levantar la
vista, observo que la cría del asiento contiguo hace un ademán señalando el
vacío. “Está libre, es usted bienvenido”, dice su gesto. El detalle me infunde valor.
“Gracias”, le digo a la chiquilla que no debe de llegar a los trece años.
Asiente una vez con la cabeza a modo de respuesta. Sus labios sonríen, acompañan
los ojos. Pero de inmediato, una vez reposo el trasero en la esquinita
claustrofóbica, la niña vuelve a su tarea.
Está leyendo.
Sobre su regazo, un libro enorme. Un tocho de unas
ochocientas páginas (uno ya tiene el ojo entrenado). Entre sus pequeñas manos,
se ve grueso, de tapa blanda, usado, las páginas amarillentas. Se adivina el
aroma a biblioteca con solera.
La muchacha lee tranquila, sin prisas. Durante la seña de
invitación, cerró un momento el ejemplar, dedo pulgar atrapado marcando la
página; mis ojos, adiestrados para la caza literaria (como diría mi admirado
Reverte) se fijaron en la portada. Harry Potter, cómo no. Una auténtica droga
para lectores como ella. Me pregunto qué tipo de maldición o conjuro
vislumbrará ahora mismo en su joven mente (Expelliarmus; Petrificus Totalus;
Avada Kedavra…). Nunca fui devoto del niño hechicero, pero admito que
la autora dio con la tecla adecuada, como si realmente poseyera poderes
sobrenaturales con los que convertir para la causa a millones de niños,
adolescentes y adultos. Poderes que luego volcaría en las páginas de sus
novelas. J. K. Rowling, natural de mi añorada Edimburgo. Aún recuerdo, cuando
yo trabajaba en el supermercado Tesda −la Gran Familia− y un nuevo libro
de la saga era publicado: agotábamos el stock en apenas unas horas. Incluso
doblábamos turno para descargar palés desbordantes de libros. Lo petó, la
Rowling.
Todo esto pasa por mi mente, y me siento tentado de
comentárselo a ella, a la joven lectora. Que yo residí trece años allí, que
estuve por aquellas calles y castillos en los que la escritora se basó para
inventar su propio microcosmos. Que tomé mil y un cafés en uno de los bares
donde ella sacó cuaderno y boli, y creó el esbozo de la historia del mago y sus
inseparables amigos, Hermione y Ron. Sobra decir que no lo hago. Me contengo
por dos razones: la primera, porque hemos creado, a fuerza de estupidez y miedo
inculcado, una sociedad donde parece inapropiado que un adulto −hombre− le
dirija la palabra a una cría en un autobús repleto de gente (mi lado británico
así lo constata); cuánto mejor sería encerrar al monstruo −declarado culpable−
en una mazmorra y tirar la llave al mar; y, sobre todo, la segunda razón: no
deseo, por nada del mundo, sacar a la moceta del éxtasis, privarle del formidable
universo en el que deambula en esos instantes, lleno de espadas, hechizos,
escobas voladoras; descubriendo el significado de amistad, lealtad y primer
amor; adivinando que en la vida, como en los libros, existen caballeros
valientes, monstruos agazapados en la penumbra, hadas bondadosas y brujos
malignos. Sin pretenderlo, nuestra joven lectora se halla envuelta en la capa
mágica de Harry, que la torna invisible al mundo real. Nadie repara en ella,
los demás críos ríen, escuchan música por el pinganillo, textean, vacilan ellos
con ellas y viceversa, ponen morritos y se hacen selfis con sus Bros.
Tres o cuatro chicos, impostando bravuconería, hacen señales a una joven de top
minúsculo y casco desabrochado (detenida al lado del bus en un semáforo, sobre
una moto), realizan aspavientos −que la mujer ignora− mientras ríen y emiten ruidos
de cortejo, sintiéndose mayores de lo que realmente son.
Ella es invisible, junto a su libro, salvo para mí, que
poseo vista de Superman.
Yo la veo; y me contemplo a mí mismo, sentado en un banco de
madera, entre la pista de atletismo (de gravilla gris) y los campos de fútbol
del colegio, en mi querido Baztán; me veo con un libro entre las manos −Blyton,
Stevenson, Robert Arthur, Jack London− absorto en otra realidad paralela, ajeno
a los gritos y jugadas del resto de compañeros, que emulan a sus héroes de
pantalón corto y botas de tacos.
No, no quiero distraerla, tan sólo desearle suerte porque me
veo reflejado en ella. Una niña leyendo un tocho, en papel, dentro de un
autobús abarrotado con un centenar de personas, cuya mayoría se muestra con el
cuello inclinado −llamando a gritos a la cervicalgia− y ojos idos, mientras los
pulgares rozan sin parar, cual posesos, la pantallita multicolor de ese maldito
invento que nos llevará a la perdición. Que nos privará de la libertad que
tuvimos los que de niños pasábamos página tras página, sedientos de aquellas
historias de magos, piratas, de cinco amigos, de viajes por el tiempo… ávidos
de vivir mil existencias.
Una profesora se acerca al grupo. La mirada, el andar, la
voz, el cabello, todo delata su rango, las décadas encima de la tarima. “Bajad
un poco el volumen, chicos”, dice. Les habla suavecito, no logro descifrar el
mensaje completo, el resto de lo que menciona, a pesar de hallarme bastante
cerca. Es una vieja técnica de enseñanza (trabajé en ese mundillo en Escocia). Hablarles
en susurro, para captar toda su atención, desde que son pequeñitos, y así
adquieran el hábito de escuchar al Educador (Julie, la primera Teacher a
quién asistí, la aplicaba con los peques de Primary Three,
quienes se aproximaban a su voz, curiosos, cerrando el semi círculo sobre la
moqueta, a pasitos, cual gorrioncillos a las migas de pan). Sin embargo, los colegiales
tinerfeños habían callado, casi de inmediato, en cuanto la profesora se acercó;
lo hizo sin aspavientos, con la perenne sonrisa en el semblante; la chavalería
guardó silencio, la miró, y escuchó. ¿Saben lo que significa eso?: Respeto. El
respeto a una maestra veterana que tacha hojas de calendario para la
jubilación.
La admiré, al instante.
Una vez llegamos a la playa, última parada, dejo bajar primero
a los alumnos y a la profesora. El resto de los tutores supongo que salió por
la otra puerta, con otro grupo.
−¡Suerte con la tropa! −digo, dirigiéndome a la señora, ya
sobre la acera.
−Gracias −dice, con un gesto divertido, ojos al cielo, y la
sonrisa que nunca abandonó sus labios (“Adora su trabajo”, pienso, con un
cierto grado de sana envidia). Luego me observa, curiosa; una mirada cómplice,
como si viera mi interior, como si reconociera a uno de los suyos, como si
adivinara mediante algún conjuro a lo Harry Potter que yo también, en otra
vida, traté con alumnos llenos de energía, hormonas y sueños.
−Sí, buena suerte, Maestra −repito para mis adentros,
hundiendo los pies desnudos en la cálida arena.
Un recordatorio (o pista) a veteranos y nuevos lectores: si pincháis sobre las palabras en otro color (enlaces) podréis leer otras historias anteriores, relacionadas con la presente.
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