martes, 15 de abril de 2025

F213 - La joven lectora (Tenerife) (IX)

 Superado el disgusto, el viejo DeLorean, en plena forma, alcanzó las ochenta y ocho millas por hora y nos teletransportó al mes de noviembre, dejando tras de sí dos surcos de fuego sobre el asfalto.

Me levanto algo triste, hoy es el penúltimo día en Santa Cruz de Tenerife. Última visita a la playa de Las Teresitas. Último baño en el océano domesticado. Mañana, de madrugada, cogeré el avión de regreso a las cajas, al insomnio, a la vida real.

No es sencillo acudir solo a la playa. Llevo lo imprescindible (camiseta, bañador, chanclas, toalla, gafas de sol y unas monedas). Increíble sensación, abandonar el teléfono móvil por unas horas (tomaré las fotos con un clic de las pupilas, las revelaré con el corazón, y almacenaré dentro del alma). La toalla es roja sangre, cual muleta de torero, visible desde gran distancia dentro del agua (la corriente te desplaza lateralmente sin darte cuenta). Un puñado de euros, para la caña con papas en el chiringuito y el billete de vuelta en la guagua. La llave de la habitación −en la posada con ínfulas de hotel− atada al cordón del bañador (tras el remojón, procedo a secarla, para impedir que el salitre la oxide).

Baño largo, últimas brazadas, con sus momentos de relax flotando “a lo muerto” y el sol tiñendo con luz escarlata mis párpados cerrados; último paseo descalzo, sobre la arena húmeda, dejando huellas efímeras que, a su modo, te recuerdan lo rápido que pasa la vida; y la última caña helada, a la sombra del chiringuito, mientras contemplo los cargueros que surcan el horizonte, con su carga de cubitos de colores difuminados, cual juguetes de un Dios niño. Plan habitual, siempre y cuando ningún amigo de lo ajeno se haga con la bolsa y disfrute él de algún refrigerio a mi salud.

Todo eso me aguarda. Lo que me empuja fuera de la cama.

La guagua llega con retraso. Enseguida comprendo el motivo, viene abarrotada de chavalería. Apenas podemos subir tres o cuatro pasajeros más.

Atravieso la partición, bus tipo oruga, y quedo en la segunda mitad del vehículo, cerca de los asientos traseros. El volumen ambiental se ha incrementado, unos cuantos decibelios, tan sólo cruzar el río Bravo de la separación. Chiguitos por doquier, habrá al menos cuarenta, echo a ojo. Alcanzan esa edad difícil de suponer para un veterano como yo, doce, catorce años, cuando son todo piernas, codos y hormonas. Chicas, chicos, y tres o cuatro adultos, quienes supongo profesores y tutores. Algunas de las muchachas portan gafas de sol, casi más grandes que sus pequeños rostros. Otros lucen gorritas ladeadas, emulando, sin saberlo, al mismísimo Príncipe de Bel-Air.

Aguanto de pie, respirando juventud, sujeto a la barra porque el equilibrio bípedo tampoco está entre mis fuertes. Dos paradas después, una señora con preocupante sobrepeso y aspecto autóctono se apea. Ocupaba la última plaza, atrás del todo −la fila de los bad boys, decía el bueno de John− a la derecha, en la esquinita. Queda libre. Me da cierto apuro atravesar la marea juvenil para tomar el puesto, pero al levantar la vista, observo que la cría del asiento contiguo hace un ademán señalando el vacío. “Está libre, es usted bienvenido”, dice su gesto. El detalle me infunde valor. “Gracias”, le digo a la chiquilla que no debe de llegar a los trece años. Asiente una vez con la cabeza a modo de respuesta. Sus labios sonríen, acompañan los ojos. Pero de inmediato, una vez reposo el trasero en la esquinita claustrofóbica, la niña vuelve a su tarea.

Está leyendo.

Sobre su regazo, un libro enorme. Un tocho de unas ochocientas páginas (uno ya tiene el ojo entrenado). Entre sus pequeñas manos, se ve grueso, de tapa blanda, usado, las páginas amarillentas. Se adivina el aroma a biblioteca con solera.

La muchacha lee tranquila, sin prisas. Durante la seña de invitación, cerró un momento el ejemplar, dedo pulgar atrapado marcando la página; mis ojos, adiestrados para la caza literaria (como diría mi admirado Reverte) se fijaron en la portada. Harry Potter, cómo no. Una auténtica droga para lectores como ella. Me pregunto qué tipo de maldición o conjuro vislumbrará ahora mismo en su joven mente (Expelliarmus; Petrificus Totalus; Avada Kedavra…). Nunca fui devoto del niño hechicero, pero admito que la autora dio con la tecla adecuada, como si realmente poseyera poderes sobrenaturales con los que convertir para la causa a millones de niños, adolescentes y adultos. Poderes que luego volcaría en las páginas de sus novelas. J. K. Rowling, natural de mi añorada Edimburgo. Aún recuerdo, cuando yo trabajaba en el supermercado Tesda −la Gran Familia− y un nuevo libro de la saga era publicado: agotábamos el stock en apenas unas horas. Incluso doblábamos turno para descargar palés desbordantes de libros. Lo petó, la Rowling.

Todo esto pasa por mi mente, y me siento tentado de comentárselo a ella, a la joven lectora. Que yo residí trece años allí, que estuve por aquellas calles y castillos en los que la escritora se basó para inventar su propio microcosmos. Que tomé mil y un cafés en uno de los bares donde ella sacó cuaderno y boli, y creó el esbozo de la historia del mago y sus inseparables amigos, Hermione y Ron. Sobra decir que no lo hago. Me contengo por dos razones: la primera, porque hemos creado, a fuerza de estupidez y miedo inculcado, una sociedad donde parece inapropiado que un adulto −hombre− le dirija la palabra a una cría en un autobús repleto de gente (mi lado británico así lo constata); cuánto mejor sería encerrar al monstruo −declarado culpable− en una mazmorra y tirar la llave al mar; y, sobre todo, la segunda razón: no deseo, por nada del mundo, sacar a la moceta del éxtasis, privarle del formidable universo en el que deambula en esos instantes, lleno de espadas, hechizos, escobas voladoras; descubriendo el significado de amistad, lealtad y primer amor; adivinando que en la vida, como en los libros, existen caballeros valientes, monstruos agazapados en la penumbra, hadas bondadosas y brujos malignos. Sin pretenderlo, nuestra joven lectora se halla envuelta en la capa mágica de Harry, que la torna invisible al mundo real. Nadie repara en ella, los demás críos ríen, escuchan música por el pinganillo, textean, vacilan ellos con ellas y viceversa, ponen morritos y se hacen selfis con sus Bros. Tres o cuatro chicos, impostando bravuconería, hacen señales a una joven de top minúsculo y casco desabrochado (detenida al lado del bus en un semáforo, sobre una moto), realizan aspavientos −que la mujer ignora− mientras ríen y emiten ruidos de cortejo, sintiéndose mayores de lo que realmente son.

Ella es invisible, junto a su libro, salvo para mí, que poseo vista de Superman. 

Yo la veo; y me contemplo a mí mismo, sentado en un banco de madera, entre la pista de atletismo (de gravilla gris) y los campos de fútbol del colegio, en mi querido Baztán; me veo con un libro entre las manos −Blyton, Stevenson, Robert Arthur, Jack London− absorto en otra realidad paralela, ajeno a los gritos y jugadas del resto de compañeros, que emulan a sus héroes de pantalón corto y botas de tacos.

No, no quiero distraerla, tan sólo desearle suerte porque me veo reflejado en ella. Una niña leyendo un tocho, en papel, dentro de un autobús abarrotado con un centenar de personas, cuya mayoría se muestra con el cuello inclinado −llamando a gritos a la cervicalgia− y ojos idos, mientras los pulgares rozan sin parar, cual posesos, la pantallita multicolor de ese maldito invento que nos llevará a la perdición. Que nos privará de la libertad que tuvimos los que de niños pasábamos página tras página, sedientos de aquellas historias de magos, piratas, de cinco amigos, de viajes por el tiempo… ávidos de vivir mil existencias.

Una profesora se acerca al grupo. La mirada, el andar, la voz, el cabello, todo delata su rango, las décadas encima de la tarima. “Bajad un poco el volumen, chicos”, dice. Les habla suavecito, no logro descifrar el mensaje completo, el resto de lo que menciona, a pesar de hallarme bastante cerca. Es una vieja técnica de enseñanza (trabajé en ese mundillo en Escocia). Hablarles en susurro, para captar toda su atención, desde que son pequeñitos, y así adquieran el hábito de escuchar al Educador (Julie, la primera Teacher a quién asistí, la aplicaba con los peques de Primary Three, quienes se aproximaban a su voz, curiosos, cerrando el semi círculo sobre la moqueta, a pasitos, cual gorrioncillos a las migas de pan). Sin embargo, los colegiales tinerfeños habían callado, casi de inmediato, en cuanto la profesora se acercó; lo hizo sin aspavientos, con la perenne sonrisa en el semblante; la chavalería guardó silencio, la miró, y escuchó. ¿Saben lo que significa eso?: Respeto. El respeto a una maestra veterana que tacha hojas de calendario para la jubilación.

La admiré, al instante.

Una vez llegamos a la playa, última parada, dejo bajar primero a los alumnos y a la profesora. El resto de los tutores supongo que salió por la otra puerta, con otro grupo.

−¡Suerte con la tropa! −digo, dirigiéndome a la señora, ya sobre la acera.

−Gracias −dice, con un gesto divertido, ojos al cielo, y la sonrisa que nunca abandonó sus labios (“Adora su trabajo”, pienso, con un cierto grado de sana envidia). Luego me observa, curiosa; una mirada cómplice, como si viera mi interior, como si reconociera a uno de los suyos, como si adivinara mediante algún conjuro a lo Harry Potter que yo también, en otra vida, traté con alumnos llenos de energía, hormonas y sueños.

−Sí, buena suerte, Maestra −repito para mis adentros, hundiendo los pies desnudos en la cálida arena.




1 comentario:

  1. Un recordatorio (o pista) a veteranos y nuevos lectores: si pincháis sobre las palabras en otro color (enlaces) podréis leer otras historias anteriores, relacionadas con la presente.

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