jueves, 10 de abril de 2025

F212 - Tres mochilas negras, tres

 ¡Maldición! No arranca. Giro la llave una y otra vez. Suena ñiiik, ñiiik, ñiiik a modo de protesta. ¿Será el motor de arranque? ¿Quizá las bujías? ¿Tal vez la junta de la culata? ¿Caduca el plutonio? Ni idea. Lo dejaré reposar unos días, a ver si se le pasa el enfado. Con los años el viejo bugata se volvió sensiblero y gruñón.

Estoy a bordo del tren que me llevará a la ciudad norteña. Atrás quedó Madrid, la ciudad de los sueños. Me encuentro agotado, víctima de ese cansancio mezcla de madrugón y placer. Un cansancio que hace bajar los parpados y sonreír mientras revives los días pasados. Siempre me gustó el tren, un poquito comparto con Sheldon Cooper, salvando distancias kilométricas, en cuanto a extravagancia e intelecto.

No hay coche cafetería. En su lugar, una risueña azafata pasa con el carrito, al estilo aéreo, ofreciendo brebajes fríos y calientes, junto a diverso picoteo. El aroma a café la escolta. Añoro aquellos viajes cuando, con la excusa de estirar las piernas, acudía al vagón bar, y lata de cerveza fría en mano, contemplaba el atardecer sobre los Monegros. Viajes a la urbe catalana de cuyo nombre no quiero acordarme.(Don Miguel me perdone la osadía, por segunda vez).

Esta vez tocó ventanilla, al contrario que la ida que fue pasillo. A mi vera, un joven de aspecto árabe refinado viste camisa gris recién planchada (o estrenada), cadena de oro al cuello, pantalones de lino negro, zapatos ligeros y elegantes. Su rostro enmarcado por unas gafas de montura metálica, grandes a la moda actual, y apuesto que de buena marca. No me pregunten por qué, pero asumo que es francés, quizás debido al perfume. A sus pies una mochila negra, de considerable tamaño. Abre un ordenador portátil y comienza a teclear. Entre página y página, con disimulo, echo un vistazo. Pantalla de fondo negro; desde mi distancia, y bajo la influencia de las gafas de cerca, tan sólo distingo extraños caracteres −pocas letras, unos y ceros, y símbolos informáticos− cagarrutas de ratón trepando despacio la pantalla− mientras él teclea símbolos primos hermanos de estos y golpea con suavidad la tecla Enter. Piensa unos segundos, teclea, piensa, sigue tecleando. Un programador, o como diantres se denomine ahora. Encajo un gancho, de nostalgia sadomasoquista, bajo la mandíbula: de cuando estudiaba en Bilbao y mis pesadillas estaban repletas de pantallas con fondo negro y texto verdoso en código máquina.

Lo que hace una camisa nueva y unas gotas de Pachuli gabacho, pienso incómodo, recordando el viaje de ida: asiento de pasillo, como indiqué. Junto a la ventana, contemplo a mi llegada, un tipo despatarrado, dormido, drogado o muerto. ¿Quién sabe? Boca abierta, un ojo cerrado y el otro a medias, como esos gatos que parecen estar en trance durante un mal sueño. Es un chico joven, de aspecto marroquí, despeinado, ropa sucia, botines viejos y embarrados. Vamos, un moro de toda la vida, pienso con cierta zozobra. Si no fuera porque estamos quemando marzo, diría que el mozo regresa al hogar tras setenta y dos horas de Sanmateos. De forma absurda, recuerdo que sus ancestros denominaron la “almohada” por primera vez. Tomo asiento, evitando rozar su brazo que está en “mi espacio”, y como si esperara la señal, su teléfono móvil (sujeto en el revistero, con el cable conectado al enchufe) comienza a sonar a todo volumen. Ignoro si se trata de la alarma-despertador, de una llamada a vida o muerte, o de centenares de mensajes en cadena. El sujeto no se inmuta, está cao como el boxeador de mi novela. Ante la ausencia de ronquidos, temo que sí que esté muerto.

Dudo si despertarlo. ¿Y si lo hago y él, enojado, abre la mochila que reposa entre sus rodillas (negra y grande) saca un machete, o cortaúñas, al grito de guerra pseudorreligioso, y comienza una carnicería de la que no llegaré a ser testigo porque caeré el primero? ¿Y si el tono insistente del teléfono es una transmisión directa al contenido del macuto que no es otra cosa que…? ¿Y si…? cuántos pseudónimos del miedo comienzan así.

El tipo no se mueve.

Un hilillo de mal olor me alcanza. No se trata de algo exagerado, pero con los años la sensibilidad hacia los fuertes ruidos y los olores ha aumentado. Este último aspecto sensible me lo dejó mi querida madre, dentro de una cajita, con cinta y lacito, en forma de gen.

Ante la visión de más de cuatro horas con ruido (el teléfono sigue sonando) y mal olor (repito, no exagerado) decido levantarme y ocupar otro asiento vacío.

Exactamente tres minutos después regreso a la vera del chico moribundo, porque el revisor se acerca desde el otro vagón.

Varias paradas después, el joven se despierta sobresaltado. Observa a su alrededor como preguntándose dónde diablos está. Me mira, luego cae en la cuenta de que su móvil no deja de dar la murga. Lo coge, desconecta el cable, toca la pantalla y el maldito ruido cesa.

−Contemplé el despertarte. Ignoraba si era la alarma o una llamada. −digo.

Vuelve a mirarme, ahora más despierto. Ojos oscuros y humedecidos, pestañas de niño. Echa un vistazo a la ventanilla, donde los postes pasan a toda velocidad.

−¿Hemos passado Mirandda Ebbro? −dice, con cara de susto, característico acento , y obviando el “de” intercalado.

Cavilo un instante.

−No, creo que es la siguiente parada −respondo, y así lo confirmo preguntando al revisor que justo llega a nuestra altura.

Detenidos, el chaval recoge sus bártulos y, un tanto apurado, alcanza el pasillo; se dirige a la puerta automática que comunica con el espacio entre vagones. Justo antes de franquearla, gira su rostro y sonríe:

Grasias, majo −dice, como si en lugar de Tánger fuera de Fuenmayor.

Recuerdo todo esto mientras observo al tipo bien vestido, que teclea y teclea como si librara una batalla que el resto de los pasajeros ignora.

El tren aminora la marcha.

El tren se detiene.

Nos encontramos en medio de la nada. En tierra de nadie.

Por un descabellado instante, pienso que Mister Le France, de alguna forma para mí mágica, ha detenido el maldito tren, a golpe de tecla. Como si estuviéramos en una puta película de Denzel Washington. Le miro y no puedo evitar maldecirlo por lo bajini. El tipo no se da por aludido. ¡Jorge, no empieces con la retahíla de los “¿Y si…?”, me abronco.

Vagón estancado durante minutos que parecen horas, sin aire acondicionado y con la cerveza templada; doy gracias a David Torres que, página tras página, se abre paso a puñetazos, a través del personaje protagonista quien, fuera y dentro de las doce cuerdas, se da de hostias con la vida, y mejora la mía.

Nos comunican por megafonía que, debido a una avería eléctrica en la estación de Valladolid, y que afecta a la catenaria, debemos cambiar de vía. El que habla insiste en que no hay ningún problema con el tren. Que el tren está perfecto. Precioso y resplandeciente bajo el sol de la llanura. ¡Como nuevo, oigan! Dice, ufano. Temo que quiera subastarlo.

Entonces reparo en que rodamos hacia delante... Buenas noticias, ¿no? Negativo, porque todo el trayecto estuve sentado contra marcha. Es decir, el tren está yendo hacia atrás. ¿Regresamos a Madrid?

Rodamos y rodamos y rodamos; despacio, con buena letra.

Nuevo mensaje. Voz enlatada, ronca y cansada.

−Estimados pasajeros, el convoy está retrocediendo en busca de una vía alternativa. Disculpen las molestias.

Algo así, dice el pobre trabajador, cuchillo y tenedor en mano, dispuesto a comerse el marrón. Y en mi cabecita:

¿Dónde está la vía matarile rile rile?

¿Dónde está la vía matarile rile ron?

Sigo leyendo. La novela es prodigiosa. El tipo escribe como un ángel caído. Descubro el verdadero significado de la palabra “Envidia”.

El tren vuelve a detenerse. Supongo que la dichosa vía juega al escondite con nosotros. Mi vecino pijo se levanta, da un paseo y observo que charla con su homólogo unas butacas más adelante. Ambos de pie. Otro tipo bien vestido pero rubio, de ojos claros y con pinta de ser de Toledo. También maneja portátil con cagarrutas en la pantalla y lleva una mochila negra de tamaño considerable (ya van tres, deben de estar en oferta). Para mi sorpresa, ambos conversan en perfecto castellano, nada de a les fons de la patrí y todo eso.

Para su pequeña excursión, el informático dejó el ordenador sobre la bandejita, cable de por medio, con lo cual no puedo salir al pasillo. Mediante gestos, llamo la atención de su compañero de juegos, y éste a su vez la suya. Viene, erguido y  arrogante, y con gesto de alguien bajo dieta vegana, recoge el ordenador.

−Gracias, necesito estirar las piernas.

Ni mu, dice Don Importante. Ahora caigo a quién me recuerda su rostro impasible, frío como el bloque de hielo que picaba el chino enano (perdón, se me va). Es como Gus, el malo, malísimo de Breaking Bad, pero de tez más clara.

Entonces, dos recuerdos consecutivos asaltan mi cabeza: Primero, cuando este señor se acomodó en su sitio, a mi lado, y sacó el portátil, se dispuso a buscar por todos lados algo, con el cable en la mano. No hay que ser ingeniero teleco para saber qué buscaba. Le indiqué el par de enchufes que había escondido al lado de los reposabrazos. “Sí, eso buscaba”, fue su escueto comentario, acompañado por una sonrisa, ésta descafeinada cual si pagara impuestos por lucirla (es lo que tiene comer tofu en lugar de chuleta). El segundo recuerdo, aquel “Gracias, majo” del joven desarrapado, junto a una sincera sonrisa, libre de tasas y arrogancia.

Lo revivo, y un sentimiento de vergüenza −cual sombra− me envuelve, oscuro y espeso como mi propio prejuicio.




 

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