lunes, 30 de junio de 2025

F220 - El tubo de Frankenstein

Llegó la fecha; ésa que vas ignorando, día tras día, con ingenua esperanza de que desaparezca. Como los niños pequeños: me tapo los ojos, no me ves. El monstruo no puede verme.

De acuerdo, quizás peque de exagerado por enésima vez.

Hoy toca chapa y pintura. Más bien transmisión. Hoy toca hospital, volantes, batas blancas. ¿Por qué tal miedo a una triste bata blanca? Es todo un síndrome, incluso reconocido por la OMS; y por la Asociación Mundial de Aprensivos e Hipocondriacos (AMAH). Suena a carantoñas árabes.

No es nada, para cualquiera de los mortales. Para mí, otro pequeño drama. Deberían otorgarme el título honorífico que usaban en mi añorada Escocia “Drama Queen”, lo aplicaban a personas de cualquier sexo. Supongo que ‘Drama King’ les sonaba a hamburguesa rápida y patatas de pajita.

Se trata de una simple resonancia magnética, que es como llaman los gafa-pasta de bata blanca a la instantánea de los entresijos de tu cuerpo. Inventan el palabro para darse importancia. De las piernas, en concreto. Esas canillas de secretario, quejumbrosas ante las cuestecitas de Santa Cruz de Tenerife, esas piernas de escritor frustrado. ¿Cómo harán los escritores de verdad? ¿Cómo aguantarán sentados horas y horas y horas, sin que sus venas estallen en forma de protesta? ¿Acaso escriben de pie, paseando de pared a pared cual convictos, mientras dictan sus parrafadas a un negro (literario, no se me ofendan) que aporrea las teclas, sudando la gota gorda y rogando que sus muslos de mercenario resistan semejantes sentadas? Me figuro a los escritores modernos, que publican a voluntad sus novelas en el Amazonas, los imagino grabando sus argumentos en audio, mientras pedalean en la bicicleta estática, o corren sobre cinta, y a la vez siguen la última serie de Netflix en una pantalla gigantesca. Nueva generación multitask. Después los audios se transcribirán por arte de magia. ¡Unos cracks!

Ya entro más bien acojonado. Para qué mentir a estas alturas del culebrón. Nunca fui una persona cobarde, pero un nervio tembloroso grita su protesta en cuanto traspaso el umbral de un hospital, en cuanto observo a los bata-blanca (los de verde, aún peor) que me observan con suficiencia, oliendo el miedo y, piadosos, comienzan a realizar sus tareas de médico.

Vine un poco a ciegas, por lo indicado antes. Ojos que no ven, corazón salvaje, o algo así. Ya saben, como viajar a otro país sin disponer siquiera de una habitación donde pasar la primera noche. Situarse al borde del precipicio en la oscuridad, y mirar abajo. Esas cosas mías.

Resonancia Magnética. Vislumbro un tablero de ajedrez magnético, con sus caballitos encabritados. No me pregunten el porqué. Pensé, creí, o más bien deseé, de manera absurda, que sería un puro trámite, un póngase usted acá, cubra sus partes con esta coquilla de plomo, gire a la izquierda y sonría al pajarito. Clic, ya está. ¡Siguiente!

Pero no.

Entras, después de hallar la puertecita oculta (como aquella roja de la intermodal en Bilbao), leer carteles con jerga turbadora, y seguir la línea verde. Eso dijo la señorita al teléfono, usted siga la línea verde. Por nada del mundo abandone la línea verde. Y yo, claro, pegado a la pared, rozándola  ─como si recorriera un angosto sendero bordeando un precipicio─ para no desviarme un milímetro de la línea verde que trascurre a lo largo de aquella, dibujada en el suelo baldosado. Me siento como Clarice visitando a Annibal Lecter: “¡No mire a los lados, continue recto… siga la línea verde!”.

Mostrador, otra señorita, ésta de rictus serio. Dispara una batería de preguntas, como si yo fuera el enemigo, que ni el mismísimo Gila: ¿Es usted alérgico? ¿Le han intervenido en alguna ocasión? ¿Toma medicación? ¿Es más de Pepsi o de Coca-Cola? ¿Tiene inconveniente en firmar estos papelitos? Sólo por si la cosa se tuerce, ya sabe…

Firmo sin mirar, por supuesto sin leer. “¡Ave, César, los que van a morir te saludan!”. Desde que vi Espartaco (la buena de verdad, no la ñoñez moderna), siempre quise decir esto.

Otro par de doctoras. Una de apariencia novata, la otra veterana, como pareja de la Guardia Civil. Amabilidad a raudales. Así da gusto. Leen el miedo en mis ojos, son expertas en la lectura de mentes. “Soy algo aprensivo”, les digo. “No te preocupes”, responden cruzando una mirada. Como si no lo supiéramos, parecen decir sin decir nada. La telepatía ha llegado a la Sanidad Pública.

Y en avalancha, las malas noticias, como pedradas, mejor: como bolazos de nieve helada, por seguir con lo de avalancha: le vamos a pinchar (dos veces), para que vea, que hoy tenemos oferta 2x1. ¡Que ni el Mercadona, oiga! Una en el culete (eso dijo, la señora, ‘culete’) para introducir un medicamento necesario, tal vez sienta sequedad de boca, vista nublada, nauseas; otra en el brazo para abrir una vía (la mera palabra ‘vía’ siempre trajo de la mano ‘terror’). Ambos vocablos sinónimos, desde que una enfermera jovencita y nerviosa tuvo que colocarme una a toda velocidad ─en otra vida─ sobre la camilla de quirófano helada como de morgue. Después, continua la veterana, le meteremos un ‘contraste’ para observar la circulación en sus venas, que no haya atascos de hora punta en la M30, semáforos en ámbar permanente, o algún kamikaze en plena euforia psicodélica.

Van a meterme de todo, incluso miedo.

Entonces, me figuro dentro de un cuarto minúsculo, a oscuras, desnudo salvo los gayumbos, goterones de sudor brotan de las axilas y tras recorrer un tramo, se precipitan, suicidas, sobre el frío suelo. Imagino, con horror, ese líquido verde fosforito que ilumina el interior de mis venas, mientras una sensación helada las recorre. Así empezó el Doctor Frankenstein, pienso, y mira como termino la historia.

No dolió nada.

Luego me presentan El Tubo, ese prototipo de ataúd galáctico, blanco y metálico, a medio terminar, donde asoman pies y cabeza por los extremos abiertos. Ese tubo por el que te introducen, tumbado boca arriba. Ese cilindro espacial que emite sonidos de avería continua, de alarma barata ante la presencia okupa en tu vivienda, de pitadas histéricas que gritan en su lenguaje críptico: “¡Paren máquinas, paren máquinas, este tipo es un impostor!”. Esos ruidos infernales.

“¿Qué música te apetece escuchar? Estarás ahí un rato” , dice, risueña, la más joven. La sonrisa, junto al tuteo son brisa marina. No lo dudo un instante.” El último de la fila”, respondo. Después, dentro de aquel supositorio metálico, bajo la presión mental, la respiración agitada, les juro por Snoopy ─el Reverte me pedirá royalties, a este paso─, no logro recordar el nombre del cantante. Evaporado de mi memoria, del cerebro, de mi alma. No lo puedo creer. Lo elegí porque ese tipo cae genial a TODO el mundo. Da igual de qué equipo de fútbol seas hincha, de qué ideología, de qué origen, raza y todo el pescao. Ese señor que canta verdades, que canta maravillas en forma de mariposas enamoradas cae genial a todos. Y siempre es mejor una bata-blanca contenta que enojada. ¿Imaginan que solicito escuchar a Bad Bunny o algún otro secuaz? Tiemblo fantaseando las posibles consecuencias.

Me colocan las orejeras. Suena: “Dulces Sueños” que acompaña mi gesto de párpados cerrados; después: “A cualquiera puede sucederle” y comienzo a creer que me dedicaron el disco; “El loco de la calle” lo confirma. A la altura del soldado Adrián comienzo a agobiarme un poco (al fin y al cabo, el tipo la palma en la guerra, y deja escrita una carta póstuma a su Querida Milagros). Los diabólicos sonidos no ayudan. ¿No petará esto y acabaré jugando a la brisca con el bueno de Adrián? “¡Maldición, no escribí unas tristes líneas para mi amada Penélope!”. Pienso de manera absurda (debe de ser la droga que recorre mis venas). “La pobre quedará en perpetua espera en el muelle de San Blas…” Espera, esto es de Maná. Noto el calor en el vientre, en el pecho, en las venas, los dedos se duermen. Un protector de cuero y plomo cubre mi torso, pesa como tres mantas de casa rural. Estoy a un clic de presionar el botón de pánico, que descansa bajo la mano izquierda. Un botón de pánico en ridícula forma de pera. Como la de los botes antiguos de perfume, como la bocina de Harpo Marx. Una pera, en serio ¿a quién se le ocurrió? En pleno siglo XXI, el siglo de los botones digitales, de la Estupidez Artificial (EA)… una pera decimonónica.

A través de los cascos ─interrumpiendo al maestro─ recibo instrucciones:

─Coja aire, no lo expulse; y permanezca quieto.

Unos segundos que dan para ver la trilogía de El Padrino.

El pecho me arde, lo voy a soltar, lo voy a soltar.

─Ya, espire. Respire normal.

“Jorge, debes considerar seriamente lo de tu fondo, te ahogas en una pecera”, dice la vocecita entrometida.

Así, una y otra y otra vez, trescientas cincuenta y siete veces. Más o menos. Las conté como quien cuenta ovejas con instinto lobuno, ganas de matar a cada una de ellas y manufacturar la colección otoño invierno de chaquetones que ya quisiera el Corte Inglés.

Pienso, dedos dormidos, claro, el líquido invasor que recorre mis venas ─verde fosforito, sangre del monstruo─ haciendo de las suyas, en plan efecto secundario: guiamos a la bata-blanca, pero troleamos un poquitín tus dedos.

Pero no. Al cabo de una eternidad y media, dice:

─Ok, ahora vamos a introducir el líquido de seguimiento. Notará algo entrando por la zona del pinchazo y por el brazo. Tranquilo.

¿Tranquilo? ¿Y el actual hormigueo de los dedos? Entonces comienzo a abrir y cerrar los puños, frenético, sin importarme el qué dirán, si es que pueden notarlo de alguna manera. Al final parece que despiertan, se habían dormido, cansados de la espera.

Tras todo el repertorio del Último de la fila, los cascos enmudecen. Ya quedará poco, digo, rogando que no den la vuelta al disco y comience la tortura de nuevo.

Al fin, salgo de aquel túnel sonoro. Me despido con amabilidad de las batas-blancas. Abandono la salita con toda la dignidad que puede lucirse vistiendo un gorro horrendo en la cabeza, unos patucos y camisón de papel, y culo al aire.

Así, una vez vestido, sujetando con fuerza obsesiva el esparadrapo que cubre el pinchazo del brazo, con ‘el culete’ todavía en mente, camino por la acera instalado en la infancia perdida ─aquellas inyecciones del Practicante Luquitas─ con el destino fijo. Entro en el establecimiento ─sito en cómplice cercanía con el hospital─ y al cabo, salgo del mismo con una sonrisa de niño chico y un enorme milhojas que se deshace por la comisura de mis labios.

─¡Manolo García! ─digo, al cruzarme con una jovenzuela, la cual, asustada, extrae su teléfono móvil del bolsillo con tal rapidez y elegancia que ni el mismísimo Billy el Niño.




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