En mis tiempos mozos, allá por el pleistoceno, una banda
liderada por un loco, irreverente y estrafalario Javier Gurruchaga cantaba:
Viaje
con nosotros si quiere gozar
Viaje
con nosotros a mil y un lugar
Y
disfrute
De todo
al pasar
Y
disfrute
De las
hermosas historias que les vamos a contar
Bailábamos al son de la música, rebosantes de juventud e
ingenuidad. Copa en mano, hacíamos aspavientos y poníamos caras ridículas, en vaga
imitación del enajenado tras el micrófono. Formábamos la comba junto al resto
de los fiesteros parroquianos (cuando todavía podías agarrar cintura ajena sin
acabar en el calabozo) llenos de sueños, creyéndonos inmortales, pensando que
siempre tendríamos carita de piel tersa y mata de rebelde cabello.
Así se anuncian ahora las compañías aéreas. Con otras
palabras, prometiendo felicidad, salto de colas, relax. Pague un poquito más
acá, abone premium allá, firme donde reza ‘timado’ acullá.
La frustración aguarda en una maleta con ruedas.
Tuve que cancelar el vuelo de regreso a la ciudad norteña.
Razones logísticas, nunca mejor dicho. Tema laboral. Básicamente, metí la pata
hasta la ingle y con el vuelo original no llegaría a tiempo al puesto de
trabajo.
Nuevo vuelo.
Más dinero al sumidero.
Sol de justicia en mi último día en Málaga, tapita de
boquerones, pescadito frito, cerveza helada. Como si de un ritual se tratara. Siguiendo
con mis rituales, usos y costumbres ─uno es la exageración con pelos y patas─
acudo al aeropuerto con casi tres horas de antelación. Lo sé, he de hacérmelo
mirar por profesionales del sector: Organice su tiempo como la YoKasiTeKomo
esa los armarios.
Da lo mismo, porto a Rebus en la mochilita, junto a Siobhan,
Fox y el espíritu de Big Ger que todavía flota. Puede acabarse el mundo. Llevo la
última novela de Ian Rankin.
Lectura, café, paseo, bocata de chorizo del Mercadona (hay
que economizar en lo posible, los bocadillos del aeropuerto vienen envueltos en
plástico y lucen invisible pegatina con leyenda: “Atraco a mano desarmada”).
Con la tontería casi es la hora de embarque.
Monitor chequeado mil trescientas cincuenta y siete veces.
Puerta de embarque explosiva donde las haya: C4.
La fila es considerable. Las filas, contando la popular Priority.
Pasajeros que cumplen la penitencia usual previa al vuelo, de pie, sentados
contra la pared, tirados por el suelo. Dispuesto a fustigarme, cual picao
de San Vicente, me pongo detrás del último penitente, en la cola normal, la
barata, la del populacho. El chaval que me precede lleva el castigo como puede,
móvil en mano; asiente cuando le pregunto por su posición. Las colas son a la
española, todo un batiburrillo junto.
Viaje con nosotros y podrá
encontrar
Atractivos
monstruos que le sonreirán
Y
disfrute del gusto que da
Y
disfrute
De la
amistad de sirenas y de serpientes de mar
Contemplo las maletitas que acarrea la gente. Ahí dentro
caben dos camisetas y tres calzoncillos. Los primeros nervios llaman a la
puerta. Menos mal que pagué un extra, me digo, para que la gordita azul supere
la gestión. Tampoco es tan gruesa, además con la doble cremallera se estrecha
un par de tallas, como si vistiera faja, la muy presumida. Las azafatas ─dos chavalillas con la tinta del título aún
fresca─ escudriñan cada bulto cual accionistas de la compañía. Tal vez lo sean,
o quizá su empleo dependa de ello. De estar ojo avizor, cual águila real
planeando sobre el despeñadero, a la espera de un cabrito despistado (qué
grande, Félix Rodríguez de la Fuente y “El
Hombre y La Tierra”).
Llega mi turno.
La muchacha me observa como si le debiera dinero. En un acto
reflejo me cacheo los bolsillos. Su veloz reojo a la valija azul no tiene
precio. Chequea la tarjeta de embarque. El rostro impasible se endurece una
miaja más, si ello es posible. Esta no es malagueña, pensé. Pero su acento me
dijo lo contrario. El estrés, los tacones y la presión laboral causan estragos.
─Su maleta debió ser facturada, caballero.
Cuando recibo dicho trato echo a temblar. Es el usado por
los motoristas de la Benemérita cuando bajas la ventanilla: “Buenos días,
caballero, ¿sabe por qué le hemos parado?”.
─Pero… aboné un extra, como indica la página web ─respondo,
mientras la primera gota de sudor surfea la sien.
Reservas el vuelo, online por supuesto. Lees: Compre este
“paquete” para ahorrar tiempo y sustos y recargos. Lerdo, tú, compras el
paquete. Ya no muestran la palabra ‘facturar’. La esconden insertada en una
línea de minúsculos caracteres al pie de la página (me río de la letra pequeña
en los contratos telefónicos). Donde advierte (la risa floja torna en
carcajada ante el verbo inútil), que debes facturar 10 kg. Antes de embarcar,
por supuesto.
En
su viaje los romances abundarán
Y
en sus brazos los dragones se arrojarán
Serán
suyos
Marlène
y Tarzán
Serán
suyos
Quien
compra nuestro billete compra la felicidad
Siguen la estrategia de las cuatro negativas a rajatabla:
No lo escriben con letra de tamaño normal.
No utilizan el verbo ‘Facturar’ cuando te ofrecen “el
paquete”.
No desean que lo veas.
No quieren que sepas.
¿Servicio al cliente? ¡Mis cojones treinta y tres! como
decía un maño de Spaniards.
Aguardan el despiste, el error del potencial viajero, y no
con la majestad del águila sobre la ingenua cabritilla, sino como buitres negros
ante la carroña.
Trato de no enfadarme. “Uno, dos, tres… diez…, campo de
amapolas… ohmmm”, bisbiseo. La joven es una mandada, el último eslabón de la
cadena de poder. Una pringada más, con sus facturas y su lista de la compra.
Uno es currito, sabe de lo que habla. Pero los nervios, el calor, los sudores vienen
de serie.
Según mi nueva amiga ─uniformada,
peinado impecable, morena malagueña de cabello y rostro, aroma de piruleta─: el
sistema no permite facturar mi equipaje hasta que el vuelo esté “cerrado”. Eso
dice, sin inmutarse. Rictus de capitán recibiendo novedades del sargento
chusquero.
¿Cerrado?
Sí, literalmente ‘cerrado’.
Me hace aguardar detrás de su puesto, cual mueble viejo.
Lanzo ojeadas a la pantalla, sus dedos teclean a toda velocidad. Soy un
orangután enjaulado para el resto del pasaje que, realizado el trámite, desfila
ante mí. Vistazos de morbo disfrazado de lástima. Pregunto a la azafata un par
de veces, o tres. Sí, entendí bien. Debe completar TODO el embarque, y ya si
eso, lo mío.
Ya si eso, mañaaaana. Me siento como el Mota en su
sketch eterno.
Cuando ya parece que llega mi turno, un señor tiene
problemas. Falta su señora (¡ojo!, no es posesivo, tan sólo es el ‘su señora’ de
toda la vida, como lo sería el ‘su marido’ correspondiente).
Dama desaparecida −cuyo nombre completo puedo leer tirando
por la borda toda la parafernalia de la protección de datos− junto a dos hijas
adolescentes, que se acercan por el final del pasillo con una pachorra
increíble; las crías, cabizbajas sobre los celulares, aunque no logren ustedes creerlo.
Yo, castigado, tras el mostrador, contra la cristalera. A falta
de brazos extendidos y el libro-tocho IATA sobre la mano derecha y la última
guía telefónica de Madrid sobre la izquierda.
La otra muchacha (no puede hacer “lo mío” en su ordenador,
dice) ayuda a su compañera por cuyo discreto maquillaje resbala una gota de sudor.
“Amiga, eres humana, ¡eh!”, pienso con cierto regodeo.
En realidad, toda la pantomima es un castigo, una
humillación, una represalia; el recargo: un puto impuesto revolucionario,
pienso contemplando el silencioso vacío de la “Gate”.
Soy el último ser humano sobre la Tierra, junto a dos robots-señoritas
muy logrados; al fondo, la Estatua de la Libertad semienterrada en la playa (se
me enmarañan los telefilms).
Escanean el código de la tarjeta de embarque (en papel,
resisto ante la dictadura digital), me indican ─profesionales─ la línea de
advertencia: donde se menciona lo de facturar 10 kilogramos.
─¿Una lupa tenéis? ─me salto el trato de usted, el protocolo
y la madre que los parió.
─Son cincuenta euros de penalización ─responde la morena
humanoide, dándome en todo el hocico.
Inserta la tarjeta de crédito en el accesorio, unido por un
cable al ordenador (lo tienen todo arregladito). Me pide el código de
seguridad, ese que NUNCA debes compartir con nadie. ¡A tomar por saco! Lo
tecleo en SU terminal.
‘Tarjeta denegada’.
Con
nosotros viaja el sueño y la novedad
La
alegría, la sorpresa y el carnaval
Todos
juntos
Iremos
allá
Todos
juntos
Quien
compra nuestro billete, compra la felicidad
Me cago en todo el Santuario, aprovechando el buen humor del
Hijo de Dios recién resucitado (mi santa madre me perdone).
Después de un breve diálogo, la ayudante me aclara que debo
introducir las tres cifras que solían constar en la parte trasera, no el número
secreto.
Trío de dígitos que ya no aparece en el reverso de la
tarjeta bancaria ─medida contra los pequeños ladrones, contra estos grandes no
hay medida posible─ necesitas entrar en la aplicación del banco, mediante el
móvil, clave de seguridad, código de acceso y su prima de Calahorra.
Tiemblan mis dedos a modo de protesta, el sudor impide
activar la pantalla. Voy a perder el vuelo, me abandonarán aquí como a unos
zapatos viejos que canta el bueno de Sabina.
La voz dentro de mi cabeza susurra tres números, lo hace
despacio, transmitiendo una calma antigua, con voz dulce, inconfundible, apenas
recordada en algún sueño, una voz de maestra de primero de EGB (me ha perdonado
la blasfemia).
Tecleo los tres dígitos.
─Tarjeta aceptada ─dice la azafata terrícola, o terrestre, o
como se diga.
Miro al Cielo, una vez más, lanzo un beso mental.
La puerta de acceso está cerrada. Lo de ‘cierre del vuelo’
se lo tomaron en serio. Pregunto a las compañeras, ya casi de la familia, si me
van a abandonar a mi bola una vez abran la puerta. Ya me veo embarcando un Lufthansa
para Berlín.
Para mi alivio, la muchacha segunda dice que me acompañará.
Temo que me coja de la mano.
Llego el último. Alicaído. Me siento el último mohicano. Más
solo que Armstrong pisando la Luna con su ñoñez del ‘pequeño paso y gran
salto’. Soy Adán con Eva enfurruñada. El bueno de Tom Hanks buscando, por todo
el islote, su balón de cara sonriente.
Bueno, lo pillan, ¿no?
Frente a mí, una jardinera repleta de viajeros. Las puertas
abiertas. Cientos de ojos fijos en mí. Si tuvieran sus dueños un par de piedras
en los bolsillos ahí mismo me lapidan. Por tardón, por blasfemo, por pardillo.
Ante la muda hostilidad, una voz amable. Una voz que sonríe
cómplice de los labios. La joven me recibe a pie de pista; el uniforme gris le
queda grande, pelo rubio pajizo recogido en la nuca. Chispeantes ojos claros
fijos en mí.
─¡Ay mi niño, que se me queda en
tierra!
Subo al vehículo, mientras ella hace lo propio detrás del
volante, sintiéndome un poquito mejor. A veces, una sonrisa, unas dulces
palabras, una mirada risueña pueden con todo, vencen todo enfado… casi todo.
La bella Irlanda no merece tal representación.
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