Las despedidas no se narran, se recuerdan en silencio, tras una sonrisa, un suspiro, una lágrima.
Regreso del aeropuerto en tren. Una vez lleno el corazón me
dispongo a vaciar la mente. Es fácil, me digo sacando el móvil, y comienzo a
deslizar pantalla abajo, pantalla arriba. Bien diseñado, el engendro del
diablo, te abstrae de la realidad, te abduce.
Es un recorrido sencillo, puedes relajarte, todo recto, un
puñado de paradas y me apearé en la zona donde se halla el piso turístico. Sí,
otra vez, rendido a la aplicación BlaBlaFlat. Uno pobre no es,
pero como si lo fuera.
Hago la ronda del adicto: paseíto por el emporio del Zuqueenberg;
visita de la página de Amigos Internautas; enésimo vistazo al guasap por
si algún mensaje fantasma (sin pitido) apareciera de la nada. Chequeo el correo
electrónico, a pesar de no haber recibido un email personal en tres años, ocho
meses y veintisiete días, así a ojo. Y vuelta a empezar. Añado las tonterías en
tik tak: perros inteligentes, chuchos buenazos y bobalicones, todos
compartiendo la mirada, limpia, generosa, mirada de: daría la vida por ti;
gatos malvados, gatos perezosos, gatos egoístas a los que sólo falta cerrar la
puerta en la cara de la dueña tras ser alimentados. ¡Nada que ver!
Se me está haciendo un pelín largo el trayecto. De reojo
comprobé alguna de las paradas, con la tranquilidad que supone esperar la
última: la que me corresponde, la parada final. Como la peli de sangre
adolescente yanki: Destino Final: Málaga- Centro Alameda.
Nada, que no llegamos.
Ya mosqueado, apago el maldito aparato hipnotizador y me
centro en la ruta. El tren aminora la marcha, una vez más.
No lo puedo creer. ¿Cómo es posible? ¿He entrado en un
agujero de gusano? ¿He franqueado el umbral a otra dimensión? No me digas que
tanto fantasear sobre el DeLorean me ha otorgado poderes.
Leo el cartel, lo releo, y vuelvo a leerlo. No – es –
posible. Éste reza, insultante:
Aeropuerto.
¿Cómo Aeropuerto? ¡Hace veinte minutos salí del aeropuerto!
¿Dónde está la cámara oculta? ¡Me la quieren pegar, todo un montaje, colocaron
un falso letrero! Ahora, una encantadora modelo aparecerá por el fondo del
vagón, una morenaza made in Málaga, sonrisa Profidén, larga melena, con
un ramo de flores y el muñequito Inocente.
La confusión se adueña de los primeros segundos; decido
apostar por lo seguro. Por el sistema milenario: preguntando se llega a Roma, y
supongo que al centro de Málaga también. Me dirijo a un tipo de aspecto
sudamericano. Por el acento, al responder mis dudas con amabilidad, puedo
asegurar de Colombia, en concreto del séptimo distrito de Bogotá (es coña). El joven
luce uniforme de aerolínea, peinado impecable, una plaquita sobre el pecho
grita su nombre: Brayan.
−No se me apure, señor, es muy común el equívoco −dice,
acompañando sus palabras cantarinas con una sonrisa de: “Pobre viejo de
pobladito”. Ante mi gesto de incomprensión, me lo explica.
Resumiendo, el convoy tras alcanzar la última parada (la mía,
Alameda), comienza de nuevo el trayecto de vuelta (sentido Fuengirola), sin
avisar, ahí a lo bruto. ¡Más madera! ¡Sálvese quien pueda, mujeres y niños
primero! La megafonía debe de estar en huelga, con el apoyo solidario de los
monitores en blanco. Y claro, si al menos el vagón se vaciara −como sería
lógico al final del recorrido− te dirías: “Oye, aquí pasa algo raro: tren
detenido, cero pasajeros; ¿Hellooo?, bájate”. Pero no. En ningún momento
quedó vacío. Dice el risueño azafato terrestre que algunos pasajeros (con
destino Fuengirola) prefieren subirse a contra sentido (hacia Málaga Centro
Alameda) y permanecer en el vagón (ya pagado su tique) y así conservar asiento −cuánto
daño hizo la novela picaresca− aunque
primero deban viajar una, dos, o tres paradas en sentido inverso. ¿Mande?
¡Están locos estos romanos!
Tuve que apearme y cruzar el andén, para abandonar el aeropuerto,
por segunda vez consecutiva, aquella mañana.
Alcanzo el piso, tras una caminata en perpetua búsqueda de
sombra. Se halla situado en un barrio periférico: cafeterías de toldo y terraza
ofertando chocolate con churros, tiendas vendelotodo, lavanderías
automáticas, pizarras sobre la acera muestran menús económicos, vecinos de
amplio espectro cultural. Tras llamar al portero, me acoge un vasto portal de
clemente penumbra; al fondo un ascensor −licenciado y con un par de Másteres en
Historia− algo quejumbroso sube ocupado; cartelito incluido “Cierre bien
la puerta”. Estoy en plan suicida, pulso el botón de llamada.
Llego acalorado, ¿quién me ha robado el mes de abril?,
pienso, robándole la frase al Sabina, porque esto es puro agosto, que no me
vacilen estos malagueños. Doy gracias por la ausencia de códigos, cajetines con
forma de sarcófago, mensajes por móvil, secretitos de película barata. La
muchacha que me recibe resulta simpática, habla con un acento que no identifico:
podría ser malagueña, ceutí, uruguaya con ascendencia levantina… Me entrega las
llaves en mano, clásicas, metálicas con dientecitos, las de toda la vida.
El cuarto es pequeño pero acogedor. Un adjetivo algo ñoño me
viene a la mente: cuqui, como recién estrenado, a la par que funcional,
con su ventana, escritorio, caja de aire acondicionado, ropero abierto de obra
con baldas y perchas. Huele a jazmín, se encuentra limpio y fresco, tono
blanquecino, decorado con gusto minimalista, unos cuadritos por aquí, jarroncitos con dibujos por
allá. Junto a la entrada, un adorno llama la atención: tres sillitas minúsculas
adheridas a la pared, cerca del techo, sus respaldos a modo de colgador.
Mataría “con pistola de mentira” −qué grande, Fito− por una
cerveza fría. Me aseo y cambio de ropa: pantalón pirata, camiseta y alpargatas.
“Welcome to Spain, ugly guiri”, le digo al careto que me
contempla tras el espejo.
Hay
un tipo dentro del espejo
Que me
mira con cara de conejo
Oye,
tú, tú que me miras
O es
que quieres servirme de comida
Del Sabina, a Fito para terminar con los Ilegales
calentándome la cabeza… esa cerveza no es mero refrigerio, sino sustancia de
primera necesidad.
Continúo deshaciendo la maleta, camisetas por aquí,
calcetines por allá, gayumbos acullá. En ello estoy, visualizando la cerveza de
bienvenida, en su jarrita helada, con las burbujas, su espumita, cuando oigo el
toc, toc. ¿Visita sorpresa? ¿Servicio de habitaciones? ¿Un huésped graciosillo?
Abro la puerta, más curioso que un gato tras el visillo.
−Perdona, necesitamos un hombre. −dice la joven posadera.
−Ehhh −se niegan a salir las palabras. Ruego no estar lo
colorado que temo.
−Sí, mira, ven por favor, necesitamos ayuda con un canapé.
Sigo a la muchacha hasta otro dormitorio. Allí, en efecto,
hay un somier vuelto del revés, sus tripas de hierro expuestas. Otra chica me
observa −delgada, baja estatura, cabello
negro y corto− su rostro inclinado, evaluando si pasaré el casting: “Bricomanía: hágalo usted mismo”.
Me explican la avería. En plena operación, Extraer Cama
Supletoria, al sacar el somier, una de las patas plegables quedó tiesa cual
asta de bandera, imposible devolverla a su posición doblada para introducir el
artilugio en la caja. Y el nuevo inquilino está a punto de llegar.
−Lamento deciros que no habéis topado con el manitas de la
Sala.
Se miran, en silencio.
−¿Qué sala? -dice la Directora de Casting.
−Ya sabéis… en las pelis… ante una emergencia: ¿Hay un
doctor (manitas) en la sala…? −Los nervios boicotean el sistema operativo
mientras añoro la mudez anterior. “Jorge, recuerda el salto generacional, ya no
ven televisión ni van al cine”, trato de consolarme.
Las jóvenes me miran como las vacas al tren.
Me pongo a la faena, con ellas; más que erótico-festivo, un
trío bricolajístico. Demasiados brazos para una pata de hierro.
Imposible, no cede ni para un lado ni para el otro.
La desesperanza que leo en sus caras me hunde. Temo que
fallé la prueba de selección.
−De veras que lo siento −digo, sonrojado también por el
esfuerzo. De aquí me apunto al gimnasio, me digo. Menudo papelón que hiciste,
Jorgito. Anda vete a leer un rato. Me abronco sin compasión.
La anfitriona me agradece el empeño con sonrisa destinada a
ganador del Oscar Actor Principal, cuando siento no merecer ni constar en los
créditos.
Regreso al lavabo, nuevo aseo, nueva camiseta. Toque de
colonia.
Abandono la habitación, de forma absurda torno la llave con
sigilo. A punto estoy de salir por la puerta principal de puntillas, irme a la
francesa, sin despedirme de las chicas. Me doy media vuelta avergonzado.
−Voy a dar un paseo, lamento no haber sido de gran ayuda
−digo, asomando medio cuerpo por la puerta.
−Tranquilo, de verdad, y muchas gracias. Discúlpame, te hice
trabajar en vacaciones. Además, aquí Lunita lo ha solucionado. Extrajo la barra
del tope a martillazos. Que sepas que no es mi amiga, se trata de otra huésped
−dice ya riendo.
Luna, que no pesará cuarenta kilos en mojado, me mira con la
indiferencia del vencedor, blandiendo un enorme martillo.
Antes de partir, colocamos entre los tres el gigantesco
colchón, acto que trae una sonrisa a mi rostro, el premio de consolación.
En la puerta, Joaquina −la casera, que resultó
hispano-argentina− me despide con gratitud, mientras me indica como rellenar
los datos requeridos por ley. A su vera, un pequeño chucho que ha salido de la
nada; gime, alza sus patitas, tratando de alcanzar mis piernas a modo de
saludo. Es flacucho, pelaje cobrizo, ojos humanos (“Sólo le falta hablar”,
pienso, recordando un similar podenco de mi infancia). De cuclillas, lo
acaricio; se tumba tripa arriba dejándose hacer. Alzadas las patas delanteras,
a ambos lados del hocico, como si fuera un bebé.
−Qué cariñosa es −digo al incorporarme.
−Se llama Canela.
En aquel instante, de modo inexplicable, supe que así
bautizaría al perro de un relato aún por escribir.
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