sábado, 31 de mayo de 2025

F217 - Sueño que escribo, mientras escribo soñando

Una vez más, permítanme saltar a lo ficticio. Lo narrado a continuación no sucedió salvo en la imaginación de quien escribe. Jorge Ariz, de nuevo, convertido  en mero personaje. Este texto fue creado para participar en el Reto Exlibric 2025, en el cual has de escribir un relato en 48 horas, introduciendo una frase que te proporcionan justo antes de comenzar. La frase siempre contiene el número 48. ¿Adivinan de cuál se trata?

A modo de recordatorio, pinchen aquí.

Para leer el Relato de 2024, pinchen acá.

 

                                                          Pastel de zanahoria

Nunca fui una persona cobarde, tampoco un héroe de película, pero la situación me sobrepasó. Temí por mi salud mental, por mi vida. Decidido: aquella sería la última noche en Cork.

De acuerdo, lo contaré desde el principio, como se cuentan estas historias. Apenas concluida la carrera universitaria, y visto el panorama laboral, decidí emigrar, saltar el charco, averiguar qué había más allá del asfixiante pueblo madrileño. La ausencia de Canela tampoco ayudó, de hecho, supuso el empujón definitivo. Canela, mi perrita podenca de tres años, pelaje de tono cobrizo, orejas puntiagudas y mirada humana, “sólo le falta hablar”, decía mi madre. Murió atropellada por un coche hace un par de meses… se me escapó de la mano, cuando nos disponíamos a cruzar la carretera. Desde entonces, la vida me pesa como si portara el pedrusco de Sísifo.

 En realidad, sólo fue un “charquito”, sobrevolé el mar Céltico para aterrizar en Irlanda. Allí me planté con el título bajo el brazo, la ilusión entre la ropa de la maleta y un inglés nivel intermedio (ejem).

−Soy Maestro de Primaria, soy Maestro de Primaria −repetía frente al espejo, tratando de creerlo −¡Soy Maestro de Primaria!

El tipo al otro lado sonreía de forma tímida, mientras sus manos ajustaban, con torpeza, la corbata.

Pasaron las semanas, las entrevistas se sucedieron, las negativas afloraban escondidas tras el velo de una sonrisa. Escuelas Primarias, Guarderías, Centros de Ocio Infantil. “Le llamaremos”; “Nos encanta su perfil”; “Interesante C.V.”; “¿Español?: podría sernos de gran utilidad”… palabras vacías, frases de cartón piedra.

Nadie llamó.

Los escasos ahorros −fruto del trabajo como “canguro” en el pueblo− mermaron, la ilusión se fue evaporando, al igual que las gotas de la incesante lluvia tras rebotar sobre la acera. Menospreciaba cada oferta de trabajo hallada en el periódico de la comarca: Ayudante de cocina, Limpiador de oficinas, Asistente Doméstico en hospitales, Barista, Recoge vasos… “¡No estudié una Licenciatura para coger mugrientos vasos entre borrachos!”, gritaba mi orgullo herido… repetía más bajo… al final lo murmuraba. Las facturas no entienden de ínfulas ni de diplomas firmados por el Rey.

Al borde de la derrota, de la rendición. Recibí la llamada.

−Buenos días, ¿hablo con Jorge Ariz?

−Sí, lo hace.

−Soy la señora Mayfield, directora de la guardería “A pasitos”, sita en la calle Broughton; acabo de leer su currículum y desearía conocerle. ¿Estaría disponible para una entrevista?

¿Disponible? Podría presentarme ante aquella señora en medio minuto. Por fin, veía la luz al final del hilo telefónico; hubiera gritado: “¡Sííí!”, habría bailado una jota allí mismo; hubiera lanzado un sonoro beso a esa tal Mayfield; sin embargo, opté por controlar la euforia respondiendo con un discreto: “por supuesto”.

La entrevista resultó una charla informal. La señora Mayfield, de mediana edad, cabello corto y níveo, rostro salpicado de manchas difusas que fueron pecas en la infancia. Afable, casi risueña, una perenne sonrisa subrayaba cada una de sus frases. Más adelante comprobaría que cuidaba de los pequeñines como una gallina de sus polluelos.

El local era más bien pequeño, a ras de pavimento. Contaba con dos habitaciones contiguas y un jardín un tanto selvático en la parte trasera. Un lavabo con media docena de cubículos para los infantes, y otro, apartado, para el personal, junto a la salita de té (nunca comprendí tal disposición).  También disponía de un cuarto adyacente, bajo el nivel del suelo, una vieja cocina en desuso, que tan sólo servía de trastero (juguetes, diminutas sillas de plástico apiladas en columnas, cajas de cartón llenas de elementos decorativos para las diferentes temáticas: “Otoño”, “Navidades”, “Día de San Patricio”, “Primavera”, “Halloween”…, una antigua vitrocerámica, de superficie rayada y cubierta por una ligera capa de polvo, una nevera de escasa altura y diversos enseres).

Casi no sumaban una veintena entre niños y niñas, dividida en dos categorías: los Peques, de uno a dos años; y de tres a cinco, los Preescolares.

Faltaba una semana para el treinta y uno de octubre y aquello era un borboteo de actividades. Los más pequeños, llenos de purpurina y pegamento, decoraban grandes cartulinas; los bocetos de monstruos, brujas y fantasmas trazados a vuelapluma por las cuidadoras. Los preescolares, en grupos de cuatro, horadaban grandes calabazas, dando forma a lo que serían ojos, nariz y boca, también bajo la atenta mirada de una adulta y con herramientas adaptadas.

Sin embargo, yo me encontraba en pleno rito de fuego. “Un día de prueba, antes de  la firma del contrato”, dijo la señora Mayfield, durante nuestro careo, “pagado, por supuesto”, añadió. Cuando, junto al uniforme, recibí un par de guantes de goma gruesa, una mascarilla y un desatascador la sonrisa se esfumó.

Ahí estaba yo, vertiendo lejía a chorros, desatascador en ristre, limpiando las letrinas de infantes y empleados. Mejor les ahorro los detalles. Tan sólo una pista: debía salir al pasillo, a intervalos, para tomar bocanadas de aire… Añoré gafas y bombona de submarinista.

Me dieron 48 míseros euros por aquel trabajo denigrante. ¡Un maldito cheque por cuarenta y ocho euros de mierda!, nunca mejor dicho.

Jamás creí que la pesadilla vendría después.

A partir del segundo día −tras una ducha caliente, de hora y media, la noche anterior (que me costó una bronca por parte de mi compañera de piso, Rachel)− comencé labores más propias: juegos, canciones, actividades plásticas, paseos, meriendas. Todo ello con el grupo de los mayores. Seguía el hervidero previo a Halloween.

Atardece, me siento exhausto. La postura de cuclillas y el sentarse en el suelo acabarán conmigo. El paseo requerido me vendrá bien: una compañera solicitó mi ayuda −cumplo a rajatabla lo de chico para todo−: ir al sótano a por una caja con botecitos de pintura. Bajo las escaleras, sólo un tramo de peldaños, con la mano tanteando la pared. La luz tenue, de la bombilla desnuda, hace que extreme las precauciones. “¡Espero no romperme la crisma!”. Ni siquiera puedo guiar mis pasos con la linterna del teléfono móvil; no está permitido su uso y lo guardamos en la taquilla. Hace frío y huele a moho y a cera de vela, cual ermita de monte. El contraste de temperatura es notorio, incluso juraría que una corriente acarició mi brazo izquierdo. “Imposible”, me digo, ”esto es un búnker, no hay ventanas”.

¡No aparece la maldita caja! Aquello es un revoltijo de bártulos cubierto de polvo y telarañas. Maldigo mi suerte, primero la operación submarina y ahora esto. ¡Se supone que trabajo en Educación!

Entonces lo oigo.

Suena como una especie de barrido, raaas, raaas, raaas, monótono y seco, un tanto desagradable. Levanto la vista y me sobresalto. Al fondo, junto a la pared, veo a una señora, inclinada sobre la encimera, junto a la vitro. Luce una larga cabellera gris, encanecida, falda oscura hasta los tobillos. Está amasando, con lo que parece un rodillo de plástico verde −sólo alcanzo a ver un extremo− sobre la superficie del mueble. Su figura gruesa impide ver la masa, pero la acción es inequívoca; sin embargo, el ruido no suena amortiguado, sino áspero, como si el utensilio rodara sobre una superficie despejada.

−¡Hola! Disculpe, busco una caja…

La mujer no se inmuta.

”¡Vieja sorda!”, pienso con desprecio para camuflar mi deficiente pronunciación.

Como si hubiera leído mi pensamiento, la anciana ríe:

−Jiii, jiii, jiii.

Al fin, localicé la dichosa cajita. Erin, así se llama la compañera, me dedica una sonrisa de agradecimiento que bien vale el baño de polvo y telarañas. Dice: “muchas gracias, guapo”, y antes de que pueda preguntarle acerca de la abuela, gira sobre si misma y desaparece por la puerta.

−De nada… −digo al vacío.

De regreso a casa tengo una sensación extraña. Noche sin luna, arrecia el aguacero, lluvia inclinada debido a las ráfagas de viento; camino ligero, la capucha del chubasquero puesta, empapados los vaqueros. Es una sensación de compañía, como si alguien me siguiera, tal vez algún amigo compatriota con ganas de chanza. Me detengo de repente, girándome. No hay nadie. Tan sólo escucho los gritos, de algún borracho, provenientes de la zona de pubs.

Acelero el paso. Muero por llegar a casa, visitar al señor Roca (la dieta irlandesa me dejará en los huesos), prepararme una copa (es viernes), escuchar música. Aprovecharé que Rachel fue a visitar a sus padres a Derry.

El piso está helado. Compruebo ventanas y radiadores. Cerradas las primeras, tibios los últimos. Corro a mi cuarto, para secarme y cambiar de ropa.

Dentro del baño.

Sentado sobre el inodoro. Escucho un ruido. Al otro lado de la puerta. Es un sonido familiar, algo que he escuchado recientemente pero que no caigo cuándo ni dónde:

Raaas, raaas, raaas.

De repente, recuerdo el origen. “¡No es posible!”, me digo, “¡Jorge, no te emparanoies, es el puto Halloween que te inunda la cabeza!”.

Tiro de la cadena para ahogar el sonido.

Salgo... silencio.

Una corriente helada va y viene por el pasillo, a pesar de que giré la ruleta del radiador hasta el tope… y comprobé las ventanas. Echo mano del móvil, rezando por tener algún mensaje, alguna llamada perdida que devolver. No hay cobertura. “¿Cómo?”. Me acerco a comprobar el rúter. La señal marca cinco rayitas. Perfecta conexión.

Olvido el cubata, la música; enciendo todas las luces que encuentro a mi paso: cocina, living, corredor, habitaciones… Atranco la puerta con una silla. Me acuesto bajo el edredón y dos mantas.

Tiemblo, y no debido al frío.

Raaas, raaas, raaas, vuelve a sonar al otro lado de la puerta.

Despierto sudando, con ropa de andar por casa en lugar de pijama. Los rayos del sol entran por la ventana carente de persiana o cortinas. Debí quedarme dormido al fin. No apagué los radiadores.

Cada día que transcurre los niños están más excitados, los adultos también. Las decoraciones van en aumento; ilusión y magia flotan alrededor.

Al mismo tiempo, poco a poco, me integro en la guardería. Voy aprendiendo los nombres, de párvulos y compañeras. Éstas son todo chicas adolescentes. Carecen de titulación universitaria, me confían, sólo cursaron módulos en Educación Temprana o el curso equivalente de Formación Profesional. “¿Qué haces cuidando niños pequeños pudiendo ser Profesor en tu país?”, preguntan, sin saber de lo que hablan.

Nuestro breve descanso queda interrumpido por un toque en la puerta. Nos encontramos en la sala de té, Monique, Erin y yo. Sin esperar respuesta, aquella se abre.

−¿Puedo…?

Maeve asoma la cabecita. Casi alcanza los tres años, a punto de comenzar Preescolar. Atesora las tres pes: pelirroja, pecosa y pizpireta. Sin embargo, llora desconsolada.

−Claro, mi amor, pasa ¿qué te ocurre? −dice Monique, con voz dulcificada, al tiempo que se levanta a su encuentro.

−Me di un golpe muuuy fuerte y Fiona me gritó −dice, entre hipidos, culpando a la más joven de las cuidadoras.

−Ven corazón, estoy segura de que Fiona no pretendía gritarte. ¿Te apetece una galleta de jengibre? Pero shhh, no digas nada a tus amiguitos.

Ya más tranquila, mordisquea la pasta, de rodillas en la alfombra, apoyada sobre la mesita, al tiempo que dibuja en un folio que Monique le ha proporcionado. Esboza varias figuras mediante fino trazo: palotes por brazos y piernas, grandes círculos por cabezas, cuatro rayas por pelo.

Caliento las manos en la taza de té, mientras doy pequeños sorbos. Miro a la nena que roe la galleta cual ratoncito concentrado.

−Oye, Erin, ¿Cuándo se sirve la tarta a los niños?

−¿De qué tarta hablas?

−No sé, supongo que del pastel de Halloween. Vi a la cocinera amasándolo el otro día en el sótano.

−¿Qué cocinera? No tenemos… −se interrumpe, una sombra cubre sus ojos.

−Sí, mujer; una señora mayor, con cabello gris, muy largo.

Silencio.

Erin cruza la mirada con Monique, que ha levantado los ojos de la pantalla del móvil. Incluso la pequeña Maeve ha dejado de pintar y me mira, sus ojos chispean.

−Es la señora Miller. ¡Me encaaanta su pastel de zanahoria! −dice, sonriendo, y eleva los bracitos a modo de victoria.

Tras unos segundos sin palabra alguna, Erin le dice, con aquel tono un tanto artificial:

−Cielo, ya sabes que la señora Miller cruzó el arcoíris, ahora cuida unicornios.

La cría vuelve a sus quehaceres creativos, tras encogerse de hombros.

Mi nivel de inglés continua estancado, no alcanzo a comprender.

−Disculpa: ¿arcoíris?, ¿unicornios? ¿A qué te refieres?

Erin se arrima y me susurra al oído:

−La Señora Miller falleció hace dos meses. Tropezó con un rodillo de juguete que alguien olvidó en los peldaños del sótano, antigua cocina. Se desnucó.

Sonrío, casi rompo a reír. Me están vacilando, las muchachas, metidas de lleno en la fiesta pagana por excelencia. ¡Bienvenido a la República de Irlanda!

La niña, como si nos hubiera visto sin levantar la mirada del papel, dice entre risitas:

−Secretitos, secretitos, cuentos de vieja.

−¡Ya basta, Maeve! −contesta mi compañera.

La cría inclina la cara hacia un lado, con el lapicero en alto, la mirada perdida. Entonces, gira el cuello hacia mí, los ojos entrecerrados:

−Dice la Señora Miller que no estés triste, Jorge, que ella cuidará de Canela.

Un sudor frío y antiguo recorre todo mi cuerpo.

A ello siguieron los ruidos nocturnos en el piso, grifos que se abrían, llaves extraviadas que aparecían al día siguiente, manillas de puerta que se bajaban solas ante mis propios ojos… todo siempre con Rachel ausente, la cual me contemplaba incrédula al relatarlo: “¿Tomas drogas?”, llegó a preguntar. A mí que no tolero el jarabe para la tos.

Todavía lo ignoro, pero esta será la última noche que pase en Cork.

Me acuesto según pongo un pie en casa. Estoy agotado. Ha sido una jornada dura, con excursión al Laberinto del Mono incluida. Perdí la cuenta de las botas de agua que ayudé a calzar y los impermeables, de colores intensos, que abroché.

Despierto a mitad de madrugada. Las 2:48 marca el reloj de la mesilla. El sonido proviene del pasillo, al otro lado de la puerta. Se trata de un gemido, una especie de lloriqueo tan conocido que mis propias lágrimas amenazan con desbordar. Es Canela, llora del mismo modo que lo hacía cuando era poco más que un cachorro, al borde de la cama, saltaba y me mordisqueaba los pies para que despertara y la sacase a hacer sus necesidades, mientras yo dormía la resaca. Es mi Canela.

Abro la puerta. Una luz amarillenta profana la penumbra. Procede de la farola exterior, frente a nuestro living cuyo ventanal también carece de persiana o cortina. Los gemidos cesan tan pronto pulso el interruptor de la pared. El corredor iluminado y dolorosamente vacío parece burlarse de mí.  Rompo a llorar, como un crío, deslizando la espalda por la pared hasta quedar sentado sobre la moqueta.

No lo soporto más. Acabaré perdiendo la cabeza o arrojándome por el acantilado. Entro decidido en la habitación, conecto el portátil y compro un billete de avión para Madrid: sólo ida.




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