Seis años sin verle, sin contemplar la sonrisa contagiosa, sin escuchar el acento de Glasgow, sin abrazarle. Pienso, releyendo, una y otra vez, el párrafo que se me resiste.
Uno pasa de la soledad a la compañía múltiple como quien
nace de nuevo. Casi sin querer, pero deseándolo, tornas de estar embutido en el
silencio, tan sólo roto por el murmullo del resto del pasaje, perdido entre las
páginas de un libro, a estar acompañado, primero por ella, después por ellos
también. Les contemplas, incrédulo, extasiado −como si fueran pinturas
centenarias dentro de un museo−, les abrazas, escuchas, besas, contestas, y te
sientes vivo. Renacido.
Pero vayamos por partes, como cantan los Estopa.
Una vez en suelo firme, y reunido con Ella, nos asomamos a
la salida del aeropuerto malagueño, bañado en un sol propio, con denominación
de origen. Nada más aterrizar, había recibido una tanda de mensajes por guasap,
cada uno de los cuales acrecentó la sonrisa primera. Aquí se hallaba, en
Málaga, fiel a lo acordado, y vendría a recogernos. Me sorprendo a mí mismo en
estado nervioso, más propio de un niño que va a reencontrarse con su padre
largo tiempo ausente.
Converso con Ella −mientras lanzo vistazos alrededor− poniéndonos
al día, ampliando información intercambiada a través de la pantallita, transformando
los emoticonos en gestos y caricias reales, mirándonos a los ojos, sintiendo la
presencia palpable del otro. Planeando cometer pecados que la Santa Pantalla
tiene prohibidos: tocar, oler, mirar, saborear. Tras un descuido, le hurto un
beso. Porque los besos no se ruegan por instancia compulsada; un beso se lee,
se regala o se roba. Qué diantres es aquello de “¿puedo besarte?”; siempre fui
más propenso a recibir un: “Bésame, tonto” que a rellenar una solicitud. De
nuevo, Estopa resumiendo la vida:
A veces
te leo un beso en los labios
Y como
yo no me atrevo
Me corto
y me abro
De repente, un grito nos saca de nuestros actos pecaminosos.
−¡Jorge!
Su voz, aquella pronunciación perfecta de mi nombre −a pesar
del sonido /j/ en ambas sílabas− me retrae al pasado escocés. Me giro
hacia donde procedió la llamada, y ahí está él, mi primer entrevistador, mi
primer amigo en tierra extraña, mi guardián… mi hermano. Es él, John. A
pesar del tiempo trascurrido, que a todos castiga, luce idéntica mirada de niño
travieso, ojos chispeantes que se estrechan, cómplices de una franca sonrisa.
Palmeo de espaldas, dos besos −siempre fue un escocés con
alma española− risas y presentaciones. Seis años, seis, hechos añicos mediante un
abrazo.
La vida es continuo misterio. Pone ante ti diversos caminos,
bifurcaciones; te arroja a la cara retos, opciones, sin darte una mísera pista
para afrontarlos. Un día decides que ya basta, que no puedo más, que qué hay de
lo mío, que ¿esto es todo? subes a un avión, tembloroso, decidido, muerto de
miedo, queriendo huir de ti mismo, de cuanto te rodea, ingenuo y enfurruñado
cual niño chico. Sales corriendo de casa, escapas de familiares, de amigos y
adversarios, de quien te quiere, de quien te odia; huyes en búsqueda del “sueño
americano” que viste en mil y una
películas; rehúyes del auxilio cercano, familiar, porque quieres buscarte la
vida, ganarte las alubias, sacarte las castañas del fuego, como siempre se
dice. Deseas, con toda el alma, que tu padre sienta orgullo de tu arrojo. Que
presuma −el rostro iluminado− ante los amigos de tapete y baraja: “Es mi hijo,
el menor de los tres, marchó él solo, a Gran Bretaña”. Y entonces, aterrizas en
landes remotos, desconocidos, y a los dos días −de calendario− la vida
(misteriosa) pone ante ti a un tipo, de ojos pequeños y chispeantes, de sonrisa
picarona, que no sólo te facilita la estancia, sino que se convierte en tu hermano
mayor escocés, y no en el sentido macarra-choni con que usan el término los
chavales hoy en día. John, se llama el tipo.
Como si la vida te mostrara que no puedes tú solo, que
necesitas “guardianes” a tu vera, siempre dispuestos a sujetarte cuando
tambaleas. Así, esa vida, de forma un tanto burlesca, ha ido colocando
sucesivos hermanos varones en mi camino: uno riojano −biológico− uno
vasco y uno escocés, como si quisiera contarme un chiste ochentero.
Existen personas con las que compartes un feeling
especial. Algo peculiar os une, y carece de nombre. Como si ambos lucierais
idéntico aura mágico e invisible. No se trata de amistad, ni de camaradería, ni
de romance. Tampoco coleguismo de cañas, vacile y conciertos. Es hermandad
que trasciende lo biológico. Alguien, allá arriba, conoce mis carencias y
se dedica a situar uno de estos seres por cada etapa de mi vida, como quien
mueve caballos y peones en un tablero de ajedrez imaginario. ¡Uno se las da de
fuerte, de capaz, de independiente, de buscavidas!, mientras quien maneja el
cotarro aguanta la carcajada y, piadoso, dispone para ti esa personita que
guardará tus espaldas en territorio comanche (como diría el Reverte).
Seis años, seis, cual puntitos del dado que el azar tira.
El maldito virus que nos encerró en la burbuja del miedo; después
la locura del Brexit que todo complicó; el querer viajar a otros destinos; la
voraz y oxidante rutina que te mantiene pegado al sofá, al trabajo, al bar de
la esquina.
Seis años, seis. Como toros bravos, que ni el mismísimo
Jesulín de Ubrique dentro de una plaza abarrotada por mujeres.
Lejos de su complicidad, del revivir anécdotas, de la mirada
de pillastre, de su risa atronadora. Seis años, también, sin ver a su dulce e
inseparable Jennifer.
Málaga puso fin a tal injusticia del sino.
Allá nos juntamos los cinco −Jen, John, su hija, Ella y uno
mismo− en un pueblecito marinero con aroma guiri, tostás de tomate,
casas encaladas, y burritos tristes a la par que entrañables. Más
presentaciones, besos y abrazos. Resurrección de viejas historietas aderezadas
con vaciles y chanzas: “Decías: Let´s go to the paf, for a beer”,
recordaba John para divertimento general y sonrojo mío. Hubo carne asada,
cerveza, dulces y sangría. Hubo confidencias, afecto, nostalgia, promesas de
futuro, y alguna lágrima fugada. Hubo un fajo de fotografías −en papel− que
compartí, evocando más y más anécdotas, invitando a otros personajes que
cohabitaron nuestro pasado −como quien convoca espíritus errantes− y así
brindar con ellos… brindar por ellos.
Ella pasó la prueba de fuego, a base de honestidad, cariño, sencillez,
y un inglés mejor que el mío.
−She’s a
keeper, pal! −sentenció John.
Entonces, vi cielo abierto, la oportunidad para resolver una
duda milenaria. Aclaro primero, para aquellos profanos en la lengua de
Shakespeare: la expresión viene a significar, a lo bruto: “quédatela, guárdala,
merece la pena”.
−Pero, John, entonces… yo sería el “keeper”, ¿no?;
soy el que debo “guardarla”, “quedármela”, “no dejarla escapar”, porque eso
significa “keeper”: el que guarda, o mantiene, algo. Ella debería ser: “to
be keeped / kept”, o algo así. ¿Por qué lo usáis a la inversa? ¡No tiene
sentido! ¡Todo lo hacéis del revés!
Obviamente, la conversación trascurrió en inglés.
−For fuck’s sake, man! Soy un sencillo chef, no un
maldito lingüista de la Enciclopedia Británica −respondió, ganándose la
carcajada general, y añadió−: loco me volvía, este chaval, cuando llegó a
Edimburgo, preguntándome reglas gramaticales y porqués diversos de esto y
aquello…el tío, incapaz de pronunciar: castle, pub o sausage
y, sin embargo, ayudaba con el deletreo en inglés, a las camareras locales que
lo contemplaban, atónitas, manejar el apóstrofe tan incómodo para ellas, o
escribir del tirón, sin duda alguna: b-e-a-u-t-i-f-u-l, por
ejemplo.
Y brotaron más risotadas.
Así es John, así fue siempre.
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