lunes, 12 de mayo de 2025

F215 - Destinos a tutiplén (Málaga) (I)

 Sé lo que están pensando, en este justo instante, tras leer de un vistazo el título. Adivino lo que pasa por sus mentes lectoras sin necesidad de contemplar posos de café, descubrir cartas sobre un tapete morado, ni partir puerros y demás hortalizas a machetazos. Piensan: este tipo pasa la vida de aquí para allá, por tierra, mar y aire, cual soldado despechado buscando a su querida Adelita (que digo yo, si la muchacha se lanzó a poner kilómetros de por medio −con otro mozo− como si fuera la mamá de Marco… por algo sería).

Habían transcurrido muchos meses desde que regresé de Tenerife. Demasiados, podía escuchar los lamentos emitidos por la gordita azul desde el trastero. Me refiero a la pequeña maleta con ruedas que acompaña mis desventuras, no vayan a creer que tengo encerrada a una joven con sobrepeso en lo más profundo del edificio.

Demasiados meses; tocaba poner fin a tal sequía de kilómetros. El destino no fue por azar, ni por simple capricho: Málaga. ¿Por qué? (al fiel lector, que sigue mis pasos desde el principio, le espera una Sorpresa; pero no adelantemos acontecimientos).

De nuevo, el vuelo es tempranero, es lo que tiene viajar con compañías que se autodenominan baratas. La única manera factible: pernoctar en la capital vizcaína, en piso turístico, ¡continuamos “barato” para bingo, señores! Ya saben, con el secretismo de película barata de espías, la habitación individual, y los códigos de acceso (tres, dice el mensaje: portal, habitación y cuarto de baño compartido). Por fortuna, el código de éste último está desactivado y la puerta se limita a disponer del cerrojito de toda la vida.

La intranquilidad comparte lecho conmigo, qué les voy a contar a estas alturas del telefilm. Mañana debo coger un avión a primera hora de la mañana, en el ya famoso aeropuerto de Loiu (sí, lo adivino de nuevo: no escarmiento ni a varazos).

4:00, indica el reloj del móvil. El sentimiento déjà vu es inevitable.

Esta vez hice los deberes. Combatí el insomnio inicial buscando información: horario del primer bus al aeropuerto, distancia desde el piso hasta la estación de bus, climatología, cálculos y probabilidades (que diría el bueno del Reverte), y todas esas cosillas.

Tú estudias, calculas, planeas, luego el destino, o el tipo barbudo y risueño hacen lo que les viene en gana.

La noche es oscura, todo lo oscura que puede ser a las cuatro y pico de la madrugada una ciudad como Bilbao. Llueve a cántaros (it´s raining cats and dogs, dicen los escoceses y se llevan las manos a la cabeza cuando trato de explicarles el significado de cualquiera de nuestras expresiones. ¿Perros y gatos cayendo del cielo? ¡Demasiado wiski y cerveza!).

Corta la distancia, sé que llegaré puntual, de hecho, sobra tiempo. Pero los viejos temores son difíciles de superar. Si mi orientación es flojilla tirando a garrafal con el sol de mediodía, imaginen cómo será envuelta en oscuridad. Los gatos no son pardos, son malditos conejos con gabardinas. Así que me armo de valor, paraguas en mano, móvil en la otra (mi amada despechada susurrándome las consabidas indicaciones: todo recto, gire a la derecha, esquive la rotonda, salte el charco o se mojará los zapatos…), la mochilita gris a la espalda, la maleta arrastrada con la mano del móvil, otra bolsa de plástico −con el bocata, uno será Paco Martínez Soria toda la vida− dificultando la maniobra, en equilibrio, trata de cortar la circulación de uno de los dedos. Lo normal.

Calles cuasi desiertas, tan sólo se escucha algún grito de gente que regresa a casa tras la farra. Asfalto mojado. Semáforos y su pitido insistente. Taxistas somnolientos;  policías apatrullando la ciudad, dentro de sus carrozas metálicas recién estrenadas, combaten el aburrimiento observando a los transeúntes madrugadores en busca del malhechor. De vez en cuando, tornan serios, mirada al frente, inundan la noche con destellos azulados y salen pitando, para disimular y justificar el sueldo, digo yo.

El primer bus sale a las 5:00, incluso el siguiente me serviría.

Alcanzo la Intermodal (como llaman los bilbaínos a la estación de autobuses para darse importancia). Está cerrada a cal y canto. La plazoleta exterior casi vacía, excepto por la presencia de algunos extranjeros alcoholizados −el Glasgow Rangers jugó en San Mamés− y de vagabundos que buscan cobijo bajo el alero. Para mis intereses (uno es así de egoísta) está desierta.

No veo un viajero ni una triste maleta a dos kilómetros a la redonda.

La pantallita del móvil marca las 04:43

Empiezo a preocuparme. No ocurre así a lo bruto, tan sólo el típico hormigueo que comienza a recorrer alma, cuerpo, y avatar en otra dimensión.

Dos borrachos cruzan ante mí. Miran sin verme. Berrean alguna de sus consignas, en un tono y acento que casi humedece mis ojos de pura nostalgia. No logro descifrar el contenido del mensaje, pero sí la forma. Son dos chavales, de Glasgow, empapados también por fuera, en manga corta con los colores de su equipo −Rangers, archienemigo del Celtic (equipo de John), en lo religioso y lo deportivo; en la vida y en la muerte−. Van a su bola, entonando cánticos llenos de pena, orgullo y derrota, mientras sujetan latas de cerveza Estrella Galicia, ignorando −para su bienestar mental− que es la marca céltica por excelencia.

04:49

El hormigueo roza los 6,98 grados en la escala Richter.

¿Cuándo demonios abren la mega-súper-multimodal-estación de los cojones?, dice mi Pepito Grillo particular, por lo bajini.

Entonces lo veo, y un rayito de esperanza cae sobre mí como una aparición mariana o un amago de abducción marciana.

Un vigilante jurado, un machaca, un segurata de los de toda la vida.

Al hombre se le ve más aburrido que a un mono enjaulado. Me acerco y este diálogo entra en los anales de la Historia, o como se diga:

−Buenas noches.

−Buenas.

−¿Disculpe, a qué hora abren el tinglado éste ultramoderno que tienen ustedes montado?

El tipo me mira algo mosqueado, supongo que es del Atleti como todo bicho viviente en la ciudad – sospecho que a quien no comulga, lo tiran a la ría− y no pudo acudir a San Mamés.

−A las seis horas, cuarenta y cuatro minutos −dice, con ínfulas de Agente de la Autoridad nocturno; creyéndose Al Powel, el poli negro de la Jungla de Cristal, quien acaba haciéndose coleguita de McClane: “Roy, si eres lo que creo, debes saber cuándo escuchar, cuándo callar… y cuándo rezar”.

−…

Mi cara es un poema que ni el mismísimo Lorca.

El tipo repara en mi gesto, a pesar de todo está de buen humor porque su equipo ha eliminado a los herejes de Glasgow (Protestantes), expulsados a goles, cual latigazos, del templo sagrado, católico, apostólico y romano: la Catedral de San Mamés.

−A no ser que usted vaya a viajar.

Al principio, un par de segundos lentos…lentos, quedo en semejante fuera de juego que ni el mismísimo Negreira hubiera podido hacerle el favor al Barsa.

−¿Cómo? Sí, claro que pretendo viajar −miro de soslayo la maleta, la bolsa del bocata, la mochilita que llevo a la espalda. Sólo me falta decirle al hombre: “Hellooo?”, señalando los bultos. Pero no es cuestión de ser borde con el sujeto que posee la llave de la cueva. En ese momento él es el puto Amo del Calabozo, salido de Dragones y Mazmorras. Luego recuerdo la gente sin hogar que encontré por los alrededores y empiezo a entender, que no a comprender. ¿Cuándo nos daremos cuenta de que hay problemas que no puedes barrer bajo el felpudo de la ciudad?

El guarda me rescata del ensimismamiento.

−En ese caso, cruce usted la plazoleta y acceda por aquella puerta roja, entre en el ascensor y baje a la planta menos dos.

Cada vez me cae mejor el machaca, incluso si fuera anti madridista.

−Gracias, y buen servicio −digo, todo lo serio que puede decirse algo así.

Cruzo la plaza que para mí es el Rubicón, el Amazonas o el mismísimo mar Rojo (paraguas en alto cual cayado de Moisés). Caen jarros, cantaros, perros, gatos y algún conejo despistado. Vamos, que llueve muchísimo.

Junto a la puerta roja (escondida y sin ningún cartelito, como si se tratara del anden mágico en Harry Potter) un par de mendigos duermen sobre cartones. Los miro y el amago de temor lo pongo de lado de un empujón, sustituyéndolo por pena, vergüenza y rabia por la mierda de mundo que habitamos.

El ascensor, minúsculo cual montacargas, parece acceso a otra dimensión, un paso al otro lado del Matrix. Pintarrajeado, sucio y obsoleto.

Las puertas se abren y se obra el milagro.

Gente con maletas y mochilas y bolsas y móviles. Gente viajera, de toda la vida. De pie, sentados, tirados por el suelo. Encerrados tras unos cristales, como si fueran peces agonizantes en una pecera sin agua. En el interior de aquello que ni siquiera merece el apelativo “salita de espera”, un pequeño monitor indica todos los próximos destinos. Al otro lado, el hangar vacío de autobuses.

Son las 04:52

Miro la pantalla. Destinos a tutiplén: Madrid, Oporto, Barcelona, Pau, Quintanilla de los Milagros…

Ni rastro de “Aeropuerto”. Ni siquiera su equivalente autóctono: “Aeroportua”.

El hormigueo es un terremoto con mortalidad del noventa por ciento.

¿Dónde carajo pone el horario del autobús con destino Aeropuerto? ¿Estamos en Bilbao o en Bagdad? ¿Se gastaron todo el colorao en la lata de sardinas gigantesca que bautizaron Guggenheim?

Al final, opto por el viejo sistema, aquel que ya funcionaba antes de la invasión de las pantallas. Pregunto a una joven mochilera, italiana según la banderita que luce la cincha del bulto. Su sonrisa y hablar sosegado me tranquilizan. Todo ok, dice la muchacha, el autobús al aeropuerto sale a las cinco en punto. Como si lo hubiera invocado, el autocar aparece al fondo, precedido por el llanto de sus neumáticos sobre la pista.

Cierro los ojos, sabiendo la compañía que me espera allí abajo, y… la otra Sorpresa, y mis labios dibujan la nostalgia en forma de sonrisa.

−Seis años −susurro− seis malditos años sin abrazarle.




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