Sé lo que están pensando, en este justo instante, tras leer de un vistazo el título. Adivino lo que pasa por sus mentes lectoras sin necesidad de contemplar posos de café, descubrir cartas sobre un tapete morado, ni partir puerros y demás hortalizas a machetazos. Piensan: este tipo pasa la vida de aquí para allá, por tierra, mar y aire, cual soldado despechado buscando a su querida Adelita (que digo yo, si la muchacha se lanzó a poner kilómetros de por medio −con otro mozo− como si fuera la mamá de Marco… por algo sería).
Habían transcurrido muchos meses desde que regresé de
Tenerife. Demasiados, podía escuchar los lamentos emitidos por la gordita azul
desde el trastero. Me refiero a la pequeña maleta con ruedas que acompaña mis
desventuras, no vayan a creer que tengo encerrada a una joven con sobrepeso en
lo más profundo del edificio.
Demasiados meses; tocaba poner fin a tal sequía de kilómetros. El destino no fue por azar, ni por simple capricho: Málaga. ¿Por qué? (al fiel lector, que sigue mis pasos desde el principio, le espera una Sorpresa; pero no adelantemos acontecimientos).
De nuevo, el vuelo es tempranero, es lo que tiene viajar con
compañías que se autodenominan baratas. La única manera factible: pernoctar en
la capital vizcaína, en piso turístico, ¡continuamos “barato” para bingo,
señores! Ya saben, con el secretismo de película barata de espías, la
habitación individual, y los códigos de acceso (tres, dice el mensaje: portal,
habitación y cuarto de baño compartido). Por fortuna, el código de éste último
está desactivado y la puerta se limita a disponer del cerrojito de toda la
vida.
La intranquilidad comparte lecho conmigo, qué les voy a
contar a estas alturas del telefilm. Mañana debo coger un avión a primera hora
de la mañana, en el ya famoso aeropuerto de Loiu (sí, lo adivino de nuevo: no
escarmiento ni a varazos).
4:00, indica el reloj del móvil. El sentimiento déjà vu
es inevitable.
Esta vez hice los deberes. Combatí el insomnio inicial
buscando información: horario del primer bus al aeropuerto, distancia desde el
piso hasta la estación de bus, climatología, cálculos y probabilidades (que
diría el bueno del Reverte), y todas esas cosillas.
Tú estudias, calculas, planeas, luego el destino, o el tipo
barbudo y risueño hacen lo que les viene en gana.
La noche es oscura, todo lo oscura que puede ser a las
cuatro y pico de la madrugada una ciudad como Bilbao. Llueve a cántaros (it´s
raining cats and dogs, dicen los escoceses y se llevan las manos a la
cabeza cuando trato de explicarles el significado de cualquiera de nuestras
expresiones. ¿Perros y gatos cayendo del cielo? ¡Demasiado wiski y cerveza!).
Corta la distancia, sé que llegaré puntual, de hecho, sobra
tiempo. Pero los viejos temores son difíciles de superar. Si mi orientación es
flojilla tirando a garrafal con el sol de mediodía, imaginen cómo será envuelta
en oscuridad. Los gatos no son pardos, son malditos conejos con gabardinas. Así
que me armo de valor, paraguas en mano, móvil en la otra (mi amada despechada
susurrándome las consabidas indicaciones: todo recto, gire a la derecha,
esquive la rotonda, salte el charco o se mojará los zapatos…), la mochilita
gris a la espalda, la maleta arrastrada con la mano del móvil, otra bolsa de
plástico −con el bocata, uno será Paco Martínez Soria toda la vida−
dificultando la maniobra, en equilibrio, trata de cortar la circulación de uno
de los dedos. Lo normal.
Calles cuasi desiertas, tan sólo se escucha algún grito de
gente que regresa a casa tras la farra. Asfalto mojado. Semáforos y su pitido
insistente. Taxistas somnolientos; policías
apatrullando la ciudad, dentro de sus carrozas metálicas recién
estrenadas, combaten el aburrimiento observando a los transeúntes madrugadores en
busca del malhechor. De vez en cuando, tornan serios, mirada al frente, inundan
la noche con destellos azulados y salen pitando, para disimular y justificar el
sueldo, digo yo.
El primer bus sale a las 5:00, incluso el siguiente me
serviría.
Alcanzo la Intermodal (como llaman los bilbaínos a la
estación de autobuses para darse importancia). Está cerrada a cal y canto. La
plazoleta exterior casi vacía, excepto por la presencia de algunos extranjeros alcoholizados
−el Glasgow Rangers jugó en San Mamés− y de vagabundos que buscan cobijo bajo
el alero. Para mis intereses (uno es así de egoísta) está desierta.
No veo un viajero ni una triste maleta a dos kilómetros a la
redonda.
La pantallita del móvil marca las 04:43
Empiezo a preocuparme. No ocurre así a lo bruto, tan sólo el
típico hormigueo que comienza a recorrer alma, cuerpo, y avatar en otra
dimensión.
Dos borrachos cruzan ante mí. Miran sin verme. Berrean
alguna de sus consignas, en un tono y acento que casi humedece mis ojos de pura
nostalgia. No logro descifrar el contenido del mensaje, pero sí la forma. Son
dos chavales, de Glasgow, empapados también por fuera, en manga corta con los
colores de su equipo −Rangers, archienemigo del Celtic (equipo de John), en lo
religioso y lo deportivo; en la vida y en la muerte−. Van a su bola, entonando
cánticos llenos de pena, orgullo y derrota, mientras sujetan latas de cerveza
Estrella Galicia, ignorando −para su bienestar mental− que es la marca céltica
por excelencia.
04:49
El hormigueo roza los 6,98 grados en la escala Richter.
¿Cuándo demonios abren la mega-súper-multimodal-estación de
los cojones?, dice mi Pepito Grillo particular, por lo bajini.
Entonces lo veo, y un rayito de esperanza cae sobre mí como
una aparición mariana o un amago de abducción marciana.
Un vigilante jurado, un machaca, un segurata de los de toda
la vida.
Al hombre se le ve más aburrido que a un mono enjaulado. Me
acerco y este diálogo entra en los anales de la Historia, o como se diga:
−Buenas noches.
−Buenas.
−¿Disculpe, a qué hora abren el tinglado éste ultramoderno
que tienen ustedes montado?
El tipo me mira algo mosqueado, supongo que es del Atleti
como todo bicho viviente en la ciudad – sospecho que a quien no comulga, lo
tiran a la ría− y no pudo acudir a San Mamés.
−A las seis horas, cuarenta y cuatro minutos −dice, con
ínfulas de Agente de la Autoridad nocturno; creyéndose Al Powel, el poli negro
de la Jungla de Cristal, quien acaba haciéndose coleguita de McClane: “Roy, si
eres lo que creo, debes saber cuándo escuchar, cuándo callar… y cuándo rezar”.
−…
Mi cara es un poema que ni el mismísimo Lorca.
El tipo repara en mi gesto, a pesar de todo está de buen
humor porque su equipo ha eliminado a los herejes de Glasgow (Protestantes),
expulsados a goles, cual latigazos, del templo sagrado, católico, apostólico y
romano: la Catedral de San Mamés.
−A no ser que usted vaya a viajar.
Al principio, un par de segundos lentos…lentos, quedo en
semejante fuera de juego que ni el mismísimo Negreira hubiera podido hacerle el
favor al Barsa.
−¿Cómo? Sí, claro que pretendo viajar −miro de soslayo la
maleta, la bolsa del bocata, la mochilita que llevo a la espalda. Sólo me falta
decirle al hombre: “Hellooo?”, señalando los bultos. Pero no es cuestión
de ser borde con el sujeto que posee la llave de la cueva. En ese momento él es
el puto Amo del Calabozo, salido de Dragones y Mazmorras. Luego recuerdo la
gente sin hogar que encontré por los alrededores y empiezo a entender, que no a
comprender. ¿Cuándo nos daremos cuenta de que hay problemas que no puedes
barrer bajo el felpudo de la ciudad?
El guarda me rescata del ensimismamiento.
−En ese caso, cruce usted la plazoleta y acceda por aquella
puerta roja, entre en el ascensor y baje a la planta menos dos.
Cada vez me cae mejor el machaca, incluso si fuera anti madridista.
−Gracias, y buen servicio −digo, todo lo serio que puede
decirse algo así.
Cruzo la plaza que para mí es el Rubicón, el Amazonas o el
mismísimo mar Rojo (paraguas en alto cual cayado de Moisés). Caen jarros,
cantaros, perros, gatos y algún conejo despistado. Vamos, que llueve muchísimo.
Junto a la puerta roja (escondida y sin ningún cartelito,
como si se tratara del anden mágico en Harry Potter) un par de mendigos duermen
sobre cartones. Los miro y el amago de temor lo pongo de lado de un empujón,
sustituyéndolo por pena, vergüenza y rabia por la mierda de mundo que
habitamos.
El ascensor, minúsculo cual montacargas, parece acceso a
otra dimensión, un paso al otro lado del Matrix. Pintarrajeado, sucio y
obsoleto.
Las puertas se abren y se obra el milagro.
Gente con maletas y mochilas y bolsas y móviles. Gente
viajera, de toda la vida. De pie, sentados, tirados por el suelo. Encerrados tras
unos cristales, como si fueran peces agonizantes en una pecera sin agua. En el
interior de aquello que ni siquiera merece el apelativo “salita de espera”,
un pequeño monitor indica todos los próximos destinos. Al otro lado, el hangar
vacío de autobuses.
Son las 04:52
Miro la pantalla. Destinos a tutiplén: Madrid, Oporto,
Barcelona, Pau, Quintanilla de los Milagros…
Ni rastro de “Aeropuerto”. Ni siquiera su equivalente
autóctono: “Aeroportua”.
El hormigueo es un terremoto con mortalidad del noventa por
ciento.
¿Dónde carajo pone el horario del autobús con destino
Aeropuerto? ¿Estamos en Bilbao o en Bagdad? ¿Se gastaron todo el colorao
en la lata de sardinas gigantesca que bautizaron Guggenheim?
Al final, opto por el viejo sistema, aquel que ya funcionaba
antes de la invasión de las pantallas. Pregunto a una joven mochilera, italiana
según la banderita que luce la cincha del bulto. Su sonrisa y hablar sosegado
me tranquilizan. Todo ok, dice la muchacha, el autobús al aeropuerto sale a las
cinco en punto. Como si lo hubiera invocado, el autocar aparece al fondo,
precedido por el llanto de sus neumáticos sobre la pista.
Cierro los ojos, sabiendo la compañía que me espera allí
abajo, y… la otra Sorpresa, y mis labios dibujan la nostalgia en forma de
sonrisa.
−Seis años −susurro− seis malditos años sin abrazarle.

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