Ha pasado tanto tiempo que ya ni siquiera sufro ataques nostálgicos. Figúrense. Recuerdo que hace unos pocos años acudía, de vez en cuando, a la pequeña capital norteña, inflamado de pura melancolía, y buscaba como un náufrago aquellos puntos clave de la que fue mi gran aventura, aquellos lugares donde comenzó todo, cual trozos de madera que me ayudaran a flotar.
Recuerdo caminar despacio, rodear al General Espartero
erguido sobre su corcel, en pleno centro del Paseo, cerrar los ojos y revivir
aquella llamada, La Llamada: “Disponemos de un vuelo para usted. A Edimburgo.
Sólo ida”. Vuelvo a escuchar mi respuesta perpleja ─como si de un audio mágico
se tratara─ y la desmesurada celebración: grito al cielo, salto a las nubes que
ni el mismísimo Carlos Alonso Santillana dentro del área; y aquella señora
temerosa, su mirada incrédula, protegiendo a su retoño del loco del Espolón.
Recuerdo merodear por la zona peatonal, adentrarme en el
Paseo de las Cien Tiendas, detenerme ante el portal de la Academia Oxford,
donde nos juntábamos media docena de personas y parloteábamos en inglés durante
una hora y cuarto. Todo en inglés: juegos, gramática, ejercicios, películas,
incluso las visitas al señor Roca debían ser solicitadas en inglés. Shakespeare
se tiraba de los pelos, dentro de la tumba, debido a las patadas que dábamos a
su lengua, por escrito, por hablado, por activa y por pasiva. Pero allí estuve
yo, lanzándome a la piscina de un idioma tan familiar como extraño, estudiado
durante años y nunca hablado. Allí estuvo el niño que, junto a sus hermanos,
veraneó en Cullera donde hacía amiguitos guiris preguntándoles aquello de: ¿Inglis-pitinglis?,
de corrido, adhiriendo las dos palabras inexistentes, con doble signo de interrogación
incluido, convencido de que era la pregunta adecuada. Lo más curioso es que
aquellos niños británicos afirmaban, en inglés, sin inmutarse: “Claro, claro,
lo hablamos: es nuestro idioma”. Mensaje que entendíamos por arte de magia. A
partir de ahí, el juego ─lenguaje universal─ se encargaba del resto,
convirtiéndonos en amigos forever… amigos de verano.
La guerra, el odio, la xenofobia comenzaron cuando el Hombre
mató al Niño que llevaba dentro.
Después continuaba mi ruta nostálgica, sita en la misma
calle que la academia se encontraba la pequeña agencia de viajes, ya
clausurada, a cuyo escaparate me asomaba tratando de ver al tipo amable quien me
proporcionó los billetes que cambiarían mi vida para siempre. Aquel joven
solícito que me explicó, paso a paso, qué debía hacer desde el momento en que
subiera al autobús nocturno con destino Madrid, hasta el aterrizaje en la
capital escocesa. Tan sólo olvidó el minúsculo detalle sobre el transbordo en Birmingham,
nadie es perfecto.
Incluso entraba en la cafetería colindante, donde solíamos
tomar un café tras la clase, o una cerveza los viernes, e intercambiábamos
risas, apuntes y gambazos en idioma shakesperiano. Recuerdo sus caras,
la tarde que les dije con seria sonrisa:” I am going to go to Edinburgh!”. Consciente
de la forma verbal utilizada, quizás por primera vez, la cual expresa no un
deseo, no un plan que podría llevarse a cabo; expresa una acción que se va a
realizar: voy a marchar a Edimburgo, chavales; punto pelota, como decía
la Astur con quien llegaría a compartir piso, risas y lágrimas en tierras
escocesas.
Durante los meses previos al viaje, lejos quedaba aquel rompehielos
infantil ‘inglis pitinglis’, y cada día escuchaba las news en la BBC,
o leía los titulares sobre fondo rojo que rodaban a pie de pantalla. Recuerdo
leer con anhelo las noticias de las Torres Gemelas y escuchar al locutor de la
CBS con aquel acento nasal yanqui, sorprendido ante mi propia comprensión:
“Entiendo a estos tipos”.
Ya no hago rutas nostálgicas, pero de vez en cuando visito mi
querida Logroño a lo Estopa, de extranjis, sin avisar a nadie; paseo por sus
calles, me siento a leer y contemplar gente en alguna de sus terrazas, degusto
unas patatas bravas en el Jubera.
En ello estaba aquel día.
Entré en uno de los bares modernos que han abierto en
Portales. Sobre la barra, un expositor de cristal repleto de pinchos de todos
los colores, texturas y sabores, con palillos largos cual pértigas, banderines coloridos
y demás parafernalia mercantil. Hay que amortizar el Máster en
Hostelería: turismo, marketing y gastrobares, pensé.
Atacaba un bocatita de bonito con alegría riojana ─pimiento
colorado picante─, copa de Crianza en mano. Distraído, observaba a la parroquia
mientras los ojos surfeaban titulares del diario La Rioja: los políticos
continuaban robando; los políticos seguían mintiendo, riéndose de todos,
acólitos y rivales. La gente seguía votándoles o aborreciéndolos, incluso ambas
cosas. Sin novedad en el frente, sólo mi querida, y a veces odiada, España.
A mi vera, un guiri de libro de texto. Uno de esos que
buscas el término guiri en la enciclopedia y adjunta luce su fotografía. Pelo
largo sujeto con cinta estrecha, a sus pies, mochila caqui cuya tela aparece
llena de parches cosidos (escudos, banderas, símbolos pacifistas), sandalias
con calcetines blancos, pantalones hasta la rodilla. Perenne sonrisa. Ojos desorbitados
que confieren una mirada de iluminado de secta UFO-Friendly (a falta de
camiseta con leyenda: Take Me With You). Frente a él, tras el
mostrador, profesional, rictus serio, una joven camarera, autóctona para
variar. Colores de guerra, cejas artificiosas, piercing en labios y nariz, brazo
izquierdo tatuado cual manga larga. Juventud divino tesoro. Una de tantas que
indicó en su curriculum aquello de Nivel Intermedio en la casilla del
inglés. El nivel estándar en este país de pícaros.
─Doss servesas y un aggua, porfavoor ─se esfuerza el chaval
como si estuviera frente a la profe.
La muchacha tuerce el morro ─amago de sonrisa profesional─ y
coge, con parsimonia, una copa dirigiéndose al grifo de cerveza; supongo que
después regresará a por otra más.
─Y uno de esas pinchos ─señala, con apuro, un
emparedado, optando adrede por mezclar los géneros porque no tiene ni remota
idea de si ‘pincho’ es femenino o masculino. Intenta recapitular las clases con Rocío, su
profesora particular: “Como regla general, si acaba en ‘o’ es masculino…”. Pero
entonces recuerda que ‘mano’ es femenino…“Malditos espaniardos con su
idioma de géneros”, murmura en su lengua. No pierde la sonrisa, lo cortés no
quita lo valiente, piensa, sin tener pajolera idea de lo que significa. (Todo
esto lo cavila en décimas de segundo, como si tuviera el privilegiado cerebro
de la androide Bruna Husky).
El sándwich en cuestión es de pan tostado, huevo cocido, salsa
de tomate y atún.
─What do
you call it? ─dice a la camarera, rendido ante semejante esfuerzo
lingüístico.
La joven lo mira algo más seria si cabe. Pero no duda. La
admiro al instante. Responde con tal seguridad que tentado estoy de buscar en Feisbuk,
comprobar si tiene Club de Fans para unirme. Una crack, la moceta.
─Upstairs ─dice, con perfecta pronunciación. Ni
siquiera señala las escaleras, al fondo, que conducen a los lavabos.
El guiri mochilero congela su sonrisa Profiden. La respuesta
de la hostelera ha logrado lo imposible: su mirada de creyente ufólogo,
fanático de Mulder y Scully ─The Truth is Out There─ pierde brillo… sus
ojos dudan, entrecerrándose. El extranjero razona, calcula posibilidades,
repasa sinónimos y antónimos, dichos ibéricos y giros gramaticales. Algo no le
cuadra, parece un nombre curioso para un bocadillo.
No resisto la tentación. Me dirijo a la Camarera Nivel
Intermedio:
─Disculpa, el chico quiere saber cómo se llama “el pincho”.
La chica me mira como un Miura despistado en sentido
contrario del Encierro.
─Sándwich, se llama sándwich ─dice para ambos, “vaya par de
lerdos”, subraya su mente.
El tipo, sin perder la sonrisa, parece decepcionado: ¿sándwich?
Entonces veo la oportunidad de pelear por la lengua
cervantina, de resarcirme de aquel ‘inglispitinglis’ infantil, descabalgar
a uno de los jinetes bajo cuya bandera nos comieron la tostada del idioma internacional.
Escudo alzado, y lanza en ristre, me giro hacia él:
─Lo llamamos “emparedado” ─digo, en simbólico homenaje a mi
madre que así los denominaba─ , significa ‘entre paredes’─ añado, mientras
gestualizo un acercamiento con las palmas de las manos─ y éste concretamente
lleva atún, salsa de tomate y huevo cocido; un clásico ─le explico, traducción
mediante.
─¡El Clássico! ¡Sí, Rial Madrit - Barselona! ─responde el
hijo de la Gran Bretaña.
Le digo que sí, asintiendo en silencio, emulando a los críos
ingleses ante mi entrañable, pero ilusorio ‘inglispitinglis’, en Cullera.
No puedo evitar la sonrisa dirigiéndome hacia la puerta.
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