sábado, 31 de mayo de 2025

F217 - Sueño que escribo, mientras escribo soñando

Una vez más, permítanme saltar a lo ficticio. Lo narrado a continuación no sucedió salvo en la imaginación de quien escribe. Jorge Ariz, de nuevo, convertido  en mero personaje. Este texto fue creado para participar en el Reto Exlibric 2025, en el cual has de escribir un relato en 48 horas, introduciendo una frase que te proporcionan justo antes de comenzar. La frase siempre contiene el número 48. ¿Adivinan de cuál se trata?

A modo de recordatorio, pinchen aquí.

Para leer el Relato de 2024, pinchen acá.

 

                                                          Pastel de zanahoria

Nunca fui una persona cobarde, tampoco un héroe de película, pero la situación me sobrepasó. Temí por mi salud mental, por mi vida. Decidido: aquella sería la última noche en Cork.

De acuerdo, lo contaré desde el principio, como se cuentan estas historias. Apenas concluida la carrera universitaria, y visto el panorama laboral, decidí emigrar, saltar el charco, averiguar qué había más allá del asfixiante pueblo madrileño. La ausencia de Canela tampoco ayudó, de hecho, supuso el empujón definitivo. Canela, mi perrita podenca de tres años, pelaje de tono cobrizo, orejas puntiagudas y mirada humana, “sólo le falta hablar”, decía mi madre. Murió atropellada por un coche hace un par de meses… se me escapó de la mano, cuando nos disponíamos a cruzar la carretera. Desde entonces, la vida me pesa como si portara el pedrusco de Sísifo.

 En realidad, sólo fue un “charquito”, sobrevolé el mar Céltico para aterrizar en Irlanda. Allí me planté con el título bajo el brazo, la ilusión entre la ropa de la maleta y un inglés nivel intermedio (ejem).

−Soy Maestro de Primaria, soy Maestro de Primaria −repetía frente al espejo, tratando de creerlo −¡Soy Maestro de Primaria!

El tipo al otro lado sonreía de forma tímida, mientras sus manos ajustaban, con torpeza, la corbata.

Pasaron las semanas, las entrevistas se sucedieron, las negativas afloraban escondidas tras el velo de una sonrisa. Escuelas Primarias, Guarderías, Centros de Ocio Infantil. “Le llamaremos”; “Nos encanta su perfil”; “Interesante C.V.”; “¿Español?: podría sernos de gran utilidad”… palabras vacías, frases de cartón piedra.

Nadie llamó.

Los escasos ahorros −fruto del trabajo como “canguro” en el pueblo− mermaron, la ilusión se fue evaporando, al igual que las gotas de la incesante lluvia tras rebotar sobre la acera. Menospreciaba cada oferta de trabajo hallada en el periódico de la comarca: Ayudante de cocina, Limpiador de oficinas, Asistente Doméstico en hospitales, Barista, Recoge vasos… “¡No estudié una Licenciatura para coger mugrientos vasos entre borrachos!”, gritaba mi orgullo herido… repetía más bajo… al final lo murmuraba. Las facturas no entienden de ínfulas ni de diplomas firmados por el Rey.

Al borde de la derrota, de la rendición. Recibí la llamada.

−Buenos días, ¿hablo con Jorge Ariz?

−Sí, lo hace.

−Soy la señora Mayfield, directora de la guardería “A pasitos”, sita en la calle Broughton; acabo de leer su currículum y desearía conocerle. ¿Estaría disponible para una entrevista?

¿Disponible? Podría presentarme ante aquella señora en medio minuto. Por fin, veía la luz al final del hilo telefónico; hubiera gritado: “¡Sííí!”, habría bailado una jota allí mismo; hubiera lanzado un sonoro beso a esa tal Mayfield; sin embargo, opté por controlar la euforia respondiendo con un discreto: “por supuesto”.

La entrevista resultó una charla informal. La señora Mayfield, de mediana edad, cabello corto y níveo, rostro salpicado de manchas difusas que fueron pecas en la infancia. Afable, casi risueña, una perenne sonrisa subrayaba cada una de sus frases. Más adelante comprobaría que cuidaba de los pequeñines como una gallina de sus polluelos.

El local era más bien pequeño, a ras de pavimento. Contaba con dos habitaciones contiguas y un jardín un tanto selvático en la parte trasera. Un lavabo con media docena de cubículos para los infantes, y otro, apartado, para el personal, junto a la salita de té (nunca comprendí tal disposición).  También disponía de un cuarto adyacente, bajo el nivel del suelo, una vieja cocina en desuso, que tan sólo servía de trastero (juguetes, diminutas sillas de plástico apiladas en columnas, cajas de cartón llenas de elementos decorativos para las diferentes temáticas: “Otoño”, “Navidades”, “Día de San Patricio”, “Primavera”, “Halloween”…, una antigua vitrocerámica, de superficie rayada y cubierta por una ligera capa de polvo, una nevera de escasa altura y diversos enseres).

Casi no sumaban una veintena entre niños y niñas, dividida en dos categorías: los Peques, de uno a dos años; y de tres a cinco, los Preescolares.

Faltaba una semana para el treinta y uno de octubre y aquello era un borboteo de actividades. Los más pequeños, llenos de purpurina y pegamento, decoraban grandes cartulinas; los bocetos de monstruos, brujas y fantasmas trazados a vuelapluma por las cuidadoras. Los preescolares, en grupos de cuatro, horadaban grandes calabazas, dando forma a lo que serían ojos, nariz y boca, también bajo la atenta mirada de una adulta y con herramientas adaptadas.

Sin embargo, yo me encontraba en pleno rito de fuego. “Un día de prueba, antes de  la firma del contrato”, dijo la señora Mayfield, durante nuestro careo, “pagado, por supuesto”, añadió. Cuando, junto al uniforme, recibí un par de guantes de goma gruesa, una mascarilla y un desatascador la sonrisa se esfumó.

Ahí estaba yo, vertiendo lejía a chorros, desatascador en ristre, limpiando las letrinas de infantes y empleados. Mejor les ahorro los detalles. Tan sólo una pista: debía salir al pasillo, a intervalos, para tomar bocanadas de aire… Añoré gafas y bombona de submarinista.

Me dieron 48 míseros euros por aquel trabajo denigrante. ¡Un maldito cheque por cuarenta y ocho euros de mierda!, nunca mejor dicho.

Jamás creí que la pesadilla vendría después.

A partir del segundo día −tras una ducha caliente, de hora y media, la noche anterior (que me costó una bronca por parte de mi compañera de piso, Rachel)− comencé labores más propias: juegos, canciones, actividades plásticas, paseos, meriendas. Todo ello con el grupo de los mayores. Seguía el hervidero previo a Halloween.

Atardece, me siento exhausto. La postura de cuclillas y el sentarse en el suelo acabarán conmigo. El paseo requerido me vendrá bien: una compañera solicitó mi ayuda −cumplo a rajatabla lo de chico para todo−: ir al sótano a por una caja con botecitos de pintura. Bajo las escaleras, sólo un tramo de peldaños, con la mano tanteando la pared. La luz tenue, de la bombilla desnuda, hace que extreme las precauciones. “¡Espero no romperme la crisma!”. Ni siquiera puedo guiar mis pasos con la linterna del teléfono móvil; no está permitido su uso y lo guardamos en la taquilla. Hace frío y huele a moho y a cera de vela, cual ermita de monte. El contraste de temperatura es notorio, incluso juraría que una corriente acarició mi brazo izquierdo. “Imposible”, me digo, ”esto es un búnker, no hay ventanas”.

¡No aparece la maldita caja! Aquello es un revoltijo de bártulos cubierto de polvo y telarañas. Maldigo mi suerte, primero la operación submarina y ahora esto. ¡Se supone que trabajo en Educación!

Entonces lo oigo.

Suena como una especie de barrido, raaas, raaas, raaas, monótono y seco, un tanto desagradable. Levanto la vista y me sobresalto. Al fondo, junto a la pared, veo a una señora, inclinada sobre la encimera, junto a la vitro. Luce una larga cabellera gris, encanecida, falda oscura hasta los tobillos. Está amasando, con lo que parece un rodillo de plástico verde −sólo alcanzo a ver un extremo− sobre la superficie del mueble. Su figura gruesa impide ver la masa, pero la acción es inequívoca; sin embargo, el ruido no suena amortiguado, sino áspero, como si el utensilio rodara sobre una superficie despejada.

−¡Hola! Disculpe, busco una caja…

La mujer no se inmuta.

”¡Vieja sorda!”, pienso con desprecio para camuflar mi deficiente pronunciación.

Como si hubiera leído mi pensamiento, la anciana ríe:

−Jiii, jiii, jiii.

Al fin, localicé la dichosa cajita. Erin, así se llama la compañera, me dedica una sonrisa de agradecimiento que bien vale el baño de polvo y telarañas. Dice: “muchas gracias, guapo”, y antes de que pueda preguntarle acerca de la abuela, gira sobre si misma y desaparece por la puerta.

−De nada… −digo al vacío.

De regreso a casa tengo una sensación extraña. Noche sin luna, arrecia el aguacero, lluvia inclinada debido a las ráfagas de viento; camino ligero, la capucha del chubasquero puesta, empapados los vaqueros. Es una sensación de compañía, como si alguien me siguiera, tal vez algún amigo compatriota con ganas de chanza. Me detengo de repente, girándome. No hay nadie. Tan sólo escucho los gritos, de algún borracho, provenientes de la zona de pubs.

Acelero el paso. Muero por llegar a casa, visitar al señor Roca (la dieta irlandesa me dejará en los huesos), prepararme una copa (es viernes), escuchar música. Aprovecharé que Rachel fue a visitar a sus padres a Derry.

El piso está helado. Compruebo ventanas y radiadores. Cerradas las primeras, tibios los últimos. Corro a mi cuarto, para secarme y cambiar de ropa.

Dentro del baño.

Sentado sobre el inodoro. Escucho un ruido. Al otro lado de la puerta. Es un sonido familiar, algo que he escuchado recientemente pero que no caigo cuándo ni dónde:

Raaas, raaas, raaas.

De repente, recuerdo el origen. “¡No es posible!”, me digo, “¡Jorge, no te emparanoies, es el puto Halloween que te inunda la cabeza!”.

Tiro de la cadena para ahogar el sonido.

Salgo... silencio.

Una corriente helada va y viene por el pasillo, a pesar de que giré la ruleta del radiador hasta el tope… y comprobé las ventanas. Echo mano del móvil, rezando por tener algún mensaje, alguna llamada perdida que devolver. No hay cobertura. “¿Cómo?”. Me acerco a comprobar el rúter. La señal marca cinco rayitas. Perfecta conexión.

Olvido el cubata, la música; enciendo todas las luces que encuentro a mi paso: cocina, living, corredor, habitaciones… Atranco la puerta con una silla. Me acuesto bajo el edredón y dos mantas.

Tiemblo, y no debido al frío.

Raaas, raaas, raaas, vuelve a sonar al otro lado de la puerta.

Despierto sudando, con ropa de andar por casa en lugar de pijama. Los rayos del sol entran por la ventana carente de persiana o cortinas. Debí quedarme dormido al fin. No apagué los radiadores.

Cada día que transcurre los niños están más excitados, los adultos también. Las decoraciones van en aumento; ilusión y magia flotan alrededor.

Al mismo tiempo, poco a poco, me integro en la guardería. Voy aprendiendo los nombres, de párvulos y compañeras. Éstas son todo chicas adolescentes. Carecen de titulación universitaria, me confían, sólo cursaron módulos en Educación Temprana o el curso equivalente de Formación Profesional. “¿Qué haces cuidando niños pequeños pudiendo ser Profesor en tu país?”, preguntan, sin saber de lo que hablan.

Nuestro breve descanso queda interrumpido por un toque en la puerta. Nos encontramos en la sala de té, Monique, Erin y yo. Sin esperar respuesta, aquella se abre.

−¿Puedo…?

Maeve asoma la cabecita. Casi alcanza los tres años, a punto de comenzar Preescolar. Atesora las tres pes: pelirroja, pecosa y pizpireta. Sin embargo, llora desconsolada.

−Claro, mi amor, pasa ¿qué te ocurre? −dice Monique, con voz dulcificada, al tiempo que se levanta a su encuentro.

−Me di un golpe muuuy fuerte y Fiona me gritó −dice, entre hipidos, culpando a la más joven de las cuidadoras.

−Ven corazón, estoy segura de que Fiona no pretendía gritarte. ¿Te apetece una galleta de jengibre? Pero shhh, no digas nada a tus amiguitos.

Ya más tranquila, mordisquea la pasta, de rodillas en la alfombra, apoyada sobre la mesita, al tiempo que dibuja en un folio que Monique le ha proporcionado. Esboza varias figuras mediante fino trazo: palotes por brazos y piernas, grandes círculos por cabezas, cuatro rayas por pelo.

Caliento las manos en la taza de té, mientras doy pequeños sorbos. Miro a la nena que roe la galleta cual ratoncito concentrado.

−Oye, Erin, ¿Cuándo se sirve la tarta a los niños?

−¿De qué tarta hablas?

−No sé, supongo que del pastel de Halloween. Vi a la cocinera amasándolo el otro día en el sótano.

−¿Qué cocinera? No tenemos… −se interrumpe, una sombra cubre sus ojos.

−Sí, mujer; una señora mayor, con cabello gris, muy largo.

Silencio.

Erin cruza la mirada con Monique, que ha levantado los ojos de la pantalla del móvil. Incluso la pequeña Maeve ha dejado de pintar y me mira, sus ojos chispean.

−Es la señora Miller. ¡Me encaaanta su pastel de zanahoria! −dice, sonriendo, y eleva los bracitos a modo de victoria.

Tras unos segundos sin palabra alguna, Erin le dice, con aquel tono un tanto artificial:

−Cielo, ya sabes que la señora Miller cruzó el arcoíris, ahora cuida unicornios.

La cría vuelve a sus quehaceres creativos, tras encogerse de hombros.

Mi nivel de inglés continua estancado, no alcanzo a comprender.

−Disculpa: ¿arcoíris?, ¿unicornios? ¿A qué te refieres?

Erin se arrima y me susurra al oído:

−La Señora Miller falleció hace dos meses. Tropezó con un rodillo de juguete que alguien olvidó en los peldaños del sótano, antigua cocina. Se desnucó.

Sonrío, casi rompo a reír. Me están vacilando, las muchachas, metidas de lleno en la fiesta pagana por excelencia. ¡Bienvenido a la República de Irlanda!

La niña, como si nos hubiera visto sin levantar la mirada del papel, dice entre risitas:

−Secretitos, secretitos, cuentos de vieja.

−¡Ya basta, Maeve! −contesta mi compañera.

La cría inclina la cara hacia un lado, con el lapicero en alto, la mirada perdida. Entonces, gira el cuello hacia mí, los ojos entrecerrados:

−Dice la Señora Miller que no estés triste, Jorge, que ella cuidará de Canela.

Un sudor frío y antiguo recorre todo mi cuerpo.

A ello siguieron los ruidos nocturnos en el piso, grifos que se abrían, llaves extraviadas que aparecían al día siguiente, manillas de puerta que se bajaban solas ante mis propios ojos… todo siempre con Rachel ausente, la cual me contemplaba incrédula al relatarlo: “¿Tomas drogas?”, llegó a preguntar. A mí que no tolero el jarabe para la tos.

Todavía lo ignoro, pero esta será la última noche que pase en Cork.

Me acuesto según pongo un pie en casa. Estoy agotado. Ha sido una jornada dura, con excursión al Laberinto del Mono incluida. Perdí la cuenta de las botas de agua que ayudé a calzar y los impermeables, de colores intensos, que abroché.

Despierto a mitad de madrugada. Las 2:48 marca el reloj de la mesilla. El sonido proviene del pasillo, al otro lado de la puerta. Se trata de un gemido, una especie de lloriqueo tan conocido que mis propias lágrimas amenazan con desbordar. Es Canela, llora del mismo modo que lo hacía cuando era poco más que un cachorro, al borde de la cama, saltaba y me mordisqueaba los pies para que despertara y la sacase a hacer sus necesidades, mientras yo dormía la resaca. Es mi Canela.

Abro la puerta. Una luz amarillenta profana la penumbra. Procede de la farola exterior, frente a nuestro living cuyo ventanal también carece de persiana o cortina. Los gemidos cesan tan pronto pulso el interruptor de la pared. El corredor iluminado y dolorosamente vacío parece burlarse de mí.  Rompo a llorar, como un crío, deslizando la espalda por la pared hasta quedar sentado sobre la moqueta.

No lo soporto más. Acabaré perdiendo la cabeza o arrojándome por el acantilado. Entro decidido en la habitación, conecto el portátil y compro un billete de avión para Madrid: sólo ida.




martes, 27 de mayo de 2025

F216 - Seis años, seis (Málaga) (II)

 Seis años sin verle, sin contemplar la sonrisa contagiosa, sin escuchar el acento de Glasgow, sin abrazarle. Pienso, releyendo, una y otra vez, el párrafo que se me resiste.

Uno pasa de la soledad a la compañía múltiple como quien nace de nuevo. Casi sin querer, pero deseándolo, tornas de estar embutido en el silencio, tan sólo roto por el murmullo del resto del pasaje, perdido entre las páginas de un libro, a estar acompañado, primero por ella, después por ellos también. Les contemplas, incrédulo, extasiado −como si fueran pinturas centenarias dentro de un museo−, les abrazas, escuchas, besas, contestas, y te sientes vivo. Renacido.

Pero vayamos por partes, como cantan los Estopa.

Una vez en suelo firme, y reunido con Ella, nos asomamos a la salida del aeropuerto malagueño, bañado en un sol propio, con denominación de origen. Nada más aterrizar, había recibido una tanda de mensajes por guasap, cada uno de los cuales acrecentó la sonrisa primera. Aquí se hallaba, en Málaga, fiel a lo acordado, y vendría a recogernos. Me sorprendo a mí mismo en estado nervioso, más propio de un niño que va a reencontrarse con su padre largo tiempo ausente.

Converso con Ella −mientras lanzo vistazos alrededor− poniéndonos al día, ampliando información intercambiada a través de la pantallita, transformando los emoticonos en gestos y caricias reales, mirándonos a los ojos, sintiendo la presencia palpable del otro. Planeando cometer pecados que la Santa Pantalla tiene prohibidos: tocar, oler, mirar, saborear. Tras un descuido, le hurto un beso. Porque los besos no se ruegan por instancia compulsada; un beso se lee, se regala o se roba. Qué diantres es aquello de “¿puedo besarte?”; siempre fui más propenso a recibir un: “Bésame, tonto” que a rellenar una solicitud. De nuevo, Estopa resumiendo la vida:

A veces te leo un beso en los labios

Y como yo no me atrevo

Me corto y me abro

De repente, un grito nos saca de nuestros actos pecaminosos.

−¡Jorge!

Su voz, aquella pronunciación perfecta de mi nombre −a pesar del sonido /j/ en ambas sílabas− me retrae al pasado escocés. Me giro hacia donde procedió la llamada, y ahí está él, mi primer entrevistador, mi primer amigo en tierra extraña, mi guardián… mi hermano. Es él, John. A pesar del tiempo trascurrido, que a todos castiga, luce idéntica mirada de niño travieso, ojos chispeantes que se estrechan, cómplices de una franca sonrisa.

Palmeo de espaldas, dos besos −siempre fue un escocés con alma española− risas y presentaciones. Seis años, seis, hechos añicos mediante un abrazo.

La vida es continuo misterio. Pone ante ti diversos caminos, bifurcaciones; te arroja a la cara retos, opciones, sin darte una mísera pista para afrontarlos. Un día decides que ya basta, que no puedo más, que qué hay de lo mío, que ¿esto es todo? subes a un avión, tembloroso, decidido, muerto de miedo, queriendo huir de ti mismo, de cuanto te rodea, ingenuo y enfurruñado cual niño chico. Sales corriendo de casa, escapas de familiares, de amigos y adversarios, de quien te quiere, de quien te odia; huyes en búsqueda del “sueño americano”  que viste en mil y una películas; rehúyes del auxilio cercano, familiar, porque quieres buscarte la vida, ganarte las alubias, sacarte las castañas del fuego, como siempre se dice. Deseas, con toda el alma, que tu padre sienta orgullo de tu arrojo. Que presuma −el rostro iluminado− ante los amigos de tapete y baraja: “Es mi hijo, el menor de los tres, marchó él solo, a Gran Bretaña”. Y entonces, aterrizas en landes remotos, desconocidos, y a los dos días −de calendario− la vida (misteriosa) pone ante ti a un tipo, de ojos pequeños y chispeantes, de sonrisa picarona, que no sólo te facilita la estancia, sino que se convierte en tu hermano mayor escocés, y no en el sentido macarra-choni con que usan el término los chavales hoy en día. John, se llama el tipo.

Como si la vida te mostrara que no puedes tú solo, que necesitas “guardianes” a tu vera, siempre dispuestos a sujetarte cuando tambaleas. Así, esa vida, de forma un tanto burlesca, ha ido colocando sucesivos hermanos varones en mi camino: uno riojano −biológico− uno vasco y uno escocés, como si quisiera contarme un chiste ochentero.

Existen personas con las que compartes un feeling especial. Algo peculiar os une, y carece de nombre. Como si ambos lucierais idéntico aura mágico e invisible. No se trata de amistad, ni de camaradería, ni de romance. Tampoco coleguismo de cañas, vacile y conciertos. Es hermandad que trasciende lo biológico. Alguien, allá arriba, conoce mis carencias y se dedica a situar uno de estos seres por cada etapa de mi vida, como quien mueve caballos y peones en un tablero de ajedrez imaginario. ¡Uno se las da de fuerte, de capaz, de independiente, de buscavidas!, mientras quien maneja el cotarro aguanta la carcajada y, piadoso, dispone para ti esa personita que guardará tus espaldas en territorio comanche (como diría el Reverte).

Seis años, seis, cual puntitos del dado que el azar tira.

El maldito virus que nos encerró en la burbuja del miedo; después la locura del Brexit que todo complicó; el querer viajar a otros destinos; la voraz y oxidante rutina que te mantiene pegado al sofá, al trabajo, al bar de la esquina.

Seis años, seis. Como toros bravos, que ni el mismísimo Jesulín de Ubrique dentro de una plaza abarrotada por mujeres.

Lejos de su complicidad, del revivir anécdotas, de la mirada de pillastre, de su risa atronadora. Seis años, también, sin ver a su dulce e inseparable Jennifer.

Málaga puso fin a tal injusticia del sino.

Allá nos juntamos los cinco −Jen, John, su hija, Ella y uno mismo− en un pueblecito marinero con aroma guiri, tostás de tomate, casas encaladas, y burritos tristes a la par que entrañables. Más presentaciones, besos y abrazos. Resurrección de viejas historietas aderezadas con vaciles y chanzas: “Decías: Let´s go to the paf, for a beer”, recordaba John para divertimento general y sonrojo mío. Hubo carne asada, cerveza, dulces y sangría. Hubo confidencias, afecto, nostalgia, promesas de futuro, y alguna lágrima fugada. Hubo un fajo de fotografías −en papel− que compartí, evocando más y más anécdotas, invitando a otros personajes que cohabitaron nuestro pasado −como quien convoca espíritus errantes− y así brindar con ellos… brindar por ellos.

Ella pasó la prueba de fuego, a base de honestidad, cariño, sencillez, y un inglés mejor que el mío.

She’s a keeper, pal! −sentenció John.

Entonces, vi cielo abierto, la oportunidad para resolver una duda milenaria. Aclaro primero, para aquellos profanos en la lengua de Shakespeare: la expresión viene a significar, a lo bruto: “quédatela, guárdala, merece la pena”.

−Pero, John, entonces… yo sería el “keeper”, ¿no?; soy el que debo “guardarla”, “quedármela”, “no dejarla escapar”, porque eso significa “keeper”: el que guarda, o mantiene, algo. Ella debería ser: “to be keeped / kept”, o algo así. ¿Por qué lo usáis a la inversa? ¡No tiene sentido! ¡Todo lo hacéis del revés!

Obviamente, la conversación trascurrió en inglés.

For fuck’s sake, man! Soy un sencillo chef, no un maldito lingüista de la Enciclopedia Británica −respondió, ganándose la carcajada general, y añadió−: loco me volvía, este chaval, cuando llegó a Edimburgo, preguntándome reglas gramaticales y porqués diversos de esto y aquello…el tío, incapaz de pronunciarcastle, pub o sausage y, sin embargo, ayudaba con el deletreo en inglés, a las camareras locales que lo contemplaban, atónitas, manejar el apóstrofe tan incómodo para ellas, o escribir del tirón, sin duda alguna: b-e-a-u-t-i-f-u-l, por ejemplo.

Y brotaron más risotadas.

Así es John, así fue siempre.

 

                                                      



lunes, 12 de mayo de 2025

F215 - Destinos a tutiplén (Málaga) (I)

 Sé lo que están pensando, en este justo instante, tras leer de un vistazo el título. Adivino lo que pasa por sus mentes lectoras sin necesidad de contemplar posos de café, descubrir cartas sobre un tapete morado, ni partir puerros y demás hortalizas a machetazos. Piensan: este tipo pasa la vida de aquí para allá, por tierra, mar y aire, cual soldado despechado buscando a su querida Adelita (que digo yo, si la muchacha se lanzó a poner kilómetros de por medio −con otro mozo− como si fuera la mamá de Marco… por algo sería).

Habían transcurrido muchos meses desde que regresé de Tenerife. Demasiados, podía escuchar los lamentos emitidos por la gordita azul desde el trastero. Me refiero a la pequeña maleta con ruedas que acompaña mis desventuras, no vayan a creer que tengo encerrada a una joven con sobrepeso en lo más profundo del edificio.

Demasiados meses; tocaba poner fin a tal sequía de kilómetros. El destino no fue por azar, ni por simple capricho: Málaga. ¿Por qué? (al fiel lector, que sigue mis pasos desde el principio, le espera una Sorpresa; pero no adelantemos acontecimientos).

De nuevo, el vuelo es tempranero, es lo que tiene viajar con compañías que se autodenominan baratas. La única manera factible: pernoctar en la capital vizcaína, en piso turístico, ¡continuamos “barato” para bingo, señores! Ya saben, con el secretismo de película barata de espías, la habitación individual, y los códigos de acceso (tres, dice el mensaje: portal, habitación y cuarto de baño compartido). Por fortuna, el código de éste último está desactivado y la puerta se limita a disponer del cerrojito de toda la vida.

La intranquilidad comparte lecho conmigo, qué les voy a contar a estas alturas del telefilm. Mañana debo coger un avión a primera hora de la mañana, en el ya famoso aeropuerto de Loiu (sí, lo adivino de nuevo: no escarmiento ni a varazos).

4:00, indica el reloj del móvil. El sentimiento déjà vu es inevitable.

Esta vez hice los deberes. Combatí el insomnio inicial buscando información: horario del primer bus al aeropuerto, distancia desde el piso hasta la estación de bus, climatología, cálculos y probabilidades (que diría el bueno del Reverte), y todas esas cosillas.

Tú estudias, calculas, planeas, luego el destino, o el tipo barbudo y risueño hacen lo que les viene en gana.

La noche es oscura, todo lo oscura que puede ser a las cuatro y pico de la madrugada una ciudad como Bilbao. Llueve a cántaros (it´s raining cats and dogs, dicen los escoceses y se llevan las manos a la cabeza cuando trato de explicarles el significado de cualquiera de nuestras expresiones. ¿Perros y gatos cayendo del cielo? ¡Demasiado wiski y cerveza!).

Corta la distancia, sé que llegaré puntual, de hecho, sobra tiempo. Pero los viejos temores son difíciles de superar. Si mi orientación es flojilla tirando a garrafal con el sol de mediodía, imaginen cómo será envuelta en oscuridad. Los gatos no son pardos, son malditos conejos con gabardinas. Así que me armo de valor, paraguas en mano, móvil en la otra (mi amada despechada susurrándome las consabidas indicaciones: todo recto, gire a la derecha, esquive la rotonda, salte el charco o se mojará los zapatos…), la mochilita gris a la espalda, la maleta arrastrada con la mano del móvil, otra bolsa de plástico −con el bocata, uno será Paco Martínez Soria toda la vida− dificultando la maniobra, en equilibrio, trata de cortar la circulación de uno de los dedos. Lo normal.

Calles cuasi desiertas, tan sólo se escucha algún grito de gente que regresa a casa tras la farra. Asfalto mojado. Semáforos y su pitido insistente. Taxistas somnolientos;  policías apatrullando la ciudad, dentro de sus carrozas metálicas recién estrenadas, combaten el aburrimiento observando a los transeúntes madrugadores en busca del malhechor. De vez en cuando, tornan serios, mirada al frente, inundan la noche con destellos azulados y salen pitando, para disimular y justificar el sueldo, digo yo.

El primer bus sale a las 5:00, incluso el siguiente me serviría.

Alcanzo la Intermodal (como llaman los bilbaínos a la estación de autobuses para darse importancia). Está cerrada a cal y canto. La plazoleta exterior casi vacía, excepto por la presencia de algunos extranjeros alcoholizados −el Glasgow Rangers jugó en San Mamés− y de vagabundos que buscan cobijo bajo el alero. Para mis intereses (uno es así de egoísta) está desierta.

No veo un viajero ni una triste maleta a dos kilómetros a la redonda.

La pantallita del móvil marca las 04:43

Empiezo a preocuparme. No ocurre así a lo bruto, tan sólo el típico hormigueo que comienza a recorrer alma, cuerpo, y avatar en otra dimensión.

Dos borrachos cruzan ante mí. Miran sin verme. Berrean alguna de sus consignas, en un tono y acento que casi humedece mis ojos de pura nostalgia. No logro descifrar el contenido del mensaje, pero sí la forma. Son dos chavales, de Glasgow, empapados también por fuera, en manga corta con los colores de su equipo −Rangers, archienemigo del Celtic (equipo de John), en lo religioso y lo deportivo; en la vida y en la muerte−. Van a su bola, entonando cánticos llenos de pena, orgullo y derrota, mientras sujetan latas de cerveza Estrella Galicia, ignorando −para su bienestar mental− que es la marca céltica por excelencia.

04:49

El hormigueo roza los 6,98 grados en la escala Richter.

¿Cuándo demonios abren la mega-súper-multimodal-estación de los cojones?, dice mi Pepito Grillo particular, por lo bajini.

Entonces lo veo, y un rayito de esperanza cae sobre mí como una aparición mariana o un amago de abducción marciana.

Un vigilante jurado, un machaca, un segurata de los de toda la vida.

Al hombre se le ve más aburrido que a un mono enjaulado. Me acerco y este diálogo entra en los anales de la Historia, o como se diga:

−Buenas noches.

−Buenas.

−¿Disculpe, a qué hora abren el tinglado éste ultramoderno que tienen ustedes montado?

El tipo me mira algo mosqueado, supongo que es del Atleti como todo bicho viviente en la ciudad – sospecho que a quien no comulga, lo tiran a la ría− y no pudo acudir a San Mamés.

−A las seis horas, cuarenta y cuatro minutos −dice, con ínfulas de Agente de la Autoridad nocturno; creyéndose Al Powel, el poli negro de la Jungla de Cristal, quien acaba haciéndose coleguita de McClane: “Roy, si eres lo que creo, debes saber cuándo escuchar, cuándo callar… y cuándo rezar”.

−…

Mi cara es un poema que ni el mismísimo Lorca.

El tipo repara en mi gesto, a pesar de todo está de buen humor porque su equipo ha eliminado a los herejes de Glasgow (Protestantes), expulsados a goles, cual latigazos, del templo sagrado, católico, apostólico y romano: la Catedral de San Mamés.

−A no ser que usted vaya a viajar.

Al principio, un par de segundos lentos…lentos, quedo en semejante fuera de juego que ni el mismísimo Negreira hubiera podido hacerle el favor al Barsa.

−¿Cómo? Sí, claro que pretendo viajar −miro de soslayo la maleta, la bolsa del bocata, la mochilita que llevo a la espalda. Sólo me falta decirle al hombre: “Hellooo?”, señalando los bultos. Pero no es cuestión de ser borde con el sujeto que posee la llave de la cueva. En ese momento él es el puto Amo del Calabozo, salido de Dragones y Mazmorras. Luego recuerdo la gente sin hogar que encontré por los alrededores y empiezo a entender, que no a comprender. ¿Cuándo nos daremos cuenta de que hay problemas que no puedes barrer bajo el felpudo de la ciudad?

El guarda me rescata del ensimismamiento.

−En ese caso, cruce usted la plazoleta y acceda por aquella puerta roja, entre en el ascensor y baje a la planta menos dos.

Cada vez me cae mejor el machaca, incluso si fuera anti madridista.

−Gracias, y buen servicio −digo, todo lo serio que puede decirse algo así.

Cruzo la plaza que para mí es el Rubicón, el Amazonas o el mismísimo mar Rojo (paraguas en alto cual cayado de Moisés). Caen jarros, cantaros, perros, gatos y algún conejo despistado. Vamos, que llueve muchísimo.

Junto a la puerta roja (escondida y sin ningún cartelito, como si se tratara del anden mágico en Harry Potter) un par de mendigos duermen sobre cartones. Los miro y el amago de temor lo pongo de lado de un empujón, sustituyéndolo por pena, vergüenza y rabia por la mierda de mundo que habitamos.

El ascensor, minúsculo cual montacargas, parece acceso a otra dimensión, un paso al otro lado del Matrix. Pintarrajeado, sucio y obsoleto.

Las puertas se abren y se obra el milagro.

Gente con maletas y mochilas y bolsas y móviles. Gente viajera, de toda la vida. De pie, sentados, tirados por el suelo. Encerrados tras unos cristales, como si fueran peces agonizantes en una pecera sin agua. En el interior de aquello que ni siquiera merece el apelativo “salita de espera”, un pequeño monitor indica todos los próximos destinos. Al otro lado, el hangar vacío de autobuses.

Son las 04:52

Miro la pantalla. Destinos a tutiplén: Madrid, Oporto, Barcelona, Pau, Quintanilla de los Milagros…

Ni rastro de “Aeropuerto”. Ni siquiera su equivalente autóctono: “Aeroportua”.

El hormigueo es un terremoto con mortalidad del noventa por ciento.

¿Dónde carajo pone el horario del autobús con destino Aeropuerto? ¿Estamos en Bilbao o en Bagdad? ¿Se gastaron todo el colorao en la lata de sardinas gigantesca que bautizaron Guggenheim?

Al final, opto por el viejo sistema, aquel que ya funcionaba antes de la invasión de las pantallas. Pregunto a una joven mochilera, italiana según la banderita que luce la cincha del bulto. Su sonrisa y hablar sosegado me tranquilizan. Todo ok, dice la muchacha, el autobús al aeropuerto sale a las cinco en punto. Como si lo hubiera invocado, el autocar aparece al fondo, precedido por el llanto de sus neumáticos sobre la pista.

Cierro los ojos, sabiendo la compañía que me espera allí abajo, y… la otra Sorpresa, y mis labios dibujan la nostalgia en forma de sonrisa.

−Seis años −susurro− seis malditos años sin abrazarle.