miércoles, 26 de junio de 2024

F190 - ¿Cuánto dinero llevas encima? (y XV) (Wembley, y V)

 

Debo admitirlo, aquí negro sobre blanco. Aquí y ahora sin ojos ni oídos de testigo. Es un tanto absurdo el deseo de buscar el pasado. De perseguirlo, creyendo que puedes darle alcance. De intentar copiar, como si utilizaras una de aquellas láminas de carboncillo de máquina de escribir del siglo pasado, una situación que viviste y te hizo feliz. Incluso cuando los ingredientes de la historia parecen coincidir: tu equipo de la infancia alcanza la Final de la Champions League, tú dispones de tiempo, energía, ilusión para ser testigo, y algún billete arrugado en el bolsillo.

Nunca será lo mismo que la vez primera, o la segunda, ni siquiera la tercera. Lo que sentiste en cada momento fue único e irrepetible (las fotos amistosas con los valencianistas en las gradas del Estadio de Francia en Saint-Denis; las gruesas lágrimas camufladas bajo la lluvia de Glasgow, tras el zapatazo acrobático de Zidane; la piel de gallina en el bar rockabilly lisboeta, cuando Ramos cabeceó aquel balón al fondo de la red en el minuto noventa y dos…).

Uno ni siquiera puede reproducir el ambientazo vivido en Valladolid, con aquel buen rollo casi mágico que sembraron los Estopa una vez acabado el partido. Una sensación de felicidad absoluta, rodeado de oscuridad rasgada por los focos del escenario, que de nuevo arrancó alguna lagrimilla, achacada al del medio de los Chichos.

Madrid fue diferente, ni mejor ni peor, como suele decirse. Fue un disfrute más maduro (el monstruo que devora las hojas de calendario es insaciable), menos fanático, si se me permite la expresión. Fue un gozar premonitorio, pero con respeto al rival, un gozar tranquilo de observador allá bajo el alero sombrío, a la vera de ese majestuoso platillo volante que se ha tragado el Santiago Bernabéu.

¡Cómo no te voy a quereeer!

Cánticos, jolgorio, calor seco, sillitas de camping; puestos de bufandas, emblemas y sueños; bocinas estridentes, gafas de sol, bandera por la cintura; vendedores ambulantes e ilegales gritando su oferta de cerveza fría −enormes cubos de goma llenos de latas y hielo−, policía montada sobre caballos nerviosos, a punto de encabritar; una hilera interminable de furgonas azul negruzco, rostros serios tras lunas enrejadas, luces que giran desde el silencio sobre el techo; negros top manta con un ojo puesto en su mercancía – blanco añil, falsa, rojigualda y libre de impuestos (¡Amo España, amigo, eh!)− y el otro en la pasma, ignorando que hoy tendrán barra libre, hoy no toca tirar de la cuerda y salir por patas. Calles bloqueadas por la marea blanca exhalan al aire humos de colores, bonito eufemismo para esas bengalas prohibidas dentro de recinto deportivo, ignoro si los aledaños constan en la letra pequeña.

¡Cómo no te voy a quereeer!

El pasado es inalcanzable, ni siquiera el viejo DeLorean sería de ayuda. Jamás podré regresar a Glasgow, encontrarme cara a cara con mi reventas favorito, regatearle con inglés vallecano el precio de aquella entrada. Precio irrisorio en este maldito presente hecho de tecnología, modas pijas y globalización. Tampoco podré regresar − de vuelta en Edimburgo − al Hard Rock Café y encarar al bueno de John con una sonrisa, un abrazo y las cincuenta libras prestadas.

Todo aquello pasó, y algún día tendré que afrontarlo.

¡Si fuiste campeón de Euroopa una y otra veeez!

Supe que el día se presentaba largo. Así que decidí hacer uso de aquella litera para guardar energía. El cuarto estaba vacío, las demás camas hechas como para revista militar (cada vez me sorprende más esta juventud), la ventana abierta y una brisilla que debía llegar desde la costa nórdica, piadosa, fresca y agradable. Más no logré dormir. A pesar de haberme pateado medio Madrid y parte del extrarradio. Me limité a un bajón de párpados, a reposar cual perro tras excursión campestre.

Enseguida oí el trajín. Idas y venidas, voces, algún cántico acompañado de gritos. La chavalería (los vi el día anterior) tomaba el hall (si tal espaciucho, con dos ordenadores, un hornillo de camping, una mesa descuadrada y las puertas de los baños de vigías, podía llamarse así) del hostal. Improvisaban una merienda botellón, bajo techo, para acudir al estadio con la batería marcando todas las barritas. Cerveza, callos recalentados, bocatas de calamares, chupitos, embutido, primer tanteo de cubatas. Juventud, bendito estómago.

¡Reeeyes de Europa!

¡Somos Reeyes de Europaa!

¡Reeeyes de Eurooopa!

¡Somos los Reeyes de Euroooopa!

No aguanté más en plano horizontal; después de breve ducha, chancletas mediante, en aquel cubículo carcelario, me puse la elástica merengue, regalo de mi hermano escocés Va por ti, John!, puño en pecho) y bajé a ver lo que se cocía. El plan consistía en acercarme a los aledaños del Bernabéu. Esnifar el ambiente festivo previo a la gran final. Quizás localizar un bar para ver el encuentro. Conseguir una entrada para verlo dentro del estadio, donde el club había colocado pantallas gigantes y megafonía a juego, resultaba complicado rayano en lo utópico. Prioridad socios, familiares de, amigos de, enchufados de, y algún que otro politicastro, chupóptero y abrazafarolas, que diría José María García. ¡Ojo al dato!

Habría una decena de ellos, quizás más. Tampoco era cuestión de ponerse a contar camisetas blancas. La mayoría vestía la remera actual, bordeada con franjitas doradas y  nombres a la espalda como Kroos, Bellingham, Vini Junior, y algún nostálgico CR7. Hubo un pequeño silencio, cuando un tipo fondón cuya barba ya luce canas, asomó tras la escalera vistiendo una camiseta cuya promoción publicitaria, en su día, se tiraba ladrillazos con Nokia. Ya, quizás, en el limbo de los móviles.

−¡Hala Madrid! – dije, a modo de saludo guerrero.

−¡Hala Madrid! −respondieron unos.

−¡A por ellos! – otros dijeron.

−¡Hay que darles caña! −añadió el más veterano.

−¡Sííuuu! – gritó el nostálgico.

Sus miradas evaluaban mi pinta, supongo que no esperaban que aquel saco de patatas que dormitaba sobre una de las literas fuera un madridista en busca de revivir alegrías pasadas.

−Esta camiseta es mayor que la mayoría de vosotros −les dije, para agitar un poco más el granizado, señalando con orgullo el escudo.

−¡Bro, esa es la de Zidane! −dijo uno, ojos cual huevos cocidos, valorando la idea de arrodillarse, los brazos extendidos, palmas hacia abajo, y hundir el rostro al suelo en señal de respeto.

Decían venir desde Barcelona, y no pude evitar solidarizarme con ellos. Sé lo que se siente cuando apoyas a tu equipo en territorio comanche. Ante su incredulidad, a pesar de las canas en mi barba, les enumeré el curriculum vitae, que siempre impresiona. Como si mi sola presencia en aquellas ciudades hubiera llevado al equipo a llevarse la orejona, como si mi presencia en aquellos estadios habría sido merecedora de masaje posterior, gemelos bañados en hielo, y transferencia millonaria a mi cuenta corriente.

 ¿No sois la generación del postureo? pues toma postureo, ahora le pones un lazo y sacas un selfi, me dije: París 2000 (la Octava Copa de Europa, en el graderío), Glasgow 2002 (la Novena, dentro del Estadio), Lisboa 2014 (la Décima, en la capital portuguesa), luego Valladolid, y ahora Madrid, en la distancia, pero con el alma unida al césped a través de ilusión, pantalla y un hilito invisible.

Al final, tras un jacuzzi de forofismo relajado, los cánticos, el calor, los puestos ambulantes, la policía, más cánticos, cerveza, selfis y ánimos repartidos, me alejé de la zona en busca de un bar con buena pantalla, más cerveza y ambiente amigable.

Luego vino el gol de cabeza de un tipo más bajo que yo, Carvajal, serio cual legionario concentrado, que inspirado por el mismísimo Carlos Alonso “Santillana” logró abrir la portezuela y superar la primera mitad de un Madrid espeso, apático, que pensó que los goles venían con el contrato, que bastaría con señalar el escudo y decir al oído de los alemanes: “Oiga usted, Herr,  que somos el Real Madrid”. Y el jovenzuelo Vinicius cerró el marcador (ahora falta la boca) rompiendo así la barrera del sonido, en torno a mí, de los besos, abrazos y vídeos con móviles de manzanita mordisqueada y salario mensual. Toni Kroos se despidió del futbol, el hombre de hielo, entre lágrimas y rodeado de sus pequeñuelos: campeón y señor. Siempre le quedará el cine como salida: secuela de Rocky IV, cual hermano vengador del ruso Iván Drago.

La Decimoquinta partirá de Wembley.

La niña bonita viene a casa.

Let´s get the Sweet Sixteen!

      



                                                        

 

                                    

                                               










miércoles, 19 de junio de 2024

F189 - ¿Cuánto dinero llevas encima? (XIV) (Wembley IV)

 

Luego de sobrevivir a la primera noche en el hostal, escalera asesina incluida, me levanté temprano, mientras los otros cinco compañeros ponían descanso a una madrugada de juerga, ligoteo y alcohol. Bendita juventud, me dije una vez más.

Por cosas del destino, mi visita futbolera coincidió con la Feria del Libro en la capital del Imperio. No todo va a ser cañas, fútbol y tapas. Así que, tras dar cuenta de unos churros, con café (cumplí la promesa y rechacé el chocolate), salté a las calles todavía frescas. El sol se escondía tras una neblina de timidez, quizás reuniendo fuerzas para achicharrarnos luego.

Miraba y miraba el plano y lo volvía a mirar. Como si aquellas callejuelas, números y letras pertenecieran a una cultura milenaria largo tiempo extinguida. Vamos, que no acababa de orientarme. Lo que en Madrid parece aquí al ladito, asomado a uno de los pocos mapas en papel que sobreviven, después la realidad te da con toda la mano abierta. El Retiro estaba allá en el quinto pino, rozando con el sexto. ¿Y para qué está el metro? Dije en voz alta, detenido en mitad de la acera y abriendo mucho los brazos. Nadie me miró. Absolutamente nadie. Allí estaba yo, cual Paco Martínez Soria, en lugar de maleta de cartón, bandolera de un gris perla de lo más moderno.   

El metro me gusta. Mi escasa experiencia deja un poso agradable en la memoria. Un artilugio mágico que devora largas distancias en superficie como si se desplazara por una dimensión paralela, el subsuelo.

Recuerdo aquella primera vez, en Londres, esa muchacha risueña de extraño acento, que la vida luego me enseñó era acento kiwi. Acento neozelandés. Su paciencia, el tiempo brindado a un extraño con cara de apuro, me indicó cada línea, cada color, cada mirada al andén, al cartelito, para fijarme cual era el destino del convoy que se acercaba. ¡Ojo! me decía, chequea eso bien o acabarás festejando, perdido, en un barullo de líneas de colores. Y una cascada fresca, en forma de risa, acompañaba su propia broma. Yo la miraba agradecido, al tiempo que algo acongojado, y un tanto enamorado, todo ojos y oídos, temeroso de acabar daltónico sin distinguir la línea roja de la verde, la marrón con la granate. Extraviado en alguna de aquellas paradas con nombre inglés.

Glasgow se queja. Eh, tú, traidor, dice. Ofreciendo su recuerdo en bandeja de plata. Un metro de juguete, de película local con bajo presupuesto. Tren estrecho y naranja que, orgulloso, recorre la única línea que rodea la ciudad. Tren con forma de torpedo. Un vagón, un billete que aún conservo (Glasgow Subway, 07/sep/2014), una mano junto a la mía, una cabecita sobre mi hombro. Aquel tique me recuerda que todo acaba, que ellas desaparecen…que soy mortal (como el esclavo al emperador romano tras una batalla victoriosa, memento mori). Lo que pudo haber sido y acabó no siendo. El amor, la vida, las tarjetitas romanticonas, la sobredosis de emoticonos, el cuentecito que nos venden cual humo desde críos.

Los hombres, y supongo un porcentaje de mujeres, sentimos esa atracción por los trenes, rayana en la locura, como si tuviéramos algo del maniático, a la par que entrañable, Sheldon Cooper. Recuerdo aquellos largos viajes destino Barcelona −cuando el cuento todavía mostraba hadas, duendes y pajaritos cantarines− libro a estrenar, bocata en papel de plata, película con auriculares, lata de birra helada a precio de champán francés en el vagón cafetería. Disfrutaba ver atardecer, tonos rojizos y violetas, sobre el desierto de los Monegros, mientras bebía sorbos de aquella cerveza fría, buscando en cada reflejo el trocito de esperanza que cada vez era más pequeño.

Hechizos de ruedas.

Una de las primeras memorias de infancia, el contemplar a través de la ventana, cristal con vaho, la carita apoyada, hechizado, los tractores que suben la cuesta del Porrón. Rojos, amarillos, verdes. Aquellas ruedas enormes, chimeneas de latón verticales echando humo negro, mientras arrastraban remolques cuya carga en forma de uva −negra, moscatel, mixta− rebosaba las cartolas. Embobado miraba aquellas máquinas de vivo color, cuyas ruedas dejaban surcos sobre el asfalto mojado, que se desvanecían poco a poco… hasta que la voz de mi madre llamaba para la merienda.

También recuerdo las salidas de la escuela, acompañado por uno o dos amigos, caminando al borde de la carretera que atravesaba el pueblo, con esos andares torpones, intercalando carreritas y bromas, de niños en libertad, tras una dura jornada en sus oficinas de mentirijillas. Recuerdo aquellos gigantescos camiones volquete amarillos, naranjas, cargados con rocas y tierra, camino de la Autopista que iba surgiendo de la nada. Nuestros saludos llenos de entusiasmo a los diferentes conductores y, alborozados, gritábamos cuando alguno de ellos, a modo de respuesta, tocaba la bocina, cual voz atronadora surgida de la garganta de aquellos monstruos con ruedas.

Rueda tras rueda, tras rueda, el Santo se me va por la autopista hacia el cielo (gran serie que mi madre adoraba, por cierto).

Próxima parada, El Retiro, dice la voz enlatada.

Un pequeño milagro, en forma de árboles, sendas y pájaros hace que olvides estar en pleno Madrid. El recorrer sus caminitos de arenilla, bajo el cielo inmenso y azul recién pintado, aleja asfalto, calores, semáforos, estrés y torres.

Sobraba tiempo, y tras caminar un rato doy de bruces con una exposición. Mira que bien, pensé (ingenuo de mí). Yo, incapaz de disparar a cualquier ente que respire (incluso a través de un piquito), mataré dos pájaros de un tiro. Museo y libros, libros y museo.

Palacio de Velázquez, grita, orgulloso, el letrero sobre la fachada.

Agradecí la gratuidad de la visita. La agradecí al entrar, y casi lloro de la emoción, repitiéndola, a golpe de pecho, cuando salí de allá a los cinco minutos. ¡Gracias, Dios mío!; gracias, por no haber tenido que pagar un euro por… esto.

Pueden ustedes llamarme paleto, pero aquello… aquello no tenía nombre. Soy capaz de permanecer horas visitando el Museo Militar de Tenerife, la exposición madrileña por el segundo centenario del Levantamiento del Dos de Mayo, la casa museo de Kafka en Praga, o de Saramago en Lisboa, hasta salir exhausto con temblores y mareos por sobredosis stendhaliana… pero esto…

En cada espacio, un homenaje a lo abstracto, a la belleza desangelada: unas doscientas cincuenta canicas de las gordas, gordas, una seguida de la otra, haciendo un “dibujo” sobre el suelo (estaban simplemente puestas en fila, al tuntún); una sábana blanca, amarilleando debido a la lejía, arrugada así como quien no quiere la cosa, envolviendo un… cuerno recto retorcido, un cuerno de unicornio, que vaya usted a saber de dónde lo sacaron; en la siguiente, una bola de piedra, enorme, no del todo lisa, rugosa cual desgastada (seguro que la usaron en otro museo), que podría ser el pedrusco utilizado en lo de Indiana Jones; cubos, triángulos flotantes, cilindros aquí en medio o un poco más allá; laberintos para que jueguen los niños de alguna aldea de pitufos… y así todo.

Vigilantes aburridos tratan de contener la risa y el bostezo. Niños corretean tras niñas en un silencio quebrado por el clac, clac, clac de sus pisadas. Japoneses, cámara en ristre, dan fe de todo aquello.

Después de cinco minutos, con la empleada de la entrada:

−Disculpe… yo… en realidad… yo busco la Feria del Libro.

−… (Claro, claro) – pienso que piensa.

Me mira, tratando de ocultar la carcajada tras una bella sonrisa. Seguro que habrá ganado una apuesta con la compañera: “éste no dura diez minutos ahí dentro”.

Me indica la dirección, no tiene pérdida, se va a dar de morros con ella, añade castiza.

Y así es.

Casetas, casetas y casetas. Millares de personas, en un sentido y en otro. Yo, fiel a mis creencias, camino por el lado sombrío. Es un avance dificultoso, toda aquella gente se ha debido de liar, porque van todos contra mí. Luego caigo en la cuenta de que soy yo quien va contracorriente, por aquello de esquivar el sol, recorro aquel circuito de puestos, como salmón que salta de rápido en rápido subiendo por el río.

Más de trescientos tenderetes literarios. Miles y miles y miles de libros. Escritores de todo pelaje, raza y condición que firman entre sonrisas, selfis y ojeras. No busco nada en concreto, me limito a curiosear aquí y allá. No puedo evitar reconocer a alguno de ellos. Entonces veo una inmensa fila, kilométrica, bajo el sol madrileño, chicas sentadas en el suelo sobre sus finos vestidos veraniegos, chicos bebiendo refrescos mientras hojean la novela recién adquirida, señoras con un pie en la jubilación erguidas cual legionarias, hombres con pinta de oficinistas, farmacéuticos, grueros e incluso maestros de primaria. Todos con un ejemplar en la mano para ser firmado. Y no, no se trata de mi adorado Pérez-Reverte (supongo que él multiplicará esta fila por mil), es un tipo llamado Javier Castillo, que ha encontrado la fórmula mágica, la fórmula de petarlo en la actualidad. Confieso haber leído sus dos primeras obras, ambas mencionaban la Pérdida, una de la cordura, otra del amor, como si fueran cosas diferentes. Algo en su estilo me chirrió, desde el máximo respeto, alejándome de la tercera. ¿Alguna otra Pérdida? ¿De la fe?

Allí estaba el sujeto, listo para el circo de este siglo, no eres nadie si escribes un libro y no sabes venderlo; trajeado de Primera Comunión 3.0 (chaqueta ajustada, pata de pantalón breve, deportivas blancas, tobillo desnudo) sonrisa alquilada por horas, rotulador en mano, echando garabatos y sufriendo selfis de admiradores ojipláticos y nerviosos, como si no hubiera un mañana. Estoico, gotas de sudor, encaraba el próximo, sin amago de escapar, como si una enorme bola de hierro al extremo de una cadena sujetara su tobillo desabrigado, la mesa rebosante de ejemplares de su enésima novela, su cerebro creando ya la próxima: “El día que se perdió… la sensatez”.

Nunca sentí menos envidia por un escritor que aquella soleada mañana en el Parque del Retiro de Madrid.

Unos pasos más allá, la fortuna recompensó mi rastreo, en forma de sendos ejemplares de un genio. Un genio, canario, que nos dejó demasiado temprano. Un tipo que escribía novela negra sin artificios, ni postureos, ni mensajes por tuiter. Novela negra de verdad. No lo imagino vestido de novio moderno haciéndose selfis con adolescentes excitadas.

 


martes, 11 de junio de 2024

F188 - ¿Cuánto dinero llevas encima? (XIII) (Wembley III)

 

Hay veces cuando la fortuna sonríe, aunque sea de medio lado. El destino me recompensa, quizás, para equilibrar el desfase sufrido en Bruselas, con el cambio de hotel a última hora, con la nueva ubicación allá donde Perico perdió los palotes y no fue a buscarlos, de puro lejos. En esta ocasión, sin tan siquiera buscarlo, la pantallita me decía que el hostal se encontraba apenas trece minutos de paseo. Di gracias al Cielo porque la mochila, aun mediana, pesaba como si en lugar de camisetas, gayumbos, libro y chancletas, llevara una colección de rocas.

No pesan los años, pesan los kilos… decía aquella señora, embutida en chándal, desde el viejo televisor, mientras uno merendaba Colacao y magdalenas sin saber de qué hablaba. Sí pesan los años y más si añades una mochila llena de piedras. A cada segundo, minuto, hora de aquel viaje añoré mi maletita azul celeste con sus ruedecitas y su asita y su tracatrá sobre los adoquines ¡Pero iba a un hostal por el amor de Dios! (To a hostel, for fuck sake!, que dirían mis compadres Scottish); era un aventurero, un nostálgico de los años perdidos, un Indiana Jones venido a menos; un jovenzuelo, de nuevo, cubriendo la primera etapa de aquella vuelta al mundo que jamás realicé. Tan sólo en sueños, sueños neozelandeses. No puedes aparecer en un hostal arrastrando una maleta de ruedas. Maleta rodante y hostal no deben ir en la misma frase. Son portavoces de la incompatibilidad. Litera y valija con ruedines chocan y se repelen al instante, como dos polos cariñosos, de carga idéntica.

La chica me recibe con ritmo caribeño, a juego con el sol que entra de lleno a través de la cristalera, cuyos rayos más atrevidos lamen el suelo de la entrada. Su acento exótico hace agradable la espera. Unos ojos negros y húmedos se desvían, a ratos, de la pantalla del ordenador, buscando los míos. Para comprobar que la sigo, que los calores todavía no montaron una barbacoa con mi cerebro. Su cabello ensortijado emana aroma a coco, sal y arena. Reserva, deneí, sonrisa, wifi, garabato, sígame.

Nos dirigimos a la habitación número ocho, ella delante hace de guía silenciosa, un poco contradictorio con el carácter cálido que uno espera. Número ocho, pienso, y saltan a mi mente varios nombres vestidos de blanco, saltan al césped con el pie derecho, al tiempo que se santiguan, besan la medallita que cuelga del cuello, o señalan al cielo: Ángel, Michel, Mijatovic, Toni Kroos. No está mal.

Se detiene en seco, la muchacha, como si escuchara mi pensamiento. Murmura algo que tan sólo su bronceado cuello puede oír. Sin añadir nada, gira sobre sí misma y una vaharada a pulpa del trópico y océano me embriaga cual brisa marina bajo palmera. Con sosiego dominical, dirige sus pies enchancletados a la habitación número siete. Ahora sí bisbisea una disculpa. “Esta es la suya”, añade. Mi cerebro, a lo suyo, continúa explorando el saber numerológico y sus misterios. Remueve el saco oscuro del universo, buscando la complicidad de los números, de los astros, la magia, enviando un guasap al hacedor de la buena suerte que incluso los grandes campeones necesitan. Número siete, illa, illa, illa, Juanito maravilla; el Buitre y su eterno caracoleo en área contraria; número siete, Raúl Madrid; número siete, síííuuuuu, Cristiano Ronaldo. Número siete. Tampoco está mal, sonrío.

Escucho, como un murmullo de fondo, explicaciones sobre horarios, taquillas y llaves.

Atascada en estado cabalístico, mi sesera busca números capicúas, dígitos raros, números primos o hermanos, sumas o restas sospechosas, un sesenta y nueve casto y futbolero, algo que indique buen presagio, que el pelmazo de Murphy, la tostada, y su ley endiablada no aparecerán el sábado cerca del Santiago Bernabéu y, por ende, cerca de Wembley, unidos ambos estadios, bajo el manto de luna y estrellas, por un cordón invisible y pantallas gigantescas.

¡Chas!  La lucecita prende: Ocho (anterior) más siete (presente) igual a quince.

Quince, la niña bonita.

Quince años tiene mi amor.

Quince, la decimoquinta Copa de Europa.

Los números van sobre ruedas. Los números no entienden de mochilas.

Agradezco, por segunda o cuarta vez. Ahora a la Diosa Cibeles, cuando la chica señala la cama inferior. Miro la escalerilla que trepa al cielo de la cama de arriba y me río en su cara. No tendrás la oportunidad de romperme la crisma, le digo. Pero noto que ni se inmuta; de hecho, sus peldaños parecen devolverme la carcajada, como si un secreto callaran.

“El servicio está en la planta de abajo, compartido”. Dice la chavala, señalando una escalera empinada, de moqueta vieja y gris, con surcos y heridas. Una moqueta sucia y traicionera, la cual no dudará en liar su piel deshilachada con la suela de mi chancla, cuando en plena madrugada, somnoliento, llena la vejiga, baje a oscuras, haciéndome rodar hasta abajo.

Un complot de peldaños contra mi persona.

Pienso todo esto, con una clarividencia que asusta y, como nunca tuve la droga como usos y costumbres, comprendo el mensaje: necesito tomar una caña lo antes posible, para repeler el ataque impío que el sol madrileño acometió sobre mi cabeza.

Sin volverme loco, tras dejar la mochila dentro de la taquilla (cabe justo, la maleta no hubiera entrado), me aseo y cambio de camiseta (todavía no reúno valor suficiente para explorar territorio apache… esas duchas solitarias, gemelas, desangeladas, que observé en uno de los pasillos, con su puerta arrugada, corredera, traslúcida. Duchas carcelarias, pienso, supongo, imagino).

Piso la calle y, esto es lo bueno de Madrid, visualizo bares con facilidad.  Con sus cartelitos obsoletos y descoloridos en la fachada, Fanta, Coca-Cola, Mahou, San Miguel. Camino unos metros por la acera en sombra, siempre sombra. Y, sin pensarlo demasiado, entro en aquella tasca del año catapún. “Castizo”, buscada en la enciclopedia, muestra junto a la entrada dicha cantina fotografiada. Barra de zinc, paredes llenas de fotografías en blanco y negro, de actores, folclóricas y toreros; carteles de corridas de toros de hace mil y un años, cocina al fondo expandiendo olor a tocino frito; encurtidos en lata gigantesca, tapas medio protegidas por un cristal insuficiente, un tarro de cristal repleto de huevos duros sumergidos, alguna que otra mosca con vocación de Dora la Exploradora, camarero salido de una película de Berlanga, palillo en boca incluido.

Borbotones de solera.

Arrinconada, junto al techo, moderna televisión plana e incongruente que grita, casi muda, noticias en exclusivo directo: la bocaza del político de turno, mentiras, sonrisas, promesas y elecciones; guerra de Ucrania, ¡más madera, más misiles!; aniversarios de muros caídos, nuevas fronteras; pateras vía gepese, salto de la valla con intercambio de pedradas, bocatas y porrazos; narcoasesinos, zodiacs, y guardiaciviles abandonados; inhumanidad en Gaza, miradas para otro lado; terrorismo etarra escondido tras el silencio, mierda bajo la alfombra, borrón −tachón en rojo− y cuenta nueva, dicen, orgullosos, los de siempre; asesinato de mujer e hijos, prisión permanente revisable; grupúsculo de iluminados, brazo en alto y nostálgica bandera; hambruna, negritos de vientre hinchado y moscas robando su mirada; conectamos con nuestro corresponsal en Washington: ¿Trump o Biden? Ladies and gentlemen. ¿Demente o senil? Damas y caballeros. ¿Quién será el próximo hombre más poderoso del Planeta?... Damos paso a los Deportes: mañana, sábado, Real Madrid y Dortmund se enfrentarán en el Estadio de Wembley para disputar la final de la Champions…

El fútbol, pildorita mágica para mitigar pesadillas y conciliar el sueño. La frivolidad del directo inmediato. ¡Hay prisa, llega la publicidad, viene el dinero!

Madriz, la capital de la caña.

Conozco uno, dos, cuatro docenas de camareros que bien harían en bajarse a los Madriles y presentarse a algún seminario, “Tirado de caña nivel profesional: temario, con ilustraciones, impreso, y clases prácticas”.

Ancelotti sonríe zorruno en el monitor. Es un partido difícil, dice, el Dortmund es rival complicado, alemanes, pico, mazo y pala, una apisonadora Hamm en busca de asfalto fresco; máximo respeto, peligroso confiarse. Pero somos el Real Madrid, algo sabemos de esto. Quizás no fueron sus palabras exactas, lo sé, pero con el volumen rozando el silencio así las intuí.

“Doble”, llaman por estos lares a la caña tamaño normal. Digamos que, su “caña” es mero aperitivo en el norte, un “corto”, “zurito”, “penalti”. Di cuenta de aquella doble, fría, espuma corpórea, blanca merengue, y perfecta, que de inmediato llamó a su melliza. La primera para derrotar la calorina, para saborear Madrid la gemela.

Nunca conoceré la totalidad de Madrid. Jamás. Al menos de día, en etapa estival. Tan sólo la mitad. La mitad sombreada, la persigo calle tras calle, semáforos, acera tras acera, pasos de cebra, sombra que llama sombra; cuando me encuentro acorralado, sol, sol, más sol, me armo de valor y acelero el paso, mojo pelo, cara, nuca, brazos con el agua del botellín que llevo a mano, agua que fue fría hace un par de segundos, agua templada, agua de sauna.

Sombra, por fin.

Sombra, cantina.

Sombra, caña y tapa.

Calle, motos, coches, sirenas, gente apresurada.

Cielo azul cielo.

Sol y sombra, asfalto, luz que ciega, edificios señoriales y torres inclinadas.

Cielo inmenso… Madrid eterno.

 




Truquito                                                                                   Quedada Foro Spaniards


martes, 4 de junio de 2024

F187 - ¿Cuánto dinero llevas encima? (XII) (Wembley II)

 

La cosa no empezaba bien. Rozó el larguero de la mala suerte. ¿Una señal de mal agüero? Crucé los dedos para que aquello no emponzoñara la Final. En el fútbol, el amor y la vida, hay que cruzar los dedos, santiguarse y echar sal por encima del hombro para alejar la mala ventura. Y luego rezar. ¿Por qué un autobús de largo recorrido sale a las 10,41 cuando su hora es 10:30? Quizás mi reloj interno marque el tiempo con añoranza británica.

Con ello no acabaron los oscuros vestigios.

El trayecto en bus se hacía eterno. Sueño en débito. Libro abierto, borrosos párrafos que remueven, traviesos, sus frases. Cabezadas no reclamadas. Nos detuvimos, al fin, para un pequeño receso, en palabras del chofer. Diez minutos, dijo el buen hombre. Burgos, estación a la vieja usanza, funcional a la par que cutre. Entrañable. Humo de gasoil almacenado bajo una cúpula como de película años ochenta (cuando el mundo era real como la vida misma). Olores a madrugada de lunes estudiantil, autocares que engullían críos somnolientos hacia el internado. Hedores que gracias a Dios pronto dejaron de clamar bolsa de vómito. La costumbre todo lo puede. Fuimos niños duros cual marines yanquis (incluso montábamos en bici sin casco, rodilleras, coderas ni escudo, imagínense la temeridad; sin contar aquel tobogán, en la escuela del pueblo, de final cortante y oxidado, que debías esquivar en el último segundo, y el suelo, una capa irregular de cemento, charcos, piedras y barro).

 Cafetería, casi desierta: grandes cristaleras, tapas de chorizo, bocadillos de jamón, clásicas banderillas y aroma a café y cruasán. Un paraíso donde exiliarse. En pleno siglo de las máquinas vendin y comida plastificada, deberían concederle un Premio Princesa de Asturias del Avituallamiento y Sosiego para el Viajero, o al menos inscribirla en la lista de categorías en peligro de extinción. ¡No la toquen! Doce horas y un minuto, dice la pantalla del móvil. Entro en aquel cuarto de baño, previa promesa de pedido a la camarera tras presentar mis respetos al Sr Roca (“Uso exclusivo para clientes”, reza el cartel sobre la puerta; la llavecita, encima del mostrador, sujeta a una larga cuerda, ni marcar código en el teclado ni leches. Lo dicho, un premio nacional, por favor). Ninguna gana al partir, toda ahora. ¡Puto Murphy y su maldita tostada!  Me urge mitigar la incomodidad de la última hora (claustrofóbico, eso de orinar encerrado en el cubículo del bus, temo siempre no volver a salir, abducido por una garra de tres dedos que surge del oscuro agujero…).

“Sólo un café solo” (le digo a la buena mujer, retándola a colocar, donde corresponda, las tildes que consideran, los listos de turno, tan innecesarias y obsoletas). Hoy toca ser bueno, nada de cruasanes (todavía aguo el paladar en recuerdo del bufé belga) ya vendrán los excesos en forma de zumo de cebada tan pronto pise Madriz, capital de la caña. De acuerdo, algún churro que otro saldrá al escenario gastronómico con afán de protagonismo, pero con café: ¡lo prometo!

Paseo, con mi cafecito en la mano (el platillo abandonado a su suerte sobre la barra), por aquello de estirar las piernas, que a uno ya se le empiezan a dormir con semejantes sentadas. Paseo, miro, sorbo café. Un chico negro, todo brazos y piernas, entra con cara de circunstancias. Le dice a la camarera que la máquina de afuera no funciona, algo sobre unas monedas. Su acento, profundo como una cueva, confiere seriedad a la reclamación. Una chica, aspecto pálido, pecosa, sexy nariz aguileña, con rizos (clavada a Baby en Dirty Dancing) se devana los sesos ante las numerosas opciones de chuminadas insalubres en bolsas de colores. (La oscuridad del vendin ya acecha, sobre baldas de madera). Se decide por unos chetos. El muchacho insiste, mis monedas y tal. La mujer tras la barra, paciente, recita sus líneas, lo siento cariño, se traga el dinero. Lo hace a menudo. No puedo ayudarte. Hay un número de teléfono en la máquina. En esos instantes, te asalta la vocación de superhéroe y preguntas, sin sonido, por qué está encendida la máquina insaciable que se alimenta de monedas ajenas, sin ofrecer nada a cambio. “No es mi guerra”, replicas, para sentirte un poquitín menos insolidario. Olvidé meter la capa en la mochila.

Baby, bolsa de chetos en mano, continúa observando la exposición de pseudo-alimentos deshidratados, adictivos y salados. Parece indecisa, una lucha interna entre salud y capricho. Quizás sólo sea una vegana con hambre, o haya quedado en trance pensando en su particular Johnny.

Yo sigo a lo mío, sorbito a sorbito, pasito a pasito. A lo George Clooney pero de la montonera: “Mmm espresso, what else?” De vez en cuando echo una ojeada de soslayo. Se ve la trasera del autobús, aparcado junto al bordillo, como si estuviera en imaginaria doble fila, mientras tres de sus pasajeros saciamos, o quizá combatamos, nuestros impulsos primarios.

El larguirucho parece haberse rendido, dando por perdido su dinero, y corre hacia la puerta, tal vez enfadado con la máquina, con la estación ochentera, con la camarera, con España, con la Humanidad. ¿Quién sabe? Corre, el tipo, como alma que lleva el diablo. Entonces ocurre algo curioso. La chica que no sabía bailar, bolsa de chetos agarrada, también sale a la carrera, tras el chaval. Mi imaginación lujuriosa, lo sé, no es el mejor de los adjetivos, me dice que todo es un complot de la pareja corredora. No existen monedas desaparecidas dentro de la barriga metálica de una máquina de cocacola. Todo es un plan, urdido con las tripas vacías, para hacerse con una bolsa de chetos, que después compartirán, entre risas y besos, los corredores amantes dentro del autob…

−¡Que se va! ¡Que se os va el autobús! −dice la camarera.

Doy portazo a la imaginación y giro sobre mi mismo, observando lo inobservable. La trasera de mi querido autocar ha desaparecido, “hago chas y desapareces de mi lado”, como por ensalmo. Dejo la tacita sobre una de las mesas altas, deseándole, puño en corazón, que halle el camino para reunirse con el platillo del que la separé (otra pareja rota, y esta vez por mi culpa). Y echo a correr, tras el par de velocistas que creí mangantes. Corro y corro. Cincuenta metros, bandolera y chaquetilla en mano, tras aquel autobús traicionero. Cincuenta metros que ni el mismísimo Carl Lewis, oigan.

Luces rojas, benditas ellas. El conductor ha parado el vehículo, tras ver el desastre por el retrovisor. Jadeantes subimos los tres desterrados. El primero no dice nada, todavía rumiando su disgusto; Baby le echa un pequeño rapapolvo al chofer, que cabizbajo no dice ni mu (quizás temeroso de que aparezca Johnny, camiseta negra de tirantes y mala uva); yo, que arrojé la originalidad junto al higadillo durante esos inmejorables cincuenta metros lisos le fusilo el rapapolvo. El reloj marca justo las 12,07. Diez minutos con vocación de siete, pienso, o quizás añoran a Cristiano Ronaldo, como todos los madridistas agradecidos.

La muchacha se sienta en mi fila, en las butacas al otro lado del pasillo. Móvil en ristre, habla en voz alta y algún que otro aspaviento. Habla raro, nada que ver con el perfecto castellano empleado durante su regañina al autobusero. Habla un idioma que pudiera ser desde griego hasta rumano, pasando por ucraniano. Hoy no tengo el oído fino, ayer tampoco. Ni idea. Supongo que le estará explicando al novio, a una amiga, a su madre, el susto que nos ha dado el conductor con ínfulas de Fernando Alonso. Tras colgar (es un decir, tan sólo presiona con delicadeza la pantalla), curioso, meto baza, con la utópica esperanza de ser mirado cual Patrick Swayze (dedo al Cielo, “¡va por ti, Johnny!”).

−Dijo diez minutos, ¿no? “Baby” −esto último lo añade mi mente, no es cuestión de salir esposado.

−Sí, claro que lo dijo. Siempre pasa lo mismo, cuando viajo a Madrid.

−Vaya.

−¿Sabes que fue lo peor?

−No lo sé.

−No pagué los chetos a la señora −dice, mientras agita la bolsa, cual sonajero.

Entonces, creo observar que mira hacia atrás, de reojo, allí donde está sentado el muchacho de largos brazos y ojazos negros, a quien lanza un guiño imperceptible para el resto de los mortales.

 

                           


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