Estuve de exiliado apolítico –
odio a todos esos sinvergüenzas por igual – en el piso de Fonsi y Fabien
durante dos semanas. Fabien, así es como se llamaba el gabacho con cara de
coliflor, siempre tan serio. Por supuesto él pronunciaba su nombre totalmente
diferente, pero sólo para darse importancia. Yo, para mis adentros, le llamaba
el Fabes (qué peligro tiene que tener el
chiquitín ante un buen plato de fabes – pensaba yo). Sería totalmente
injusto por mi parte hacer cualquier tipo de crítica sobre Fonsi. Fue él quien
me llevó de la manita al Jobcentre
(el INEM, digamos), él quien me acompañó a inscribirme en el College (donde era gratuito estudiar English full time) y, por supuesto, él quien me metió en su casa sin
conocerme en persona. Pero el ambiente en el piso empezó a enrarecerse: malas
caras, gruñidos, broncas porque calenté la leche en un aparato que parecía un calentador
de leche, cuando resultó ser un calentador de agua, que aquí llaman kettle. Fonsi solía pasar a mi lado,
mirándome de soslayo, y diciendo – al modo del gran Gila – “Alguién tiene que encontrar un pisooo”. Lo de Fonsi no eran
indirectas, eran penaltis.
Vamos a ver, que yo buscaba piso,
me pateaba todos días media ciudad y parte de la de al lado. También intenté
llamar a anuncios de habitaciones a alquilar, estos últimos los anunciaban en
papelitos, en un tablón de corcho en un café muy popular. El Elephant House. Pero
no era sencilla la labor. No me entendían cuando hablaba. Me colgaban el
teléfono. Recuerdo un día que llamé desde allí mismo, desde el Elephant. La
señora, al otro lado de la línea, perdió la paciencia con mis intentos de explicarme y cortó la comunicación. ¿Tan mal hablaba la
lengua de Shakespeare? Desolado colgué el auricular. Y una señora de mediana
edad se me acercó. Me habían estado observando – ella y la que parecía su hija –
y se ofreció, con una sonrisa, a llamar en mi lugar. Lo intentó, pero esta vez no
respondieron. Le di las gracias. Le dije que era muy amable, que no se
preocupara que ya encontraría algo por ahí. Y salí del café, al viento y a la
lluvia ladeada. Esas gotas de lluvia fría, que golpeaban mi rostro, camuflando
las lágrimas de la frustración.
Un día, en una de mis habituales
caminatas de reconocimiento, tropecé con dos chicas españolas en mitad de Princes Street. Tras los saludos y los
besos – tan españoles – les conté allí a bocajarro mis problemillas para
encontrar piso. Los desastres que resultaban al juntar inglés y teléfono. Me
dijeron que ellas conocían a un español que alquilaba habitaciones. La más
guapetona me escribió su número en mi muñeca izquierda. El número del casero
español eh, no el suyo propio. ¡Ojalá hubiera sido el suyo!
Y de esa manera conocí al
famoso Pope.
Ese mismo día llamé desde una
cabina. Ante un “Hello?” le respondí
directamente en español. “Hola. Necesito
una habitación y no tengo dinero. Pero tengo trabajo”. Llevaba un par de
semanas fregando platos. Todavía no había cobrado nada. Pero eso lo dejaré para
otra fargadita. El tal Pope, gallego, me dijo que no me preocupara. Que tenía
una habitación para mí. “Y si no la
tengo, echo a alguien para meterte a ti. Me gustan los tíos sinceros”. Eso
me dijo, con ese acento tan particular de los gallegos.
La cita. Había quedado con Pope a
las tres de la tarde. “No me gusta
madrugar. Sólo los pobres madrugan”, eso me dijo el jodido. Y allí estaba
yo, tres de la tarde, esperando de pie enfrente del Caledonian Hotel. Hacía frío y viento – en esta maldita ciudad
siempre hace viento −. Vi acercarse a un señor. Tenía aspecto de español, pero
era mayor. Tendría unos 50 años. La voz de Pope era de un chico joven, en sus
30. Se acercó y me preguntó si era Jorge. Sí, soy yo. El hombre miraba a su
alrededor y por encima de mi hombro. Todo misterioso. Como si de repente fuera
a verse rodeado por una veintena de policías, armados hasta los dientes,
gritando: “¡Alto, FBI!” – ah, no, que
eso es en USA −. La cosa estaba clara. Vamos, blanco y en botella. Era un
negocio ilegal. Pero a mí me daba igual. Yo quería mi room. Me dijo que Pope no pudo acudir – ejem – pero que podría quedar
mañana a tal hora en tal sitio. Me ahorré de comentarle que existen los
teléfonos para esas cosas. Estaba claro que querían verme la pinta. Asegurarse
que yo era quien decía ser. Además, ¡yo sólo quería mi room!
Pope era treintañero, flaco y
fibroso, peinado como un rockero de los 60 y más chulo que un ocho. Me cayó
genial sólo verle. Conducía un deportivo
rojo y llegó acompañado de un bellezón caribeño de veinte añitos (con un escote que parecía Despeñaperros). Me dijo que
no me preocupase por el dinero. Que él se fiaba de mi palabra (imagino que
tendría sus métodos para ser tan confiado
con un desconocido). Sinceramente creo que le gusté. Me lo repitió allá mismo,
en el coche – era un modelo pequeñito, con tapicería de cuero negro. A cada acelerón y frenada mi culo
se deslizaba en el minúsculo asiento trasero – “Me gusta la sinceridad. Me has caído bien chaval. Te miro a los ojos y
pienso ‘este rapaz no me va a engañar’ “. (Otra vez mi sinceridad abriendo
puertas). Le agradecí sus palabras y le aseguré que mi palabra era de fiar.
El piso era una mierda. Todo hay
que decirlo. Pero tras ver varios, a cual peor, me decidí por el mal menor.
Además los paseítos con el deportivo fueron un plus. Mi habitación era una boxroom, que yo llamaba cariñosamente mi
zulo. Un cuarto con techo altísimo,
sin ventanas y más estrecho que aquel que se acuesta con una ninfómana y dice
que le duele la cabeza – sentado en el borde de la cama, pegada a la pared
izquierda, estiraba los brazos y tocaba la pared derecha −. Describir la
habitación como austera sería piropearla, allí un monje de clausura se hubiera
cortado las venas. Pero me encantó. Era barata, el piso al que pertenecía
estaba bien situado. Y era MI room. Por primera vez, en 31 años de vida, me sentía independiente. Pagando por mi
propia habitación. Aquella noche la recuerdo tumbado en la cama, con los cascos
escuchando a Barricada, con una
sonrisa de oreja a oreja y sabiendo que todo saldría bien.
Duré 3 semanas en el Hotel
Palace.
Convivía con otras 6 personas.
Una pareja hippie de kiwies (así se
les llama aquí a los neozelandeses), dos chicos jovencitos franceses y dos
chicos gallegos. Los dos primeros días me dediqué a llamar a las puertas y
presentarme. Hola, me llamo Jorge, estoy en la boxroom de al lado, para lo que gustéis. Y todo eso. Así me habían
educado. Pronto aprendí que aquí las cosas se hacen de una forma diferente. Los
más agradables y hospitalarios fueron – para mi sorpresa – los hippy-kiwies.
Ella era preciosa, con unos ojos verdes enormes y el cabello rubio rapado al
uno. El era alto, desgarbado y con todo el pelo que le faltaba a ella sobre su
cabeza – la melena le llegaba a mitad de la espalda −. Ella estudiaba nosequé,
él tocaba la guitarra en Rose Street.
Fueron los únicos que me invitaron a pasar (al llamar a su puerta), todo
sonrisas y buenas maneras. Me hicieron sentarme en la carpet. Me convidaron a un té con leche – mi primer té oficial en
el Reino Unido – que bebí a trompicones y sin respirar – no quería ofenderles –
pues descubrí que no me gustaba el té con leche. Los más simpáticos y cachondos
fueron – también para mi sorpresa – los gabachos. Jorge, me dije, tienes que
hacerte mirar eso de los prejuicios. Los jovenzuelos resultaron ser unos
juerguistas de campeonato. Un día me obligaron – a empujones – a celebrar
nosequé de la France, en su habitación. Menuda borrachera me pillé a base de
cerveza y chupitos de ron. Salí del cuarto gritando como un loco: “Vive la France! Vive la France!”. Los
más bordes, con diferencia, fueron los gallegos. Y no se merecen ni una línea
más en este relato.
El piso estaba guarrísimo. Pero
guarrísimo de semanas, meses, años. La cocina parecía zona de guerra – en la
cual los combatientes se arrojaban mantequilla, grasa negra, cajas de cartón,
latas, basura −, los fuegos de la cocina eran irreconocibles, la nevera llena a
rebosar, con chorretones de diversos
líquidos y con esquinas con un sospechoso color verdoso. El cuarto de baño era
para echarle de comer aparte. Recuerdo ducharme con chancletas, colgar la
toalla en un clavo de la pared, y deslizar la sucia cortinilla de la ducha con
las puntitas de los dedos índice y pulgar. Tenía claro que no usaría la cocina
ni bajo tortura. Guardaba queso y jamón de York en la nevera, muy bien
envueltos en papel de aluminio. El pan de molde – blanco y barato – lo tenía en
mi room. Comía en el colegio (muchos
días sándwiches, otros un plato de algo cocinado en la cantina). Cenaba en el
trabajo, pues fregaba platos en una cocina. Todas las demás comidas (meriendas
y comidas-cenas mis días off −libres−
fueron a base de sándwiches de ese pan blanco y barato que guardaba en mi zulo, con el queso en lonchas y el jamón
de York (por llamarlo de una manera, pues era como plástico de color rosa).
Tenía un ritual. Me sentaba en la cama. Ponía todos los ingredientes sobre el duvet (edredón nórdico). Cogía una
rebanada de pan de molde y la colocaba sobre la palma de mi mano izquierda (soy
un tipo que se lava las manos más de diez veces al día), cogía una loncha de
plástico color rosa, la colocaba en el pan de mi mano izquierda, cogía una
loncha de queso, la colocaba sobre el pseudojamóndeyork… así sucesivamente
completaba el emparedado. Me hacía dos o tres (a veces les ponía kétchup, pues
de lo contrario quedaban secos como paladar en día de resaca), los metía en una
bolsa de plástico, salía a la calle y los comía caminando.
Duré 3 semanas en el Palace.