Alfonso vino a recogerme a la
parada del autobús del aeropuerto, según lo acordado por correo electrónico.
Alfonso era el amigo de Ana, la chica de clase que tantas maravillas me contó
de Edimburgo. Alfonso y yo apenas habíamos intercambiado cuatro o cinco emails antes de mi viaje (en aquellos
tiempos no existían foros para emigrantes, como el maravilloso Spaniards). Era
un chico joven, bajito pero robusto. Más adelante me diría que era boxeador. Lo
recuerdo siempre con una pelota de goma dura, negra, alternándola de mano en
mano. La apretaba y podías verle los nudillos blancos. “Es para fortalecer los músculos de las manos”, me aclaró un día.
Aquella noche se acercó a mí en cuanto bajé del autobús. Ignoro cómo me
reconoció. Me extendió una mano, de un tamaño mayor al que le correspondería a
su cuerpo, sonriendo: “¡Qué hay! soy Fonsi”.
Ante su apretón, seco, firme, mirándote a los ojos, pensé “Con este chaval, mejor estar de su lado bueno. Porque tiene pinta de soltar hostias
como panes”.
Habíamos planeado que él me
acompañaría a un Hostel y que quedaríamos
al día siguiente. Pero me dijo que lo había hablado con su flatmate – un gabacho enorme con cara de mala uva permanente – y que
me darían cobijo durante unos días. Hasta que encontrase un piso o una
habitación para alquilar. Ante mi gratitud inmediata y mi oferta de algo de
dinero, me miro todo serio y soltó: “Si
quieres pagar, te vas a un Hostel”. Y así quedó zanjado el asunto
económico. Esa misma noche empezamos a hincar el diente, entre los 3 – menudo saque
que tenía el gabacho – a mis chorizos de pueblo, pimientos en bote, queso,
jamón, todo ello regado con vino de calidad. Incluso ellos compraron una baguette de pan para la ocasión (aquí es
mucho más popular el pan de molde). Me sentí feliz compartiendo mis viandas con
ellos – y un poquito menos culpable ante tal ingesta de calorías −, pero era lo
mínimo que podía hacer.
El piso era viejo, con moqueta
por todos sitios. Tenía dos dormitorios, un living room y una cocina de esas tan pequeñas, que si sacas un par
de cacerolas grandes para cocinar, tienes que salir tú fuera. También había un
cuarto de baño −un toilet que dicen por aquí – con un plato de ducha. Era un piso
bajo, con un ventanal enorme que daba al jardín de una zona común. Me dijeron,
que lo sentían, que no tenían más colchones, así que me construyeron una cama a
base de cojines gigantes y no muy gruesos, ensamblados mediante una sábana
bajera y cubiertos con un par de mantas.
Y así pasé mi primera noche.
Tumbado sobre unos cojines, en la moqueta del living room. Contemplando la oscuridad procedente del jardín
trasero. Rezando para que no entrara alguien, en plena noche, y me cortara el
cuello. O algo peor. Así pasé mi primera noche: en el suelo, mirando al techo y
con una sonrisa enorme en mi rostro.
Hacia las 3 de la mañana, un
ruido consiguió que abriese el único ojo que tenía cerrado. En la penumbra vi
como una sombra, pequeñita, se deslizaba sigilosa por delante de mis pies…
hacia la cocina (que estaba en frente del living
room). Escuché ese sonido particular que hace el frigo al abrirse. Me
acerqué a gatas. En gayumbos y camiseta. Sin hacer ruido. Asomé un poco la
cara. Ahí estaba Fonsi, cuchillo jamonero en mano, cortando rodajitas de mi
chorizo de pueblo. Sin pan ni nada, cuando hay oficio, hay oficio. Volví a mi
lecho manufacturado. Me cubrí con las mantas (hacía un frío del carajo). Cerré esta vez los dos ojos y me dormí pensando: “¡Joder
con el Rocky Balboa de los cojones! Se ha equivocado de profesión, porque con
ese saque que tiene, hubiera derrotado en un mano-a-mano al mismísimo Retegui II”.
Fargo!! No me seas mamón y lo vayas a dejar!! muy bueno el blog che, llevo un buen rato riendome jajaja por cierto, soy tombard.
ResponderEliminarUn abrazo y nos vamos leyendo!!