jueves, 19 de junio de 2025

F219 - ¡Viaje con nosotros si quiere gozar! (Málaga) (y IV)

En mis tiempos mozos, allá por el pleistoceno, una banda liderada por un loco, irreverente y estrafalario Javier Gurruchaga cantaba:

Viaje con nosotros si quiere gozar

Viaje con nosotros a mil y un lugar

Y disfrute

De todo al pasar

Y disfrute

De las hermosas historias que les vamos a contar

Bailábamos al son de la música, rebosantes de juventud e ingenuidad. Copa en mano, hacíamos aspavientos y poníamos caras ridículas, en vaga imitación del enajenado tras el micrófono. Formábamos la comba junto al resto de los fiesteros parroquianos (cuando todavía podías agarrar cintura ajena sin acabar en el calabozo) llenos de sueños, creyéndonos inmortales, pensando que siempre tendríamos carita de piel tersa y mata de rebelde cabello.

Así se anuncian ahora las compañías aéreas. Con otras palabras, prometiendo felicidad, salto de colas, relax. Pague un poquito más acá, abone premium allá, firme donde reza ‘timado’ acullá.

La frustración aguarda en una maleta con ruedas.

Tuve que cancelar el vuelo de regreso a la ciudad norteña. Razones logísticas, nunca mejor dicho. Tema laboral. Básicamente, metí la pata hasta la ingle y con el vuelo original no llegaría a tiempo al puesto de trabajo.

Nuevo vuelo.

Más dinero al sumidero.

Sol de justicia en mi último día en Málaga, tapita de boquerones, pescadito frito, cerveza helada. Como si de un ritual se tratara. Siguiendo con mis rituales, usos y costumbres ─uno es la exageración con pelos y patas─ acudo al aeropuerto con casi tres horas de antelación. Lo sé, he de hacérmelo mirar por profesionales del sector: Organice su tiempo como la YoKasiTeKomo esa los armarios.

Da lo mismo, porto a Rebus en la mochilita, junto a Siobhan, Fox y el espíritu de Big Ger que todavía flota. Puede acabarse el mundo. Llevo la última novela de Ian Rankin.

Lectura, café, paseo, bocata de chorizo del Mercadona (hay que economizar en lo posible, los bocadillos del aeropuerto vienen envueltos en plástico y lucen invisible pegatina con leyenda: “Atraco a mano desarmada”).

Con la tontería casi es la hora de embarque.

Monitor chequeado mil trescientas cincuenta y siete veces. Puerta de embarque explosiva donde las haya: C4.

La fila es considerable. Las filas, contando la popular Priority. Pasajeros que cumplen la penitencia usual previa al vuelo, de pie, sentados contra la pared, tirados por el suelo. Dispuesto a fustigarme, cual picao de San Vicente, me pongo detrás del último penitente, en la cola normal, la barata, la del populacho. El chaval que me precede lleva el castigo como puede, móvil en mano; asiente cuando le pregunto por su posición. Las colas son a la española, todo un batiburrillo junto.

Viaje con nosotros y podrá encontrar

Atractivos monstruos que le sonreirán

Y disfrute del gusto que da

Y disfrute

De la amistad de sirenas y de serpientes de mar

Contemplo las maletitas que acarrea la gente. Ahí dentro caben dos camisetas y tres calzoncillos. Los primeros nervios llaman a la puerta. Menos mal que pagué un extra, me digo, para que la gordita azul supere la gestión. Tampoco es tan gruesa, además con la doble cremallera se estrecha un par de tallas, como si vistiera faja, la muy presumida. Las azafatas  ─dos chavalillas con la tinta del título aún fresca─ escudriñan cada bulto cual accionistas de la compañía. Tal vez lo sean, o quizá su empleo dependa de ello. De estar ojo avizor, cual águila real planeando sobre el despeñadero, a la espera de un cabrito despistado (qué grande, Félix Rodríguez de la Fuente y  “El Hombre y La Tierra”).

Llega mi turno.

La muchacha me observa como si le debiera dinero. En un acto reflejo me cacheo los bolsillos. Su veloz reojo a la valija azul no tiene precio. Chequea la tarjeta de embarque. El rostro impasible se endurece una miaja más, si ello es posible. Esta no es malagueña, pensé. Pero su acento me dijo lo contrario. El estrés, los tacones y la presión laboral causan estragos.

─Su maleta debió ser facturada, caballero.

Cuando recibo dicho trato echo a temblar. Es el usado por los motoristas de la Benemérita cuando bajas la ventanilla: “Buenos días, caballero, ¿sabe por qué le hemos parado?”.

─Pero… aboné un extra, como indica la página web ─respondo, mientras la primera gota de sudor surfea la sien.

Reservas el vuelo, online por supuesto. Lees: Compre este “paquete” para ahorrar tiempo y sustos y recargos. Lerdo, tú, compras el paquete. Ya no muestran la palabra ‘facturar’. La esconden insertada en una línea de minúsculos caracteres al pie de la página (me río de la letra pequeña en los contratos telefónicos). Donde advierte (la risa floja torna en carcajada ante el verbo inútil), que debes facturar 10 kg. Antes de embarcar, por supuesto.

                                               En su viaje los romances abundarán

                                               Y en sus brazos los dragones se arrojarán

                                               Serán suyos

                                               Marlène y Tarzán

                                               Serán suyos

                                               Quien compra nuestro billete compra la felicidad

Siguen la estrategia de las cuatro negativas a rajatabla:

No lo escriben con letra de tamaño normal.

No utilizan el verbo ‘Facturar’ cuando te ofrecen “el paquete”.

No desean que lo veas.

No quieren que sepas.

¿Servicio al cliente? ¡Mis cojones treinta y tres! como decía un maño de Spaniards.

Aguardan el despiste, el error del potencial viajero, y no con la majestad del águila sobre la ingenua cabritilla, sino como buitres negros ante la carroña.

Trato de no enfadarme. “Uno, dos, tres… diez…, campo de amapolas… ohmmm”, bisbiseo. La joven es una mandada, el último eslabón de la cadena de poder. Una pringada más, con sus facturas y su lista de la compra. Uno es currito, sabe de lo que habla. Pero los nervios, el calor, los sudores vienen de serie.

Según mi nueva amiga  ─uniformada, peinado impecable, morena malagueña de cabello y rostro, aroma de piruleta─: el sistema no permite facturar mi equipaje hasta que el vuelo esté “cerrado”. Eso dice, sin inmutarse. Rictus de capitán recibiendo novedades del sargento chusquero.

¿Cerrado?

Sí, literalmente ‘cerrado’.

Me hace aguardar detrás de su puesto, cual mueble viejo. Lanzo ojeadas a la pantalla, sus dedos teclean a toda velocidad. Soy un orangután enjaulado para el resto del pasaje que, realizado el trámite, desfila ante mí. Vistazos de morbo disfrazado de lástima. Pregunto a la azafata un par de veces, o tres. Sí, entendí bien. Debe completar TODO el embarque, y ya si eso, lo mío.

Ya si eso, mañaaaana. Me siento como el Mota en su sketch eterno.

Cuando ya parece que llega mi turno, un señor tiene problemas. Falta su señora (¡ojo!, no es posesivo, tan sólo es el ‘su señora’ de toda la vida, como lo sería el ‘su marido’ correspondiente).

Dama desaparecida −cuyo nombre completo puedo leer tirando por la borda toda la parafernalia de la protección de datos− junto a dos hijas adolescentes, que se acercan por el final del pasillo con una pachorra increíble; las crías, cabizbajas sobre los celulares, aunque no logren ustedes creerlo.

Yo, castigado, tras el mostrador, contra la cristalera. A falta de brazos extendidos y el libro-tocho IATA sobre la mano derecha y la última guía telefónica de Madrid sobre la izquierda.

La otra muchacha (no puede hacer “lo mío” en su ordenador, dice) ayuda a su compañera por cuyo discreto maquillaje resbala una gota de sudor. “Amiga, eres humana, ¡eh!”, pienso con cierto regodeo.

En realidad, toda la pantomima es un castigo, una humillación, una represalia; el recargo: un puto impuesto revolucionario, pienso contemplando el silencioso vacío de la “Gate”.

Soy el último ser humano sobre la Tierra, junto a dos robots-señoritas muy logrados; al fondo, la Estatua de la Libertad semienterrada en la playa (se me enmarañan los telefilms).

Escanean el código de la tarjeta de embarque (en papel, resisto ante la dictadura digital), me indican ─profesionales─ la línea de advertencia: donde se menciona lo de facturar 10 kilogramos.

─¿Una lupa tenéis? ─me salto el trato de usted, el protocolo y la madre que los parió.

─Son cincuenta euros de penalización ─responde la morena humanoide, dándome en todo el hocico.

Inserta la tarjeta de crédito en el accesorio, unido por un cable al ordenador (lo tienen todo arregladito). Me pide el código de seguridad, ese que NUNCA debes compartir con nadie. ¡A tomar por saco! Lo tecleo en SU terminal.

‘Tarjeta denegada’.

                                               Con nosotros viaja el sueño y la novedad

                                               La alegría, la sorpresa y el carnaval

                                               Todos juntos

                                               Iremos allá

                                               Todos juntos

                                               Quien compra nuestro billete, compra la felicidad

Me cago en todo el Santuario, aprovechando el buen humor del Hijo de Dios recién resucitado (mi santa madre me perdone).

Después de un breve diálogo, la ayudante me aclara que debo introducir las tres cifras que solían constar en la parte trasera, no el número secreto.

Trío de dígitos que ya no aparece en el reverso de la tarjeta bancaria ─medida contra los pequeños ladrones, contra estos grandes no hay medida posible─ necesitas entrar en la aplicación del banco, mediante el móvil, clave de seguridad, código de acceso y su prima de Calahorra.

Tiemblan mis dedos a modo de protesta, el sudor impide activar la pantalla. Voy a perder el vuelo, me abandonarán aquí como a unos zapatos viejos que canta el bueno de Sabina.

La voz dentro de mi cabeza susurra tres números, lo hace despacio, transmitiendo una calma antigua, con voz dulce, inconfundible, apenas recordada en algún sueño, una voz de maestra de primero de EGB (me ha perdonado la blasfemia).

Tecleo los tres dígitos.

─Tarjeta aceptada ─dice la azafata terrícola, o terrestre, o como se diga.

Miro al Cielo, una vez más, lanzo un beso mental.

La puerta de acceso está cerrada. Lo de ‘cierre del vuelo’ se lo tomaron en serio. Pregunto a las compañeras, ya casi de la familia, si me van a abandonar a mi bola una vez abran la puerta. Ya me veo embarcando un Lufthansa para Berlín.

Para mi alivio, la muchacha segunda dice que me acompañará. Temo que me coja de la mano.

Llego el último. Alicaído. Me siento el último mohicano. Más solo que Armstrong pisando la Luna con su ñoñez del ‘pequeño paso y gran salto’. Soy Adán con Eva enfurruñada. El bueno de Tom Hanks buscando, por todo el islote, su balón de cara sonriente.

Bueno, lo pillan, ¿no?

Frente a mí, una jardinera repleta de viajeros. Las puertas abiertas. Cientos de ojos fijos en mí. Si tuvieran sus dueños un par de piedras en los bolsillos ahí mismo me lapidan. Por tardón, por blasfemo, por pardillo.

Ante la muda hostilidad, una voz amable. Una voz que sonríe cómplice de los labios. La joven me recibe a pie de pista; el uniforme gris le queda grande, pelo rubio pajizo recogido en la nuca. Chispeantes ojos claros fijos en mí.

─¡Ay mi niño, que se me queda en tierra!

Subo al vehículo, mientras ella hace lo propio detrás del volante, sintiéndome un poquito mejor. A veces, una sonrisa, unas dulces palabras, una mirada risueña pueden con todo, vencen todo enfado… casi todo.

La bella Irlanda no merece tal representación.





viernes, 6 de junio de 2025

F218 - De colchones, cantantes y podencos (Málaga) (III)

 Las despedidas no se narran, se recuerdan en silencio, tras una sonrisa, un suspiro, una lágrima.

Regreso del aeropuerto en tren. Una vez lleno el corazón me dispongo a vaciar la mente. Es fácil, me digo sacando el móvil, y comienzo a deslizar pantalla abajo, pantalla arriba. Bien diseñado, el engendro del diablo, te abstrae de la realidad, te abduce.

Es un recorrido sencillo, puedes relajarte, todo recto, un puñado de paradas y me apearé en la zona donde se halla el piso turístico. Sí, otra vez, rendido a la aplicación BlaBlaFlat. Uno pobre no es, pero como si lo fuera.

Hago la ronda del adicto: paseíto por el emporio del Zuqueenberg; visita de la página de Amigos Internautas; enésimo vistazo al guasap por si algún mensaje fantasma (sin pitido) apareciera de la nada. Chequeo el correo electrónico, a pesar de no haber recibido un email personal en tres años, ocho meses y veintisiete días, así a ojo. Y vuelta a empezar. Añado las tonterías en tik tak: perros inteligentes, chuchos buenazos y bobalicones, todos compartiendo la mirada, limpia, generosa, mirada de: daría la vida por ti; gatos malvados, gatos perezosos, gatos egoístas a los que sólo falta cerrar la puerta en la cara de la dueña tras ser alimentados. ¡Nada que ver!

Se me está haciendo un pelín largo el trayecto. De reojo comprobé alguna de las paradas, con la tranquilidad que supone esperar la última: la que me corresponde, la parada final. Como la peli de sangre adolescente yanki: Destino Final: Málaga- Centro Alameda.

Nada, que no llegamos.

Ya mosqueado, apago el maldito aparato hipnotizador y me centro en la ruta. El tren aminora la marcha, una vez más.

No lo puedo creer. ¿Cómo es posible? ¿He entrado en un agujero de gusano? ¿He franqueado el umbral a otra dimensión? No me digas que tanto fantasear sobre el DeLorean me ha otorgado poderes.

Leo el cartel, lo releo, y vuelvo a leerlo. No – es – posible. Éste reza, insultante:

Aeropuerto.

¿Cómo Aeropuerto? ¡Hace veinte minutos salí del aeropuerto! ¿Dónde está la cámara oculta? ¡Me la quieren pegar, todo un montaje, colocaron un falso letrero! Ahora, una encantadora modelo aparecerá por el fondo del vagón, una morenaza made in Málaga, sonrisa Profidén, larga melena, con un ramo de flores y el muñequito Inocente.

La confusión se adueña de los primeros segundos; decido apostar por lo seguro. Por el sistema milenario: preguntando se llega a Roma, y supongo que al centro de Málaga también. Me dirijo a un tipo de aspecto sudamericano. Por el acento, al responder mis dudas con amabilidad, puedo asegurar de Colombia, en concreto del séptimo distrito de Bogotá (es coña). El joven luce uniforme de aerolínea, peinado impecable, una plaquita sobre el pecho grita su nombre: Brayan.

−No se me apure, señor, es muy común el equívoco −dice, acompañando sus palabras cantarinas con una sonrisa de: “Pobre viejo de pobladito”. Ante mi gesto de incomprensión, me lo explica.

Resumiendo, el convoy tras alcanzar la última parada (la mía, Alameda), comienza de nuevo el trayecto de vuelta (sentido Fuengirola), sin avisar, ahí a lo bruto. ¡Más madera! ¡Sálvese quien pueda, mujeres y niños primero! La megafonía debe de estar en huelga, con el apoyo solidario de los monitores en blanco. Y claro, si al menos el vagón se vaciara −como sería lógico al final del recorrido− te dirías: “Oye, aquí pasa algo raro: tren detenido, cero pasajeros; ¿Hellooo?, bájate”. Pero no. En ningún momento quedó vacío. Dice el risueño azafato terrestre que algunos pasajeros (con destino Fuengirola) prefieren subirse a contra sentido (hacia Málaga Centro Alameda) y permanecer en el vagón (ya pagado su tique) y así conservar asiento −cuánto daño hizo la novela picaresca−  aunque primero deban viajar una, dos, o tres paradas en sentido inverso. ¿Mande? ¡Están locos estos romanos!

Tuve que apearme y cruzar el andén, para abandonar el aeropuerto, por segunda vez consecutiva, aquella mañana.

Alcanzo el piso, tras una caminata en perpetua búsqueda de sombra. Se halla situado en un barrio periférico: cafeterías de toldo y terraza ofertando chocolate con churros, tiendas vendelotodo, lavanderías automáticas, pizarras sobre la acera muestran menús económicos, vecinos de amplio espectro cultural. Tras llamar al portero, me acoge un vasto portal de clemente penumbra; al fondo un ascensor −licenciado y con un par de Másteres en Historia− algo quejumbroso sube ocupado; cartelito incluido “Cierre bien la puerta”. Estoy en plan suicida, pulso el botón de llamada.

Llego acalorado, ¿quién me ha robado el mes de abril?, pienso, robándole la frase al Sabina, porque esto es puro agosto, que no me vacilen estos malagueños. Doy gracias por la ausencia de códigos, cajetines con forma de sarcófago, mensajes por móvil, secretitos de película barata. La muchacha que me recibe resulta simpática, habla con un acento que no identifico: podría ser malagueña, ceutí, uruguaya con ascendencia levantina… Me entrega las llaves en mano, clásicas, metálicas con dientecitos, las de toda la vida.

El cuarto es pequeño pero acogedor. Un adjetivo algo ñoño me viene a la mente: cuqui, como recién estrenado, a la par que funcional, con su ventana, escritorio, caja de aire acondicionado, ropero abierto de obra con baldas y perchas. Huele a jazmín, se encuentra limpio y fresco, tono blanquecino, decorado con gusto minimalista, unos  cuadritos por aquí, jarroncitos con dibujos por allá. Junto a la entrada, un adorno llama la atención: tres sillitas minúsculas adheridas a la pared, cerca del techo, sus respaldos a modo de colgador.

Mataría “con pistola de mentira” −qué grande, Fito− por una cerveza fría. Me aseo y cambio de ropa: pantalón pirata, camiseta y alpargatas. “Welcome to Spain, ugly guiri”, le digo al careto que me contempla tras el espejo.

                                                               Hay un tipo dentro del espejo

Que me mira con cara de conejo

Oye, tú, tú que me miras

O es que quieres servirme de comida

Del Sabina, a Fito para terminar con los Ilegales calentándome la cabeza… esa cerveza no es mero refrigerio, sino sustancia de primera necesidad.

Continúo deshaciendo la maleta, camisetas por aquí, calcetines por allá, gayumbos acullá. En ello estoy, visualizando la cerveza de bienvenida, en su jarrita helada, con las burbujas, su espumita, cuando oigo el toc, toc. ¿Visita sorpresa? ¿Servicio de habitaciones? ¿Un huésped graciosillo?

Abro la puerta, más curioso que un gato tras el visillo.

−Perdona, necesitamos un hombre. −dice la joven posadera.

−Ehhh −se niegan a salir las palabras. Ruego no estar lo colorado que temo.

−Sí, mira, ven por favor, necesitamos ayuda con un canapé.

Sigo a la muchacha hasta otro dormitorio. Allí, en efecto, hay un somier vuelto del revés, sus tripas de hierro expuestas. Otra chica me observa  −delgada, baja estatura, cabello negro y corto− su rostro inclinado, evaluando si pasaré el casting:  Bricomanía: hágalo usted mismo”.

Me explican la avería. En plena operación, Extraer Cama Supletoria, al sacar el somier, una de las patas plegables quedó tiesa cual asta de bandera, imposible devolverla a su posición doblada para introducir el artilugio en la caja. Y el nuevo inquilino está a punto de llegar.

−Lamento deciros que no habéis topado con el manitas de la Sala.

Se miran, en silencio.

−¿Qué sala? -dice la Directora de Casting.

−Ya sabéis… en las pelis… ante una emergencia: ¿Hay un doctor (manitas) en la sala…? −Los nervios boicotean el sistema operativo mientras añoro la mudez anterior. “Jorge, recuerda el salto generacional, ya no ven televisión ni van al cine”, trato de consolarme.

Las jóvenes me miran como las vacas al tren.

Me pongo a la faena, con ellas; más que erótico-festivo, un trío bricolajístico. Demasiados brazos para una pata de hierro. Imposible, no cede ni para un lado ni para el otro.

La desesperanza que leo en sus caras me hunde. Temo que fallé la prueba de selección.

−De veras que lo siento −digo, sonrojado también por el esfuerzo. De aquí me apunto al gimnasio, me digo. Menudo papelón que hiciste, Jorgito. Anda vete a leer un rato. Me abronco sin compasión.

La anfitriona me agradece el empeño con sonrisa destinada a ganador del Oscar Actor Principal, cuando siento no merecer ni constar en los créditos.

Regreso al lavabo, nuevo aseo, nueva camiseta. Toque de colonia.

Abandono la habitación, de forma absurda torno la llave con sigilo. A punto estoy de salir por la puerta principal de puntillas, irme a la francesa, sin despedirme de las chicas. Me doy media vuelta avergonzado.

−Voy a dar un paseo, lamento no haber sido de gran ayuda −digo, asomando medio cuerpo por la puerta.

−Tranquilo, de verdad, y muchas gracias. Discúlpame, te hice trabajar en vacaciones. Además, aquí Lunita lo ha solucionado. Extrajo la barra del tope a martillazos. Que sepas que no es mi amiga, se trata de otra huésped −dice ya riendo.

Luna, que no pesará cuarenta kilos en mojado, me mira con la indiferencia del vencedor, blandiendo un enorme martillo.

Antes de partir, colocamos entre los tres el gigantesco colchón, acto que trae una sonrisa a mi rostro, el premio de consolación.

En la puerta, Joaquina −la casera, que resultó hispano-argentina− me despide con gratitud, mientras me indica como rellenar los datos requeridos por ley. A su vera, un pequeño chucho que ha salido de la nada; gime, alza sus patitas, tratando de alcanzar mis piernas a modo de saludo. Es flacucho, pelaje cobrizo, ojos humanos (“Sólo le falta hablar”, pienso, recordando un similar podenco de mi infancia). De cuclillas, lo acaricio; se tumba tripa arriba dejándose hacer. Alzadas las patas delanteras, a ambos lados del hocico, como si fuera un bebé.

−Qué cariñosa es −digo al incorporarme.

−Se llama Canela.

En aquel instante, de modo inexplicable, supe que así bautizaría al perro de un relato aún por escribir.