lunes, 1 de diciembre de 2025

F233 - Sintiendo colores (Madrid) (y II)

Lo confieso, he pecado. Les mentí a todos ustedes. O más bien, no dije la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad (sí, crecí viendo pelis de juicios yanquis, y me enamoré de Ally McBeal). Lo que decía, no fui del todo sincero. Pero deben comprender que la primera línea escrita ─el primer párrafo─ es fundamental para captar la atención del lector. Para agarrarle de la pechera y decirle: “No te muevas, y sigue leyendo”.

Hubo otro motivo para mi escapada a los Madriles, un motivo más poderoso todavía si ello es posible que el modesto y personal homenaje a Reverte y su Capitán: un musical, El Rey León, en el teatro Lope de Vega.

Llevaba siglos escuchando: “¡Jorge, has de verlo, es impresionante!”, “A ti que te gustan los animales y los críos”. “Tú, que asistías a los estrenos de las películas de Disney, Pixar, Warner y demás: Aladdín, La Bella y la Bestia, Cenicienta, La Bella Durmiente, Tarzán y un largo etcétera”. “Tú, que lloraste en más de una, incluida la original de Toy Story”. “Jorge, debes ver El Rey León”.

Entre semejante presión entrañable y la sempiterna “amenaza” de su pronto retiro de la cartelera madrileña, no quise aplazarlo más. Siempre toda la vida aguardando la compañía perfecta para estos eventos, sí, hablo de “Ella”. Cómo no. Al final, uno ha de disfrutar consigo mismo, porque me ha dicho un gorrioncito que esto no para, que un día zas, te pican el billete. Agur, Ben-Hur, no más teatro, no más cine, no más libros.

Además, pensé. ¡Eureka!, eso es. Acudiré al gran musical, después me encerraré en el cuarto del hostal en su ansia hotelera pusieron escritorio, y, cuaderno y boli en mano, relataré lo allá acontecido, haré tal descripción del evento que producirá el éxtasis al más insensible de los lectores; expresaré sentimientos, transmitiré la magia que sube desde el escenario, tocaré los tam-tam, timbales, trompetas y demás instrumentos a través del teclado; llenaré la pantalla de colores, danzas, sonidos, y disfraces, y ustedes lo disfrutarán conmigo. Les hablaré de cada personaje, apuntaré sus nombres: Simba, Mufasa, Scar, Timón, Rafiki, Banzai, Pumbaa… y el resultado será tan brutal, de tal exactitud, que la mismísima Disney me amenazará con una denuncia millonaria (en dólares) por plagio e intento de explotación de idea artística.

Pero, a veces casi siempre el que dirige el cotarro guarda, bajo candado, en su cofre misterioso otros planes y, sonriendo, extrae la goma Milan 430 y hace un borrón con tu boceto mental.

Nada más posar la vista en ellos, supe que ella secuestraría la próxima Fargadita.

Llegué con suficiente antelación una vez agonías, siempre agonías esperé la extensa fila; por suerte, la cosa iba ligerita. La noche madrileña luce espectacular. Primeros adornos navideños, luces de colores, villancicos; gentío por todas partes, como si no tuviera casa. Risas, griterío, niños por las aceras. Libertad, que diría aquella. Chavalería de punta en blanco, buscando emociones, aventura, pedacitos de vida sin saber que ese instante será recordado para siempre. Y añorado tanto, tanto… que, dentro de veinte, treinta años les dolerá como un miembro amputado.

Anfiteatro. La butaca, afortunadamente, se halla cerca de la puerta de acceso. Me acomodo con el debido tiempo. Hago un par de fotos con el móvil, de postureo y pretendido recuerdo (que borraré en unos meses, cuando el cacharro empiece a dar la murga: memoria al 98 por ciento). Apago el invento del maligno, y aguardo a que den la consabida voz: ¡Todos a sus localidades que esto empieza!

Un trío peculiar enfila la hilera de adelante. Dos mujeres, veteranas, con el cabello corto y de diversa tonalidad blanquecina: uno alternado con vetas grises y el otro totalmente blanco. Ambas de baja estatura, la de cabello albino un poco más alta. Y el tercero en discordia: un gentleman. No se me ocurre mejor descripción, porque son británicos al cien por cien. Apostaría todos mis libros. Tipo alto, fino, cabello pajizo y escaso en la coronilla, de ojos claros y sonrisa complaciente; luce camisa sin corbata y chaqueta tweed de color beige. Entonces, recuerdo y añoro y lloro la ausencia del gran Javier Marías, quien lo habría descrito a la perfección. Toman asiento por orden de estatura, ¿adivinan ustedes quién lo hizo delante de mí? Exacto, el larguirucho y arrogante caballero. En fin, cosillas del directo. Habrá que menear la cabeza para esquivar el obstáculo. Ya sabía yo que pillar la butaca número trece (solitaria en la pantallita) no era una buena idea, y aún peor siendo martes. ¡Cachis la mar! La cabeza del británico me roba un pedacito de escenario. Espero que los saltimbanquis estos se muevan lo suficiente (los artistas, digo) y así no pierda mucho espectáculo.

En ese momento, entran ellos Ella por la misma puerta que yo utilicé.

Una chica y un chico. Les llamaré Lucía y Sebastián. Jóvenes, no creo que alcancen los treinta y cinco años. Bien vestidos. Una chaqueta oscura, él. Un plumífero largo, ella. El varón es más alto, delgado, pobre de cabello. Protector, lo intuyo desde el primer minuto. La acompaña con mimo. Ella, con linda melena castaña, se deja llevar, confiada, agarrando su codo. Camina despacio, con la mirada hacia adelante, no mira hacia el suelo, ni a la gente. Se deja hacer. Entonces, lo comprendo todo. Lucía es invidente, o padece muy reducida visión.

Localizan sus butacas, a mi izquierda, al otro lado del pasillo. Toman asiento. No puedo evitar seguirles con la vista. Lucía, junto al pasillo, a su izquierda Sebastián. Se quitan los abrigos.

Lucía parece tranquila, relajada, pero sus manos la delatan. Revolotean aquí y allá como golondrinas buscando hueco bajo el alero. Sin embargo, abre el bolso-mochila, extrae un termo de agua, esos modernos que mantienen la temperatura blanco, adornado con florecillas, lo desenrosca, bebe pequeños tragos, vuelve a poner el tapón, introduce la botella y cierra la cremallera; todo ello con unos movimientos tan precisos que recuerda a las muñecas hiperrealistas tan en auge en los videos propagandísticos de la Inteligencia Artificial. Ni un temblor, ni una duda, los ágiles dedos haciendo su labor con una seguridad aprendida, entrenada… necesitada. Quedo admirado, yo que a veces necesito tres intentos, o más, para poner el estúpido tapón a la botellita de plástico (y peor ahora, desde que algún bobochorra de traje, aipad y poltrona en Bruselas decidiera fijarlo a la botella, complicando la maniobra).

Continúo echando algún vistazo que otro a la joven.

A cada movimiento, una mano acompaña a la otra, como si la escoltara de alguna forma. Palpa el reloj modelo Smart lo acerca al rostro como si pudiera ver un poco, toca la pantalla y lo aproxima al oído. Tal vez para que el aparato le informe de la hora o transmitirle algún mensaje por audio. No parece nerviosa, pero se acaricia una mano con la otra. Concretamente el pulgar de una sobre la palma de la otra, dibujando pequeños círculos. Un gesto (compruebo sorprendido) que pertenece a otra persona que conocí hace unos años, en otra vida. Ésta lo utilizaba para serenarse, para dejar aparcada la ansiedad interna.

Se apagan las luces, tras el consabido aviso por megafonía (anuncio con el acento característico de una mujer con raíces africanas). Justo antes, un joven, de piel oscura y musculado paseó un cartel por los pasillos: “No está permitido tomar fotografías ni realizar ningún tipo de grabación”.

Comienza el espectáculo y el mundo se detiene.

La obra, sencillamente espectacular (a pesar de la riqueza de nuestro idioma, no hallo las palabras para describirla con justicia, mea culpa). Tanto colorido, danza, personaje y movimiento que hay veces que no sabes donde posar la vista. Todo envuelto por aquellas melodías que ejecuta la orquesta produciendo mil y un sentimientos. Incluso logra que me olvide un poco de la pareja. A mi pesar, lanzó algún que otro vistazo a la izquierda. Lucía dirige el rostro, ligeramente inclinado, hacia el escenario. Sus manos permanecen quietas, una sobre la otra, sujetando el bolso sobre su regazo. Sosegada, con su chico amado, sorbiendo vida, sintiendo colores.

Y yo preocupado por una ínfima parte del escenario oscurecida por una cabeza. A veces, la vida te da un bofetón con la mano abierta, mostrándote cómo otros pelean en condiciones bastante peores sin detenerse a lloriquear por sandeces.

Tras el intervalo ─aprovechado para estirar las piernas y pasear por el corredor; lo de acceder al servicio hubiera puesto en riesgo de suicidio al Santo Jobcontemplo, agradecido, que los súbditos de su Graciosa Majestad han tornado puestos; supongo que el gentleman no soportó el pitido de oídos causado por mis maldiciones mentales, y tomó asiento en el extremo. Durante el segundo acto, contemplo el escenario en su totalidad, a la perfección. Entonces, miro de soslayo a la joven, Lucía, sus manos permanecen quietas, una consuelo y escolta de la otra. Observo a Sebastián, quien constantemente se asegura de que ella esté bien, que inclina su cabeza para susurrarle algo, palabras de amor, descripciones del escenario y de los artistas, promesas de íntimos lances… O, al menos, así me gusta interpretarlo.

¿Aprendiste algo hoy? Me pregunto, colocándome la chaqueta al pisar la acera, aún con la emoción por la obra, por algo más impregnándome el pecho y aguando mis ojos. Lo mencionado, en ocasiones, la vida te suelta una colleja para que ceses de quejarte por ñoñerías, que si mis piernas, que si los pies, que si la espalda…








viernes, 21 de noviembre de 2025

F232 - La vida son canciones (Madrid) (I)

Cada cual es dueño de sus propias locuras. Unos se dejan la vida corriendo maratones, otros ven las ocho temporadas de Juego de Tronos en una sentada, incluso los hay que permanecen veinticuatro horas en la calle para entrar a un concierto de los Backstreet Boys. Yo planeo visitar la tierra del Capitán Alatriste para leer las últimas páginas de su postrera aventura: Misión en París.

Lo suyo sería hacerlo, al calor de un vino peleón, en la taberna del Turco, pero temo que el garito habrá cerrado sus puertas desde el siglo XVII. Optaré por explorar las callejuelas que Diego recorrió en numerosas ocasiones, pasear por el barrio de las letras donde Lope de Vega y Quevedo obtuvieron inspiración. Imaginando cómo se verían, durante aquel tiempo, los angostos callejones con adoquines relucientes de lluvia, en penumbra apenas quebrada por la luz amarillenta de una antorcha sobre la puerta de la cantina, deseando a la par que temiendo vislumbrar una figura embozada en la boca del callejón.

Así que, aprovechando que el Ebro pasa por Logroño y que dispongo de unos días de asueto: fruto de sudor entre cajas, sacos y paquetes lleno mis alforjas con ropajes y viandas, me acicalo y, a falta de buen caballo, monto en un tren Alvia destino Madrid, destino a la capital del imperio, sí aquél donde antaño no se ponía el sol.

Sé que obra de semejante título habría exigido viajar a la capital gabacha, disfrutar el final a orillas del Sena, hojearla contemplando las torres de Notre-Dame, incluso alojarse en la posada donde la bella y peligrosa Angélica de Alquézar recibió al joven Iñigo Balboa, o quizás acercarse a la Rochelle e imaginar las murallas, los diques, las tropas reales francesas cercándola… Sin embargo, el atolondrado capricho supera el presupuesto de un insomne currito; además, visitar París la capital del amor en solitario resultaría triste y patético, como si Íñigo fuera citado por Angélica para uno de sus tórridos encuentros y ésta le diera plantón. Menuda bajona, que dirían en Vallecas.

Al apearme del tren, no logro silenciar el estribillo, instalado cual okupa en mi cabeza desde que adquirí el tique de tren, fruto del vermú-noviembre-veraniego amenizado por un grupo flamenquito en la ciudad norteña:

Nos fuimos pa Madrid (y sin remordimiento) olé

Como un deseo infantil buscamos una pensión para comernos a besos

Sí, sí Madriiid, y sin remordimientooo

Como un deseo infantil buscamos una pensión

Para unir nuestros cuerpos

Con semejante banda sonora de El Barrio templando el alma, dejé mi gordita azul en el hostal de la calle Atocha la maleta, no una pitufina rellenita y me lancé a recorrer las callejas adyacentes, tal vez buscando la taberna del Turco, quizá cualquier taberna donde sofocar anhelos y memorias con cerveza.

Es curioso, a veces hallas lo que persigues en el lugar más inesperado. Entras en una tasca que anhela lucir moderna el eterno querer y no poder─: camareros jóvenes, tatuados y taladrados (uno de ellos guiri-vikingo para darle el toque chic ansiado), decoración vistosa, altavoces de última generación. Y allí, entre el olor a calamares y encurtidos de lata, pides una caña, distraído, y al tercer sorbo reparas en la canción que flota en el bar, casi vacío. Loquillo, confesándonos que siempre quiso huir a ele a, cruzar el charco, escapar de Barcelona, con su chica del brazo. A ver, solo el muchacho tampoco iba a fugarse, no fastidien.

El sabor de la cerveza se intensifica, por arte de magia, incluso el local huele mejor y los camareros empiezan a caerme simpáticos. Entonces, a falta del último sorbo, veinte de abril del noventa, hola chata, cómo estás. Acabáramos, “Eh majo, ponme otra caña, pero una de verdad, no la mariconada esta. Una como las del norte”. Y el mozo trae una doble acompañada de una minúscula cazuela de garbanzos con chorizo, y la cucharita correspondiente.

Si no existiera Madrí, habría que inventarlo.

Y siguieron: Rebeldes, Extremoduro; Sabina y su Madrid de ambulancias blancas y chavalas que ya no quieren ser princesas; la chiquillaaa de Seguridad Social; Fito y su soldadito marinero que también quiso jugar pero le pilló la guerra; y entonces: yo digo salta, salta conmigo, digo salta, salta conmigo, saltaaa de Tequila (les juro a ustedes, tuve que agarrarme al mostrador para no obedecer dando saltos, cañón en mano, como en los viejos tiempos de bares, luna y rocanrol), seguido de la cantinela de mi vida, esa canción “autobiográfica” que cada cual lleva prendida del alma:

Soy bastante deficiente

Me gustaría ser feliz

No tengo cuenta corriente

Dime, qué puedo hacer por tiii

Y ahora sí, vaso en ristre, con Leño surcando las venas, me bajo del taburete y a grito pelado canto penas, recuerdos y estrellas ante los sorprendidos camareros.

De ahí, charla de barra con el chaval el guiri inserta monosílabos y sonrisas mientras limpia copas nos contamos la vida, arreglamos el universo que está hecho unos zorros, nuestro país en particular y el panorama musical en general. Él, natural de León, casado con una madrileña, a la espera del primer cachorrillo. Un servidor, riojano de pura cepa, soltero y residente en la ciudad blanca del silencio.

¡Muerte al reguetóóón! ¡Aúpa Estopa! me vengo arriba.

¡Al infierno el autotúúún! ¡Larga vida a Café Quijano! se anima el camarero.

¿Para qué los psicólogos habiendo hosteleros?

Confieso que regresé al hostal con risas anegando ojos y lágrimas el alma, todo ello en modo piloto automático. Ni siquiera requerí asistencia de mi querida señorita del guguelmaps, las carcajadas que se hubiera echado, la muy.

Mediodía, y yo sin echar sólido al estómago, excepto un par de tapas, y con la carga ladeada que diría el Reverte. Por fortuna, la recepción consta de servicio veinticuatro horas (con alguna escaqueada comprensible). Pulso el timbre del portero automático porque las cifras del dichoso y omnipresente código panel con teclas junto a otros cuatro más bailan dentro de mi cerebro. Eso, o juguetean al pilla-pilla. Una de dos. Las memoricé utilizando una regla nemotécnica, ya me conocen, que si una cuenta en particular, una fecha memorable, etc. pero los numeritos no paran su danza. Alumbra la cámara insertada. Ñiiic, suena. Franqueada la entrada, opto por las escaleras porque no me fio del ascensor, una jaula de barrotes negros que se burlará de mí entre chirrido y chirrido: “Ja, ja, ja un perdedor a bordo”. Tan sólo dos pisos, sobreviviré. Pasillo largo como sábado con suegros: cuadros y lamparitas lo más cuqui, de hostal con ínfulas y precio de hotel; por fin, la esperada puerta 215. El dichoso código, de nuevo, esperaaa, un momenticooo; extraigo móvil y gafas de viejo, abro Notes: 95714, catorce de julio del noventa y cinco, a la inversa. El Pobre de mí del año más triste. ¡Eso era! ¡Cómo pude olvidarlo!

Mediante dos sacudidas arrojo las zapatillas al rincón y me tiro de cabeza sobre la piltra, blanca impoluta, con doscientos treinta cojines y almohadas que tiro, uno a uno, al suelo. Agotado de brazos por tal esfuerzo, cierro los ojos, ansiando cese el vaivén y lleguemos a puerto. “Me pusieron un colchón de agua ochentero”, pienso de manera absurda… Y entonces, reparo en algo:

¡Mierda, olvidé preguntar al camarero por la taberna del Turco!


        

                                   






 



sábado, 8 de noviembre de 2025

F231 - ¿Otra de miedo?

Doblé la esquina y confirmé mi error. El orgullo, junto a una dosis de somnolencia, ganó el pulso al instinto, a la cautela.

Mejor se lo cuento desde el principio.

Segunda madrugada laboral, martes (el día más estúpido de la semana). Todavía olía a verano, más bien al ozono previo a una tormenta veraniega, a pesar de que el otoño pedía ya paso. La víspera tuve que aparcar el viejo coche a un par de manzanas de distancia, más allá de la zona habitual.

Citar ‘madrugada’ no se debe a una mera expresión; cada cual se busca las habichuelas como puede ─o le permiten─ y a uno le cayó el premio gordo, ése que cobras a cuenta de ir a trabajar antes de que pongan las calles. Madrugada de libro de texto: para que se hagan ustedes una idea, el despertador comienza a dar la tabarra (modo vibrador del móvil, para no fastidiar a todo el bloque), cuando los niños de Weapons ─gran película─ se están poniendo los calcetines para salir corriendo como posesos. Menudo susto, me digo, salir del portal y ver a una panda de mocosos corriendo con los brazos hacia atrás, estilo avioneta, y los ojos en blanco, bajo la luz de la luna. ¡Demasiados videojuegos!

Pero aquella madrugada me aguardaba otro tipo de susto, más mundano, palpable; incluso aromático. Entonces reparas en algo que se te resiste cuando tienes pesadillas y sudas entre las sábanas: no debes temer a fantasmas, poseídos, zombis desharrapados, vampiros y demás calaña. Hay que tener miedo a las personas. Las mismas que visten pantalones y calzan sus pies, incluso se peinan. Los primeros no te causarán daño alguno.

Es un barrio joven, obrero; un barrio de padres modernos ─aros en ambos lóbulos, ellos; tatuajes varios, ellas─ y nenes de pelo revuelto tumbados en la acera (no dejes que la disciplina te estropee el titular de la tolerancia); un barrio donde la revolución se hace en forma de vermú dominical por la calle y alguna caminata popular con eslóganes manidos, pancartas agujereadas y mucha bandera; un barrio tranquilo; de acuerdo, hubo un tiroteo entre clanes (del extrarradio) hace unos meses, pero tan sólo para darle vidilla a la asfixiante monotonía que nos envuelve tan lejos del centro. Lo normal es que uno se levante a trabajar a cualquier hora de la madrugada y no le suceda nada digno de página de sucesos, nada más allá de pisar una cagarruta o esquivar algún borracho monologuista, con muchas pintas de cerveza encima, y sin pinta de gracia.

Madrugada encapotada, y oscura, esto sí, gracias a las políticas modernas y salvadoras del planeta (qué más da la seguridad del ciudadano), donde las farolas dan el mínimo de luz (amarillenta como en tiempos de Dickens) para justo merecer la denominación de farola. A esto le sumas la exhibición de jardines (cientos de ellos) cual set de película del Vietnam (acojonado voy entre las zonas verdes, siempre ojo avizor, no vaya a saltar un vietcong a tocar las narices, machete entre los dientes). Vamos, que la ciudad, este año entrante, busca la denominación más preciada, mucho más que la antaño conseguida, busca ser nombrada: Jungle Capital de Europa. Estamos a un par de árboles caídos de conseguirlo.

Camino algo empanado, es el único adjetivo que cuadra. No son horas, me digo. Ni un alma por las aceras, limitadas gracias al poderío vegetal que pretende invadirnos poco a poco, hoja a hoja. Visto uniforme de trabajo, vistoso a no poder más. Porto un paraguas plegable, y una bolsita con objetos de escaso valor, pero el omnipresente móvil es eso: omnipresente. Qué remedio, si nos están haciendo papilla la vida y nos la introducen a cucharadas a través de la pantallita. Prueben ustedes a realizar cualquier trámite sin el endiablado aparato. Además, en caso de incidente en trayecto, habría de pedir ayuda, contactar con el jefe, esas cosillas. Lo dicho, móvil, cuatro perras y documentación. Lo básico. Pero es lo Mío básico. Sin ello, te fastidian la vida por una temporadita. Lo sé por experiencia.

Me aproximo a la esquina y lo oigo.

Ruido, voces, alguna risotada. Oigo gente. Seres humanos (aún desconozco el grado de humanidad, y ahí está el intríngulis). El chivato salta, la alarma pita, el color rojo ─sangre, peligro, frenar─ ilumina el interior de mi cabeza. Son apenas unos segundos, pero yo lo sé. Y uno jamás podrá engañarse a sí mismo, por mucho empeño que ponga.

“No gires la esquina”. Asómate si lo deseas, echa un vistazo, si no lo ves claro, da la vuelta a la manzana, el coche está ya cerca. Vas sobrado de tiempo. Y todo eso… dice la vocecita.

Pero entonces, otra voz sale a escena, la voz cabrona, la que te halla la gloria o te busca la ruina: “Es MI barrio, no pienso esconderme en MI barrio, ya sean las tres, las cuatro o las seis de la mañana”. La prudencia siempre fue tildada de cobardía.

¿Qué puede ocurrir un martes?

Giro la esquina.

Vislumbro un grupo al fondo, pero ya es demasiado tarde para todo. Es más, si huelen tu miedo y advierten que varías la ruta… el desenlace podría empeorar.

Sigo caminando.

Queda mínimo espacio de tránsito, muro del edificio a un lado, selva negra al otro (sólo faltan los monos, saltando entre lianas, buscando a Tarzán).

El grupo de jóvenes ─edad confusa por la distancia─ se sitúa dentro del recoveco de una puerta trasera de garaje ─ peatonal, sucia, pintarrajeada─; guarida que suele ser utilizada por los amigos del humo y alcohol del bar próximo. Bar de horario especial, con máquinas de juego, camareras valientes y clientela de todo pelaje. Conozco a muchos de sus miembros, son vecinos; gente de barrio, inofensiva si no le das motivos para lo contrario.

“Serán estos”, pienso, visualizando rostros de la pandilla habitual, gente de cañas, porros y apuestas. Me saludarán, beodos, como en otras ocasiones, mostrando curiosidad, vacile, y un respeto que, a su pesar, no logran disimular: “¿Vas a currar ahora?”, “¿Eres bombero, o qué?”.

No son ellos.

Entonces lo veo. Más bien él me “ve” a mí. Mejor aún, me “siente”, me huele, puesto que muestra los cuartos traseros en mi dirección.

Es un perro bautizado como raza peligrosa. Me río yo de las denominaciones, se trata de un can que puede ser un peluche ─suelo acariciarlos por la calle─ o un auténtico hijo de perra (en sentido letal). Todo depende del sujeto al otro lado de la correa.

Pero no hay correa.

La bestia gira su poderosa cabeza. Me detengo por un segundo. Aquello no pinta nada bien. Agarro el paraguas con firmeza. Bien das al botoncito y te protege de las cuatro gotas que amenazan, o bien te sirve de porra improvisada. Rezo por lo primero.

Me hallo demasiado cerca para abortar cualquier opción que no sea continuar andando. Si doy media vuelta corro el riesgo de atraer al perro.

Son muchachos. Unos cinco o seis. Mi cerebro está ocupado en vigilar los movimientos del chucho (sin mirarle a los ojos, y sin dejar de mirarlo). La penumbra no ayuda. Cerebro demasiado liado para “contar cabezas” ─así decíamos en la guardería de Edimburgo, a la hora de chequear los peques dispersos (jugando unos, escondidos otros) por el patio: Counting Heads─. Sí, lo sé, un símil brutal, absurdo, pero al teclear resucito aquellos segundos de tensión, incluso transpiro. Chavales, decía, junto a la pared, no mal vestidos ─al otro lado, un patinete eléctrico tirado sobre la hierba─; el olor dulzón del hachís me alcanza antes que sus voces; parlotean en un idioma que a estas alturas no suena extraño. Aspecto magrebí, norteafricano, marroquí (quién sabe, podría ser argelino), elija el lector el término que menos castigue su conciencia, o ideología; o hagan como yo, escoja el indicado por el Diccionario de la lengua española de la RAE, moro: “Natural del África septentrional frontera a España”.

El bicho gruñe, se acerca. Protege SU territorio, instrucción grabada en los genes, en su memoria eterna. Para mi alivio observo que lleva colocado un bozal. Algo rudimentario, consiste en una cinta ancha y negra que rodea el hocico. No bajo la guardia; esa cinta ─me digo─ es de quita y pon. Cruzo todos los dedos de pies y manos porque nadie la retire.

¿Miedo? Lo cierto es que no lo tuve. Tratas de bloquear tal concepto, centrarte en salvar la situación, en alcanzar tu coche. Pero la adrenalina va por libre, a su bola.

─Oye, coge al perro, por favor ─digo, al más cercano, en tono tranquilo y amigable, con permiso de los nervios. Son cinco, o seis, y un perro chungo. Me repito, apretando el maldito paraguas. Y no tienes veinte años, ni treinta, ni siquiera cuarenta para correr o pelear, subrayo sin necesidad.

─¡Perdonna, amiggo, perdonna! ─dice, echando mano al collar del animal. Los demás se limitan a observar, pasándose el canuto.

No parecen canallas, peligrosos, delincuentes; de nuevo, elija usted lo que prefiera. Su origen no importa demasiado, lo que importa es el tipo que llevan dentro. Puede ser moro malo o moro bueno ─al igual que hay riojanos bondadosos y riojanos hijosdeputa─ incluso pudiera ser un moro bueno atravesando un mal día. Sencillo como la propia vida, ésa que gobernantes y políticos desaprensivos se empeñan en complicarnos.

Espacio angosto, entre el grupo con el perro y la selva de patín presente. Me arrimo a la vegetación asilvestrada ─es lo que tiene que un pitbull malcriado te enfile─ tratando de no perder la compostura. Sin humillar, ando erguido, miro al frente como un torero en pleno paseíllo. Uniforme cual traje de luces… o capote.

El perro se suelta, tal vez atraído por semejante colorido.

Salta hacia adelante, contra mis piernas. Tiene fuerza el jodido. Me empuja con patas y hocico, como si pretendiera derribarme. Así lo imagino, tirándome al suelo, después con una pata retira el bozal, sonríe, y clava su potente dentadura en mi cuello.

¿Miedo, yo?

─¡Agárralo, joder! ─no puedo evitar el vozarrón, marca de fábrica, junto a la cara de mala hostia.

Hay un momento de silencio que vale por tres. Incluso cesa el fumeteo.

Perdonna perdonna amiggo ─repite el tipo, de carrerilla y pobre de léxico, sujetándolo con firmeza.

Continúo caminando. Intento no mirar por el retrovisor virtual. Veo el coche, está ahí cerquita. A escasos cincuenta metros.

Treinta.

Quince.

Entro en el vehículo. Tentado de gritar: “¡Casa!”, al igual que hacíamos de críos, cuando tocabas el árbol designado y los malos ya no podían pillarte. En su lugar, hago algo que jamás antes había hecho, ni siquiera en los semáforos del Madrid nocturno, ni en los barrios chungos de Bilbao, tampoco en aquel viaje a tierras francesas para mí desconocidas: presiono el botón de cierre automático, en el salpicadero. Incluso antes de introducir la llave de contacto. Puertas bloqueadas. Arranco y comienzo la maniobra para salir del estacionamiento. Si bien antes, echo un último vistazo al Club de los Cinco ─o quizá seis─ y su adorable perrito.

¿Quién dijo miedo?




 

 

viernes, 31 de octubre de 2025

F230 - Marquitos y El Reto

Hoy es un día especial, no tecleo con la taza quijotesca a mi vera. Sustituí el café por un caldo que sorbo, a ratitos, de un bol amarillo. Sopa de calabaza. Un pequeño homenaje a Erika, que la adoraba: Edimburgo, anochece temprano, último día de octubre; luz mortecina entrando por el ventanal del living; chimenea eléctrica con sus falsos tronquitos incandescentes; aroma de calefacción, pan tostado y mantequilla. “Así huele la felicidad”, me decía yo, todo moñas (antes de que la realidad ─que negaba ver─ tirase a dar. Pero esa es otra historia, más triste que terrorífica).

Tal noche de Halloween, les decía, Erika narraba leyendas, en perfecto castellano, y luego nos acostábamos, abrazados bajo el duvet, muertos de miedo. Su amiga Kate, también neozelandesa con quien realizó un viaje por el norte de España una noche de estrellas, luna y hoguera le contó la historia de Marquitos, un niño riojano de un pueblecito en la sierra de Cameros. Y Erika la compartió conmigo:

El mes de octubre, del año mil novecientos ochenta y uno, llegaba a su fin comenzó, teatrera.

Ante mi risotada, su dulce voz tornó seria, profesional, tirando a siniestra:

“… Marquitos ya lo había decidido, quizá fuera la primera decisión seria que tomaba en su vida. La primera decisión de sus nueve años, casi diez. En realidad, eran dos decisiones, una consecuencia de la otra. La primera: iba a aceptar El Reto, harto ya de Manuel que no hacía sino burlarse de él y llamarle enano y cosas peores. Manuel le llevaba tan sólo un año, pues había repetido curso, pero era grande como un torreón, lucía pelusilla en el bigote y parecía mucho mayor. La segunda ocurriría la noche de su cumpleaños el treinta y uno de octubre tras todas las celebraciones, le diría a su madre que no le llamara Marquitos nunca más: ya era un hombre, un chico mayor de diez años; sería Marcos para todo el mundo. Lo recalcaría con el hecho de no darle, a partir de entonces, el beso de buenas noches. Esto, por dentro, le daba más miedo incluso que El Reto y, sobre todo, pena. Le hacía temblar un poquito, notaba mariposas en el estómago, porque, secretamente, le encantaba dar besitos a su madre y que ella le hiciera mimos. Pero debía ser fuerte, en unos días sería mayor. Diez años, dos cifras, nunca más dejaría que le llamaran con diminutivo.

¡Está decidido! dice, tratando de infundirse valor.

Lo que ignora Marquitos es que la noche elegida su madre derramaría lágrimas, también bajo secreto, después del no beso, y se aferraría a la almohada como nunca antes lo hizo. Y se acordaría de aquel feriante esmirriado que le robó el corazón durante las fiestas del pueblo hace diez años, dejándole un regalo que mantuvo envuelto en su interior durante nueve meses. Él nunca llegó a saberlo, se fue en busca de otros festejos, de otras muchachas. Para qué tratar de localizarlo. Ella sola podría con todo. Para más inri, el niño salió clavado al padre: flacucho, pelirrojo y con pecas alrededor de la nariz, incluso el remolino del flequillo era marca de la casa. Con dicho aspecto, podría haber nacido en Escocia, pero el padre era natural de Cádiz. Por el contrario, mostraban caracteres totalmente opuestos: el padre, dicharachero, valiente y fanfarrón, poseía aquella gracia innata que la conquistó. Su hijo, callado, temeroso y humilde y, temía ella, soso para las mocetas. Una broma del destino. En parte, sentía cierta carga de culpa, la ausencia de la figura paterna hizo que ella lo cubriera de besos, carantoñas y una coraza invisible. Y el pobre salió flojo, como decían en el pueblo.

Pero, sobre todo, a su mente acudía la figura del mejor amigo de Marquitos:

¡Maldito seas, Manuel Torrecilla! ¡Maldito seas! dijo entre dientes antes de dormirse.

Sabiendo que sólo él cabía ser el motivo de tal decisión. El muchacho artífice, entre otras hazañas, de contar a su chiquillo que los Reyes Magos en realidad eran los padres: “En tu caso, tu mami”, añadió el monstruito. Sin embargo, sabía que no era justa con el chaval, el mejor amigo de su hijo, leal como un perro, siempre protector, aunque con pocas luces.

Manuel había contado a su amigo un chisme jugoso, uno de tantos en un pueblo de escasos habitantes y largos inviernos. Decía que los mayores de octavo curso solían saltar el muro del cementerio la noche de Jálogüin (una fiesta de los americanos, decían, que aparecía en las películas y empezaba a tomar forma en España). En el interior, recorrían las tumbas, la mayoría de la vieja usanza, en la tierra negruzca y húmeda característica de la zona, aunque, según el alcalde, pronto añadirían nichos de cemento, “de los modernos”, fueron sus palabras, algo eufóricas, como si el sepelio fuera parte del programa de las fiestas patronales.

Entonces, continuó Manuel, gastaban bromas y se escondían, tratando de asustarse unos a otros, y al final, cansados de semejante conducta infantil, decían, fumaban unos pitillos y miraban fotos de revistas con tías en bolas. Manuel, con ojos brillantes, dijo que una de esas revistas permanecía escondida, tras una lápida resquebrajada, al fondo del recinto, cubierta por una piedra grande y plana, junto a un paquete de Ducados y un encendedor de plástico amarillo, “según mis fuentes ultra secretas”, añadía para darse importancia. Y él conocía el nombre y apellidos del difunto que yacía en aquella fosa.

El Reto consistía en saltar la tapia del cementerio durante la noche de Halloween, antes del toque de queda impuesto por sus madres a las diez de la noche por ser una “fiesta especial”, aunque a ellas no les hacía ni pizca de gracia la mamarrachada yanqui, lo veían como una ofensa contra la sagrada fecha próxima: Todos los Santos.

El Reto: superar la barrera de piedra, localizar la tumba, fumar un cigarrillo entre los dos (Manuel le decía que no tendría agallas a dar una mísera calada, que él ya sabía fumar, que le birlaba Güinstons a su tío Alfredo durante las comidas familiares). Y por supuesto, ver el contenido de aquella revista. Las rodillas de Marquitos temblaban sólo de imaginarlo, temeroso de acabar en el infierno y al mismo tiempo excitado: ¿qué contendrá? ¿habrá sólo tetas? ya ha visto alguna, siempre de soslayo, en el calendario del taller de Tino, que les permite inflar los neumáticos de las bicis ¿o mostrará ESO también… lo de abajo?

Aquella noche, la luna, perezosa, apenas iluminaba; los dos amigos portaban una pequeña linterna y sendos verdugos de color marrón oscuro no tenían negros que decidieron quitarse porque no hacía frío y parecían estúpidos. “Con jersey negro y pasamontañas, si nos preguntan, diremos que vamos disfrazados de atracadores de bancos. Aunque mi padre dice que los que producen terror son los banqueros”, fueron las palabras de Manuel. “De esta, terminamos en el cuartel”, respondió Marquitos.

Trepar la pared fue más sencillo de lo esperado, había una parte del muro algo dañada y utilizaron las hendiduras de apoyo: primero Marquitos, empujado por su amigo, después escaló Manuel sin ninguna dificultad, quizás metido en el papel de forajido.

Una vez sobre el muro era otro cantar. Ambos a horcajadas, Manuel le muestra cómo debe cruzar la pierna izquierda para quedar sentado de cara al cementerio, los pies colgando, las manos apoyadas en el borde. A Marquitos le pareció que aquello había crecido, imposible que la pared que escaló fuera tan alta. Además, no había agujeros al otro lado para ayudar en el descenso.

¡Ahora, salta sin mirar! dijo Manuel y no olvides doblar las rodillas al aterrizar o te harás daño.

Ehh, está muy alto…

¡Vamos, no seas nenaza! ¡Acabas de cumplir diez años, macho!

Y ya no recuerda nada más, Marquitos. Algo muy extraño.

Ahora se halla en el aula, sus compañeros sentados, cabizbajos, dibujan en el bloc de tapa azul oscuro. Huele a mina de lápiz y a ceras. Le encanta ese bloc, y la textura recia de sus hojas grandes y blancas. Es raro, porque la clase de Dibujo siempre rezuma entusiasmo, a todos gusta, y la Seño da algo de manga ancha en cuanto al comportamiento (no pone Falta a no ser que la burrada cometida sea muy gorda) pues sabe que andan excitados. La señorita Magdalena está sentada a su mesa, sobre la tarima. En silencio, con la mirada perdida.

Marquitos recorre el pasillo entre los pupitres. Se nota extraño, camina ligero, como si lo hiciera sobre césped mullido (el césped del Bernabéu, piensa incongruente; siempre soñó visitarlo). ¿Y la cabeza? Siente cierto malestar, tal vez esté incubando algo, como suele decir mamá. A lo que añadiría: “Tienes unas décimas, cariño”, colocando la mano sobre su frente; un contacto cálido y suave que ahora se le antoja distante en el tiempo y cercano a la vez. Se sorprende añorándola, como si no la hubiera visto desde hace muchos días. Algo absurdo. Observa todo ligeramente difuso, como si fuera a sufrir un mareo de inmediato. Lleva consigo la bolsa de plástico transparente llena de dulces: botellitas de Coca cola, Sugus, ladrillos de regaliz rojo, nubes, palotes y algún chupachús… Rompió la hucha para comprarlos, y mamá, orgullosa por el gesto, le dio una buena paga de cumpleaños y ayudó en la preparación de la bolsa. Desea obsequiar a sus amiguitos por su décimo aniversario. Mamá estuvo radiante todo el día, pero él sabe que mañana sus ojos mudarán tristes, cuando ambos acudan al cementerio como cada primero de Noviembre a poner flores a los abuelos.

Resulta curioso, a su mente viene un recuerdo muy real, muy vívido diría la señorita Magdalena (apuntó la palabra en su libreta de Vocabulario): la abuela, sonriente, le espera con los brazos abiertos, y él corre hacia ella. Detrás, el abuelo parece algo triste. Cuesta distinguir todo esto porque tras ellos la luz es muy intensa.

Ve a su mejor amigo, Manuel. Ocupa el pupitre habitual situado en la última fila, como buen malote. Éste agarra el lapicero con todo el puño y dibuja sobre la hoja un círculo casi perfecto. Traza y traza una gruesa línea con ímpetu, como si pretendiera horadar el bloc y atravesar la superficie del escritorio; de hecho, está traspasando la página. Una película húmeda empaña sus ojos, enfocados en la tarea. Marquitos se acerca a él, posa los dedos en la parte posterior del cuello, con la intención de apaciguarlo, de sacarlo del extraño estado que los adultos llamarían ‘trance’ (no tiene ni idea por qué sabe esto). También desea transmitirle un mensaje, que tienen un asunto pendiente… Sin embargo, al rozar la piel de su amigo, siente una especie de calambre y rápidamente retira la mano. Permanece a su lado confuso, más todavía si ello fuera posible. Entonces, inclina su rostro, acerca los labios al oído de su amigo y le susurra lo que vino a recordarle.

Nadie ha levantado la cabeza. Todos ignoran la bolsa de chuches, algo insólito. Incluso el propio Marquitos, tal vez debido a la febrícula o seguramente por los nervios ─siempre le incomodó enfrentarse a toda la clase─ cuando bajó la vista, tampoco la vio. Tan sólo su mano, agarrando la nada, una mano traslúcida. No, definitivamente hoy no está muy católico. Otra de las frases de mamá.

Manuel sí que recuerda todo, en realidad no puede olvidar. A pesar del tiempo transcurrido no cesa de escuchar su propia voz, cada mañana, cada noche al acostarse, dentro de su cabeza:

¡Vamos, salta, no seas nenaza! dijo, al tiempo que le daba una palmada en la espalda.

“Fue un accidente, Manuel. no tuviste la culpa”, le repite la psicóloga en cada sesión, desde hace un año. Recalca su nombre, creyendo que así surtirá efecto sanador. Pero él no cesa de pensar que le dio demasiado fuerte en la espalda, con esa manaza que tiene de trabajar en el campo con su padre; y el pobre Marquitos, tan delgadito, tan poca cosa, con esos bracitos siempre portando un libro, su mejor amigo. Lo ve caer de cabeza, en la oscuridad, ni siquiera gritó, cayó como un gorrioncito desde una rama. Quiso demostrarle, hasta el final, que ya era mayor, que era valiente, piensa Manuel, mientras gira y gira y gira el maldito lapicero, cuya mina apenas sobresale la madera.

Entonces lo nota. Siente algo frío y húmedo sobre la nuca. Iza la vista del pozo negro en la hoja. Se estremece. No hay nadie junto a él. La Señorita continúa sentada, fija la mirada sobre un libro abierto, hace siglos que no ha pasado la página; tampoco se ha levantado para seguir la evolución de sus dibujos; ni siquiera los vigila porque los sabe a todos callados, difuminando lágrimas con el algodoncito sobre la hoja. Todos dando lo mejor en la tarea, una tarea especial: un dibujo dedicado a su compañero, Marquitos, que falleció justo hace un año tras un terrible accidente.

El escalofrío se convierte en terror, cuando escucha un susurro junto a él. Una voz aguda y familiar que sabe no salió de su mente:

El Retooo.

Se levanta y sale corriendo de la clase.

¡Manuel, adónde vas? ¡Manuel! levanta la cabeza la Señorita Magdalena.

Aquella noche, Manuel queda dormido con la luz de la mesilla encendida. Su madre no pregunta el porqué, se ha cansado de preguntar, de verle sufrir, todo un año ya. Apaga la lámpara porque es barata y se recalienta. Da un beso en la frente del mocetón en quien apenas reconoce a su pequeño. También se cansó de llorar por él. “¡Puta vida!”, dice por lo bajini y de inmediato se persigna, mero acto reflejo porque continúa enfadada con Dios y no pisa ya la iglesia.

Algo despierta a Manuel, la somnolencia le impide saber de qué se trata al principio. Se frota los ojos, el cuarto está oscuro, tan sólo algo de luz entra por los agujeros de la persiana debido a la farola de la calle. El reloj de muñeca que descansa sobre la mesilla (tiene lucecita verde porque es digital, moderno) marca las 2:17 de la madrugada. Entonces cae en la cuenta de qué le ha despertado. No fue simple ruido; es un sonido modulado que continúa envolviéndolo todo. Una melodía que procede del exterior. Se trata del Cumpleaños Feliz que proviene de los altavoces del patio de la escuela, a dos casas de distancia. Un escalofrío recorre todo su cuerpo. Nervioso, deja caer el reloj al suelo. Entonces repara en el olor. ¿A qué huele?, se pregunta frunciendo la nariz. Es un aroma conocido, húmedo, fuerte, oscuro. Le recuerda al rincón sombrío de la huerta, donde la hierba muere junto al muro. Huele a musgo y tierra. ¿Cómo es posible? La ventana está cerrada. La oscuridad comienza a ser asfixiante; siente algo más, como si fuera observado desde la penumbra. Una presencia. “¡Mamááá!”, grita, pero apenas emite un hilo de voz. Con mano temblorosa tantea la mesilla, ¿dónde está el maldito interruptor de la lámpara?, entonces, los dedos tropiezan con algo. Algo singular. Un objeto fuera de sitio. Un cilindro que no logra identificar. Pero hay algo más, nota las yemas de los dedos húmedas, impregnadas de una sustancia tan familiar, tan mundana y tan fuera de lugar que se niega a reconocer.

Por fin, de un manotazo enciende la luz.

Sobre la mesilla, junto al interruptor, hay un mechero de plástico amarillo… en posición vertical… sucio de la misma tierra húmeda y negra que pringa sus dedos.

Entonces escucha el lamento que nace de la profundidad del rincón:

El Retooo dice la voz ligera de su amigo.”

Erika queda en silencio… clava sus ojos verdes, muy abiertos, sobre los míos.

Rompemos a reír de puro terror, y tras abandonar los tazones con restos de crema de calabaza en el fregadero, nos sumergimos bajo el plumón, en la penumbra del dormitorio, sin atrevernos a sacar la cabeza.

 



 

martes, 21 de octubre de 2025

F229 - Carroza caprichosa

¿Qué tendrán los hospitales? Algo sucede cuando abandonas uno, ya sea después de visitar a un familiar, sufrir una operación o tras una simple revisión tipo ITV como la de los coches. Te dan el okey para otro año y te obsequian con una pegatina en forma de próximo volante (gracias a Dios no te lo pegan en la frente a modo de parabrisas). Y, siniestro, me pregunto: ¿quién quedará fuera de circulación primero: mi viejo y saludable utilitario o un servidor?

Algo sucede, como si ahí dentro recibieras un chute de sensibilidad. Sales atravesando la puerta giratoria con una carga emocional importante. El Sísifo con el pedrusco esférico, un mero aficionado, te dices. No es casualidad que afuera, frente a la puerta, te asalten por arma una sonrisa voluntarios, portafolios y bolígrafo en mano, requiriendo una firmita con su correspondiente cuota mensual para ayudar a víctimas de guerra, refugiados, hambrientos, los sin techo, y otros desgraciados del planeta. Me recuerda, con tristeza, a cuando estás batallando con los langostinos pela que te pela en Nochebuena y desde el televisor te miran niños con el vientre hinchado, un montón de moscas alrededor y un maldito número de teléfono con rojos dígitos, palpitantes, a punto de saltar de la pantalla y amerizar en el bol de mayonesa. Todo estudiado, calculado, medido con escuadra y cartabón para que te sientas culpable.

Sales del hospital y tu conciencia tira con bala. Soy afortunado, estoy sano, mi familiar saldrá de esta, me sellaron el volante para otro año… y hay niños bajo los escombros de sus casas destruidas por las bombas…

Y ante esto, dos opciones, incluso tres: A) firmas con una sonrisa (sin pensar en presupuestos, facturas, bajo salario, vivienda imposible y otras bobadas); B) pasas de largo mientras por lo bajini te cagas en todos los muertos de los responsables de tales tragedias y en los de aquellos Gobiernos y poderosos que se reúnen para “tratar el tema” en mesas de caoba, asientos de cuero, mientras degustan caviar y cava, soltando carcajadas entre eructo y eructo, poseedores de la capacidad para terminar con guerras, hambrunas y demás horrores, los hijosdelagranputa (disculpen mi francés); y C) firmas y, a continuación, te ciscas.

Hubo suerte, debían de estar en su break los chicos de las carpetas.

Aun así, el estado emocional sigue latente. Paseo tocado, pensando en todas estas cosas.

Camino para airear mente y conciencia. Recorro una de las aceras amplias de la gran avenida (cuatro carriles de circulación; railes de tranvía; bici-carril; senda para peatones; bicicletas y patinetes esquivando peatones por las aceras; corredores con prendas de color fosforito; paseadores de ancianos y canes… una locura).

Entre pensamiento y pensamiento, algo llama mi atención.

Hay un coche sobre la vía del tren.

Es un automóvil gris, de tamaño considerable, un modelo obsoleto, no menos de veinticinco sellos en su Permiso de Circulación. Parece atravesado fuera de la calzada, sobre la mediana, junto a una señal de tráfico. De hecho, juraría que toca el poste con la parte frontal. La escena transcurre al otro lado de la carretera, de los cuatro carriles, que tendría que atravesar (semáforo mediante) si decidiera echar un vistazo de cerca.

No puedo resistir, me acuerdo del gato, de la curiosidad y todo aquello, pero el interruptor sensiblero marca ON desde que salí del hospital.

La fortuna giña un ojo: brilla verde el muñeco del semáforo, invitándome a cruzar; sonrío ante la asociación que hace mi cerebro: Green man!, green man!, green man!, repetían mis pequeñuelos en Edimburgo, con voz de pajarito, cuando los sacábamos de excursión.

Cruzo.

En efecto, el parachoques delantero toca, con levedad, la base de la señal. No se aprecian daños. Se halla con el motor parado. ¿Estará abandonado? ¿Habrá sido robado por sus ocupantes para atracar un banco?... Jorge, ya basta, abronco a mi yo peliculero. Sin embargo, no está sobre la vía, el efecto óptico debido a la distancia me hizo la jugarreta. De todos modos, si viniera un tren golpearía parte del frontal que invade el espacio de la vía.

Hay alguien dentro, una silueta.

Miro alrededor. Nadie para. Nadie mira. Nadie investiga. A nadie le importa un carajo. Como si no existiera un coche enorme cruzado sobre el pavimento e invadiendo la vía del tren. Un coche gris en un día soleado.

Me siento como el Armstrong aquel pisando la Luna. Solo, perdido y curioso.

La ventanilla del piloto se baja al acercarme. No pude ver su interior porque los rayos del sol reflejaban sobre el cristal. “Ahora, ahora es cuando aparece el cañón de una pistola y me descerrajan tres tiros: por cotilla, por ingenuo y por gilipollas”. Me digo.

Nada de eso sucede, claro.

Tras el volante, una mujer de raza negra, de unos cuarenta años. Luce un peinado a base de trencitas de color amarillento y violeta, pegadas al cráneo, peinadas hacia atrás. Rostro ancho y redondeado, pómulos marcados. Frente con surcos de preocupación, nariz ancha y plana, salteada con pequeñas manchas solares; ojos grandes y oscuros que arrojan una mirada nerviosa, con un puntito de miedo. Goterones de sudor recorren la sien del perfil que contemplo. Sus manos tiemblan sujetas al volante.

Hola, ¿se encuentra bien? digo, sintiéndome un tanto ridículo. No, no se encuentra bien.

No responde, tal vez en estado de shock, mas no parece herida. Repito la pregunta, tuteándola y añado:

¿Necesitas ayuda?

Ignoro si chocó con la señal por despiste, sufrió un mareo, o decidió que era buena idea aparcar ahí mismo, harta de la ciudad anti coches.

Al fin, gira su rostro.

Se paró. No arranca. Es caprichosa… dice, con voz ronca, a modo de telegrama.

Tardo unos segundos en asociar el adjetivo femenino con el vehículo, ese ‘caprichosa’. No es un carro sino SU carroza. Esperemos que el conjuro de nuestro cuento no caduque a las doce del mediodía, en vez de la noche, y dicha carroza no se convierta en gigantesca calabaza de pre-Halloween. Más que nada porque son las 11:57, según el reloj de la cercana parada de bus.

La mujer explica que suele ocurrir, que la pobre está viejita y temperamental dice con cariño, que en seguida arrancará, cuando se le pase el disgusto. De acuerdo, tal vez esté poniendo palabras distintas en su boca. Pero de tal modo las interpreté.

¿Y la Policía?, pienso. Deben de estar haciendo el rodaje a los impecables coches patrulla de alta gama recién adquiridos. O tal vez anden persiguiendo a los chavales de coche tuneado, reguetón, trompos y litronas, allí por los polígonos industriales: donde se encuentra el meollo de la criminalidad, como todos ustedes saben.

Una mujer se acerca. Empuja una silla de ruedas con anciano incluido. Saluda, pregunta, ofrece su ayuda. Entre los dos, y la conductora al volante, empujón aquí, empujón allá, logramos sacar el coche de la zona de riesgo. El anciano espera paciente y observa la escena a modo de teatrillo callejero. Espero que la cuidadora haya puesto freno a la silla, no se nos acumulen los incidentes.

Por fin, el Séptimo de Caballería, me digo cuando veo llegar a los policías urbanos. Retazos de la infancia emergen del cajoncito mental que guarda lo imborrable: el viejo cine del pueblo, la chavalería en el gallinero, butacas y suelo de madera. Pateábamos éste con frenesí para enojo del revisor cuando en la peli “de indios y vaqueros” acudía al rescate el Séptimo de Caballería, al galope, toque de corneta que todavía resuena dentro de mí─, banderines al viento, capitán con espada en ristre… sin saber, inocentes, que jaleábamos a los malos.

La Caballería, nunca mejor dicho: dos agentes sobre sus cabalgaduras con ruedas.

El más adelantado frena la moto a nuestra altura. Ni siquiera se baja:

¿Qué pasa! gruñe serio, rozando el enfado, a modo de saludo. Demasiado gym y poco carbohidrato.

Moreno. Pelo demasiado largo que sobresale del casco. Barba a lo George Michael. Gafas de espejo (“Cuánto daño causó Thelma y Louise”, pienso), bíceps embrutecidos y pintados. La omnipresente banderita autonómica sobre la manga corta del uniforme.

Le miro a los ojos, que adivino tras las lentes. Se me ocurren mil posibles respuestas, y una reflexión: ¿El brazo fuerte de la Ley era esto? Callo, que dicen me favorece. Un “Buenos días, caballero” hubiera bastado, me digo. Por estos lares, uno se sorprende añorando a los motoristas de la Benemérita.

Continúa sin bajarse de la moto, pie bota negra sobre el asfalto.

Entonces, se obra el milagro. La caprichosa cede, superado el mal trago. El coche arranca. La carroza continuará su viaje sobre una senda luminosa en forma de asfalto. Alcanzará su destino antes de que el efecto del conjuro desvanezca.

Nada. Todo arreglado digo al tipo que cobra por Ayudar al ciudadano.

Al menos, entre Michael y su compañero, facilitan la maniobra de salida, regulando el tráfico.

¡Gracias! ¡Muchas gracias! ¡Gracias! pierdo la cuenta del número de veces que la conductora nos agradece el granito de arena. La sonrisa, aún trabada, las arrugas de la frente tornando lisas, la mirada intensa y un tanto húmeda… y su voz. Esa voz que parecía surgir del interior de un volcán caribeño.

Todo ello templa mi tensión emocional. Deber cumplido, me digo, cual superhéroe sin capa ni máscara. Entonces, rememoro otros tiempos de infancia más inocencia, más ingenuidad cuando durante los cursillos de catequesis próxima nuestra Primera Comunión la formadora nos pedía, como deberes: “Este fin de semana tenéis que hacer una Bondadosa Obra al Prójimo”. Eso decía, la buena mujer. Adultos ya, la dificultad estriba en hallar quién lo merezca.

Algo sucede con los hospitales. Sales de ellos envuelto en un aura de bondad que la rutina, el mañana, la ciudad, y el pasado mañana se encargan de disipar.

 

 


 

lunes, 13 de octubre de 2025

F228 - Menú del día (y II)

Por fin llega la ambulancia.

Si hiciéramos una encuesta entre todos los comensales, habría un batiburrillo de opiniones en cuanto a la puntualidad de los sanitarios: qué rápidos, qué tardíos, qué puntuales. En mi opinión, no tardaron demasiado, pero la inmediatez es un tanto complicada, todavía hemos de darle una vuelta al teletransporte. Supongo que el aviso tampoco era de urgencia (no se escucharon sirenas ni frenazos ni gritos, no hubo trompos en la cercana rotonda). Además, olvidé conectar la aplicación cronómetro del móvil.

La pareja uniformada entró bordeando mesas, clientes y sillas, cual par de recortadores en fiesta taurina; se dirigió al fondo de la sala, guiada por una de las camareras. Tándem mixto, vestido de verde esperanza, él aparentemente veterano, ella más joven. Cabello pobre y canoso frente a moño frondoso y rubio. Gesto serio, maneras decididas, exhalan profesionalidad. Ella carga una enorme mochila, de forma cuadrada y esquinas redondeadas por el exceso de contenido, me recuerda a las que usan los repartidores de comida a domicilio, sobre todo esas de color amarillo (siempre pienso en la dificultad que debe entrañar el manejo de una bicicleta, ciclomotor, o patinete con semejante paquete a la espalda). Dicha mochila es de color rojo sangre, peligro, urgencia y aparenta contener de todo, al menos todo lo necesario para una primera atención, quizá incluso para salvar un par de vidas. El hombre no porta carga alguna, salvo un walkie-talkie y otro aparato al cinto del que ignoro su función.

Incorporan a la señora, conversan con ella, le toman la tensión, hacen cosas de médicos. La vida alrededor va recobrando la normalidad. Qué rápido olvidamos la angustia ajena. Un atisbo de vergüenza me invade al sentir alivio porque el cubo de plástico permanece limpio, vacío, inodoro. “Lo importante es que la ayuda profesional está al cargo”, pienso como excusa de saldo, que me permita volver a hincar el diente al bacalao vizcaíno sin sentirme basura. La muchacha embarazada recupera su rostro relajado, ya no emite ruiditos extraños con la boca; el novio recupera el color del semblante por pura ósmosis. Ella vuelve a coger la cuchara, con firmeza, tal vez incluso con ansia como un húsar descabalgado sujetaría la espada y ataca el plato a rebosar de alubias blancas, guindilla incluida (ignoro si por contradecir al doctor, por antojo o porque le chifla el picante). De postre no puedo evitar el vistazo cargado de curiosidad una porción de tarta de queso del tamaño Estadio Santiago Bernabéu, y de una forma extraña que asemeja un volcán, el efecto lava lo proporciona la mermelada de fresa que derrama la cima.

Márquez alza un nuevo trofeo, con cara de pillastre, ofensivamente relajado, como si en lugar de bajarse de una Ducati de mil centímetros cúbicos acabara de llegar a meta con su primer ciclomotor de cuarenta y nueve y motor trucado a setenta y cinco; ríe algo tímido la prudencia y el recuerdo del infierno le impiden saltar sabiéndose CASI campeón mundial tras seis largos años en el dique seco. El ‘casi’ representa la diferencia entre un paseo triunfal, de pie en su cabalgadura bandera en mano, rodeando la pista y otra visita al hospital con un par de huesos rotos. Alcaraz continúa emulando al gran Rafa Nadal (hace carantoñas a la copa) pero sin que se note demasiado (besitos en lugar de mordiscos). Retornan las conversaciones, las risas, los tacos que suelta un grupo de obreros que se desahoga, tinto con gaseosa mediante, aprovechando que el capataz no acudió a la comida (son cinco, buzos impregnados de dignidad en forma de restos de pintura blanca, ninguno parece haber nacido a menos de cuatrocientos kilómetros a la redonda, acentos de cada punto cardinal de España, salvo el quinto: un africano que los observa con grandes ojos círculos negros sobre mar blanquecino en actitud y silencio respetuosos la gorra sobre el respaldo de la silla, a diferencia de algún compañero que la lleva puesta quizás tratando de comprender el significado de tan diversos y jugosos juramentos).

Desalojan a la señora con cuidado, escoltándola como si en lugar de asistida fuese arrestada; el hombre marcha delante, desbrozando la jungla de clientes que bordea la barra del bar, la mujer cubriendo la retaguardia, al tiempo que la sujeta, con firme delicadeza, del brazo. La escena sustrae alguna que otra mirada, de soslayo, sin la urgencia de las miradas anteriores, tan sólo una mirada vaga, que ansía la bajada del telón para seguir degustando los manjares que adornan los platos. El apetito no entiende de empatía.

La vida sigue, una vez que el trío desaparece tras la puerta, como si nada hubiera pasado, como si la visión de una señora tumbada, de una pareja con uniforme, de una gigantesca mochila colorada… tan sólo fuera parte de una ensoñación… gigantes con forma de molinos. Las camareras apuntan nuevas comandas, traen platos, botellas de vino, jarras de agua, sonrisas y carantoñas para los críos.

Alcaraz aparece visitando Alcatraz, la prisión más hollywoodiense. La broma está servida, Alcaraz encerrado en Alcatraz. Lo observo, con ese horrendo corte de pelo al rape, tintado de amarillo chillón. De nuevo acude a mi mente el protagonista malote de la serie argentina. Serie de prisiones. El parecido es asombroso, al menos en mi recuerdo, aunque se debe tan sólo al peinado. En cambio, la sonrisa del tenista es de anuncio Profiden y la del recluso mellada. Y me digo, Carlitos entre campeonato y campeonato se despatarra en el sofá atiborrándose de Danone YoPro gratuito y viendo Netflix. Si no de dónde sacaría la idea para perpetrar semejante crimen a su cabellera.

Cruzo el umbral de la puerta la panza rindiendo homenaje al eterno escudero Sancho guiño los ojos ante la intensidad solar; ahí está la ambulancia, aparcada en mitad de la acera que es muy amplia; el vehículo es descomunal, como si llevara un hospital tras las puertas corredizas, ahora abiertas. Observo la mujer, sentada en el interior, con una mascarilla de oxígeno cubriendo parte de su rostro, flanqueada por los paramédicos, ángeles de la guarda que no la dejaran antes de asegurar su bienestar. Parece tranquila, ya en manos de los que saben hacer cosas de médicos.

Al salir, me doy de bruces con el señor, el supuesto esposo; no puedo evitar un escueto:

¿Cómo se encuentra?

Bien. Ya ha recuperado dice el buen hombre, semblante apaciguado.

¿QUÉ ha recuperado?, me susurra la vocecita al más puro estilo Pepito Grillo. ¿La salud, la consciencia que nunca perdió, el apetito?; automáticamente se lo traduzco: “Ya ‘se’ ha recuperado”; qué manía tienen estos autóctonos con tragarse los pronombres, responde malhumorada.

A modo de conclusión del pequeño diálogo sonrío al caballero, inclino un poco la cabeza como si mi mente se hallara en algún siglo remoto quizás la panza de Sancho… tal vez el retorno de Alatriste… y continúo mi camino, en busca de nuevos entuertos, de nuevas aventuras.


Nota: para leer la primera parte: pinche aquí




 

martes, 30 de septiembre de 2025

F227 - Menú del día (I)

“¡Por fin es vierneees!”, aullaba el locutor de radio en mis tiempos mozos. Tiempos de oficina, de trabajo sedentario ─fácil y aburrido─ y estudio nocturno. La UNED y todo aquello. Al escucharlo, un brote de energía inundaba todo mi ser, y en mi cabecita nacía la esperanza de que esa noche, entre cerveza y cerveza, surgiría el  comienzo de algo especial. Eran tiempos de aventura, de misterio, de copas, de bailes, de camaradería, de búsqueda del amor de mi vida. De topar con Ella… mas nunca la encontré.

Hoy es viernes, uno más, y lo único que anhelo es una dosis de silencio ─dichoso parón de: máquinas, gritos, bravuconadas, golpes, carcajadas insípidas, choque de cornamentas─, otra ración de sofá-serie ─¡yo te maldigo, creador de Netflix!─ a pesar de que la actual sea violenta, cruda, oscura, hedionda y carcelaria: la argentina El Marginal─ y al fin, para ejercer de contrapeso, dar un par de bocados a la novela de turno: un regalo, una bendición, una exquisitez que debe ser consumida poquito a poco, oncita tras oncita cual chocolate negro de alta pureza: Hamnet, de la norirlandesa Maggie O’Farrell. Gracias, amiga M. L.

De acuerdo, también forzaré un paseo.

Concluye una semana dura, entre bajas, vacaciones y desaparecidos en combate quedamos en cuadro. Las cajas, sobres, sacas, paquetes y demás parafernalia logística batallan contra los que permanecemos en el frente, entran a degüello, sin toma de prisioneros. Kilos y kilos y kilos de hostilidad. Los malditos envíos carecen de compasión. La gente compra por internet como si pasado mañana fuera a estallar la tercera, y definitiva, guerra mundial, y tuviera prisa, incapaz de concebir una muerte antes de probar el último modelo de teléfono móvil.

Lo último que me apetece, entablar mi propia guerra con cazos y sartenes, con cuchillos, espumadora y pelador de patatas. Lavar, trocear, rehogar, cocer, recoger, fregar. ¡Qué mal pagado esto de cocinar para uno mismo! Solución: Menú del Día. Primero, segundo, postre, pan y vino, a un módico precio. Algo tan nuestro, tan español, tan auténtico que debería ser declarado Patrimonio de la Humanidad.

Bar de barrio que abarca los cuatro palos de la baraja hostelera: desayuno, almuerzo, cena y alterne. Bar de barrio donde la calidad hace buenas migas con el precio. Bar de barrio donde las camareras aliñan los platos a base de simpatía, buen hacer y amabilidad. Mesas con su tapete individual de papel decorado, grandes ventanales que reciben al sol con brazos abiertos, un par de televisores completan el decorado sencillo de las paredes: canal deportivo que emite vistosas imágenes mudas para aquellos que comemos sin compañía.

Tras estudiar durante unos instantes el menú, tomo la decisión facilona. Hoy toca popurrí autonómico, me digo divertido: paella valenciana, bacalao a la vizcaína y crema catalana. Todo regado con vino tinto y gaseosa. Sé lo que están pensando: menudo riojano de pacotilla, mezclar el divino caldo con soda. Así lo creí yo también, en su día, antes de catar el contenido de una botella ─idéntica a la que tengo ante mí─, y comprobar que su creador bien podría ser primo hermano de Don Simón.

La sala se encuentra casi llena. Frente a mí ─bajo uno de los plasmas─ contemplo un matrimonio septuagenario que ataca el segundo plato junto a la que imagino su hija que rondará los cuarenta. El señor viste cómodo (este verano no acaba de irse): camisa de cuello abierto, bermudas de lino y tonalidad discreta. Ella, un vestido con estampado que da cierto color a su cabello blanquecino. La joven, camiseta negra de tirantes. Brazos tatuados. He reparado en ellos (dejando un rato a Marc Márquez, Alcaraz y compañía) porque algo no va bien. Lo noto en sus miradas, en el repentino silencio, en los ademanes. De repente, el padre detiene el tenedor a medio camino de la boca, la muchacha mira a su derecha, hacia la madre, cesando a su vez de comer. La señora eleva la vista al frente, sus ojos parecen buscar algo en el aire. Acompaña el gesto con las manos, libres ya de cubiertos.

Sin saber por qué, quizás por solidaridad, dejo de masticar y apoyo, con cuidado, cuchillo y tenedor sobre el mantelito de papel.

La hija se levanta:

─¿Mamá!

La madre no la mira, como si estuviera ocupada tratando de pasar el trance, sin ayuda, buscándose las alubias como hizo toda la vida. Se lleva los dedos a la boca ─índice y corazón─, gesto que la rejuvenece, en un amago de provocarse el vómito, cual quinceañera de botellón. La hija se acerca, trata de tranquilizarla. No parece sufrir atragantamiento, tan sólo desea aliviar el malestar. Malestar que hurta el color de su rostro.

Mi lado oscuro, ese lado egoísta, frívolo y de atrofiada empatía, ruega que no vomite.

Para entonces la escena está en hora de máxima audiencia. Las conversaciones cesan, Alcaraz se desvanece, dos camareras acuden prestas. Una de ellas porta un cubo de plástico transparente (quizás en otra vida contuvo helado, pepinillos o chuches). Cubo que trae su porción de recuerdos: me veo a mí mismo (hace unas semanas) sujetando la frente de una amiga, al tiempo que ella encara un cubo similar, sujeto en su regazo por manos pálidas y temblorosas, vertiendo en su interior sapos y culebras con el aroma característico: Eau de Potè. Otra comida, otro restaurante. Celebración interrumpida, postres abandonados a media asta, copas en el limbo de las copas, nunca fueron pedidas, cuanto menos ingeridas. Urgencias, vial, analítica, esperas, todo el paquete completo.

─Le habrá sentado algo mal ─dice un comensal a mi espalda.

Mi sección paranoica ─con un empujoncito del sector aprensivo─ contempla el plato ante mí: el arroz a medio comer, las carcasas de los bichos marinos devorados. Incluso logra ver, a través de la puerta cerrada y opaca, el pescado que preparan en la cocina para mi segundo plato.

Cierro los ojos y sigo comiendo.

Un cliente cercano se levanta, móvil en mano. Habla con la joven, ofreciéndole el aparato. Ésta lo acepta, agradecida, y conversa en tono bajo. Solicita una ambulancia, supongo yo al igual que todos.

Tienden a la señora sobre un banco corrido acolchado, junto a la pared. La hija levanta sus piernas en perfecto ángulo recto con el torso. Tan sólo verlo duele, yo que tengo  la flexibilidad de un Airgam Boy. La joven se maneja con pericia profesional, mientras con una mano sujeta las piernas apoyadas en su pecho, con la otra evita que el bajo del vestido se deslice y deje demasiado a la vista. Esto último lo hace con el cariño y delicadeza que sólo una hija puede mostrar. Sin embargo, las maneras parecen profesionales, como si fuera médico o enfermera, o al menos se hubiera presentado a una Oposición para un puesto sanitario. Sabe lo que hace.

Alcaraz sonríe, de aquella forma traviesa, pícara, con ese horrible corte de pelo rubio pollo (parece Diosito, uno de los protas de la serie de prisiones, pero a salvo de las tres emes: maldad, mala leche y, por supuesto, marginalidad). Marc Márquez compite con su propia sonrisa, imparable, buscando el retorno ansiado a lo alto del cajón mundial. ¡Qué envidia la determinación, el arrojo, la confianza en sí mismos! Para contrarrestar, un ruso de nombre impronunciable destroza la raqueta contra el suelo.

A mi diestra, una joven pareja ocupa otra mesa. Ella se encuentra embarazada en grado superlativo. Vamos, que la barriga es enorme. Él la contempla embelesado. Sonríe, le coge de la mano. De repente, ella la retira y la lleva al vientre. Su rostro se contrae, el entrecejo, la nariz, los labios, todo. El muchacho deja de sonreír. Susurra algo que no alcanzo a escuchar.

Mi lado oscuro y egoísta vuelve a la carga. “No, no, por favor, que no se ponga de parto aquí y ahora. Con una ambulancia por servicio tenemos suficiente”.

                                                                                                                                  (Continuará…)