jueves, 19 de junio de 2025

F219 - ¡Viaje con nosotros si quiere gozar! (Málaga) (y IV)

En mis tiempos mozos, allá por el pleistoceno, una banda liderada por un loco, irreverente y estrafalario Javier Gurruchaga cantaba:

Viaje con nosotros si quiere gozar

Viaje con nosotros a mil y un lugar

Y disfrute

De todo al pasar

Y disfrute

De las hermosas historias que les vamos a contar

Bailábamos al son de la música, rebosantes de juventud e ingenuidad. Copa en mano, hacíamos aspavientos y poníamos caras ridículas, en vaga imitación del enajenado tras el micrófono. Formábamos la comba junto al resto de los fiesteros parroquianos (cuando todavía podías agarrar cintura ajena sin acabar en el calabozo) llenos de sueños, creyéndonos inmortales, pensando que siempre tendríamos carita de piel tersa y mata de rebelde cabello.

Así se anuncian ahora las compañías aéreas. Con otras palabras, prometiendo felicidad, salto de colas, relax. Pague un poquito más acá, abone premium allá, firme donde reza ‘timado’ acullá.

La frustración aguarda en una maleta con ruedas.

Tuve que cancelar el vuelo de regreso a la ciudad norteña. Razones logísticas, nunca mejor dicho. Tema laboral. Básicamente, metí la pata hasta la ingle y con el vuelo original no llegaría a tiempo al puesto de trabajo.

Nuevo vuelo.

Más dinero al sumidero.

Sol de justicia en mi último día en Málaga, tapita de boquerones, pescadito frito, cerveza helada. Como si de un ritual se tratara. Siguiendo con mis rituales, usos y costumbres ─uno es la exageración con pelos y patas─ acudo al aeropuerto con casi tres horas de antelación. Lo sé, he de hacérmelo mirar por profesionales del sector: Organice su tiempo como la YoKasiTeKomo esa los armarios.

Da lo mismo, porto a Rebus en la mochilita, junto a Siobhan, Fox y el espíritu de Big Ger que todavía flota. Puede acabarse el mundo. Llevo la última novela de Ian Rankin.

Lectura, café, paseo, bocata de chorizo del Mercadona (hay que economizar en lo posible, los bocadillos del aeropuerto vienen envueltos en plástico y lucen invisible pegatina con leyenda: “Atraco a mano desarmada”).

Con la tontería casi es la hora de embarque.

Monitor chequeado mil trescientas cincuenta y siete veces. Puerta de embarque explosiva donde las haya: C4.

La fila es considerable. Las filas, contando la popular Priority. Pasajeros que cumplen la penitencia usual previa al vuelo, de pie, sentados contra la pared, tirados por el suelo. Dispuesto a fustigarme, cual picao de San Vicente, me pongo detrás del último penitente, en la cola normal, la barata, la del populacho. El chaval que me precede lleva el castigo como puede, móvil en mano; asiente cuando le pregunto por su posición. Las colas son a la española, todo un batiburrillo junto.

Viaje con nosotros y podrá encontrar

Atractivos monstruos que le sonreirán

Y disfrute del gusto que da

Y disfrute

De la amistad de sirenas y de serpientes de mar

Contemplo las maletitas que acarrea la gente. Ahí dentro caben dos camisetas y tres calzoncillos. Los primeros nervios llaman a la puerta. Menos mal que pagué un extra, me digo, para que la gordita azul supere la gestión. Tampoco es tan gruesa, además con la doble cremallera se estrecha un par de tallas, como si vistiera faja, la muy presumida. Las azafatas  ─dos chavalillas con la tinta del título aún fresca─ escudriñan cada bulto cual accionistas de la compañía. Tal vez lo sean, o quizá su empleo dependa de ello. De estar ojo avizor, cual águila real planeando sobre el despeñadero, a la espera de un cabrito despistado (qué grande, Félix Rodríguez de la Fuente y  “El Hombre y La Tierra”).

Llega mi turno.

La muchacha me observa como si le debiera dinero. En un acto reflejo me cacheo los bolsillos. Su veloz reojo a la valija azul no tiene precio. Chequea la tarjeta de embarque. El rostro impasible se endurece una miaja más, si ello es posible. Esta no es malagueña, pensé. Pero su acento me dijo lo contrario. El estrés, los tacones y la presión laboral causan estragos.

─Su maleta debió ser facturada, caballero.

Cuando recibo dicho trato echo a temblar. Es el usado por los motoristas de la Benemérita cuando bajas la ventanilla: “Buenos días, caballero, ¿sabe por qué le hemos parado?”.

─Pero… aboné un extra, como indica la página web ─respondo, mientras la primera gota de sudor surfea la sien.

Reservas el vuelo, online por supuesto. Lees: Compre este “paquete” para ahorrar tiempo y sustos y recargos. Lerdo, tú, compras el paquete. Ya no muestran la palabra ‘facturar’. La esconden insertada en una línea de minúsculos caracteres al pie de la página (me río de la letra pequeña en los contratos telefónicos). Donde advierte (la risa floja torna en carcajada ante el verbo inútil), que debes facturar 10 kg. Antes de embarcar, por supuesto.

                                               En su viaje los romances abundarán

                                               Y en sus brazos los dragones se arrojarán

                                               Serán suyos

                                               Marlène y Tarzán

                                               Serán suyos

                                               Quien compra nuestro billete compra la felicidad

Siguen la estrategia de las cuatro negativas a rajatabla:

No lo escriben con letra de tamaño normal.

No utilizan el verbo ‘Facturar’ cuando te ofrecen “el paquete”.

No desean que lo veas.

No quieren que sepas.

¿Servicio al cliente? ¡Mis cojones treinta y tres! como decía un maño de Spaniards.

Aguardan el despiste, el error del potencial viajero, y no con la majestad del águila sobre la ingenua cabritilla, sino como buitres negros ante la carroña.

Trato de no enfadarme. “Uno, dos, tres… diez…, campo de amapolas… ohmmm”, bisbiseo. La joven es una mandada, el último eslabón de la cadena de poder. Una pringada más, con sus facturas y su lista de la compra. Uno es currito, sabe de lo que habla. Pero los nervios, el calor, los sudores vienen de serie.

Según mi nueva amiga  ─uniformada, peinado impecable, morena malagueña de cabello y rostro, aroma de piruleta─: el sistema no permite facturar mi equipaje hasta que el vuelo esté “cerrado”. Eso dice, sin inmutarse. Rictus de capitán recibiendo novedades del sargento chusquero.

¿Cerrado?

Sí, literalmente ‘cerrado’.

Me hace aguardar detrás de su puesto, cual mueble viejo. Lanzo ojeadas a la pantalla, sus dedos teclean a toda velocidad. Soy un orangután enjaulado para el resto del pasaje que, realizado el trámite, desfila ante mí. Vistazos de morbo disfrazado de lástima. Pregunto a la azafata un par de veces, o tres. Sí, entendí bien. Debe completar TODO el embarque, y ya si eso, lo mío.

Ya si eso, mañaaaana. Me siento como el Mota en su sketch eterno.

Cuando ya parece que llega mi turno, un señor tiene problemas. Falta su señora (¡ojo!, no es posesivo, tan sólo es el ‘su señora’ de toda la vida, como lo sería el ‘su marido’ correspondiente).

Dama desaparecida −cuyo nombre completo puedo leer tirando por la borda toda la parafernalia de la protección de datos− junto a dos hijas adolescentes, que se acercan por el final del pasillo con una pachorra increíble; las crías, cabizbajas sobre los celulares, aunque no logren ustedes creerlo.

Yo, castigado, tras el mostrador, contra la cristalera. A falta de brazos extendidos y el libro-tocho IATA sobre la mano derecha y la última guía telefónica de Madrid sobre la izquierda.

La otra muchacha (no puede hacer “lo mío” en su ordenador, dice) ayuda a su compañera por cuyo discreto maquillaje resbala una gota de sudor. “Amiga, eres humana, ¡eh!”, pienso con cierto regodeo.

En realidad, toda la pantomima es un castigo, una humillación, una represalia; el recargo: un puto impuesto revolucionario, pienso contemplando el silencioso vacío de la “Gate”.

Soy el último ser humano sobre la Tierra, junto a dos robots-señoritas muy logrados; al fondo, la Estatua de la Libertad semienterrada en la playa (se me enmarañan los telefilms).

Escanean el código de la tarjeta de embarque (en papel, resisto ante la dictadura digital), me indican ─profesionales─ la línea de advertencia: donde se menciona lo de facturar 10 kilogramos.

─¿Una lupa tenéis? ─me salto el trato de usted, el protocolo y la madre que los parió.

─Son cincuenta euros de penalización ─responde la morena humanoide, dándome en todo el hocico.

Inserta la tarjeta de crédito en el accesorio, unido por un cable al ordenador (lo tienen todo arregladito). Me pide el código de seguridad, ese que NUNCA debes compartir con nadie. ¡A tomar por saco! Lo tecleo en SU terminal.

‘Tarjeta denegada’.

                                               Con nosotros viaja el sueño y la novedad

                                               La alegría, la sorpresa y el carnaval

                                               Todos juntos

                                               Iremos allá

                                               Todos juntos

                                               Quien compra nuestro billete, compra la felicidad

Me cago en todo el Santuario, aprovechando el buen humor del Hijo de Dios recién resucitado (mi santa madre me perdone).

Después de un breve diálogo, la ayudante me aclara que debo introducir las tres cifras que solían constar en la parte trasera, no el número secreto.

Trío de dígitos que ya no aparece en el reverso de la tarjeta bancaria ─medida contra los pequeños ladrones, contra estos grandes no hay medida posible─ necesitas entrar en la aplicación del banco, mediante el móvil, clave de seguridad, código de acceso y su prima de Calahorra.

Tiemblan mis dedos a modo de protesta, el sudor impide activar la pantalla. Voy a perder el vuelo, me abandonarán aquí como a unos zapatos viejos que canta el bueno de Sabina.

La voz dentro de mi cabeza susurra tres números, lo hace despacio, transmitiendo una calma antigua, con voz dulce, inconfundible, apenas recordada en algún sueño, una voz de maestra de primero de EGB (me ha perdonado la blasfemia).

Tecleo los tres dígitos.

─Tarjeta aceptada ─dice la azafata terrícola, o terrestre, o como se diga.

Miro al Cielo, una vez más, lanzo un beso mental.

La puerta de acceso está cerrada. Lo de ‘cierre del vuelo’ se lo tomaron en serio. Pregunto a las compañeras, ya casi de la familia, si me van a abandonar a mi bola una vez abran la puerta. Ya me veo embarcando un Lufthansa para Berlín.

Para mi alivio, la muchacha segunda dice que me acompañará. Temo que me coja de la mano.

Llego el último. Alicaído. Me siento el último mohicano. Más solo que Armstrong pisando la Luna con su ñoñez del ‘pequeño paso y gran salto’. Soy Adán con Eva enfurruñada. El bueno de Tom Hanks buscando, por todo el islote, su balón de cara sonriente.

Bueno, lo pillan, ¿no?

Frente a mí, una jardinera repleta de viajeros. Las puertas abiertas. Cientos de ojos fijos en mí. Si tuvieran sus dueños un par de piedras en los bolsillos ahí mismo me lapidan. Por tardón, por blasfemo, por pardillo.

Ante la muda hostilidad, una voz amable. Una voz que sonríe cómplice de los labios. La joven me recibe a pie de pista; el uniforme gris le queda grande, pelo rubio pajizo recogido en la nuca. Chispeantes ojos claros fijos en mí.

─¡Ay mi niño, que se me queda en tierra!

Subo al vehículo, mientras ella hace lo propio detrás del volante, sintiéndome un poquito mejor. A veces, una sonrisa, unas dulces palabras, una mirada risueña pueden con todo, vencen todo enfado… casi todo.

La bella Irlanda no merece tal representación.





viernes, 6 de junio de 2025

F218 - De colchones, cantantes y podencos (Málaga) (III)

 Las despedidas no se narran, se recuerdan en silencio, tras una sonrisa, un suspiro, una lágrima.

Regreso del aeropuerto en tren. Una vez lleno el corazón me dispongo a vaciar la mente. Es fácil, me digo sacando el móvil, y comienzo a deslizar pantalla abajo, pantalla arriba. Bien diseñado, el engendro del diablo, te abstrae de la realidad, te abduce.

Es un recorrido sencillo, puedes relajarte, todo recto, un puñado de paradas y me apearé en la zona donde se halla el piso turístico. Sí, otra vez, rendido a la aplicación BlaBlaFlat. Uno pobre no es, pero como si lo fuera.

Hago la ronda del adicto: paseíto por el emporio del Zuqueenberg; visita de la página de Amigos Internautas; enésimo vistazo al guasap por si algún mensaje fantasma (sin pitido) apareciera de la nada. Chequeo el correo electrónico, a pesar de no haber recibido un email personal en tres años, ocho meses y veintisiete días, así a ojo. Y vuelta a empezar. Añado las tonterías en tik tak: perros inteligentes, chuchos buenazos y bobalicones, todos compartiendo la mirada, limpia, generosa, mirada de: daría la vida por ti; gatos malvados, gatos perezosos, gatos egoístas a los que sólo falta cerrar la puerta en la cara de la dueña tras ser alimentados. ¡Nada que ver!

Se me está haciendo un pelín largo el trayecto. De reojo comprobé alguna de las paradas, con la tranquilidad que supone esperar la última: la que me corresponde, la parada final. Como la peli de sangre adolescente yanki: Destino Final: Málaga- Centro Alameda.

Nada, que no llegamos.

Ya mosqueado, apago el maldito aparato hipnotizador y me centro en la ruta. El tren aminora la marcha, una vez más.

No lo puedo creer. ¿Cómo es posible? ¿He entrado en un agujero de gusano? ¿He franqueado el umbral a otra dimensión? No me digas que tanto fantasear sobre el DeLorean me ha otorgado poderes.

Leo el cartel, lo releo, y vuelvo a leerlo. No – es – posible. Éste reza, insultante:

Aeropuerto.

¿Cómo Aeropuerto? ¡Hace veinte minutos salí del aeropuerto! ¿Dónde está la cámara oculta? ¡Me la quieren pegar, todo un montaje, colocaron un falso letrero! Ahora, una encantadora modelo aparecerá por el fondo del vagón, una morenaza made in Málaga, sonrisa Profidén, larga melena, con un ramo de flores y el muñequito Inocente.

La confusión se adueña de los primeros segundos; decido apostar por lo seguro. Por el sistema milenario: preguntando se llega a Roma, y supongo que al centro de Málaga también. Me dirijo a un tipo de aspecto sudamericano. Por el acento, al responder mis dudas con amabilidad, puedo asegurar de Colombia, en concreto del séptimo distrito de Bogotá (es coña). El joven luce uniforme de aerolínea, peinado impecable, una plaquita sobre el pecho grita su nombre: Brayan.

−No se me apure, señor, es muy común el equívoco −dice, acompañando sus palabras cantarinas con una sonrisa de: “Pobre viejo de pobladito”. Ante mi gesto de incomprensión, me lo explica.

Resumiendo, el convoy tras alcanzar la última parada (la mía, Alameda), comienza de nuevo el trayecto de vuelta (sentido Fuengirola), sin avisar, ahí a lo bruto. ¡Más madera! ¡Sálvese quien pueda, mujeres y niños primero! La megafonía debe de estar en huelga, con el apoyo solidario de los monitores en blanco. Y claro, si al menos el vagón se vaciara −como sería lógico al final del recorrido− te dirías: “Oye, aquí pasa algo raro: tren detenido, cero pasajeros; ¿Hellooo?, bájate”. Pero no. En ningún momento quedó vacío. Dice el risueño azafato terrestre que algunos pasajeros (con destino Fuengirola) prefieren subirse a contra sentido (hacia Málaga Centro Alameda) y permanecer en el vagón (ya pagado su tique) y así conservar asiento −cuánto daño hizo la novela picaresca−  aunque primero deban viajar una, dos, o tres paradas en sentido inverso. ¿Mande? ¡Están locos estos romanos!

Tuve que apearme y cruzar el andén, para abandonar el aeropuerto, por segunda vez consecutiva, aquella mañana.

Alcanzo el piso, tras una caminata en perpetua búsqueda de sombra. Se halla situado en un barrio periférico: cafeterías de toldo y terraza ofertando chocolate con churros, tiendas vendelotodo, lavanderías automáticas, pizarras sobre la acera muestran menús económicos, vecinos de amplio espectro cultural. Tras llamar al portero, me acoge un vasto portal de clemente penumbra; al fondo un ascensor −licenciado y con un par de Másteres en Historia− algo quejumbroso sube ocupado; cartelito incluido “Cierre bien la puerta”. Estoy en plan suicida, pulso el botón de llamada.

Llego acalorado, ¿quién me ha robado el mes de abril?, pienso, robándole la frase al Sabina, porque esto es puro agosto, que no me vacilen estos malagueños. Doy gracias por la ausencia de códigos, cajetines con forma de sarcófago, mensajes por móvil, secretitos de película barata. La muchacha que me recibe resulta simpática, habla con un acento que no identifico: podría ser malagueña, ceutí, uruguaya con ascendencia levantina… Me entrega las llaves en mano, clásicas, metálicas con dientecitos, las de toda la vida.

El cuarto es pequeño pero acogedor. Un adjetivo algo ñoño me viene a la mente: cuqui, como recién estrenado, a la par que funcional, con su ventana, escritorio, caja de aire acondicionado, ropero abierto de obra con baldas y perchas. Huele a jazmín, se encuentra limpio y fresco, tono blanquecino, decorado con gusto minimalista, unos  cuadritos por aquí, jarroncitos con dibujos por allá. Junto a la entrada, un adorno llama la atención: tres sillitas minúsculas adheridas a la pared, cerca del techo, sus respaldos a modo de colgador.

Mataría “con pistola de mentira” −qué grande, Fito− por una cerveza fría. Me aseo y cambio de ropa: pantalón pirata, camiseta y alpargatas. “Welcome to Spain, ugly guiri”, le digo al careto que me contempla tras el espejo.

                                                               Hay un tipo dentro del espejo

Que me mira con cara de conejo

Oye, tú, tú que me miras

O es que quieres servirme de comida

Del Sabina, a Fito para terminar con los Ilegales calentándome la cabeza… esa cerveza no es mero refrigerio, sino sustancia de primera necesidad.

Continúo deshaciendo la maleta, camisetas por aquí, calcetines por allá, gayumbos acullá. En ello estoy, visualizando la cerveza de bienvenida, en su jarrita helada, con las burbujas, su espumita, cuando oigo el toc, toc. ¿Visita sorpresa? ¿Servicio de habitaciones? ¿Un huésped graciosillo?

Abro la puerta, más curioso que un gato tras el visillo.

−Perdona, necesitamos un hombre. −dice la joven posadera.

−Ehhh −se niegan a salir las palabras. Ruego no estar lo colorado que temo.

−Sí, mira, ven por favor, necesitamos ayuda con un canapé.

Sigo a la muchacha hasta otro dormitorio. Allí, en efecto, hay un somier vuelto del revés, sus tripas de hierro expuestas. Otra chica me observa  −delgada, baja estatura, cabello negro y corto− su rostro inclinado, evaluando si pasaré el casting:  Bricomanía: hágalo usted mismo”.

Me explican la avería. En plena operación, Extraer Cama Supletoria, al sacar el somier, una de las patas plegables quedó tiesa cual asta de bandera, imposible devolverla a su posición doblada para introducir el artilugio en la caja. Y el nuevo inquilino está a punto de llegar.

−Lamento deciros que no habéis topado con el manitas de la Sala.

Se miran, en silencio.

−¿Qué sala? -dice la Directora de Casting.

−Ya sabéis… en las pelis… ante una emergencia: ¿Hay un doctor (manitas) en la sala…? −Los nervios boicotean el sistema operativo mientras añoro la mudez anterior. “Jorge, recuerda el salto generacional, ya no ven televisión ni van al cine”, trato de consolarme.

Las jóvenes me miran como las vacas al tren.

Me pongo a la faena, con ellas; más que erótico-festivo, un trío bricolajístico. Demasiados brazos para una pata de hierro. Imposible, no cede ni para un lado ni para el otro.

La desesperanza que leo en sus caras me hunde. Temo que fallé la prueba de selección.

−De veras que lo siento −digo, sonrojado también por el esfuerzo. De aquí me apunto al gimnasio, me digo. Menudo papelón que hiciste, Jorgito. Anda vete a leer un rato. Me abronco sin compasión.

La anfitriona me agradece el empeño con sonrisa destinada a ganador del Oscar Actor Principal, cuando siento no merecer ni constar en los créditos.

Regreso al lavabo, nuevo aseo, nueva camiseta. Toque de colonia.

Abandono la habitación, de forma absurda torno la llave con sigilo. A punto estoy de salir por la puerta principal de puntillas, irme a la francesa, sin despedirme de las chicas. Me doy media vuelta avergonzado.

−Voy a dar un paseo, lamento no haber sido de gran ayuda −digo, asomando medio cuerpo por la puerta.

−Tranquilo, de verdad, y muchas gracias. Discúlpame, te hice trabajar en vacaciones. Además, aquí Lunita lo ha solucionado. Extrajo la barra del tope a martillazos. Que sepas que no es mi amiga, se trata de otra huésped −dice ya riendo.

Luna, que no pesará cuarenta kilos en mojado, me mira con la indiferencia del vencedor, blandiendo un enorme martillo.

Antes de partir, colocamos entre los tres el gigantesco colchón, acto que trae una sonrisa a mi rostro, el premio de consolación.

En la puerta, Joaquina −la casera, que resultó hispano-argentina− me despide con gratitud, mientras me indica como rellenar los datos requeridos por ley. A su vera, un pequeño chucho que ha salido de la nada; gime, alza sus patitas, tratando de alcanzar mis piernas a modo de saludo. Es flacucho, pelaje cobrizo, ojos humanos (“Sólo le falta hablar”, pienso, recordando un similar podenco de mi infancia). De cuclillas, lo acaricio; se tumba tripa arriba dejándose hacer. Alzadas las patas delanteras, a ambos lados del hocico, como si fuera un bebé.

−Qué cariñosa es −digo al incorporarme.

−Se llama Canela.

En aquel instante, de modo inexplicable, supe que así bautizaría al perro de un relato aún por escribir.




sábado, 31 de mayo de 2025

F217 - Sueño que escribo, mientras escribo soñando

Una vez más, permítanme saltar a lo ficticio. Lo narrado a continuación no sucedió salvo en la imaginación de quien escribe. Jorge Ariz, de nuevo, convertido  en mero personaje. Este texto fue creado para participar en el Reto Exlibric 2025, en el cual has de escribir un relato en 48 horas, introduciendo una frase que te proporcionan justo antes de comenzar. La frase siempre contiene el número 48. ¿Adivinan de cuál se trata?

A modo de recordatorio, pinchen aquí.

Para leer el Relato de 2024, pinchen acá.

 

                                                          Pastel de zanahoria

Nunca fui una persona cobarde, tampoco un héroe de película, pero la situación me sobrepasó. Temí por mi salud mental, por mi vida. Decidido: aquella sería la última noche en Cork.

De acuerdo, lo contaré desde el principio, como se cuentan estas historias. Apenas concluida la carrera universitaria, y visto el panorama laboral, decidí emigrar, saltar el charco, averiguar qué había más allá del asfixiante pueblo madrileño. La ausencia de Canela tampoco ayudó, de hecho, supuso el empujón definitivo. Canela, mi perrita podenca de tres años, pelaje de tono cobrizo, orejas puntiagudas y mirada humana, “sólo le falta hablar”, decía mi madre. Murió atropellada por un coche hace un par de meses… se me escapó de la mano, cuando nos disponíamos a cruzar la carretera. Desde entonces, la vida me pesa como si portara el pedrusco de Sísifo.

 En realidad, sólo fue un “charquito”, sobrevolé el mar Céltico para aterrizar en Irlanda. Allí me planté con el título bajo el brazo, la ilusión entre la ropa de la maleta y un inglés nivel intermedio (ejem).

−Soy Maestro de Primaria, soy Maestro de Primaria −repetía frente al espejo, tratando de creerlo −¡Soy Maestro de Primaria!

El tipo al otro lado sonreía de forma tímida, mientras sus manos ajustaban, con torpeza, la corbata.

Pasaron las semanas, las entrevistas se sucedieron, las negativas afloraban escondidas tras el velo de una sonrisa. Escuelas Primarias, Guarderías, Centros de Ocio Infantil. “Le llamaremos”; “Nos encanta su perfil”; “Interesante C.V.”; “¿Español?: podría sernos de gran utilidad”… palabras vacías, frases de cartón piedra.

Nadie llamó.

Los escasos ahorros −fruto del trabajo como “canguro” en el pueblo− mermaron, la ilusión se fue evaporando, al igual que las gotas de la incesante lluvia tras rebotar sobre la acera. Menospreciaba cada oferta de trabajo hallada en el periódico de la comarca: Ayudante de cocina, Limpiador de oficinas, Asistente Doméstico en hospitales, Barista, Recoge vasos… “¡No estudié una Licenciatura para coger mugrientos vasos entre borrachos!”, gritaba mi orgullo herido… repetía más bajo… al final lo murmuraba. Las facturas no entienden de ínfulas ni de diplomas firmados por el Rey.

Al borde de la derrota, de la rendición. Recibí la llamada.

−Buenos días, ¿hablo con Jorge Ariz?

−Sí, lo hace.

−Soy la señora Mayfield, directora de la guardería “A pasitos”, sita en la calle Broughton; acabo de leer su currículum y desearía conocerle. ¿Estaría disponible para una entrevista?

¿Disponible? Podría presentarme ante aquella señora en medio minuto. Por fin, veía la luz al final del hilo telefónico; hubiera gritado: “¡Sííí!”, habría bailado una jota allí mismo; hubiera lanzado un sonoro beso a esa tal Mayfield; sin embargo, opté por controlar la euforia respondiendo con un discreto: “por supuesto”.

La entrevista resultó una charla informal. La señora Mayfield, de mediana edad, cabello corto y níveo, rostro salpicado de manchas difusas que fueron pecas en la infancia. Afable, casi risueña, una perenne sonrisa subrayaba cada una de sus frases. Más adelante comprobaría que cuidaba de los pequeñines como una gallina de sus polluelos.

El local era más bien pequeño, a ras de pavimento. Contaba con dos habitaciones contiguas y un jardín un tanto selvático en la parte trasera. Un lavabo con media docena de cubículos para los infantes, y otro, apartado, para el personal, junto a la salita de té (nunca comprendí tal disposición).  También disponía de un cuarto adyacente, bajo el nivel del suelo, una vieja cocina en desuso, que tan sólo servía de trastero (juguetes, diminutas sillas de plástico apiladas en columnas, cajas de cartón llenas de elementos decorativos para las diferentes temáticas: “Otoño”, “Navidades”, “Día de San Patricio”, “Primavera”, “Halloween”…, una antigua vitrocerámica, de superficie rayada y cubierta por una ligera capa de polvo, una nevera de escasa altura y diversos enseres).

Casi no sumaban una veintena entre niños y niñas, dividida en dos categorías: los Peques, de uno a dos años; y de tres a cinco, los Preescolares.

Faltaba una semana para el treinta y uno de octubre y aquello era un borboteo de actividades. Los más pequeños, llenos de purpurina y pegamento, decoraban grandes cartulinas; los bocetos de monstruos, brujas y fantasmas trazados a vuelapluma por las cuidadoras. Los preescolares, en grupos de cuatro, horadaban grandes calabazas, dando forma a lo que serían ojos, nariz y boca, también bajo la atenta mirada de una adulta y con herramientas adaptadas.

Sin embargo, yo me encontraba en pleno rito de fuego. “Un día de prueba, antes de  la firma del contrato”, dijo la señora Mayfield, durante nuestro careo, “pagado, por supuesto”, añadió. Cuando, junto al uniforme, recibí un par de guantes de goma gruesa, una mascarilla y un desatascador la sonrisa se esfumó.

Ahí estaba yo, vertiendo lejía a chorros, desatascador en ristre, limpiando las letrinas de infantes y empleados. Mejor les ahorro los detalles. Tan sólo una pista: debía salir al pasillo, a intervalos, para tomar bocanadas de aire… Añoré gafas y bombona de submarinista.

Me dieron 48 míseros euros por aquel trabajo denigrante. ¡Un maldito cheque por cuarenta y ocho euros de mierda!, nunca mejor dicho.

Jamás creí que la pesadilla vendría después.

A partir del segundo día −tras una ducha caliente, de hora y media, la noche anterior (que me costó una bronca por parte de mi compañera de piso, Rachel)− comencé labores más propias: juegos, canciones, actividades plásticas, paseos, meriendas. Todo ello con el grupo de los mayores. Seguía el hervidero previo a Halloween.

Atardece, me siento exhausto. La postura de cuclillas y el sentarse en el suelo acabarán conmigo. El paseo requerido me vendrá bien: una compañera solicitó mi ayuda −cumplo a rajatabla lo de chico para todo−: ir al sótano a por una caja con botecitos de pintura. Bajo las escaleras, sólo un tramo de peldaños, con la mano tanteando la pared. La luz tenue, de la bombilla desnuda, hace que extreme las precauciones. “¡Espero no romperme la crisma!”. Ni siquiera puedo guiar mis pasos con la linterna del teléfono móvil; no está permitido su uso y lo guardamos en la taquilla. Hace frío y huele a moho y a cera de vela, cual ermita de monte. El contraste de temperatura es notorio, incluso juraría que una corriente acarició mi brazo izquierdo. “Imposible”, me digo, ”esto es un búnker, no hay ventanas”.

¡No aparece la maldita caja! Aquello es un revoltijo de bártulos cubierto de polvo y telarañas. Maldigo mi suerte, primero la operación submarina y ahora esto. ¡Se supone que trabajo en Educación!

Entonces lo oigo.

Suena como una especie de barrido, raaas, raaas, raaas, monótono y seco, un tanto desagradable. Levanto la vista y me sobresalto. Al fondo, junto a la pared, veo a una señora, inclinada sobre la encimera, junto a la vitro. Luce una larga cabellera gris, encanecida, falda oscura hasta los tobillos. Está amasando, con lo que parece un rodillo de plástico verde −sólo alcanzo a ver un extremo− sobre la superficie del mueble. Su figura gruesa impide ver la masa, pero la acción es inequívoca; sin embargo, el ruido no suena amortiguado, sino áspero, como si el utensilio rodara sobre una superficie despejada.

−¡Hola! Disculpe, busco una caja…

La mujer no se inmuta.

”¡Vieja sorda!”, pienso con desprecio para camuflar mi deficiente pronunciación.

Como si hubiera leído mi pensamiento, la anciana ríe:

−Jiii, jiii, jiii.

Al fin, localicé la dichosa cajita. Erin, así se llama la compañera, me dedica una sonrisa de agradecimiento que bien vale el baño de polvo y telarañas. Dice: “muchas gracias, guapo”, y antes de que pueda preguntarle acerca de la abuela, gira sobre si misma y desaparece por la puerta.

−De nada… −digo al vacío.

De regreso a casa tengo una sensación extraña. Noche sin luna, arrecia el aguacero, lluvia inclinada debido a las ráfagas de viento; camino ligero, la capucha del chubasquero puesta, empapados los vaqueros. Es una sensación de compañía, como si alguien me siguiera, tal vez algún amigo compatriota con ganas de chanza. Me detengo de repente, girándome. No hay nadie. Tan sólo escucho los gritos, de algún borracho, provenientes de la zona de pubs.

Acelero el paso. Muero por llegar a casa, visitar al señor Roca (la dieta irlandesa me dejará en los huesos), prepararme una copa (es viernes), escuchar música. Aprovecharé que Rachel fue a visitar a sus padres a Derry.

El piso está helado. Compruebo ventanas y radiadores. Cerradas las primeras, tibios los últimos. Corro a mi cuarto, para secarme y cambiar de ropa.

Dentro del baño.

Sentado sobre el inodoro. Escucho un ruido. Al otro lado de la puerta. Es un sonido familiar, algo que he escuchado recientemente pero que no caigo cuándo ni dónde:

Raaas, raaas, raaas.

De repente, recuerdo el origen. “¡No es posible!”, me digo, “¡Jorge, no te emparanoies, es el puto Halloween que te inunda la cabeza!”.

Tiro de la cadena para ahogar el sonido.

Salgo... silencio.

Una corriente helada va y viene por el pasillo, a pesar de que giré la ruleta del radiador hasta el tope… y comprobé las ventanas. Echo mano del móvil, rezando por tener algún mensaje, alguna llamada perdida que devolver. No hay cobertura. “¿Cómo?”. Me acerco a comprobar el rúter. La señal marca cinco rayitas. Perfecta conexión.

Olvido el cubata, la música; enciendo todas las luces que encuentro a mi paso: cocina, living, corredor, habitaciones… Atranco la puerta con una silla. Me acuesto bajo el edredón y dos mantas.

Tiemblo, y no debido al frío.

Raaas, raaas, raaas, vuelve a sonar al otro lado de la puerta.

Despierto sudando, con ropa de andar por casa en lugar de pijama. Los rayos del sol entran por la ventana carente de persiana o cortinas. Debí quedarme dormido al fin. No apagué los radiadores.

Cada día que transcurre los niños están más excitados, los adultos también. Las decoraciones van en aumento; ilusión y magia flotan alrededor.

Al mismo tiempo, poco a poco, me integro en la guardería. Voy aprendiendo los nombres, de párvulos y compañeras. Éstas son todo chicas adolescentes. Carecen de titulación universitaria, me confían, sólo cursaron módulos en Educación Temprana o el curso equivalente de Formación Profesional. “¿Qué haces cuidando niños pequeños pudiendo ser Profesor en tu país?”, preguntan, sin saber de lo que hablan.

Nuestro breve descanso queda interrumpido por un toque en la puerta. Nos encontramos en la sala de té, Monique, Erin y yo. Sin esperar respuesta, aquella se abre.

−¿Puedo…?

Maeve asoma la cabecita. Casi alcanza los tres años, a punto de comenzar Preescolar. Atesora las tres pes: pelirroja, pecosa y pizpireta. Sin embargo, llora desconsolada.

−Claro, mi amor, pasa ¿qué te ocurre? −dice Monique, con voz dulcificada, al tiempo que se levanta a su encuentro.

−Me di un golpe muuuy fuerte y Fiona me gritó −dice, entre hipidos, culpando a la más joven de las cuidadoras.

−Ven corazón, estoy segura de que Fiona no pretendía gritarte. ¿Te apetece una galleta de jengibre? Pero shhh, no digas nada a tus amiguitos.

Ya más tranquila, mordisquea la pasta, de rodillas en la alfombra, apoyada sobre la mesita, al tiempo que dibuja en un folio que Monique le ha proporcionado. Esboza varias figuras mediante fino trazo: palotes por brazos y piernas, grandes círculos por cabezas, cuatro rayas por pelo.

Caliento las manos en la taza de té, mientras doy pequeños sorbos. Miro a la nena que roe la galleta cual ratoncito concentrado.

−Oye, Erin, ¿Cuándo se sirve la tarta a los niños?

−¿De qué tarta hablas?

−No sé, supongo que del pastel de Halloween. Vi a la cocinera amasándolo el otro día en el sótano.

−¿Qué cocinera? No tenemos… −se interrumpe, una sombra cubre sus ojos.

−Sí, mujer; una señora mayor, con cabello gris, muy largo.

Silencio.

Erin cruza la mirada con Monique, que ha levantado los ojos de la pantalla del móvil. Incluso la pequeña Maeve ha dejado de pintar y me mira, sus ojos chispean.

−Es la señora Miller. ¡Me encaaanta su pastel de zanahoria! −dice, sonriendo, y eleva los bracitos a modo de victoria.

Tras unos segundos sin palabra alguna, Erin le dice, con aquel tono un tanto artificial:

−Cielo, ya sabes que la señora Miller cruzó el arcoíris, ahora cuida unicornios.

La cría vuelve a sus quehaceres creativos, tras encogerse de hombros.

Mi nivel de inglés continua estancado, no alcanzo a comprender.

−Disculpa: ¿arcoíris?, ¿unicornios? ¿A qué te refieres?

Erin se arrima y me susurra al oído:

−La Señora Miller falleció hace dos meses. Tropezó con un rodillo de juguete que alguien olvidó en los peldaños del sótano, antigua cocina. Se desnucó.

Sonrío, casi rompo a reír. Me están vacilando, las muchachas, metidas de lleno en la fiesta pagana por excelencia. ¡Bienvenido a la República de Irlanda!

La niña, como si nos hubiera visto sin levantar la mirada del papel, dice entre risitas:

−Secretitos, secretitos, cuentos de vieja.

−¡Ya basta, Maeve! −contesta mi compañera.

La cría inclina la cara hacia un lado, con el lapicero en alto, la mirada perdida. Entonces, gira el cuello hacia mí, los ojos entrecerrados:

−Dice la Señora Miller que no estés triste, Jorge, que ella cuidará de Canela.

Un sudor frío y antiguo recorre todo mi cuerpo.

A ello siguieron los ruidos nocturnos en el piso, grifos que se abrían, llaves extraviadas que aparecían al día siguiente, manillas de puerta que se bajaban solas ante mis propios ojos… todo siempre con Rachel ausente, la cual me contemplaba incrédula al relatarlo: “¿Tomas drogas?”, llegó a preguntar. A mí que no tolero el jarabe para la tos.

Todavía lo ignoro, pero esta será la última noche que pase en Cork.

Me acuesto según pongo un pie en casa. Estoy agotado. Ha sido una jornada dura, con excursión al Laberinto del Mono incluida. Perdí la cuenta de las botas de agua que ayudé a calzar y los impermeables, de colores intensos, que abroché.

Despierto a mitad de madrugada. Las 2:48 marca el reloj de la mesilla. El sonido proviene del pasillo, al otro lado de la puerta. Se trata de un gemido, una especie de lloriqueo tan conocido que mis propias lágrimas amenazan con desbordar. Es Canela, llora del mismo modo que lo hacía cuando era poco más que un cachorro, al borde de la cama, saltaba y me mordisqueaba los pies para que despertara y la sacase a hacer sus necesidades, mientras yo dormía la resaca. Es mi Canela.

Abro la puerta. Una luz amarillenta profana la penumbra. Procede de la farola exterior, frente a nuestro living cuyo ventanal también carece de persiana o cortina. Los gemidos cesan tan pronto pulso el interruptor de la pared. El corredor iluminado y dolorosamente vacío parece burlarse de mí.  Rompo a llorar, como un crío, deslizando la espalda por la pared hasta quedar sentado sobre la moqueta.

No lo soporto más. Acabaré perdiendo la cabeza o arrojándome por el acantilado. Entro decidido en la habitación, conecto el portátil y compro un billete de avión para Madrid: sólo ida.




martes, 27 de mayo de 2025

F216 - Seis años, seis (Málaga) (II)

 Seis años sin verle, sin contemplar la sonrisa contagiosa, sin escuchar el acento de Glasgow, sin abrazarle. Pienso, releyendo, una y otra vez, el párrafo que se me resiste.

Uno pasa de la soledad a la compañía múltiple como quien nace de nuevo. Casi sin querer, pero deseándolo, tornas de estar embutido en el silencio, tan sólo roto por el murmullo del resto del pasaje, perdido entre las páginas de un libro, a estar acompañado, primero por ella, después por ellos también. Les contemplas, incrédulo, extasiado −como si fueran pinturas centenarias dentro de un museo−, les abrazas, escuchas, besas, contestas, y te sientes vivo. Renacido.

Pero vayamos por partes, como cantan los Estopa.

Una vez en suelo firme, y reunido con Ella, nos asomamos a la salida del aeropuerto malagueño, bañado en un sol propio, con denominación de origen. Nada más aterrizar, había recibido una tanda de mensajes por guasap, cada uno de los cuales acrecentó la sonrisa primera. Aquí se hallaba, en Málaga, fiel a lo acordado, y vendría a recogernos. Me sorprendo a mí mismo en estado nervioso, más propio de un niño que va a reencontrarse con su padre largo tiempo ausente.

Converso con Ella −mientras lanzo vistazos alrededor− poniéndonos al día, ampliando información intercambiada a través de la pantallita, transformando los emoticonos en gestos y caricias reales, mirándonos a los ojos, sintiendo la presencia palpable del otro. Planeando cometer pecados que la Santa Pantalla tiene prohibidos: tocar, oler, mirar, saborear. Tras un descuido, le hurto un beso. Porque los besos no se ruegan por instancia compulsada; un beso se lee, se regala o se roba. Qué diantres es aquello de “¿puedo besarte?”; siempre fui más propenso a recibir un: “Bésame, tonto” que a rellenar una solicitud. De nuevo, Estopa resumiendo la vida:

A veces te leo un beso en los labios

Y como yo no me atrevo

Me corto y me abro

De repente, un grito nos saca de nuestros actos pecaminosos.

−¡Jorge!

Su voz, aquella pronunciación perfecta de mi nombre −a pesar del sonido /j/ en ambas sílabas− me retrae al pasado escocés. Me giro hacia donde procedió la llamada, y ahí está él, mi primer entrevistador, mi primer amigo en tierra extraña, mi guardián… mi hermano. Es él, John. A pesar del tiempo trascurrido, que a todos castiga, luce idéntica mirada de niño travieso, ojos chispeantes que se estrechan, cómplices de una franca sonrisa.

Palmeo de espaldas, dos besos −siempre fue un escocés con alma española− risas y presentaciones. Seis años, seis, hechos añicos mediante un abrazo.

La vida es continuo misterio. Pone ante ti diversos caminos, bifurcaciones; te arroja a la cara retos, opciones, sin darte una mísera pista para afrontarlos. Un día decides que ya basta, que no puedo más, que qué hay de lo mío, que ¿esto es todo? subes a un avión, tembloroso, decidido, muerto de miedo, queriendo huir de ti mismo, de cuanto te rodea, ingenuo y enfurruñado cual niño chico. Sales corriendo de casa, escapas de familiares, de amigos y adversarios, de quien te quiere, de quien te odia; huyes en búsqueda del “sueño americano”  que viste en mil y una películas; rehúyes del auxilio cercano, familiar, porque quieres buscarte la vida, ganarte las alubias, sacarte las castañas del fuego, como siempre se dice. Deseas, con toda el alma, que tu padre sienta orgullo de tu arrojo. Que presuma −el rostro iluminado− ante los amigos de tapete y baraja: “Es mi hijo, el menor de los tres, marchó él solo, a Gran Bretaña”. Y entonces, aterrizas en landes remotos, desconocidos, y a los dos días −de calendario− la vida (misteriosa) pone ante ti a un tipo, de ojos pequeños y chispeantes, de sonrisa picarona, que no sólo te facilita la estancia, sino que se convierte en tu hermano mayor escocés, y no en el sentido macarra-choni con que usan el término los chavales hoy en día. John, se llama el tipo.

Como si la vida te mostrara que no puedes tú solo, que necesitas “guardianes” a tu vera, siempre dispuestos a sujetarte cuando tambaleas. Así, esa vida, de forma un tanto burlesca, ha ido colocando sucesivos hermanos varones en mi camino: uno riojano −biológico− uno vasco y uno escocés, como si quisiera contarme un chiste ochentero.

Existen personas con las que compartes un feeling especial. Algo peculiar os une, y carece de nombre. Como si ambos lucierais idéntico aura mágico e invisible. No se trata de amistad, ni de camaradería, ni de romance. Tampoco coleguismo de cañas, vacile y conciertos. Es hermandad que trasciende lo biológico. Alguien, allá arriba, conoce mis carencias y se dedica a situar uno de estos seres por cada etapa de mi vida, como quien mueve caballos y peones en un tablero de ajedrez imaginario. ¡Uno se las da de fuerte, de capaz, de independiente, de buscavidas!, mientras quien maneja el cotarro aguanta la carcajada y, piadoso, dispone para ti esa personita que guardará tus espaldas en territorio comanche (como diría el Reverte).

Seis años, seis, cual puntitos del dado que el azar tira.

El maldito virus que nos encerró en la burbuja del miedo; después la locura del Brexit que todo complicó; el querer viajar a otros destinos; la voraz y oxidante rutina que te mantiene pegado al sofá, al trabajo, al bar de la esquina.

Seis años, seis. Como toros bravos, que ni el mismísimo Jesulín de Ubrique dentro de una plaza abarrotada por mujeres.

Lejos de su complicidad, del revivir anécdotas, de la mirada de pillastre, de su risa atronadora. Seis años, también, sin ver a su dulce e inseparable Jennifer.

Málaga puso fin a tal injusticia del sino.

Allá nos juntamos los cinco −Jen, John, su hija, Ella y uno mismo− en un pueblecito marinero con aroma guiri, tostás de tomate, casas encaladas, y burritos tristes a la par que entrañables. Más presentaciones, besos y abrazos. Resurrección de viejas historietas aderezadas con vaciles y chanzas: “Decías: Let´s go to the paf, for a beer”, recordaba John para divertimento general y sonrojo mío. Hubo carne asada, cerveza, dulces y sangría. Hubo confidencias, afecto, nostalgia, promesas de futuro, y alguna lágrima fugada. Hubo un fajo de fotografías −en papel− que compartí, evocando más y más anécdotas, invitando a otros personajes que cohabitaron nuestro pasado −como quien convoca espíritus errantes− y así brindar con ellos… brindar por ellos.

Ella pasó la prueba de fuego, a base de honestidad, cariño, sencillez, y un inglés mejor que el mío.

She’s a keeper, pal! −sentenció John.

Entonces, vi cielo abierto, la oportunidad para resolver una duda milenaria. Aclaro primero, para aquellos profanos en la lengua de Shakespeare: la expresión viene a significar, a lo bruto: “quédatela, guárdala, merece la pena”.

−Pero, John, entonces… yo sería el “keeper”, ¿no?; soy el que debo “guardarla”, “quedármela”, “no dejarla escapar”, porque eso significa “keeper”: el que guarda, o mantiene, algo. Ella debería ser: “to be keeped / kept”, o algo así. ¿Por qué lo usáis a la inversa? ¡No tiene sentido! ¡Todo lo hacéis del revés!

Obviamente, la conversación trascurrió en inglés.

For fuck’s sake, man! Soy un sencillo chef, no un maldito lingüista de la Enciclopedia Británica −respondió, ganándose la carcajada general, y añadió−: loco me volvía, este chaval, cuando llegó a Edimburgo, preguntándome reglas gramaticales y porqués diversos de esto y aquello…el tío, incapaz de pronunciarcastle, pub o sausage y, sin embargo, ayudaba con el deletreo en inglés, a las camareras locales que lo contemplaban, atónitas, manejar el apóstrofe tan incómodo para ellas, o escribir del tirón, sin duda alguna: b-e-a-u-t-i-f-u-l, por ejemplo.

Y brotaron más risotadas.

Así es John, así fue siempre.

 

                                                      



lunes, 12 de mayo de 2025

F215 - Destinos a tutiplén (Málaga) (I)

 Sé lo que están pensando, en este justo instante, tras leer de un vistazo el título. Adivino lo que pasa por sus mentes lectoras sin necesidad de contemplar posos de café, descubrir cartas sobre un tapete morado, ni partir puerros y demás hortalizas a machetazos. Piensan: este tipo pasa la vida de aquí para allá, por tierra, mar y aire, cual soldado despechado buscando a su querida Adelita (que digo yo, si la muchacha se lanzó a poner kilómetros de por medio −con otro mozo− como si fuera la mamá de Marco… por algo sería).

Habían transcurrido muchos meses desde que regresé de Tenerife. Demasiados, podía escuchar los lamentos emitidos por la gordita azul desde el trastero. Me refiero a la pequeña maleta con ruedas que acompaña mis desventuras, no vayan a creer que tengo encerrada a una joven con sobrepeso en lo más profundo del edificio.

Demasiados meses; tocaba poner fin a tal sequía de kilómetros. El destino no fue por azar, ni por simple capricho: Málaga. ¿Por qué? (al fiel lector, que sigue mis pasos desde el principio, le espera una Sorpresa; pero no adelantemos acontecimientos).

De nuevo, el vuelo es tempranero, es lo que tiene viajar con compañías que se autodenominan baratas. La única manera factible: pernoctar en la capital vizcaína, en piso turístico, ¡continuamos “barato” para bingo, señores! Ya saben, con el secretismo de película barata de espías, la habitación individual, y los códigos de acceso (tres, dice el mensaje: portal, habitación y cuarto de baño compartido). Por fortuna, el código de éste último está desactivado y la puerta se limita a disponer del cerrojito de toda la vida.

La intranquilidad comparte lecho conmigo, qué les voy a contar a estas alturas del telefilm. Mañana debo coger un avión a primera hora de la mañana, en el ya famoso aeropuerto de Loiu (sí, lo adivino de nuevo: no escarmiento ni a varazos).

4:00, indica el reloj del móvil. El sentimiento déjà vu es inevitable.

Esta vez hice los deberes. Combatí el insomnio inicial buscando información: horario del primer bus al aeropuerto, distancia desde el piso hasta la estación de bus, climatología, cálculos y probabilidades (que diría el bueno del Reverte), y todas esas cosillas.

Tú estudias, calculas, planeas, luego el destino, o el tipo barbudo y risueño hacen lo que les viene en gana.

La noche es oscura, todo lo oscura que puede ser a las cuatro y pico de la madrugada una ciudad como Bilbao. Llueve a cántaros (it´s raining cats and dogs, dicen los escoceses y se llevan las manos a la cabeza cuando trato de explicarles el significado de cualquiera de nuestras expresiones. ¿Perros y gatos cayendo del cielo? ¡Demasiado wiski y cerveza!).

Corta la distancia, sé que llegaré puntual, de hecho, sobra tiempo. Pero los viejos temores son difíciles de superar. Si mi orientación es flojilla tirando a garrafal con el sol de mediodía, imaginen cómo será envuelta en oscuridad. Los gatos no son pardos, son malditos conejos con gabardinas. Así que me armo de valor, paraguas en mano, móvil en la otra (mi amada despechada susurrándome las consabidas indicaciones: todo recto, gire a la derecha, esquive la rotonda, salte el charco o se mojará los zapatos…), la mochilita gris a la espalda, la maleta arrastrada con la mano del móvil, otra bolsa de plástico −con el bocata, uno será Paco Martínez Soria toda la vida− dificultando la maniobra, en equilibrio, trata de cortar la circulación de uno de los dedos. Lo normal.

Calles cuasi desiertas, tan sólo se escucha algún grito de gente que regresa a casa tras la farra. Asfalto mojado. Semáforos y su pitido insistente. Taxistas somnolientos;  policías apatrullando la ciudad, dentro de sus carrozas metálicas recién estrenadas, combaten el aburrimiento observando a los transeúntes madrugadores en busca del malhechor. De vez en cuando, tornan serios, mirada al frente, inundan la noche con destellos azulados y salen pitando, para disimular y justificar el sueldo, digo yo.

El primer bus sale a las 5:00, incluso el siguiente me serviría.

Alcanzo la Intermodal (como llaman los bilbaínos a la estación de autobuses para darse importancia). Está cerrada a cal y canto. La plazoleta exterior casi vacía, excepto por la presencia de algunos extranjeros alcoholizados −el Glasgow Rangers jugó en San Mamés− y de vagabundos que buscan cobijo bajo el alero. Para mis intereses (uno es así de egoísta) está desierta.

No veo un viajero ni una triste maleta a dos kilómetros a la redonda.

La pantallita del móvil marca las 04:43

Empiezo a preocuparme. No ocurre así a lo bruto, tan sólo el típico hormigueo que comienza a recorrer alma, cuerpo, y avatar en otra dimensión.

Dos borrachos cruzan ante mí. Miran sin verme. Berrean alguna de sus consignas, en un tono y acento que casi humedece mis ojos de pura nostalgia. No logro descifrar el contenido del mensaje, pero sí la forma. Son dos chavales, de Glasgow, empapados también por fuera, en manga corta con los colores de su equipo −Rangers, archienemigo del Celtic (equipo de John), en lo religioso y lo deportivo; en la vida y en la muerte−. Van a su bola, entonando cánticos llenos de pena, orgullo y derrota, mientras sujetan latas de cerveza Estrella Galicia, ignorando −para su bienestar mental− que es la marca céltica por excelencia.

04:49

El hormigueo roza los 6,98 grados en la escala Richter.

¿Cuándo demonios abren la mega-súper-multimodal-estación de los cojones?, dice mi Pepito Grillo particular, por lo bajini.

Entonces lo veo, y un rayito de esperanza cae sobre mí como una aparición mariana o un amago de abducción marciana.

Un vigilante jurado, un machaca, un segurata de los de toda la vida.

Al hombre se le ve más aburrido que a un mono enjaulado. Me acerco y este diálogo entra en los anales de la Historia, o como se diga:

−Buenas noches.

−Buenas.

−¿Disculpe, a qué hora abren el tinglado éste ultramoderno que tienen ustedes montado?

El tipo me mira algo mosqueado, supongo que es del Atleti como todo bicho viviente en la ciudad – sospecho que a quien no comulga, lo tiran a la ría− y no pudo acudir a San Mamés.

−A las seis horas, cuarenta y cuatro minutos −dice, con ínfulas de Agente de la Autoridad nocturno; creyéndose Al Powel, el poli negro de la Jungla de Cristal, quien acaba haciéndose coleguita de McClane: “Roy, si eres lo que creo, debes saber cuándo escuchar, cuándo callar… y cuándo rezar”.

−…

Mi cara es un poema que ni el mismísimo Lorca.

El tipo repara en mi gesto, a pesar de todo está de buen humor porque su equipo ha eliminado a los herejes de Glasgow (Protestantes), expulsados a goles, cual latigazos, del templo sagrado, católico, apostólico y romano: la Catedral de San Mamés.

−A no ser que usted vaya a viajar.

Al principio, un par de segundos lentos…lentos, quedo en semejante fuera de juego que ni el mismísimo Negreira hubiera podido hacerle el favor al Barsa.

−¿Cómo? Sí, claro que pretendo viajar −miro de soslayo la maleta, la bolsa del bocata, la mochilita que llevo a la espalda. Sólo me falta decirle al hombre: “Hellooo?”, señalando los bultos. Pero no es cuestión de ser borde con el sujeto que posee la llave de la cueva. En ese momento él es el puto Amo del Calabozo, salido de Dragones y Mazmorras. Luego recuerdo la gente sin hogar que encontré por los alrededores y empiezo a entender, que no a comprender. ¿Cuándo nos daremos cuenta de que hay problemas que no puedes barrer bajo el felpudo de la ciudad?

El guarda me rescata del ensimismamiento.

−En ese caso, cruce usted la plazoleta y acceda por aquella puerta roja, entre en el ascensor y baje a la planta menos dos.

Cada vez me cae mejor el machaca, incluso si fuera anti madridista.

−Gracias, y buen servicio −digo, todo lo serio que puede decirse algo así.

Cruzo la plaza que para mí es el Rubicón, el Amazonas o el mismísimo mar Rojo (paraguas en alto cual cayado de Moisés). Caen jarros, cantaros, perros, gatos y algún conejo despistado. Vamos, que llueve muchísimo.

Junto a la puerta roja (escondida y sin ningún cartelito, como si se tratara del anden mágico en Harry Potter) un par de mendigos duermen sobre cartones. Los miro y el amago de temor lo pongo de lado de un empujón, sustituyéndolo por pena, vergüenza y rabia por la mierda de mundo que habitamos.

El ascensor, minúsculo cual montacargas, parece acceso a otra dimensión, un paso al otro lado del Matrix. Pintarrajeado, sucio y obsoleto.

Las puertas se abren y se obra el milagro.

Gente con maletas y mochilas y bolsas y móviles. Gente viajera, de toda la vida. De pie, sentados, tirados por el suelo. Encerrados tras unos cristales, como si fueran peces agonizantes en una pecera sin agua. En el interior de aquello que ni siquiera merece el apelativo “salita de espera”, un pequeño monitor indica todos los próximos destinos. Al otro lado, el hangar vacío de autobuses.

Son las 04:52

Miro la pantalla. Destinos a tutiplén: Madrid, Oporto, Barcelona, Pau, Quintanilla de los Milagros…

Ni rastro de “Aeropuerto”. Ni siquiera su equivalente autóctono: “Aeroportua”.

El hormigueo es un terremoto con mortalidad del noventa por ciento.

¿Dónde carajo pone el horario del autobús con destino Aeropuerto? ¿Estamos en Bilbao o en Bagdad? ¿Se gastaron todo el colorao en la lata de sardinas gigantesca que bautizaron Guggenheim?

Al final, opto por el viejo sistema, aquel que ya funcionaba antes de la invasión de las pantallas. Pregunto a una joven mochilera, italiana según la banderita que luce la cincha del bulto. Su sonrisa y hablar sosegado me tranquilizan. Todo ok, dice la muchacha, el autobús al aeropuerto sale a las cinco en punto. Como si lo hubiera invocado, el autocar aparece al fondo, precedido por el llanto de sus neumáticos sobre la pista.

Cierro los ojos, sabiendo la compañía que me espera allí abajo, y… la otra Sorpresa, y mis labios dibujan la nostalgia en forma de sonrisa.

−Seis años −susurro− seis malditos años sin abrazarle.




miércoles, 30 de abril de 2025

F214 - Todo pasa (Tenerife) (y X)

 “Deberías narrarlo en audio, grabar podcast, hacerte tiktoker, arrasarías. Leo alguna de tus historietas y escucho tu voz, contándomela, y muero de la risa”. Dice mi hermana. Supongo que le da pereza esto de leer. Cierro los ojos y me imagino como el nuevo Rubius, o el vasco Llanos, o la Rosalía, petándolo, haciéndome selfis con chavalitas fans, viviendo en un palacete ultramoderno, desayunando champán con marisco. Haciendo turismo en Andorra “Miren, yo pasaba por aquí…”. Incluso dispongo de nombre de guerra: El Fargus. Pero, no resultaría, me disgusta esa voz enlatada que resulta ser la mía, tiemblo al contemplar mi rostro en cámara, el marisco ni fu ni fa, y el champán −¡malditos gabachos!− me da gases; (“Algunos nacisteis para ser pobres”, parezco escuchar a mi querido hermano). ¿Podcast?, no chance! Pero, sobre todo, porque adoro la incertidumbre del folio en blanco, encerrado en el pequeño cuarto, los nervios, el rinconcito de las letras ordenado, simétrico, con las libretitas en paralelo, el gondolero del cuadro remando, dándome la espalda para no distraerme, mi café en la mug quijotesca adquirida en el último viaje a Madrid que no proporciona inspiración, pero sí sosiego. Eso me gusta, teclear en silencio, narrarles mis tonterías sin abrir la boca.

Todo pasa, todo arde, todo muere… todo vuelve. Aquí me tienen, plagiando al mismísimo Gómez-Jurado, sin pudor alguno.

Llegó el día de regresar a la península, a la rutina de cajas, madrugadas, carreteras vacías, insomnio y locutores de radio nocturna.

Me acosté con un solo pensamiento acompañado de una triste sonrisa: Tenerife nunca falla. I´ll be back! −como decía el bueno de Arnie−. Volveré, por supuesto, todos vuelven.

4:00 marca el reloj del móvil. No aguanto más en la cama. Los días de vuelo son incompatibles con el sueño. Me levanto, recojo los cuatro bártulos que quedaron fuera de la maleta (ya preparada desde anoche), leo unas páginas sobre el jaleo que ha montado dicho escritor para terminar la saga. ¡Menudo liante! Aguarda que te vea por la calle. Sobra decir, desde el cariño. Leo unas páginas y escribo un puñado de líneas, para tener algo que contarles.

El taxi me recoge a las 5:30, lo sé, soy exagerado por vocación, teniendo en cuenta que el vuelo sale a las 7:15, pero siempre preferí aburrir horas en el aeropuerto que andar de carreras.

Puntualidad británica, de momento. Despegamos destino Loiu, Bilbao, el agujero ventoso por excelencia, ¡con la maravillosa y larguísima pista de aterrizaje que existe en Foronda, Vitoria!  En fin.

Salgo del duermevela, ocurre algo extraño. Volamos en completo silencio, ni una ligera vibración, nada. ¿Nos habrá abducido un ovni? Miro por la ventanilla, todo parece en orden. No hay ningún monstruo sentado sobre el ala. ¿Qué sucede? ¿Acaso se ha parado uno de los motores? ¿Quizá los dos? No volamos, parece que planeásemos, como si el piloto buscara descender y amerizar, porque supongo que nos hallamos sobre el océano. Sin embargo, a mi alrededor, la gente está tranquila, unos miran distraídos por la ventana, un adolescente de flequillo imposible escucha música a través de un pinganillo, su compañera ve una película en el portátil, un par de niños juegan, una muchacha pasea por el pasillo, las azafatas charlan con un compañero (suena fatal azafato). Dos damas, ya veteranas de mil y un vuelos, a mi izquierda, dormitan en paz. Nada parece fuera de lo normal, sin embargo, no oigo un murmullo, no escucho el ruuumm de fondo tan característico en las alturas.

Bostezo, tras dar un sorbo al botellín de agua (arrugado por la presión), el estruendo del motor traspasa mis tímpanos, las vibraciones reviven, y todo vuelve a la normalidad. El ruuumm regresa, junto a conversaciones veladas, la musiquilla proveniente de algún portátil, la risa de los críos… ¡menudo alivio, tan sólo tenía taponados los oídos debido a la altura!

Aproximación a Bilbao.

Mis vecinas, bien vestidas, maquillaje un tanto excesivo, peinados que vieron estilista hace pocas horas, adornos de guerra que brillan ostentosos, cual si gritasen: ”¡Observad, pobretones, mirad cómo reluzco!”, sin embargo, no parecen del todo caros, señoras con aspecto de querer (y no poder) jugar ligas superiores en tema monetario o clasista (aquí estamos todos, viajando low cost). Jubiladas viajeras, se definen ellas mismas en breve conversación. Mujeres de vuelta, que conocieron lo duro de la vida, y que en la cuesta abajo  over the hill, dicen los anglosajones− batallan, sable curvo en alto, cabalgando a degüello, sin toma de prisioneros. Que nos quiten lo bailao, y todo aquello.

Descendemos, luz de cinturones en rojo. Vislumbro las casas, los prados, terrenos de distintos colores separados en cuadrículas, todo lejano, allí abajo, los coches cual hormigas laboriosas en filas interminables, que recorren sendas diminutas que son las carreteras. Todavía estamos demasiado alto, no escucho el ruido del tren de aterrizaje −tan característico− al salir de su escondrijo. Peculiar ruido que advierte que la cosa ya va en serio.

Continua el descenso.

Se sucede algún bache que otro. Nada fuera de lo normal. Lo he vivido decenas de veces. Ligeras turbulencias de aproximación, las denominan los que conocen el asunto, para darse importancia.

−Por favor, permanezcan con los cinturones abrochados −dicen desde una lata.

Pasan unos segundos. El pasaje tranquilo.

De pronto el caos.

Lo recuerdo tras las gafas de sol, negras, debido a la luminosidad que entra por el ventanuco. Lo recuerdo tras una sonrisa, como no acabando de creerlo, como no deseando creerlo.” No puede ser”, me digo, “no puede terminar todo así”, “Debo regresar a Tenerife, contemplar a Iraya sonreír una vez más, escuchar la dulce voz de las camareras, flotar “a lo muerto” en la playa de las Teresitas”; “Me niego a terminar así”. Continuo sonriendo, incrédulo, quizás lleno de fe ciega.

Ocurren dos, tres, cuatro bandazos. Violentos. Observo el ala, junto a mí, acompaña las sacudidas del tubo de metal −que es el avión− con sendos espasmos, mostrando un ángulo excesivo.

Unos pocos segundos abarcan la eternidad. Un tiempo de pesadilla, cuando esperas, agarrotado, despertar antes de lo peor.

Sin embargo, no siento miedo. Tan sólo incredulidad. La sonrisa no se borra, como si algo dentro de mí hubiera conectado el modo “serenidad”. Me limito a agarrar el reposabrazos.

El meneo produce agitación de torsos y  cabezas. Por fortuna, no se abren los compartimentos, no caen maletas, ni siquiera saltan las trampillas que esconden las máscaras de oxígeno.

Se oye algún grito que otro. Murmullos. Gemidos, nenes llorando.

Continuo sonriendo, como si todo formara parte de una broma, como si fuera parte del espectáculo (rifa, venta de perfumes, brebajes fríos y calientes, avión agitado cual sonajero). Tal vez algo dentro de mí extendió un halo de tranquilidad o fe sobre mi persona. Sin embargo, sucede algo que me devuelve a la realidad, a una realidad que no quise ver o no supe interpretar.

La mujer de la izquierda me agarra el brazo desnudo. Su mano se cierra con fuerza sobre mi bíceps. Noto la presión de cada uno de sus dedos. Casi hace daño. Giro el rostro y la miro un tanto sorprendido. Sus pupilas, clavadas en mí, grandes, son de niña pequeña. De colegiala asustada, incrédula, como si hubiera retrocedido decenas de años en el tiempo. Gira el rostro hacia delante. Bisbisea, pero no cierra los párpados. Ahora la mirada distante, de las que atraviesan los objetos que tienen ante sí. Cual si estuviera arreglando cuentas con el Tipo de Arriba. Más tarde, cuando vino la calma, así lo confesaría ella misma: “Hablé con Dios”. Yo creo que todos, a nuestra manera, tuvimos una pequeña charla con El Jefe. Más bien monólogo. Él escucha −de crío lo imaginé barbudo, sonriente− hace sus cábalas, tira los dados, y responde a su manera, siempre en silencio. Si un día llega a contestarte… mal asunto, ya no descubrirás quién es el asesino en la novela que leías, no darás a tu chica el último beso.

−Disculpa −dice, soltando la mano.

−No pasa nada. Menudo susto, ¿no?

La sonrisa muda que exhibe lo dice todo. A un pelo estuvimos de conversar en persona con San Pedro, grita su silencio.

Me sorprende el haber estado así de tranquilo, “Nunca fui una persona cobarde, tampoco un héroe de película” (autoplagio: así comienza el Relato 48, reto 2025, que entregué hace unos días).

Retomemos.

No me asusté, demasiado, porque conozco Loiu, y sus circunstancias. Sin embargo, jamás experimenté tal agitación, en ningún vuelo (y atesoro unos cuantos), ni siquiera en los de Bilbao. Las señoras, bilbaínas, también conocían el terreno, mucho mejor, y lo pasaron fatal. Mi única teoría: Tenerife me dio la paz suficiente, para afrontar lo que pudiera suceder. Recordé a la nena del vuelo de ida, temerosa de volar, crucé los dedos por que no hubiera retornado aquel maldito día. Pobreta.

“Casi se cae el avión”, fue una de las frases más repetidas, una vez en tierra. Pasajeros grabando notas de audio en sus móviles. Nos hemos convertido en una sociedad de escándalo, morbo, y escaparate.

No acaba aquí la historia.

Ganamos altura. El alivio se traduce en suspiros y murmullos. Incluso alguna que otra carcajada. Risas que se convertirán en blasfemias en unos minutos.

Nos alejamos, puedo observar los montes, los campos. Ya no distingo vehículos ni caminos.

−Nos distanciamos de Bilbao −digo a mis compañeras.

−¿Tú crees? −dicen, al unísono, girando al mismo tiempo las caras para mirar por la  ventanilla.

Al cabo de unos largos minutos. Una voz por megafonía:

−¡Atención! Les habla la comandante, debido a las extremas condiciones meteorológicas nos ha resultado imposible tomar tierra en Bilbao. Nos dirigimos al aeropuerto del Prat, en Barcelona. Disculpen las molestias.

¿Barcelona? ¡Con la maravillosa pista de aterrizaje que luce Vitoria!

Poco más que contar, siete divertidas horas en autobús, bocata frío, la noche nos envuelve, echo mano del móvil (tan esclavizador como útil), reservo una habitación de un hotel decente, en el Botxo. No más camas diminutas, baño compartido, vecinos ensangrentados, códigos que teclear para acceder al dormitorio.

Me acogió una cama gigantesca, un cuarto de color blanco nuclear, impoluto, televisión de plasma, ducha colosal, mueble bar, botella grande (de vidrio) con agua fría de cortesía, tarjeta de plástico que, sin necesidad de claves ni dígitos, opera su magia… incluso vi un ser humano, en forma de amabilísima señorita, permanente tras un mostrador, abajo, en un rincón del vestíbulo al que denominan Recepción.

Apenas rozo el colchón, caigo rendido.

        



martes, 15 de abril de 2025

F213 - La joven lectora (Tenerife) (IX)

 Superado el disgusto, el viejo DeLorean, en plena forma, alcanzó las ochenta y ocho millas por hora y nos teletransportó al mes de noviembre, dejando tras de sí dos surcos de fuego sobre el asfalto.

Me levanto algo triste, hoy es el penúltimo día en Santa Cruz de Tenerife. Última visita a la playa de Las Teresitas. Último baño en el océano domesticado. Mañana, de madrugada, cogeré el avión de regreso a las cajas, al insomnio, a la vida real.

No es sencillo acudir solo a la playa. Llevo lo imprescindible (camiseta, bañador, chanclas, toalla, gafas de sol y unas monedas). Increíble sensación, abandonar el teléfono móvil por unas horas (tomaré las fotos con un clic de las pupilas, las revelaré con el corazón, y almacenaré dentro del alma). La toalla es roja sangre, cual muleta de torero, visible desde gran distancia dentro del agua (la corriente te desplaza lateralmente sin darte cuenta). Un puñado de euros, para la caña con papas en el chiringuito y el billete de vuelta en la guagua. La llave de la habitación −en la posada con ínfulas de hotel− atada al cordón del bañador (tras el remojón, procedo a secarla, para impedir que el salitre la oxide).

Baño largo, últimas brazadas, con sus momentos de relax flotando “a lo muerto” y el sol tiñendo con luz escarlata mis párpados cerrados; último paseo descalzo, sobre la arena húmeda, dejando huellas efímeras que, a su modo, te recuerdan lo rápido que pasa la vida; y la última caña helada, a la sombra del chiringuito, mientras contemplo los cargueros que surcan el horizonte, con su carga de cubitos de colores difuminados, cual juguetes de un Dios niño. Plan habitual, siempre y cuando ningún amigo de lo ajeno se haga con la bolsa y disfrute él de algún refrigerio a mi salud.

Todo eso me aguarda. Lo que me empuja fuera de la cama.

La guagua llega con retraso. Enseguida comprendo el motivo, viene abarrotada de chavalería. Apenas podemos subir tres o cuatro pasajeros más.

Atravieso la partición, bus tipo oruga, y quedo en la segunda mitad del vehículo, cerca de los asientos traseros. El volumen ambiental se ha incrementado, unos cuantos decibelios, tan sólo cruzar el río Bravo de la separación. Chiguitos por doquier, habrá al menos cuarenta, echo a ojo. Alcanzan esa edad difícil de suponer para un veterano como yo, doce, catorce años, cuando son todo piernas, codos y hormonas. Chicas, chicos, y tres o cuatro adultos, quienes supongo profesores y tutores. Algunas de las muchachas portan gafas de sol, casi más grandes que sus pequeños rostros. Otros lucen gorritas ladeadas, emulando, sin saberlo, al mismísimo Príncipe de Bel-Air.

Aguanto de pie, respirando juventud, sujeto a la barra porque el equilibrio bípedo tampoco está entre mis fuertes. Dos paradas después, una señora con preocupante sobrepeso y aspecto autóctono se apea. Ocupaba la última plaza, atrás del todo −la fila de los bad boys, decía el bueno de John− a la derecha, en la esquinita. Queda libre. Me da cierto apuro atravesar la marea juvenil para tomar el puesto, pero al levantar la vista, observo que la cría del asiento contiguo hace un ademán señalando el vacío. “Está libre, es usted bienvenido”, dice su gesto. El detalle me infunde valor. “Gracias”, le digo a la chiquilla que no debe de llegar a los trece años. Asiente una vez con la cabeza a modo de respuesta. Sus labios sonríen, acompañan los ojos. Pero de inmediato, una vez reposo el trasero en la esquinita claustrofóbica, la niña vuelve a su tarea.

Está leyendo.

Sobre su regazo, un libro enorme. Un tocho de unas ochocientas páginas (uno ya tiene el ojo entrenado). Entre sus pequeñas manos, se ve grueso, de tapa blanda, usado, las páginas amarillentas. Se adivina el aroma a biblioteca con solera.

La muchacha lee tranquila, sin prisas. Durante la seña de invitación, cerró un momento el ejemplar, dedo pulgar atrapado marcando la página; mis ojos, adiestrados para la caza literaria (como diría mi admirado Reverte) se fijaron en la portada. Harry Potter, cómo no. Una auténtica droga para lectores como ella. Me pregunto qué tipo de maldición o conjuro vislumbrará ahora mismo en su joven mente (Expelliarmus; Petrificus Totalus; Avada Kedavra…). Nunca fui devoto del niño hechicero, pero admito que la autora dio con la tecla adecuada, como si realmente poseyera poderes sobrenaturales con los que convertir para la causa a millones de niños, adolescentes y adultos. Poderes que luego volcaría en las páginas de sus novelas. J. K. Rowling, natural de mi añorada Edimburgo. Aún recuerdo, cuando yo trabajaba en el supermercado Tesda −la Gran Familia− y un nuevo libro de la saga era publicado: agotábamos el stock en apenas unas horas. Incluso doblábamos turno para descargar palés desbordantes de libros. Lo petó, la Rowling.

Todo esto pasa por mi mente, y me siento tentado de comentárselo a ella, a la joven lectora. Que yo residí trece años allí, que estuve por aquellas calles y castillos en los que la escritora se basó para inventar su propio microcosmos. Que tomé mil y un cafés en uno de los bares donde ella sacó cuaderno y boli, y creó el esbozo de la historia del mago y sus inseparables amigos, Hermione y Ron. Sobra decir que no lo hago. Me contengo por dos razones: la primera, porque hemos creado, a fuerza de estupidez y miedo inculcado, una sociedad donde parece inapropiado que un adulto −hombre− le dirija la palabra a una cría en un autobús repleto de gente (mi lado británico así lo constata); cuánto mejor sería encerrar al monstruo −declarado culpable− en una mazmorra y tirar la llave al mar; y, sobre todo, la segunda razón: no deseo, por nada del mundo, sacar a la moceta del éxtasis, privarle del formidable universo en el que deambula en esos instantes, lleno de espadas, hechizos, escobas voladoras; descubriendo el significado de amistad, lealtad y primer amor; adivinando que en la vida, como en los libros, existen caballeros valientes, monstruos agazapados en la penumbra, hadas bondadosas y brujos malignos. Sin pretenderlo, nuestra joven lectora se halla envuelta en la capa mágica de Harry, que la torna invisible al mundo real. Nadie repara en ella, los demás críos ríen, escuchan música por el pinganillo, textean, vacilan ellos con ellas y viceversa, ponen morritos y se hacen selfis con sus Bros. Tres o cuatro chicos, impostando bravuconería, hacen señales a una joven de top minúsculo y casco desabrochado (detenida al lado del bus en un semáforo, sobre una moto), realizan aspavientos −que la mujer ignora− mientras ríen y emiten ruidos de cortejo, sintiéndose mayores de lo que realmente son.

Ella es invisible, junto a su libro, salvo para mí, que poseo vista de Superman. 

Yo la veo; y me contemplo a mí mismo, sentado en un banco de madera, entre la pista de atletismo (de gravilla gris) y los campos de fútbol del colegio, en mi querido Baztán; me veo con un libro entre las manos −Blyton, Stevenson, Robert Arthur, Jack London− absorto en otra realidad paralela, ajeno a los gritos y jugadas del resto de compañeros, que emulan a sus héroes de pantalón corto y botas de tacos.

No, no quiero distraerla, tan sólo desearle suerte porque me veo reflejado en ella. Una niña leyendo un tocho, en papel, dentro de un autobús abarrotado con un centenar de personas, cuya mayoría se muestra con el cuello inclinado −llamando a gritos a la cervicalgia− y ojos idos, mientras los pulgares rozan sin parar, cual posesos, la pantallita multicolor de ese maldito invento que nos llevará a la perdición. Que nos privará de la libertad que tuvimos los que de niños pasábamos página tras página, sedientos de aquellas historias de magos, piratas, de cinco amigos, de viajes por el tiempo… ávidos de vivir mil existencias.

Una profesora se acerca al grupo. La mirada, el andar, la voz, el cabello, todo delata su rango, las décadas encima de la tarima. “Bajad un poco el volumen, chicos”, dice. Les habla suavecito, no logro descifrar el mensaje completo, el resto de lo que menciona, a pesar de hallarme bastante cerca. Es una vieja técnica de enseñanza (trabajé en ese mundillo en Escocia). Hablarles en susurro, para captar toda su atención, desde que son pequeñitos, y así adquieran el hábito de escuchar al Educador (Julie, la primera Teacher a quién asistí, la aplicaba con los peques de Primary Three, quienes se aproximaban a su voz, curiosos, cerrando el semi círculo sobre la moqueta, a pasitos, cual gorrioncillos a las migas de pan). Sin embargo, los colegiales tinerfeños habían callado, casi de inmediato, en cuanto la profesora se acercó; lo hizo sin aspavientos, con la perenne sonrisa en el semblante; la chavalería guardó silencio, la miró, y escuchó. ¿Saben lo que significa eso?: Respeto. El respeto a una maestra veterana que tacha hojas de calendario para la jubilación.

La admiré, al instante.

Una vez llegamos a la playa, última parada, dejo bajar primero a los alumnos y a la profesora. El resto de los tutores supongo que salió por la otra puerta, con otro grupo.

−¡Suerte con la tropa! −digo, dirigiéndome a la señora, ya sobre la acera.

−Gracias −dice, con un gesto divertido, ojos al cielo, y la sonrisa que nunca abandonó sus labios (“Adora su trabajo”, pienso, con un cierto grado de sana envidia). Luego me observa, curiosa; una mirada cómplice, como si viera mi interior, como si reconociera a uno de los suyos, como si adivinara mediante algún conjuro a lo Harry Potter que yo también, en otra vida, traté con alumnos llenos de energía, hormonas y sueños.

−Sí, buena suerte, Maestra −repito para mis adentros, hundiendo los pies desnudos en la cálida arena.