sábado, 8 de noviembre de 2025

F231 - ¿Otra de miedo?

Doblé la esquina y confirmé mi error. El orgullo, junto a una dosis de somnolencia, ganó el pulso al instinto, a la cautela.

Mejor se lo cuento desde el principio.

Segunda madrugada laboral, martes (el día más estúpido de la semana). Todavía olía a verano, más bien al ozono previo a una tormenta veraniega, a pesar de que el otoño pedía ya paso. La víspera tuve que aparcar el viejo coche a un par de manzanas de distancia, más allá de la zona habitual.

Citar ‘madrugada’ no se debe a una mera expresión; cada cual se busca las habichuelas como puede ─o le permiten─ y a uno le cayó el premio gordo, ése que cobras a cuenta de ir a trabajar antes de que pongan las calles. Madrugada de libro de texto: para que se hagan ustedes una idea, el despertador comienza a dar la tabarra (modo vibrador del móvil, para no fastidiar a todo el bloque), cuando los niños de Weapons ─gran película─ se están poniendo los calcetines para salir corriendo como posesos. Menudo susto, me digo, salir del portal y ver a una panda de mocosos corriendo con los brazos hacia atrás, estilo avioneta, y los ojos en blanco, bajo la luz de la luna. ¡Demasiados videojuegos!

Pero aquella madrugada me aguardaba otro tipo de susto, más mundano, palpable; incluso aromático. Entonces reparas en algo que se te resiste cuando tienes pesadillas y sudas entre las sábanas: no debes temer a fantasmas, poseídos, zombis desharrapados, vampiros y demás calaña. Hay que tener miedo a las personas. Las mismas que visten pantalones y calzan sus pies, incluso se peinan. Los primeros no te causarán daño alguno.

Es un barrio joven, obrero; un barrio de padres modernos ─aros en ambos lóbulos, ellos; tatuajes varios, ellas─ y nenes de pelo revuelto tumbados en la acera (no dejes que la disciplina te estropee el titular de la tolerancia); un barrio donde la revolución se hace en forma de vermú dominical por la calle y alguna caminata popular con eslóganes manidos, pancartas agujereadas y mucha bandera; un barrio tranquilo; de acuerdo, hubo un tiroteo entre clanes (del extrarradio) hace unos meses, pero tan sólo para darle vidilla a la asfixiante monotonía que nos envuelve tan lejos del centro. Lo normal es que uno se levante a trabajar a cualquier hora de la madrugada y no le suceda nada digno de página de sucesos, nada más allá de pisar una cagarruta o esquivar algún borracho monologuista, con muchas pintas de cerveza encima, y sin pinta de gracia.

Madrugada encapotada, y oscura, esto sí, gracias a las políticas modernas y salvadoras del planeta (qué más da la seguridad del ciudadano), donde las farolas dan el mínimo de luz (amarillenta como en tiempos de Dickens) para justo merecer la denominación de farola. A esto le sumas la exhibición de jardines (cientos de ellos) cual set de película del Vietnam (acojonado voy entre las zonas verdes, siempre ojo avizor, no vaya a saltar un vietcong a tocar las narices, machete entre los dientes). Vamos, que la ciudad, este año entrante, busca la denominación más preciada, mucho más que la antaño conseguida, busca ser nombrada: Jungle Capital de Europa. Estamos a un par de árboles caídos de conseguirlo.

Camino algo empanado, es el único adjetivo que cuadra. No son horas, me digo. Ni un alma por las aceras, limitadas gracias al poderío vegetal que pretende invadirnos poco a poco, hoja a hoja. Visto uniforme de trabajo, vistoso a no poder más. Porto un paraguas plegable, y una bolsita con objetos de escaso valor, pero el omnipresente móvil es eso: omnipresente. Qué remedio, si nos están haciendo papilla la vida y nos la introducen a cucharadas a través de la pantallita. Prueben ustedes a realizar cualquier trámite sin el endiablado aparato. Además, en caso de incidente en trayecto, habría de pedir ayuda, contactar con el jefe, esas cosillas. Lo dicho, móvil, cuatro perras y documentación. Lo básico. Pero es lo Mío básico. Sin ello, te fastidian la vida por una temporadita. Lo sé por experiencia.

Me aproximo a la esquina y lo oigo.

Ruido, voces, alguna risotada. Oigo gente. Seres humanos (aún desconozco el grado de humanidad, y ahí está el intríngulis). El chivato salta, la alarma pita, el color rojo ─sangre, peligro, frenar─ ilumina el interior de mi cabeza. Son apenas unos segundos, pero yo lo sé. Y uno jamás podrá engañarse a sí mismo, por mucho empeño que ponga.

“No gires la esquina”. Asómate si lo deseas, echa un vistazo, si no lo ves claro, da la vuelta a la manzana, el coche está ya cerca. Vas sobrado de tiempo. Y todo eso… dice la vocecita.

Pero entonces, otra voz sale a escena, la voz cabrona, la que te halla la gloria o te busca la ruina: “Es MI barrio, no pienso esconderme en MI barrio, ya sean las tres, las cuatro o las seis de la mañana”. La prudencia siempre fue tildada de cobardía.

¿Qué puede ocurrir un martes?

Giro la esquina.

Vislumbro un grupo al fondo, pero ya es demasiado tarde para todo. Es más, si huelen tu miedo y advierten que varías la ruta… el desenlace podría empeorar.

Sigo caminando.

Queda mínimo espacio de tránsito, muro del edificio a un lado, selva negra al otro (sólo faltan los monos, saltando entre lianas, buscando a Tarzán).

El grupo de jóvenes ─edad confusa por la distancia─ se sitúa dentro del recoveco de una puerta trasera de garaje ─ peatonal, sucia, pintarrajeada─; guarida que suele ser utilizada por los amigos del humo y alcohol del bar próximo. Bar de horario especial, con máquinas de juego, camareras valientes y clientela de todo pelaje. Conozco a muchos de sus miembros, son vecinos; gente de barrio, inofensiva si no le das motivos para lo contrario.

“Serán estos”, pienso, visualizando rostros de la pandilla habitual, gente de cañas, porros y apuestas. Me saludarán, beodos, como en otras ocasiones, mostrando curiosidad, vacile, y un respeto que, a su pesar, no logran disimular: “¿Vas a currar ahora?”, “¿Eres bombero, o qué?”.

No son ellos.

Entonces lo veo. Más bien él me “ve” a mí. Mejor aún, me “siente”, me huele, puesto que muestra los cuartos traseros en mi dirección.

Es un perro bautizado como raza peligrosa. Me río yo de las denominaciones, se trata de un can que puede ser un peluche ─suelo acariciarlos por la calle─ o un auténtico hijo de perra (en sentido letal). Todo depende del sujeto al otro lado de la correa.

Pero no hay correa.

La bestia gira su poderosa cabeza. Me detengo por un segundo. Aquello no pinta nada bien. Agarro el paraguas con firmeza. Bien das al botoncito y te protege de las cuatro gotas que amenazan, o bien te sirve de porra improvisada. Rezo por lo primero.

Me hallo demasiado cerca para abortar cualquier opción que no sea continuar andando. Si doy media vuelta corro el riesgo de atraer al perro.

Son muchachos. Unos cinco o seis. Mi cerebro está ocupado en vigilar los movimientos del chucho (sin mirarle a los ojos, y sin dejar de mirarlo). La penumbra no ayuda. Cerebro demasiado liado para “contar cabezas” ─así decíamos en la guardería de Edimburgo, a la hora de chequear los peques dispersos (jugando unos, escondidos otros) por el patio: Counting Heads─. Sí, lo sé, un símil brutal, absurdo, pero al teclear resucito aquellos segundos de tensión, incluso transpiro. Chavales, decía, junto a la pared, no mal vestidos ─al otro lado, un patinete eléctrico tirado sobre la hierba─; el olor dulzón del hachís me alcanza antes que sus voces; parlotean en un idioma que a estas alturas no suena extraño. Aspecto magrebí, norteafricano, marroquí (quién sabe, podría ser argelino), elija el lector el término que menos castigue su conciencia, o ideología; o hagan como yo, escoja el indicado por el Diccionario de la lengua española de la RAE, moro: “Natural del África septentrional frontera a España”.

El bicho gruñe, se acerca. Protege SU territorio, instrucción grabada en los genes, en su memoria eterna. Para mi alivio observo que lleva colocado un bozal. Algo rudimentario, consiste en una cinta ancha y negra que rodea el hocico. No bajo la guardia; esa cinta ─me digo─ es de quita y pon. Cruzo todos los dedos de pies y manos porque nadie la retire.

¿Miedo? Lo cierto es que no lo tuve. Tratas de bloquear tal concepto, centrarte en salvar la situación, en alcanzar tu coche. Pero la adrenalina va por libre, a su bola.

─Oye, coge al perro, por favor ─digo, al más cercano, en tono tranquilo y amigable, con permiso de los nervios. Son cinco, o seis, y un perro chungo. Me repito, apretando el maldito paraguas. Y no tienes veinte años, ni treinta, ni siquiera cuarenta para correr o pelear, subrayo sin necesidad.

─¡Perdonna, amiggo, perdonna! ─dice, echando mano al collar del animal. Los demás se limitan a observar, pasándose el canuto.

No parecen canallas, peligrosos, delincuentes; de nuevo, elija usted lo que prefiera. Su origen no importa demasiado, lo que importa es el tipo que llevan dentro. Puede ser moro malo o moro bueno ─al igual que hay riojanos bondadosos y riojanos hijosdeputa─ incluso pudiera ser un moro bueno atravesando un mal día. Sencillo como la propia vida, ésa que gobernantes y políticos desaprensivos se empeñan en complicarnos.

Espacio angosto, entre el grupo con el perro y la selva de patín presente. Me arrimo a la vegetación asilvestrada ─es lo que tiene que un pitbull malcriado te enfile─ tratando de no perder la compostura. Sin humillar, ando erguido, miro al frente como un torero en pleno paseíllo. Uniforme cual traje de luces… o capote.

El perro se suelta, tal vez atraído por semejante colorido.

Salta hacia adelante, contra mis piernas. Tiene fuerza el jodido. Me empuja con patas y hocico, como si pretendiera derribarme. Así lo imagino, tirándome al suelo, después con una pata retira el bozal, sonríe, y clava su potente dentadura en mi cuello.

¿Miedo, yo?

─¡Agárralo, joder! ─no puedo evitar el vozarrón, marca de fábrica, junto a la cara de mala hostia.

Hay un momento de silencio que vale por tres. Incluso cesa el fumeteo.

Perdonna perdonna amiggo ─repite el tipo, de carrerilla y pobre de léxico, sujetándolo con firmeza.

Continúo caminando. Intento no mirar por el retrovisor virtual. Veo el coche, está ahí cerquita. A escasos cincuenta metros.

Treinta.

Quince.

Entro en el vehículo. Tentado de gritar: “¡Casa!”, al igual que hacíamos de críos, cuando tocabas el árbol designado y los malos ya no podían pillarte. En su lugar, hago algo que jamás antes había hecho, ni siquiera en los semáforos del Madrid nocturno, ni en los barrios chungos de Bilbao, tampoco en aquel viaje a tierras francesas para mí desconocidas: presiono el botón de cierre automático, en el salpicadero. Incluso antes de introducir la llave de contacto. Puertas bloqueadas. Arranco y comienzo la maniobra para salir del estacionamiento. Si bien antes, echo un último vistazo al Club de los Cinco ─o quizá seis─ y su adorable perrito.

¿Quién dijo miedo?




 

 

viernes, 31 de octubre de 2025

F230 - Marquitos y El Reto

Hoy es un día especial, no tecleo con la taza quijotesca a mi vera. Sustituí el café por un caldo que sorbo, a ratitos, de un bol amarillo. Sopa de calabaza. Un pequeño homenaje a Erika, que la adoraba: Edimburgo, anochece temprano, último día de octubre; luz mortecina entrando por el ventanal del living; chimenea eléctrica con sus falsos tronquitos incandescentes; aroma de calefacción, pan tostado y mantequilla. “Así huele la felicidad”, me decía yo, todo moñas (antes de que la realidad ─que negaba ver─ tirase a dar. Pero esa es otra historia, más triste que terrorífica).

Tal noche de Halloween, les decía, Erika narraba leyendas, en perfecto castellano, y luego nos acostábamos, abrazados bajo el duvet, muertos de miedo. Su amiga Kate, también neozelandesa con quien realizó un viaje por el norte de España una noche de estrellas, luna y hoguera le contó la historia de Marquitos, un niño riojano de un pueblecito en la sierra de Cameros. Y Erika la compartió conmigo:

El mes de octubre, del año mil novecientos ochenta y uno, llegaba a su fin comenzó, teatrera.

Ante mi risotada, su dulce voz tornó seria, profesional, tirando a siniestra:

“… Marquitos ya lo había decidido, quizá fuera la primera decisión seria que tomaba en su vida. La primera decisión de sus nueve años, casi diez. En realidad, eran dos decisiones, una consecuencia de la otra. La primera: iba a aceptar El Reto, harto ya de Manuel que no hacía sino burlarse de él y llamarle enano y cosas peores. Manuel le llevaba tan sólo un año, pues había repetido curso, pero era grande como un torreón, lucía pelusilla en el bigote y parecía mucho mayor. La segunda ocurriría la noche de su cumpleaños el treinta y uno de octubre tras todas las celebraciones, le diría a su madre que no le llamara Marquitos nunca más: ya era un hombre, un chico mayor de diez años; sería Marcos para todo el mundo. Lo recalcaría con el hecho de no darle, a partir de entonces, el beso de buenas noches. Esto, por dentro, le daba más miedo incluso que El Reto y, sobre todo, pena. Le hacía temblar un poquito, notaba mariposas en el estómago, porque, secretamente, le encantaba dar besitos a su madre y que ella le hiciera mimos. Pero debía ser fuerte, en unos días sería mayor. Diez años, dos cifras, nunca más dejaría que le llamaran con diminutivo.

¡Está decidido! dice, tratando de infundirse valor.

Lo que ignora Marquitos es que la noche elegida su madre derramaría lágrimas, también bajo secreto, después del no beso, y se aferraría a la almohada como nunca antes lo hizo. Y se acordaría de aquel feriante esmirriado que le robó el corazón durante las fiestas del pueblo hace diez años, dejándole un regalo que mantuvo envuelto en su interior durante nueve meses. Él nunca llegó a saberlo, se fue en busca de otros festejos, de otras muchachas. Para qué tratar de localizarlo. Ella sola podría con todo. Para más inri, el niño salió clavado al padre: flacucho, pelirrojo y con pecas alrededor de la nariz, incluso el remolino del flequillo era marca de la casa. Con dicho aspecto, podría haber nacido en Escocia, pero el padre era natural de Cádiz. Por el contrario, mostraban caracteres totalmente opuestos: el padre, dicharachero, valiente y fanfarrón, poseía aquella gracia innata que la conquistó. Su hijo, callado, temeroso y humilde y, temía ella, soso para las mocetas. Una broma del destino. En parte, sentía cierta carga de culpa, la ausencia de la figura paterna hizo que ella lo cubriera de besos, carantoñas y una coraza invisible. Y el pobre salió flojo, como decían en el pueblo.

Pero, sobre todo, a su mente acudía la figura del mejor amigo de Marquitos:

¡Maldito seas, Manuel Torrecilla! ¡Maldito seas! dijo entre dientes antes de dormirse.

Sabiendo que sólo él cabía ser el motivo de tal decisión. El muchacho artífice, entre otras hazañas, de contar a su chiquillo que los Reyes Magos en realidad eran los padres: “En tu caso, tu mami”, añadió el monstruito. Sin embargo, sabía que no era justa con el chaval, el mejor amigo de su hijo, leal como un perro, siempre protector, aunque con pocas luces.

Manuel había contado a su amigo un chisme jugoso, uno de tantos en un pueblo de escasos habitantes y largos inviernos. Decía que los mayores de octavo curso solían saltar el muro del cementerio la noche de Jálogüin (una fiesta de los americanos, decían, que aparecía en las películas y empezaba a tomar forma en España). En el interior, recorrían las tumbas, la mayoría de la vieja usanza, en la tierra negruzca y húmeda característica de la zona, aunque, según el alcalde, pronto añadirían nichos de cemento, “de los modernos”, fueron sus palabras, algo eufóricas, como si el sepelio fuera parte del programa de las fiestas patronales.

Entonces, continuó Manuel, gastaban bromas y se escondían, tratando de asustarse unos a otros, y al final, cansados de semejante conducta infantil, decían, fumaban unos pitillos y miraban fotos de revistas con tías en bolas. Manuel, con ojos brillantes, dijo que una de esas revistas permanecía escondida, tras una lápida resquebrajada, al fondo del recinto, cubierta por una piedra grande y plana, junto a un paquete de Ducados y un encendedor de plástico amarillo, “según mis fuentes ultra secretas”, añadía para darse importancia. Y él conocía el nombre y apellidos del difunto que yacía en aquella fosa.

El Reto consistía en saltar la tapia del cementerio durante la noche de Halloween, antes del toque de queda impuesto por sus madres a las diez de la noche por ser una “fiesta especial”, aunque a ellas no les hacía ni pizca de gracia la mamarrachada yanqui, lo veían como una ofensa contra la sagrada fecha próxima: Todos los Santos.

El Reto: superar la barrera de piedra, localizar la tumba, fumar un cigarrillo entre los dos (Manuel le decía que no tendría agallas a dar una mísera calada, que él ya sabía fumar, que le birlaba Güinstons a su tío Alfredo durante las comidas familiares). Y por supuesto, ver el contenido de aquella revista. Las rodillas de Marquitos temblaban sólo de imaginarlo, temeroso de acabar en el infierno y al mismo tiempo excitado: ¿qué contendrá? ¿habrá sólo tetas? ya ha visto alguna, siempre de soslayo, en el calendario del taller de Tino, que les permite inflar los neumáticos de las bicis ¿o mostrará ESO también… lo de abajo?

Aquella noche, la luna, perezosa, apenas iluminaba; los dos amigos portaban una pequeña linterna y sendos verdugos de color marrón oscuro no tenían negros que decidieron quitarse porque no hacía frío y parecían estúpidos. “Con jersey negro y pasamontañas, si nos preguntan, diremos que vamos disfrazados de atracadores de bancos. Aunque mi padre dice que los que producen terror son los banqueros”, fueron las palabras de Manuel. “De esta, terminamos en el cuartel”, respondió Marquitos.

Trepar la pared fue más sencillo de lo esperado, había una parte del muro algo dañada y utilizaron las hendiduras de apoyo: primero Marquitos, empujado por su amigo, después escaló Manuel sin ninguna dificultad, quizás metido en el papel de forajido.

Una vez sobre el muro era otro cantar. Ambos a horcajadas, Manuel le muestra cómo debe cruzar la pierna izquierda para quedar sentado de cara al cementerio, los pies colgando, las manos apoyadas en el borde. A Marquitos le pareció que aquello había crecido, imposible que la pared que escaló fuera tan alta. Además, no había agujeros al otro lado para ayudar en el descenso.

¡Ahora, salta sin mirar! dijo Manuel y no olvides doblar las rodillas al aterrizar o te harás daño.

Ehh, está muy alto…

¡Vamos, no seas nenaza! ¡Acabas de cumplir diez años, macho!

Y ya no recuerda nada más, Marquitos. Algo muy extraño.

Ahora se halla en el aula, sus compañeros sentados, cabizbajos, dibujan en el bloc de tapa azul oscuro. Huele a mina de lápiz y a ceras. Le encanta ese bloc, y la textura recia de sus hojas grandes y blancas. Es raro, porque la clase de Dibujo siempre rezuma entusiasmo, a todos gusta, y la Seño da algo de manga ancha en cuanto al comportamiento (no pone Falta a no ser que la burrada cometida sea muy gorda) pues sabe que andan excitados. La señorita Magdalena está sentada a su mesa, sobre la tarima. En silencio, con la mirada perdida.

Marquitos recorre el pasillo entre los pupitres. Se nota extraño, camina ligero, como si lo hiciera sobre césped mullido (el césped del Bernabéu, piensa incongruente; siempre soñó visitarlo). ¿Y la cabeza? Siente cierto malestar, tal vez esté incubando algo, como suele decir mamá. A lo que añadiría: “Tienes unas décimas, cariño”, colocando la mano sobre su frente; un contacto cálido y suave que ahora se le antoja distante en el tiempo y cercano a la vez. Se sorprende añorándola, como si no la hubiera visto desde hace muchos días. Algo absurdo. Observa todo ligeramente difuso, como si fuera a sufrir un mareo de inmediato. Lleva consigo la bolsa de plástico transparente llena de dulces: botellitas de Coca cola, Sugus, ladrillos de regaliz rojo, nubes, palotes y algún chupachús… Rompió la hucha para comprarlos, y mamá, orgullosa por el gesto, le dio una buena paga de cumpleaños y ayudó en la preparación de la bolsa. Desea obsequiar a sus amiguitos por su décimo aniversario. Mamá estuvo radiante todo el día, pero él sabe que mañana sus ojos mudarán tristes, cuando ambos acudan al cementerio como cada primero de Noviembre a poner flores a los abuelos.

Resulta curioso, a su mente viene un recuerdo muy real, muy vívido diría la señorita Magdalena (apuntó la palabra en su libreta de Vocabulario): la abuela, sonriente, le espera con los brazos abiertos, y él corre hacia ella. Detrás, el abuelo parece algo triste. Cuesta distinguir todo esto porque tras ellos la luz es muy intensa.

Ve a su mejor amigo, Manuel. Ocupa el pupitre habitual situado en la última fila, como buen malote. Éste agarra el lapicero con todo el puño y dibuja sobre la hoja un círculo casi perfecto. Traza y traza una gruesa línea con ímpetu, como si pretendiera horadar el bloc y atravesar la superficie del escritorio; de hecho, está traspasando la página. Una película húmeda empaña sus ojos, enfocados en la tarea. Marquitos se acerca a él, posa los dedos en la parte posterior del cuello, con la intención de apaciguarlo, de sacarlo del extraño estado que los adultos llamarían ‘trance’ (no tiene ni idea por qué sabe esto). También desea transmitirle un mensaje, que tienen un asunto pendiente… Sin embargo, al rozar la piel de su amigo, siente una especie de calambre y rápidamente retira la mano. Permanece a su lado confuso, más todavía si ello fuera posible. Entonces, inclina su rostro, acerca los labios al oído de su amigo y le susurra lo que vino a recordarle.

Nadie ha levantado la cabeza. Todos ignoran la bolsa de chuches, algo insólito. Incluso el propio Marquitos, tal vez debido a la febrícula o seguramente por los nervios ─siempre le incomodó enfrentarse a toda la clase─ cuando bajó la vista, tampoco la vio. Tan sólo su mano, agarrando la nada, una mano traslúcida. No, definitivamente hoy no está muy católico. Otra de las frases de mamá.

Manuel sí que recuerda todo, en realidad no puede olvidar. A pesar del tiempo transcurrido no cesa de escuchar su propia voz, cada mañana, cada noche al acostarse, dentro de su cabeza:

¡Vamos, salta, no seas nenaza! dijo, al tiempo que le daba una palmada en la espalda.

“Fue un accidente, Manuel. no tuviste la culpa”, le repite la psicóloga en cada sesión, desde hace un año. Recalca su nombre, creyendo que así surtirá efecto sanador. Pero él no cesa de pensar que le dio demasiado fuerte en la espalda, con esa manaza que tiene de trabajar en el campo con su padre; y el pobre Marquitos, tan delgadito, tan poca cosa, con esos bracitos siempre portando un libro, su mejor amigo. Lo ve caer de cabeza, en la oscuridad, ni siquiera gritó, cayó como un gorrioncito desde una rama. Quiso demostrarle, hasta el final, que ya era mayor, que era valiente, piensa Manuel, mientras gira y gira y gira el maldito lapicero, cuya mina apenas sobresale la madera.

Entonces lo nota. Siente algo frío y húmedo sobre la nuca. Iza la vista del pozo negro en la hoja. Se estremece. No hay nadie junto a él. La Señorita continúa sentada, fija la mirada sobre un libro abierto, hace siglos que no ha pasado la página; tampoco se ha levantado para seguir la evolución de sus dibujos; ni siquiera los vigila porque los sabe a todos callados, difuminando lágrimas con el algodoncito sobre la hoja. Todos dando lo mejor en la tarea, una tarea especial: un dibujo dedicado a su compañero, Marquitos, que falleció justo hace un año tras un terrible accidente.

El escalofrío se convierte en terror, cuando escucha un susurro junto a él. Una voz aguda y familiar que sabe no salió de su mente:

El Retooo.

Se levanta y sale corriendo de la clase.

¡Manuel, adónde vas? ¡Manuel! levanta la cabeza la Señorita Magdalena.

Aquella noche, Manuel queda dormido con la luz de la mesilla encendida. Su madre no pregunta el porqué, se ha cansado de preguntar, de verle sufrir, todo un año ya. Apaga la lámpara porque es barata y se recalienta. Da un beso en la frente del mocetón en quien apenas reconoce a su pequeño. También se cansó de llorar por él. “¡Puta vida!”, dice por lo bajini y de inmediato se persigna, mero acto reflejo porque continúa enfadada con Dios y no pisa ya la iglesia.

Algo despierta a Manuel, la somnolencia le impide saber de qué se trata al principio. Se frota los ojos, el cuarto está oscuro, tan sólo algo de luz entra por los agujeros de la persiana debido a la farola de la calle. El reloj de muñeca que descansa sobre la mesilla (tiene lucecita verde porque es digital, moderno) marca las 2:17 de la madrugada. Entonces cae en la cuenta de qué le ha despertado. No fue simple ruido; es un sonido modulado que continúa envolviéndolo todo. Una melodía que procede del exterior. Se trata del Cumpleaños Feliz que proviene de los altavoces del patio de la escuela, a dos casas de distancia. Un escalofrío recorre todo su cuerpo. Nervioso, deja caer el reloj al suelo. Entonces repara en el olor. ¿A qué huele?, se pregunta frunciendo la nariz. Es un aroma conocido, húmedo, fuerte, oscuro. Le recuerda al rincón sombrío de la huerta, donde la hierba muere junto al muro. Huele a musgo y tierra. ¿Cómo es posible? La ventana está cerrada. La oscuridad comienza a ser asfixiante; siente algo más, como si fuera observado desde la penumbra. Una presencia. “¡Mamááá!”, grita, pero apenas emite un hilo de voz. Con mano temblorosa tantea la mesilla, ¿dónde está el maldito interruptor de la lámpara?, entonces, los dedos tropiezan con algo. Algo singular. Un objeto fuera de sitio. Un cilindro que no logra identificar. Pero hay algo más, nota las yemas de los dedos húmedas, impregnadas de una sustancia tan familiar, tan mundana y tan fuera de lugar que se niega a reconocer.

Por fin, de un manotazo enciende la luz.

Sobre la mesilla, junto al interruptor, hay un mechero de plástico amarillo… en posición vertical… sucio de la misma tierra húmeda y negra que pringa sus dedos.

Entonces escucha el lamento que nace de la profundidad del rincón:

El Retooo dice la voz ligera de su amigo.”

Erika queda en silencio… clava sus ojos verdes, muy abiertos, sobre los míos.

Rompemos a reír de puro terror, y tras abandonar los tazones con restos de crema de calabaza en el fregadero, nos sumergimos bajo el plumón, en la penumbra del dormitorio, sin atrevernos a sacar la cabeza.

 



 

martes, 21 de octubre de 2025

F229 - Carroza caprichosa

¿Qué tendrán los hospitales? Algo sucede cuando abandonas uno, ya sea después de visitar a un familiar, sufrir una operación o tras una simple revisión tipo ITV como la de los coches. Te dan el okey para otro año y te obsequian con una pegatina en forma de próximo volante (gracias a Dios no te lo pegan en la frente a modo de parabrisas). Y, siniestro, me pregunto: ¿quién quedará fuera de circulación primero: mi viejo y saludable utilitario o un servidor?

Algo sucede, como si ahí dentro recibieras un chute de sensibilidad. Sales atravesando la puerta giratoria con una carga emocional importante. El Sísifo con el pedrusco esférico, un mero aficionado, te dices. No es casualidad que afuera, frente a la puerta, te asalten por arma una sonrisa voluntarios, portafolios y bolígrafo en mano, requiriendo una firmita con su correspondiente cuota mensual para ayudar a víctimas de guerra, refugiados, hambrientos, los sin techo, y otros desgraciados del planeta. Me recuerda, con tristeza, a cuando estás batallando con los langostinos pela que te pela en Nochebuena y desde el televisor te miran niños con el vientre hinchado, un montón de moscas alrededor y un maldito número de teléfono con rojos dígitos, palpitantes, a punto de saltar de la pantalla y amerizar en el bol de mayonesa. Todo estudiado, calculado, medido con escuadra y cartabón para que te sientas culpable.

Sales del hospital y tu conciencia tira con bala. Soy afortunado, estoy sano, mi familiar saldrá de esta, me sellaron el volante para otro año… y hay niños bajo los escombros de sus casas destruidas por las bombas…

Y ante esto, dos opciones, incluso tres: A) firmas con una sonrisa (sin pensar en presupuestos, facturas, bajo salario, vivienda imposible y otras bobadas); B) pasas de largo mientras por lo bajini te cagas en todos los muertos de los responsables de tales tragedias y en los de aquellos Gobiernos y poderosos que se reúnen para “tratar el tema” en mesas de caoba, asientos de cuero, mientras degustan caviar y cava, soltando carcajadas entre eructo y eructo, poseedores de la capacidad para terminar con guerras, hambrunas y demás horrores, los hijosdelagranputa (disculpen mi francés); y C) firmas y, a continuación, te ciscas.

Hubo suerte, debían de estar en su break los chicos de las carpetas.

Aun así, el estado emocional sigue latente. Paseo tocado, pensando en todas estas cosas.

Camino para airear mente y conciencia. Recorro una de las aceras amplias de la gran avenida (cuatro carriles de circulación; railes de tranvía; bici-carril; senda para peatones; bicicletas y patinetes esquivando peatones por las aceras; corredores con prendas de color fosforito; paseadores de ancianos y canes… una locura).

Entre pensamiento y pensamiento, algo llama mi atención.

Hay un coche sobre la vía del tren.

Es un automóvil gris, de tamaño considerable, un modelo obsoleto, no menos de veinticinco sellos en su Permiso de Circulación. Parece atravesado fuera de la calzada, sobre la mediana, junto a una señal de tráfico. De hecho, juraría que toca el poste con la parte frontal. La escena transcurre al otro lado de la carretera, de los cuatro carriles, que tendría que atravesar (semáforo mediante) si decidiera echar un vistazo de cerca.

No puedo resistir, me acuerdo del gato, de la curiosidad y todo aquello, pero el interruptor sensiblero marca ON desde que salí del hospital.

La fortuna giña un ojo: brilla verde el muñeco del semáforo, invitándome a cruzar; sonrío ante la asociación que hace mi cerebro: Green man!, green man!, green man!, repetían mis pequeñuelos en Edimburgo, con voz de pajarito, cuando los sacábamos de excursión.

Cruzo.

En efecto, el parachoques delantero toca, con levedad, la base de la señal. No se aprecian daños. Se halla con el motor parado. ¿Estará abandonado? ¿Habrá sido robado por sus ocupantes para atracar un banco?... Jorge, ya basta, abronco a mi yo peliculero. Sin embargo, no está sobre la vía, el efecto óptico debido a la distancia me hizo la jugarreta. De todos modos, si viniera un tren golpearía parte del frontal que invade el espacio de la vía.

Hay alguien dentro, una silueta.

Miro alrededor. Nadie para. Nadie mira. Nadie investiga. A nadie le importa un carajo. Como si no existiera un coche enorme cruzado sobre el pavimento e invadiendo la vía del tren. Un coche gris en un día soleado.

Me siento como el Armstrong aquel pisando la Luna. Solo, perdido y curioso.

La ventanilla del piloto se baja al acercarme. No pude ver su interior porque los rayos del sol reflejaban sobre el cristal. “Ahora, ahora es cuando aparece el cañón de una pistola y me descerrajan tres tiros: por cotilla, por ingenuo y por gilipollas”. Me digo.

Nada de eso sucede, claro.

Tras el volante, una mujer de raza negra, de unos cuarenta años. Luce un peinado a base de trencitas de color amarillento y violeta, pegadas al cráneo, peinadas hacia atrás. Rostro ancho y redondeado, pómulos marcados. Frente con surcos de preocupación, nariz ancha y plana, salteada con pequeñas manchas solares; ojos grandes y oscuros que arrojan una mirada nerviosa, con un puntito de miedo. Goterones de sudor recorren la sien del perfil que contemplo. Sus manos tiemblan sujetas al volante.

Hola, ¿se encuentra bien? digo, sintiéndome un tanto ridículo. No, no se encuentra bien.

No responde, tal vez en estado de shock, mas no parece herida. Repito la pregunta, tuteándola y añado:

¿Necesitas ayuda?

Ignoro si chocó con la señal por despiste, sufrió un mareo, o decidió que era buena idea aparcar ahí mismo, harta de la ciudad anti coches.

Al fin, gira su rostro.

Se paró. No arranca. Es caprichosa… dice, con voz ronca, a modo de telegrama.

Tardo unos segundos en asociar el adjetivo femenino con el vehículo, ese ‘caprichosa’. No es un carro sino SU carroza. Esperemos que el conjuro de nuestro cuento no caduque a las doce del mediodía, en vez de la noche, y dicha carroza no se convierta en gigantesca calabaza de pre-Halloween. Más que nada porque son las 11:57, según el reloj de la cercana parada de bus.

La mujer explica que suele ocurrir, que la pobre está viejita y temperamental dice con cariño, que en seguida arrancará, cuando se le pase el disgusto. De acuerdo, tal vez esté poniendo palabras distintas en su boca. Pero de tal modo las interpreté.

¿Y la Policía?, pienso. Deben de estar haciendo el rodaje a los impecables coches patrulla de alta gama recién adquiridos. O tal vez anden persiguiendo a los chavales de coche tuneado, reguetón, trompos y litronas, allí por los polígonos industriales: donde se encuentra el meollo de la criminalidad, como todos ustedes saben.

Una mujer se acerca. Empuja una silla de ruedas con anciano incluido. Saluda, pregunta, ofrece su ayuda. Entre los dos, y la conductora al volante, empujón aquí, empujón allá, logramos sacar el coche de la zona de riesgo. El anciano espera paciente y observa la escena a modo de teatrillo callejero. Espero que la cuidadora haya puesto freno a la silla, no se nos acumulen los incidentes.

Por fin, el Séptimo de Caballería, me digo cuando veo llegar a los policías urbanos. Retazos de la infancia emergen del cajoncito mental que guarda lo imborrable: el viejo cine del pueblo, la chavalería en el gallinero, butacas y suelo de madera. Pateábamos éste con frenesí para enojo del revisor cuando en la peli “de indios y vaqueros” acudía al rescate el Séptimo de Caballería, al galope, toque de corneta que todavía resuena dentro de mí─, banderines al viento, capitán con espada en ristre… sin saber, inocentes, que jaleábamos a los malos.

La Caballería, nunca mejor dicho: dos agentes sobre sus cabalgaduras con ruedas.

El más adelantado frena la moto a nuestra altura. Ni siquiera se baja:

¿Qué pasa! gruñe serio, rozando el enfado, a modo de saludo. Demasiado gym y poco carbohidrato.

Moreno. Pelo demasiado largo que sobresale del casco. Barba a lo George Michael. Gafas de espejo (“Cuánto daño causó Thelma y Louise”, pienso), bíceps embrutecidos y pintados. La omnipresente banderita autonómica sobre la manga corta del uniforme.

Le miro a los ojos, que adivino tras las lentes. Se me ocurren mil posibles respuestas, y una reflexión: ¿El brazo fuerte de la Ley era esto? Callo, que dicen me favorece. Un “Buenos días, caballero” hubiera bastado, me digo. Por estos lares, uno se sorprende añorando a los motoristas de la Benemérita.

Continúa sin bajarse de la moto, pie bota negra sobre el asfalto.

Entonces, se obra el milagro. La caprichosa cede, superado el mal trago. El coche arranca. La carroza continuará su viaje sobre una senda luminosa en forma de asfalto. Alcanzará su destino antes de que el efecto del conjuro desvanezca.

Nada. Todo arreglado digo al tipo que cobra por Ayudar al ciudadano.

Al menos, entre Michael y su compañero, facilitan la maniobra de salida, regulando el tráfico.

¡Gracias! ¡Muchas gracias! ¡Gracias! pierdo la cuenta del número de veces que la conductora nos agradece el granito de arena. La sonrisa, aún trabada, las arrugas de la frente tornando lisas, la mirada intensa y un tanto húmeda… y su voz. Esa voz que parecía surgir del interior de un volcán caribeño.

Todo ello templa mi tensión emocional. Deber cumplido, me digo, cual superhéroe sin capa ni máscara. Entonces, rememoro otros tiempos de infancia más inocencia, más ingenuidad cuando durante los cursillos de catequesis próxima nuestra Primera Comunión la formadora nos pedía, como deberes: “Este fin de semana tenéis que hacer una Bondadosa Obra al Prójimo”. Eso decía, la buena mujer. Adultos ya, la dificultad estriba en hallar quién lo merezca.

Algo sucede con los hospitales. Sales de ellos envuelto en un aura de bondad que la rutina, el mañana, la ciudad, y el pasado mañana se encargan de disipar.

 

 


 

lunes, 13 de octubre de 2025

F228 - Menú del día (y II)

Por fin llega la ambulancia.

Si hiciéramos una encuesta entre todos los comensales, habría un batiburrillo de opiniones en cuanto a la puntualidad de los sanitarios: qué rápidos, qué tardíos, qué puntuales. En mi opinión, no tardaron demasiado, pero la inmediatez es un tanto complicada, todavía hemos de darle una vuelta al teletransporte. Supongo que el aviso tampoco era de urgencia (no se escucharon sirenas ni frenazos ni gritos, no hubo trompos en la cercana rotonda). Además, olvidé conectar la aplicación cronómetro del móvil.

La pareja uniformada entró bordeando mesas, clientes y sillas, cual par de recortadores en fiesta taurina; se dirigió al fondo de la sala, guiada por una de las camareras. Tándem mixto, vestido de verde esperanza, él aparentemente veterano, ella más joven. Cabello pobre y canoso frente a moño frondoso y rubio. Gesto serio, maneras decididas, exhalan profesionalidad. Ella carga una enorme mochila, de forma cuadrada y esquinas redondeadas por el exceso de contenido, me recuerda a las que usan los repartidores de comida a domicilio, sobre todo esas de color amarillo (siempre pienso en la dificultad que debe entrañar el manejo de una bicicleta, ciclomotor, o patinete con semejante paquete a la espalda). Dicha mochila es de color rojo sangre, peligro, urgencia y aparenta contener de todo, al menos todo lo necesario para una primera atención, quizá incluso para salvar un par de vidas. El hombre no porta carga alguna, salvo un walkie-talkie y otro aparato al cinto del que ignoro su función.

Incorporan a la señora, conversan con ella, le toman la tensión, hacen cosas de médicos. La vida alrededor va recobrando la normalidad. Qué rápido olvidamos la angustia ajena. Un atisbo de vergüenza me invade al sentir alivio porque el cubo de plástico permanece limpio, vacío, inodoro. “Lo importante es que la ayuda profesional está al cargo”, pienso como excusa de saldo, que me permita volver a hincar el diente al bacalao vizcaíno sin sentirme basura. La muchacha embarazada recupera su rostro relajado, ya no emite ruiditos extraños con la boca; el novio recupera el color del semblante por pura ósmosis. Ella vuelve a coger la cuchara, con firmeza, tal vez incluso con ansia como un húsar descabalgado sujetaría la espada y ataca el plato a rebosar de alubias blancas, guindilla incluida (ignoro si por contradecir al doctor, por antojo o porque le chifla el picante). De postre no puedo evitar el vistazo cargado de curiosidad una porción de tarta de queso del tamaño Estadio Santiago Bernabéu, y de una forma extraña que asemeja un volcán, el efecto lava lo proporciona la mermelada de fresa que derrama la cima.

Márquez alza un nuevo trofeo, con cara de pillastre, ofensivamente relajado, como si en lugar de bajarse de una Ducati de mil centímetros cúbicos acabara de llegar a meta con su primer ciclomotor de cuarenta y nueve y motor trucado a setenta y cinco; ríe algo tímido la prudencia y el recuerdo del infierno le impiden saltar sabiéndose CASI campeón mundial tras seis largos años en el dique seco. El ‘casi’ representa la diferencia entre un paseo triunfal, de pie en su cabalgadura bandera en mano, rodeando la pista y otra visita al hospital con un par de huesos rotos. Alcaraz continúa emulando al gran Rafa Nadal (hace carantoñas a la copa) pero sin que se note demasiado (besitos en lugar de mordiscos). Retornan las conversaciones, las risas, los tacos que suelta un grupo de obreros que se desahoga, tinto con gaseosa mediante, aprovechando que el capataz no acudió a la comida (son cinco, buzos impregnados de dignidad en forma de restos de pintura blanca, ninguno parece haber nacido a menos de cuatrocientos kilómetros a la redonda, acentos de cada punto cardinal de España, salvo el quinto: un africano que los observa con grandes ojos círculos negros sobre mar blanquecino en actitud y silencio respetuosos la gorra sobre el respaldo de la silla, a diferencia de algún compañero que la lleva puesta quizás tratando de comprender el significado de tan diversos y jugosos juramentos).

Desalojan a la señora con cuidado, escoltándola como si en lugar de asistida fuese arrestada; el hombre marcha delante, desbrozando la jungla de clientes que bordea la barra del bar, la mujer cubriendo la retaguardia, al tiempo que la sujeta, con firme delicadeza, del brazo. La escena sustrae alguna que otra mirada, de soslayo, sin la urgencia de las miradas anteriores, tan sólo una mirada vaga, que ansía la bajada del telón para seguir degustando los manjares que adornan los platos. El apetito no entiende de empatía.

La vida sigue, una vez que el trío desaparece tras la puerta, como si nada hubiera pasado, como si la visión de una señora tumbada, de una pareja con uniforme, de una gigantesca mochila colorada… tan sólo fuera parte de una ensoñación… gigantes con forma de molinos. Las camareras apuntan nuevas comandas, traen platos, botellas de vino, jarras de agua, sonrisas y carantoñas para los críos.

Alcaraz aparece visitando Alcatraz, la prisión más hollywoodiense. La broma está servida, Alcaraz encerrado en Alcatraz. Lo observo, con ese horrendo corte de pelo al rape, tintado de amarillo chillón. De nuevo acude a mi mente el protagonista malote de la serie argentina. Serie de prisiones. El parecido es asombroso, al menos en mi recuerdo, aunque se debe tan sólo al peinado. En cambio, la sonrisa del tenista es de anuncio Profiden y la del recluso mellada. Y me digo, Carlitos entre campeonato y campeonato se despatarra en el sofá atiborrándose de Danone YoPro gratuito y viendo Netflix. Si no de dónde sacaría la idea para perpetrar semejante crimen a su cabellera.

Cruzo el umbral de la puerta la panza rindiendo homenaje al eterno escudero Sancho guiño los ojos ante la intensidad solar; ahí está la ambulancia, aparcada en mitad de la acera que es muy amplia; el vehículo es descomunal, como si llevara un hospital tras las puertas corredizas, ahora abiertas. Observo la mujer, sentada en el interior, con una mascarilla de oxígeno cubriendo parte de su rostro, flanqueada por los paramédicos, ángeles de la guarda que no la dejaran antes de asegurar su bienestar. Parece tranquila, ya en manos de los que saben hacer cosas de médicos.

Al salir, me doy de bruces con el señor, el supuesto esposo; no puedo evitar un escueto:

¿Cómo se encuentra?

Bien. Ya ha recuperado dice el buen hombre, semblante apaciguado.

¿QUÉ ha recuperado?, me susurra la vocecita al más puro estilo Pepito Grillo. ¿La salud, la consciencia que nunca perdió, el apetito?; automáticamente se lo traduzco: “Ya ‘se’ ha recuperado”; qué manía tienen estos autóctonos con tragarse los pronombres, responde malhumorada.

A modo de conclusión del pequeño diálogo sonrío al caballero, inclino un poco la cabeza como si mi mente se hallara en algún siglo remoto quizás la panza de Sancho… tal vez el retorno de Alatriste… y continúo mi camino, en busca de nuevos entuertos, de nuevas aventuras.


Nota: para leer la primera parte: pinche aquí




 

martes, 30 de septiembre de 2025

F227 - Menú del día (I)

“¡Por fin es vierneees!”, aullaba el locutor de radio en mis tiempos mozos. Tiempos de oficina, de trabajo sedentario ─fácil y aburrido─ y estudio nocturno. La UNED y todo aquello. Al escucharlo, un brote de energía inundaba todo mi ser, y en mi cabecita nacía la esperanza de que esa noche, entre cerveza y cerveza, surgiría el  comienzo de algo especial. Eran tiempos de aventura, de misterio, de copas, de bailes, de camaradería, de búsqueda del amor de mi vida. De topar con Ella… mas nunca la encontré.

Hoy es viernes, uno más, y lo único que anhelo es una dosis de silencio ─dichoso parón de: máquinas, gritos, bravuconadas, golpes, carcajadas insípidas, choque de cornamentas─, otra ración de sofá-serie ─¡yo te maldigo, creador de Netflix!─ a pesar de que la actual sea violenta, cruda, oscura, hedionda y carcelaria: la argentina El Marginal─ y al fin, para ejercer de contrapeso, dar un par de bocados a la novela de turno: un regalo, una bendición, una exquisitez que debe ser consumida poquito a poco, oncita tras oncita cual chocolate negro de alta pureza: Hamnet, de la norirlandesa Maggie O’Farrell. Gracias, amiga M. L.

De acuerdo, también forzaré un paseo.

Concluye una semana dura, entre bajas, vacaciones y desaparecidos en combate quedamos en cuadro. Las cajas, sobres, sacas, paquetes y demás parafernalia logística batallan contra los que permanecemos en el frente, entran a degüello, sin toma de prisioneros. Kilos y kilos y kilos de hostilidad. Los malditos envíos carecen de compasión. La gente compra por internet como si pasado mañana fuera a estallar la tercera, y definitiva, guerra mundial, y tuviera prisa, incapaz de concebir una muerte antes de probar el último modelo de teléfono móvil.

Lo último que me apetece, entablar mi propia guerra con cazos y sartenes, con cuchillos, espumadora y pelador de patatas. Lavar, trocear, rehogar, cocer, recoger, fregar. ¡Qué mal pagado esto de cocinar para uno mismo! Solución: Menú del Día. Primero, segundo, postre, pan y vino, a un módico precio. Algo tan nuestro, tan español, tan auténtico que debería ser declarado Patrimonio de la Humanidad.

Bar de barrio que abarca los cuatro palos de la baraja hostelera: desayuno, almuerzo, cena y alterne. Bar de barrio donde la calidad hace buenas migas con el precio. Bar de barrio donde las camareras aliñan los platos a base de simpatía, buen hacer y amabilidad. Mesas con su tapete individual de papel decorado, grandes ventanales que reciben al sol con brazos abiertos, un par de televisores completan el decorado sencillo de las paredes: canal deportivo que emite vistosas imágenes mudas para aquellos que comemos sin compañía.

Tras estudiar durante unos instantes el menú, tomo la decisión facilona. Hoy toca popurrí autonómico, me digo divertido: paella valenciana, bacalao a la vizcaína y crema catalana. Todo regado con vino tinto y gaseosa. Sé lo que están pensando: menudo riojano de pacotilla, mezclar el divino caldo con soda. Así lo creí yo también, en su día, antes de catar el contenido de una botella ─idéntica a la que tengo ante mí─, y comprobar que su creador bien podría ser primo hermano de Don Simón.

La sala se encuentra casi llena. Frente a mí ─bajo uno de los plasmas─ contemplo un matrimonio septuagenario que ataca el segundo plato junto a la que imagino su hija que rondará los cuarenta. El señor viste cómodo (este verano no acaba de irse): camisa de cuello abierto, bermudas de lino y tonalidad discreta. Ella, un vestido con estampado que da cierto color a su cabello blanquecino. La joven, camiseta negra de tirantes. Brazos tatuados. He reparado en ellos (dejando un rato a Marc Márquez, Alcaraz y compañía) porque algo no va bien. Lo noto en sus miradas, en el repentino silencio, en los ademanes. De repente, el padre detiene el tenedor a medio camino de la boca, la muchacha mira a su derecha, hacia la madre, cesando a su vez de comer. La señora eleva la vista al frente, sus ojos parecen buscar algo en el aire. Acompaña el gesto con las manos, libres ya de cubiertos.

Sin saber por qué, quizás por solidaridad, dejo de masticar y apoyo, con cuidado, cuchillo y tenedor sobre el mantelito de papel.

La hija se levanta:

─¿Mamá!

La madre no la mira, como si estuviera ocupada tratando de pasar el trance, sin ayuda, buscándose las alubias como hizo toda la vida. Se lleva los dedos a la boca ─índice y corazón─, gesto que la rejuvenece, en un amago de provocarse el vómito, cual quinceañera de botellón. La hija se acerca, trata de tranquilizarla. No parece sufrir atragantamiento, tan sólo desea aliviar el malestar. Malestar que hurta el color de su rostro.

Mi lado oscuro, ese lado egoísta, frívolo y de atrofiada empatía, ruega que no vomite.

Para entonces la escena está en hora de máxima audiencia. Las conversaciones cesan, Alcaraz se desvanece, dos camareras acuden prestas. Una de ellas porta un cubo de plástico transparente (quizás en otra vida contuvo helado, pepinillos o chuches). Cubo que trae su porción de recuerdos: me veo a mí mismo (hace unas semanas) sujetando la frente de una amiga, al tiempo que ella encara un cubo similar, sujeto en su regazo por manos pálidas y temblorosas, vertiendo en su interior sapos y culebras con el aroma característico: Eau de Potè. Otra comida, otro restaurante. Celebración interrumpida, postres abandonados a media asta, copas en el limbo de las copas, nunca fueron pedidas, cuanto menos ingeridas. Urgencias, vial, analítica, esperas, todo el paquete completo.

─Le habrá sentado algo mal ─dice un comensal a mi espalda.

Mi sección paranoica ─con un empujoncito del sector aprensivo─ contempla el plato ante mí: el arroz a medio comer, las carcasas de los bichos marinos devorados. Incluso logra ver, a través de la puerta cerrada y opaca, el pescado que preparan en la cocina para mi segundo plato.

Cierro los ojos y sigo comiendo.

Un cliente cercano se levanta, móvil en mano. Habla con la joven, ofreciéndole el aparato. Ésta lo acepta, agradecida, y conversa en tono bajo. Solicita una ambulancia, supongo yo al igual que todos.

Tienden a la señora sobre un banco corrido acolchado, junto a la pared. La hija levanta sus piernas en perfecto ángulo recto con el torso. Tan sólo verlo duele, yo que tengo  la flexibilidad de un Airgam Boy. La joven se maneja con pericia profesional, mientras con una mano sujeta las piernas apoyadas en su pecho, con la otra evita que el bajo del vestido se deslice y deje demasiado a la vista. Esto último lo hace con el cariño y delicadeza que sólo una hija puede mostrar. Sin embargo, las maneras parecen profesionales, como si fuera médico o enfermera, o al menos se hubiera presentado a una Oposición para un puesto sanitario. Sabe lo que hace.

Alcaraz sonríe, de aquella forma traviesa, pícara, con ese horrible corte de pelo rubio pollo (parece Diosito, uno de los protas de la serie de prisiones, pero a salvo de las tres emes: maldad, mala leche y, por supuesto, marginalidad). Marc Márquez compite con su propia sonrisa, imparable, buscando el retorno ansiado a lo alto del cajón mundial. ¡Qué envidia la determinación, el arrojo, la confianza en sí mismos! Para contrarrestar, un ruso de nombre impronunciable destroza la raqueta contra el suelo.

A mi diestra, una joven pareja ocupa otra mesa. Ella se encuentra embarazada en grado superlativo. Vamos, que la barriga es enorme. Él la contempla embelesado. Sonríe, le coge de la mano. De repente, ella la retira y la lleva al vientre. Su rostro se contrae, el entrecejo, la nariz, los labios, todo. El muchacho deja de sonreír. Susurra algo que no alcanzo a escuchar.

Mi lado oscuro y egoísta vuelve a la carga. “No, no, por favor, que no se ponga de parto aquí y ahora. Con una ambulancia por servicio tenemos suficiente”.

                                                                                                                                  (Continuará…)




miércoles, 17 de septiembre de 2025

F226 - Hippie 3 . 0 (Cantabria) (y V)

Agotadas las existencias de café ─ni una mísera cucharada queda en el tarrito correspondiente─ justo hoy que tenía previsto contarles esta batallita, reflexiono sorprendido. Acostumbra a ser mi fiel escudero ─el café─ en estas lides juntando letras; siempre negro, sin azúcar, muy caliente en invierno, con hielo en verano. Quizás, algo dentro de mí, o una conspiración del universo ─estrellas alineadas y todo eso─ haya decidido que era el instante adecuado para carecer del oscuro brebaje. Tal vez, esta historieta necesitara de otro tipo de acompañante, té carmesí en un vaso rebosante de hielos ─el verano se agarra con uñas largas─ un té de aroma moruno y una brizna de sabor a jengibre. Veremos si funciona.

Aquella mañana elegí otra playa. Una desconocida hasta ahora para mí. No queda lejos del pueblecito donde se encuentra el hotel, así que decidí ir caminando, a través de la pequeña senda terrosa que se abre camino entre la vegetación. Desde lejos la descubrí más concurrida de lo esperado, pero no me importó. Tan sólo crucé los dedos para que existiera un chiringuito con cerveza fría y bolsas de patatas fritas. Las costumbres son las costumbres.

Toallas extendidas, sombrillas, colchonetas, tumbonas, niños corriendo, parejas jugando al pádel de playa (con esas raquetas de madera); señoras metiéndose en el agua a cachitos, ahora tobillos, ahora rodillas, un poco las muñecas, luego mojar la nuca; jubilados, todos varones, pasean en grupitos de arriba abajo por la playa, lejos del agua, con un brío que ya quisiera para mí. Gesticulan y ríen como adolescentes, y los figuro cada mañana, frente al espejo, sorprendidos al contemplar ese rostro ─ ajado, con arrugas y cicatrices de vida─ que no refleja al quinceañero que mora en su cabeza. Nos ocurre a todos, sin importar la edad.

Continuo con mi ritual, sabiendo que también lo es de despedida, mas no me importa. Ha sido una bonita escapada, un desconectar de la atmósfera habitual, un hasta luego, dejadme en paz un rato, a las cajas, a las madrugadas, al insomnio intermitente que acostumbra a soplarme el oído; a los que se llaman compañeros mientras esconden el puñal a su espalda; a la ciudad que te recibió y en ocasiones se empeña en abrazarte hasta la asfixia; hasta nunca al cancerígeno politiqueo ─que nunca desaparece─ y todo lo impregna, más bien pringa ─incluso dentro de mi cabeza─ agur a todo ello por unos días. Sin rencor, sin acritud. Continúo con mi ritual, elección de sitio donde colocar mi bandera negra en forma de toalla, cruzar sobre ella las chanclas blanquecinas a falta de tibias y calavera, al chapuzón bajo aquellas olas que me susurran lejanas amenazas, un recordatorio de lo que pudo haber ocurrido, un susurro: libraste aquella tarde porque nosotras así lo permitimos; después el paseo, en mente ya la cerveza en aquel chiringuito que localicé a medio camino.

La vi y no pude quitarle ojo.

Agradecí a Dios por concederme gafas oscuras. Me sentí como un mirón, un mirón que no desea mirar. Fueron un par de segundos, quizás uno más, después traté de mirar las algas entre mis pies, los niños riendo ─chute de vida en vena─ el cielo azulísimo, incluso estuve tentado de observar directamente el sol a riesgo de quedar ciego. De no contemplar más aquella figura.

Todavía lejos de su posición ya apreciaba la escena. Una mujer veterana, curtida en mil y una batallas, de mirada limpia, un tanto deslumbrada por el sol, brazos extendidos, rostro alzado, gesto de adoración a la montaña, al mar, a los bosques, al arcoíris. De cabello largo, sucio y enmarañado, de un tono que en su día fue dorado, ahora salpicado de canas; alrededor, me parece distinguir una especie de adorno que trata de añadir ─sin mucho éxito─ un toque de color, formado con plumitas aquí y allá, o quizá sean florecillas que conocieron mejores días. Viste un ligero vestido, grisáceo y un tanto raído, en el cual me pareció observar más flores a su vez marchitas. Descalza, no logro ver calzado alguno sobre la arena. Camina tres pasos. Se detiene, mira las olas, vuelve la vista atrás y, de nuevo, al frente. Parece calcular distancias. Da un par de pasos más. Se vuelve a parar. Entonces, con decisión, como si hubiera estado calibrando cómo, cuándo y dónde hacerlo, con un movimiento decidido, mil veces ensayado, se deshace del fino vestido. Lo hace con una sola mano, sacándolo por la cabeza. Forma un gurruño con él y lo deposita sobre la arena. Su aspecto despierta la imaginación abotargada por el calor, la vislumbro preparándose un té matcha dentro de la caravana, escondida entre las dunas, o meditando, postura flor de loto mediante, sobre la esterilla extendida entre las doce literas de la habitación mixta del hostal. Extranjera (lo intuyo) sin una nacionalidad definida, anglosajona, nórdica, de Andorra, quién sabe.

Imaginar la caravana, o en su defecto una furgoneta tuneada, trae una sonrisa a mi cara junto al recuerdo del bueno de Koldo rendido a los pies de su neozelandesa de ojos verdes y sus viajes hippie-surferos por las Highlands escocesas en la vieja DKV de quinta mano.

La distancia que nos separa se acorta. Un inofensivo toples, pienso. Pero no, la mujer se muestra como vino al mundo. Cuerpo delgado, perfectamente imperfecto, cuya piel ─testigo de miles de horas solares─ resbala sobre el esqueleto, como si se rindiera, buscando el corazón de la Madre Tierra; o, tal vez, indómita, se negara a continuar peleando contra la fuerza de la gravedad. El frondoso vello axilar grita su rebeldía, su credo, su amor a la diosa. Luego, bajo la mirada y observo el mío propio, carne colgante, todo pelo, pectorales caídos y canosos, patas de jirafilla… Jorge, quien esté libre de deterioro que tire la primera piedra; no juzguéis y no seréis apaleados, o algo así; notas la paja en ojo ajeno e ignoras el pedazo de secuoya en el propio… bueno, basta de sermoneo bíblico. Camina, observa, respira, disfruta, vive.

Gira el torso la mujer, encarando el mar y da un trotecillo buscando las olas. Oleaje demasiado cercano… Y yo, de alguna manera, veo dentro de mi cabeza la escena posterior, unos segundos antes de que sucediera. Tampoco se requiere un cursillo: Así hablo Zaratustra, nivel avanzado.

Rompe la ola, traviesa, adelantándose a las perezosas compañeras, esparce sus largos brazos, rozando todo con la punta de los dedos.

Algo suena en su cabeza, una alarma, un grito, un silbido, la mujer se detiene en seco ─es un decir─ da media vuelta y regresa a la carrera, como si en lugar de hippie fuera legionaria.

Demasiado tarde.

El vestido flota entre la espuma, su color ajado se confunde con la blancura líquida que lo envuelve. “Bah, es un trapo que debe de tener el contador de kilómetros pegando la segunda vuelta”, me digo. Pero, entonces, veo que extrae un objeto de entre los pliegues de la ropa que chorrea agua. Un objeto negro, plano, tamaño palma de la mano. Un teléfono móvil que brilla protestante.

Acabáramos, la hippie vintage salió rana posturera.

Cae del pedestal donde la había colocado. Yo que la imaginé más allá de lo mundano, libre como una gaviota (juro que no es propaganda pepera), lejana de este mundo materialista, consumista, populista y otros muchos ‘ista’; renegada de ordenadores, Netflix e Instagram. Ni un mísero tatuaje sobre su piel curtida en mil y una raves. Su mente dentro de una burbuja permanente, depurando energías negativas y abriendo chacras de par en par para ventilar la casa. Y resulta que no, que se despelota viva, rostro al cielo, pero lleva su Galaxy, su iPhone, el Xiaomi, para registrarlo todo, con fecha, hora y coordenadas, etiquetándolo con mucho jastak, arroba y almohadillas, y después, a golpe dactilar, subirlo al Insta categoría senior.

Pobre mujer, tan sólo espero que conserve un tarrito de arroz blanco en la despensa de la rulot. Aunque supongo que la quinoa integral también funcionará.

 Nota: relacionada: F58 - Paz, Amor y Queso de Oveja




miércoles, 3 de septiembre de 2025

F225 - Una bandeja para Bambi (Cantabria) (IV)

Pretende ser un restaurante de cierta categoría, aunque no lo calificaría de alto copetín. La carta se muestra en tres idiomas, mantelitos de lino, cuadros de peces y marineros con elegantes marcos, empleados que lucen uniforme veraniego y pinganillo. Desde la acera, descubro una mesa libre, situada en la terraza elevada junto a la fachada principal, bajo la sombra y acariciada por la brisa que sube del mar. Un lujo, que sin duda se encargarán de facturar. Pero hemos venido a jugar, ¿no?

Gracias a Dios, o al espíritu de Carpanta, la carta consiste en un álbum de menús visual, físico, palpable, limpio de chorretones, eso sí, y no la vulgaridad del código QR.

Me aproximo a la mesa, vía los peldaños exteriores adheridos al muro; en realidad hay dos, son de reducido tamaño, para un par de comensales máximo (alguna ventaja tendría que suponer el viajar de solateras, que encuentras un rinconcito en cualquier sitio). Ambas mesas están vacías, los guiris prefieren tostarse al sol, en la terraza inferior, quizá por solidaridad colorista con las gambas cadáver que comerán luego. Jamás entenderé tal obsesión ─no sólo de los extranjeros─ con exponerse de manera suicida al sol. Tal vez, como digo, sea un acto honorífico, un Remembrance Day por los bichos marinos caídos en combate pesquero, que están a punto de engullir. Un simbólico sacrificio: me pongo colorado como vuestro pariente lejano Don Cangrejo, y a continuación me hincho a gambones. Solidaridad británica sin límites.

Indeciso, observo que se acerca una pareja. Viene a tiro fijo, exhibiendo aspecto y maneras locales, si me permiten la especulación.

─Disculpad, ¿os vais a sentar ahí? ─deshecho de inmediato el trato de usted, pues tanto ella como él me resultan jovencísimos. Quedaría, hoy en día, ridículo.

─Sí, nos la asignó el chico de la entrada. Debe, usted, acceder al restaurante por la puerta ─responde el jovenzuelo, dándome dos veces en el hocico: una por el trato educado y otra por el ‘señor’ que ello implica.

Acompañó la aclaración con el dedo señalando tras de mí, hacia abajo.

Entonces, reparo en mi entrada triunfal por aquella terraza balcón, saltándome las reglas de forma involuntaria. Sólo queda una mesita, he de darme prisa y rodear el local. Por fortuna, nadie espera turno y el encargado me concede la mesa ansiada. La más esquinada, a la sombra, incluso más aireada que la de la joven pareja. “Locos gabachos, todos, dejar semejante tesoro libre”, pienso mientras tomo asiento y cojo la carta.

Mi camarera. Una cría recién salida de la EGB, la ESO, la ESA o como diantres se denomine ahora. Morena, cabello corto, ojos grandes y azulones, como los de la protagonista de Candy Candy. Sólo espero que no eche a llorar y suelte aquellos lagrimones. No, son ojos alegres, chispean, retozan en juventud como jabatos en barrizal. Viste un pantalón minúsculo de color negruzco ─como si la empresa pagara impuestos por centímetro de tela─ un pequeño mandil negro, a la cintura, apenas lo cubre. Camiseta roja de tirantes, queda bien con el negro de los shorts. Me atiende risueña, lo cual agradezco; libretita en mano, golpeando el bolígrafo sobre ella. Actúa como si todo fuera un juego, pienso con un puntito de envidia. Ojalá luciera yo semejante sonrisa de madrugada entre cajas, sobres, legañas y paquetes, y no la mala leche habitual. Indico mi pedido, tratando de ajustar el tamaño de las raciones al de mi apetito, no escaso ni desmedido: unas zamburiñas a la plancha y unos boquerones en vinagre. Todo ello bajo el amparo y custodia de una jarra helada de cerveza blanca belga.

La muchacha apunta todo despacio, me temo que desconoce las abreviaturas o quizás gusta de usar caligrafía ordenada, limpia, de colegiala aplicada. Incluso acompaña la escena un gesto de concentración, ceño fruncido, la punta de la lengua asomando entre los dientes; su buen hacer estudiantil subrayado por la forma de sujetar el boli, firme, quizá en exceso, las falanges tornan blanquecinas.

Al cabo de un tiempo considerable (el lugar está abarrotado, media docena de camareros no da abasto) aparece mi camarera preferida. Bueno, en realidad la que me fue asignada, por orden ajena, por su voluntad imperiosa o por puro azar.

Deja ante mí un plato de diseño y colorido, que apenas observo pues ando distraído con el maldito móvil (cualquier día lo arrojo por un acantilado y adquiero un Nokia en el chino de la esquina). A lo justo acierto a decir ‘gracias’.

Levanto la mirada, por fin, la jarra helada de cerveza está desaparecida en combate. Ni rastro de ella. El pan (pedido, y potencialmente cobrado) respalda a la birra en misión secreta. Ni rastro de él.

Entre el olorcillo de pescado recién hecho, la brisa marina y la contemplación de la joven pareja, que engulle mejillones como si mañana comenzara un ayuno monacal, me crece el apetito, al ritmo que a Juan Luis Guerra la bilirrubina. Miro, busco, vuelvo a mirar. Sin señal de la joven, tampoco pasa cerca ninguno de sus compañeros de faena, y no es cuestión de dar silbidos como hacíamos antaño en el pueblo. Olvido pan y cerveza y ataco, con respeto, la primera zamburiña. A palo seco. La segunda grita de envidia y no dudo en concederle el honor. La cerveza debe de estar saliendo del aeropuerto de Bruselas en este momento.

Me zampé la media docena de zamburiñas. O me zambé las zampuriñas, pienso de forma absurda, quizás debido a la sed…incluso creo ver algo extraño a lo lejos, sobre el asfalto, justo donde solía haber una rotonda con señales de tráfico luminosas… vislumbro palmeras, camellos y algún que otro beduino de ropajes negros, todo entre una neblina centelleante. Lo de la cerveza es ya de primera necesidad.

Después de otro rato, tampoco breve, llega la chica con la segunda ración. Los boquerones. Lamenta varias veces la tardanza.

─Mmm… ¿y la cerveza?

Vuelve a disculparse, pone ojos de cervatillo y soy incapaz de molestarme.

─Tranquila, no worries ─digo, a medio camino de lo guiri, a pesar de que tengo pinta de Vallecas Zona Sur.

Marcha, con un trotecillo, en busca de El Dorado… líquido.

Juguetea con la bandeja vacía haciendo malabares sobre un dedo.

Por fin, aparece con la jarra blanca de puro hielo. Incluso creo apreciar un aura dorada sobre la espuma. Lanzo un ‘gracias’ angustioso y antes de que llegue a sus delicados oídos doy un largo trago, de náufrago rescatado y, de inmediato, los dromedarios al fondo desaparecen retornando a su aspecto vulgar de semáforo. Le comento que vayan pidiendo a Lieja la segunda. Creo que no lo pilla.

La chavala, sin perder la sonrisa y un tanto sonrojada, se disculpa por enésima vez y a modo metralleta.

─Lo siento lo siento mucho, señor.

En ese instante, caigo en la cuenta de la ausencia de cubiertos. Ni un mísero tenedor de postre. Ni un triste tridente miniatura para caracoles. Las zamburiñas las devoré a mano libre, sorbiendo la salsa que rebosaba de la concha a lo Paco Martínez Soria, me corté de chupetearme los dedos.

Lo de ‘señor’ se lo paso por alto, qué remedio, pero no puedo evitar decir:

─Y tráeme un tenedor, una navaja, un palo afilado, algo con lo que punzar los bichos… por favor… ¡Y pan!, añado a sus espaldas.

Retorna la chica.

No lo creerán, pero pide perdón otra vez mientras deja sobre el tapete un tenedor y una cestita con una pieza de pan tan sola que roza la depresión.

─¿Todo bien hasta ahora? ─pregunta, las manos a la espalda, quizás cruzando los dedos mientras sonríe nerviosa.

Me muerdo la lengua, a riesgo de envenenarme.

─Todo perfecto, maja.

No puedo evitarlo. Me tiene conquistado la moceta. Su hablar apresurado, el nerviosismo, su aire despistado, la forma de anotarlo todo en el cuadernito. Me siento reflejado en un gran espejo del tiempo. Me veo vestido con casaca blanca impoluta de grandes botones metálicos, pantalón negro recién planchado, el pelo cortísimo, el pendiente oculto en el bolsillo, tez afeitada apurada como en un anuncio de Gillette, los nervios que se escapan por la yema de los dedos. La sonrisa pegada con cello que intenta agradar. Me veo en aquel restaurante pijo de Edimburgo, posh, dicen los que parlan la lengua de Shakespeare. El Dome, ya puedo nombrarlo, pasaron suficientes años, ya prescribió mi crimen, el atentado cometido contra la hostelería de alto postín por el que fui despedido, o más bien no escogido tras el periodo de prueba.

Le dejo una generosa propina. “Hubiera podido ser la hija que nunca tuve”, pienso. Sacándose unos cuartos para un viaje, para la universidad, para fundirlo con el churri… para la vida. Tentado me siento de trasmitirle lo que aquel día me fue dicho y tan mal encajé. Transcrito en la mente rezaba:

─Esto no es para ti, créeme; ahora no lo comprendes, pero estoy haciéndote un favor: ¡corre, huye! ¡Ve hacia la Luz, Caroline!

El mensaje queda sellado en la garganta, no permito su paso, por respeto, por prudencia y por ajuste a la realidad: no hay comparación posible entre ambos servidores de mesas: aquél, serio y tembloroso con máscara sonriente; ésta, angelical y pizpireta con mirada de Bambi.


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miércoles, 20 de agosto de 2025

F224 - Castigo en remojo (Cantabria) (III)

La playa es inmensa, kilométrica, de esas que unen pueblitos marineros. Desnuda ante la marea baja exhibe sus encantos. Tan hermosa y tranquila que reta lanzarse a correr al estilo Carros de Fuego, nanára nanáááran, nanára nanáá. La melodía resuena dentro de mi cabeza, fugada del compartimento: Recuerdos de Infancia. Las olas rompen perfectas, como sincronizadas, tal vez animadas por mi banda sonora interior. A punto estoy de aceptar el desafío, sacarme de un zarpazo la camiseta, tirar las chancletas con desprecio, dar una patada a la toalla y saltar hacia delante, emulando el esprint peliculero, revivir aquella tarde dominical en el Colegio de Lecároz, el polideportivo en penumbra, las gradas a rebosar de chavalería, la enorme pantalla mostrando aquellos héroes atléticos vestidos de blanco: nanára nanáááran, nanára nanáá. De repente, un tortazo de realidad me recuerda los andares que muestro descalzo sobre la arena ─como de gaviota embadurnada en petróleo─ tratando de mantener el equilibrio sobre la irregularidad de aquélla, y la música cesa repentinamente, con un quejido del vinilo al salirse la aguja del surco: ñiiijjj.

La bravura de la mar enseña los dientes amenazando resaca. Demasiados recuerdos lúgubres dándose codazos buscando posición en la memoria. Una playa cercana, las corrientes, las olas crecientes, la arena retrocediendo bajo mis pies con aquel sonido sordo y pedregoso, los surfistas a lo lejos, el cielo gris, el ruego callado, el miedo... Intento no pensar en ello, espantarlo de un manotazo como si de una avispa se tratara. Sin embargo, extremo la prudencia, chapoteo de viejo, tocando suelo con las rodillas, con el trasero, con las manos. Las olas no se rinden, tratan de vencerme, de dominarme, de arrastrarme hacia dentro. “Esta vez no podréis conmigo, perras”, digo, con la boca pequeña y el esfínter cerrado.

Mientras toque fondo con varios apoyos estaré a salvo.

Regresa el sol, hijo pródigo. Arrepentido, haciéndose querer, más feroz que nunca.

Paseo de reconocimiento, gafas de sol negras, actitud suicida a la par que asesina ─sin camiseta, hombros y nuca expuestos al crematorio; la loción protectora quedó diluida en el agua, sus componentes químicos cargándose la biosfera─ sonrío ante la ingenuidad cuando compramos: protección 50, resistente al agua. Falta, junto al mensaje, el emoticono amarillo de la cara desternillándose; bien quedaría con el fondo azul marino del bote.

Es curioso, a medida que caminas, cómo varía la textura de la arena, la inclinación del terreno, la temperatura del agua, su claridad, la cadencia de las olas que rompen a lo largo de la playa eterna. Trampas ocultas incluidas, donde te juegas la dignidad y los tobillos.

Continúo el paseo, la exploración, el disfrute de las playas contiguas. Playas hermanadas que, cogidas de la mano, se dejan salpicar por las olas.

La veo acercarse desde lejos. Una muchacha joven, de esa edad envidiable que gozan mis sobrinas, cuando todavía no reparan en la treintena ya amenazante. Cabello rojizo recogido en un moño grueso, cuya verticalidad se ríe de Newton, de la ley gravitacional y de la maldita manzana. Camina erguida, zancadas largas. Viste la parte de abajo de un biquini, junto a una blusa ligera. Descalza, muslos atléticos que tendrían una oportunidad en Carros de Fuego, adornados ─es un decir─ por sendas caras de perro Boxer de ojos tristones, pintadas sobre la bronceada piel con tinta azul. La chica acarrea el equipo completo: sujeta el teléfono móvil ─grande, blanco, fino, manzanita mordida─ con la mano izquierda, brazo extendido (“el palo selfi es una ordinariez”, adivino que piensa), mientras en la otra lleva un vaso grande, de plástico traslúcido, con el logotipo de una popular franquicia; una pajita larga y retorcida emerge de un batido de color indefinido. Sobre las orejas, ligeramente inclinados hacia atrás, unos gigantescos cascos inalámbricos a juego con el celular, de blanco impoluto, que ni el mismísimo Cristiano Ronaldo subiendo al autobús del Real Madrid. Afronta la pantalla, tras las gafas de cristales anaranjados, luciendo una sonrisa que grita: “Voy a comerme el metaverso con patatas”. La argolla abierta que cuelga del centro de su nariz parece secundar el mantra. La contemplo, ensimismado, pero sin detenerme ni abrir la boca; “Le falta el logo de Instagram tatuado en la frente”, pienso, malvado. Y tras unos segundos, la vocecita tocapelotas me susurra: “Quien esté libre de postureo que arroje la primera piedra”. Y no le falta razón, admito. “¿Acaso no representa este blog un monumento al ego, disfrazado de amor a juntar letras, señor Jorge Ariz?”, añade la muy…, concluyendo, peliculera: “No hay más preguntas, Señoría”.

Continúo caminando, sigo observando.

Escuelas de surf por doquier, con banderolas y camisetas de mil y un colores: azules, verdes, negras, amarillo fosforito. La mayoría adornan sus ropas o trajes de neopreno con palabras en inglés, el nombre de la academia. En este mundillo no es lo mismo llamarse Escuela Surfista La Puesta del Sol, que Surf School Sunset. Dónde vas a parar, de nuevo los hijos de la Gran Bretaña, y alrededores, nos comieron la toast. Cierto, también, que las denominaciones tienden a ser más breves en idioma shakesperiano, y la serigrafía de camisetas cuesta lo suyo; la pela es la pela, aquí, en Cataluña y en Newquay.

Un arcoíris de aprendices. Niños, adolescentes, jóvenes y maduritos. El surf no entiende de fechas de nacimiento. Instructores de todo pelaje: desde uno que parece el doble del gran Patrick Swayze en “Le llaman Bodhi”; hasta aquel otro con aspecto de australiano entrado en kilos y años, con sombrero de Cocodrilo Dundee incluido. “Le falta el puñal”, digo en voz baja.

Sigo paseando, pero me detengo. Algo llama mi atención.

A la altura de la última ola que rompe mansamente hay un niño quieto, varado como un joven delfín. No tendrá más de diez años. Moreno, pelo corto. Viste uno de esos neoprenos claustrofóbicos, sentado sobre una tabla de surf de tamaño enorme. Cabizbajo contempla sus manos, que juguetean con el agua, que extraen puñados de arena barrosa del fondo. Todo más o menos normal, con la terrible salvedad de un niño triste sobre una tabla de surf. Otro peculiar detalle: se halla de espaldas al grupo al que pertenece. Alguna escuela de surf con ínfulas y nombre rimbombante. Todos los chavales hacen cabriolas, o lo intentan, ante la mirada y consejos del instructor. El muchacho no parece herido, salvo en su amor propio, que es la peor de las lesiones. Queda inmóvil, incluso cesa el movimiento de manos. Contemplarlo duele como si uno fuera el lesionado. Duele ver a un crío pletórico de energía inmóvil, encallado, varado como un delfín moribundo.

Está castigado.

Es lo primero que pienso. Este niño está castigado, de espaldas a la clase. O quizás tan sólo esté enfurruñado. Es demasiado joven para someterse al cansancio. ¿Existirán castigos en una escuela de surf? ¡Castigado de espaldas al oleaje, recita cien veces el monólogo iniciático de Bodhi!

El instructor lo ignora. Como si no existiera, como si el chaval hubiera naufragado en solitario en una isla perdida. Atiende al resto del grupo, chicos, chicas con cara de concentración, atentos a sus gestos y explicaciones, mientras chapotean a horcajadas sobre sus tablas. Expresiones ceñudas que enseguida quiebran ante la fuerza de la risa.

Aquí no acaba la historia.

Una mujer aparece de la nada. Entra dentro del agua que salpica sus rodillas. Rondará los cuarenta y pocos. Cabello rubio, largo, viste pantalón corto de tonalidad verdosa y camiseta de tirantes amarilla. Cubre sus ojos con unas gafas negras tamaño XXL. Se dirige al entrenador, que se gira ante unas palabras que él oye y a mí el rugir del mar arrebata. No hace aspavientos, pero mueve claramente los brazos en actitud de reproche; no grita, pero me queda claro que se refiere al niño delfín. Es la madre, pienso. Es la mamá de la criatura. Sin poder evitarlo, mis dos yoes se enzarzan en la sempiterna lucha: uno de ellos dice: ”Ya entró en escena la motomami moderna, la porqueyolovalgo metiéndose donde no la llaman, interfiriendo en el trabajo de un profesional. Algo habrá hecho el mocete para quedar apartado del grupo. ¡Pobre hombre, la que le espera después, en el mundo virtual! ¿Existirán los grupos Guasap de Mamis y Papis surferos?”. Mi otro yo sale en defensa de la joven madre loba que contempla su cachorro triste y humillado, y grita: “¡Yo por mi hijo, maaa-toooo!”. Como poseído por el espíritu de otro personaje: la protagonista de “Le llaman Esthi, Princesa del Pueblo”. Y les juro, por Snoopy, que no veo ese tipo de programas de serigrafía rosácea con ribetes amarillos.

¡Qué difícil ser padres! Todo mi respeto.