jueves, 31 de julio de 2025

F223 - Prohibido prohibir (Cantabria) (II)

Amanece un día especial. Sí, lo sé, de nuevo este señor con sus fechas señaladas. No puedo evitarlo, tengo un calendario en el cerebro. Números y meses que gritan, un puntito ofendidos, cada cual reclamando lo suyo: “¡Eh tú, acuérdate de mí!”, “¡No oses ignorarme!”, “¡Sin mí tu vida hubiera sido un muermo!”. Les decía, día especial. Mientras tecleo estas líneas ─que leerán en breve─ se cumple el décimo aniversario del Retorno ─29 de julio de 2015─. Así, con mayúscula, lo visualicé siempre. El regreso al pincho de tortilla en el bar de la esquina, a la terracita a la sombra, al menú del día con postre y vino incluidos. También volver al encargadito de turno, al compañero metete, a la zancadilla escoltada por una sonrisa. A la envidia malsana; al odio injustificado e incomprensible hacia el vecino, el rival, el forastero; a la ojeriza contra quien no comulga con sus ideas o bandera; vuelta a sentir la presencia de los políticos ─todos: ellos, ellas, colorados, azules, verdes, amarillos, morados, a lunares…─ ladrones, mentirosos, charlatanes, hipócritas y furtivos. Regreso, también, a la amistad verdadera (más allá de la pinta de cerveza después del trabajo); a la charla de autobús; al socorrer a un anciano caído; a la sonrisa de la cajera; a las carantoñas a los niños sin riesgo de ser lapidado en plaza pública; a la diversión de bar y callejón; al pueblo con verbena; al arte, oficio y profesionalidad del camarero (me temo cualidades en peligro de extinción). En resumen, el Retorno a mi querida, y a veces odiada, España con todos los tópicos, tan suyos, tan nuestros, tan ciertos.

Resulta curioso, cada veinte de febrero celebro ─llueva, truene o caigan chuzos de punta─ el aniversario de mi partida. Pinta de Guinness en mano, ojos cerrados, brindis al cielo, por todos ellos, por los que quedaron allá, los que regresaron, por quienes se fueron para siempre. Simbólico brindis por mi hallazgo de Escocia, de Edimburgo donde levitaba sobre las aceras. Sin embargo, no recuerdo haber alzado nunca la copa un veintinueve de julio, aniversario del Retorno. ¿Existirá un mensaje cifrado en ello, algo que la mente se niega a interpretar?

El Retorno, más duro que la escapada, la huida, la aventura. Mucho más duro, a pesar de conocer a lo que volvía, o quizás por esto mismo. Y pagué por ello, ¡vaya si pagué! Cumplí una peculiar condena: trescientos sesenta y un días en rojo, sin trabajo, sin cobro de prestación, sin ayuda oficial; trescientos sesenta y un días sin ingreso alguno: “Usted no es un emigrante retornado”, dijo la señorita funcionaria repantigada tras la mesa y mirando la hora: “usted es tan sólo un españolito que marchó, por trece años, de excursión al Reino Unido, Estado europeo”, añadió con distintas palabras, disfrutándolo. Quizás por ello la magia no funcionó, no hubo épica, las ganas de celebrarlo se volatilizaron. Cero el deseo de alzar el vaso.

Mas no me arrepiento, ni de la fuga, ni del regreso. Ambos saltos llegaron en el momento adecuado, siguiendo el sabio plan de alguien que guía los impulsos en mi cabecita.

Regresé justo a tiempo, tan justo que todo un país como Reino Unido cerró sus fronteras tras mi marcha, la estupidez pudo al sentido común, las falsas promesas vencieron a la sana convivencia. Llegó el Brexit, y con él los muros, los pasaportes, las prohibiciones. Con él llegó el aislamiento, las colas en el aeropuerto, el control de aduanas, los ciudadanos de segunda. Con él, llegó el caos. Y, por fortuna, a mí no me atrapó.

“¡Prohibido prohibir!”, gritábamos de críos con voz aflautada, ante aquella vileza en forma de letrero, entonces dábamos cuatro sonoros balonazos contra la pared ─el cartel, que mostraba una pelota de fútbol cruzada por un aspa roja, ejercía de diana─ para a continuación salir corriendo con alaridos de victoria, cual pequeños forajidos, en persecución de otras chiquilladas.

Creí haberlas visto de todos los colores ─las vedas─ incluso aquella de Récord Guinness en mi querida Tenerife: "Prohibido lavarse los dientes". Pero la vida siempre esconde una más, para sorprenderte, para que no te aburras.

Les pongo en escena. Pueblecito cántabro y costero, escapada por unos días. ¿Recuerdan? Me hallaba practicando deporte ─uno de mis favoritos junto al terraceo de libro y observación de flora y fauna─: pasear por las calles, estudiar a la gente, escuchar los chascarrillos, admirar la energía ajena (familias acarreando sombrillas, tumbonas, neveras, niños y colchonetas camino de la playa; filas y filas de surfistas de todas las edades transportando sus gigantescas tablas). Es un garbeo operativo, en busca de posibles objetivos gastronómicos, bares, restaurantes, terrazas y chiringuitos playeros. Buscando los caminitos bajo la sombra, huyendo del sol y su aplatanamiento infligido.

Tentado estoy de apoyar el trasero en la penumbra de una terraza desierta que veo a lo lejos, sacar el cuaderno, añadir bolígrafo y derramar sobre las páginas alineadas dos o tres chorradicas que sobrevolaron mi mente. Incluso echar mano de la novela, inhalar su aroma a imprenta, y darle un buen bocado a la Inspectora Delicado. De modo figurado, el tarisco, no piensen ustedes cosas raras.

Entonces lo vi.

Noté la presencia del cartel de pasada. Como si el rabillo del ojo hubiera hecho saltar el chivato de alarma: ¡Miiik miiik miiik! Me acerqué, para corroborar lo supuesto y, sobre todo, para leer el mensaje desde cerca (el joven halcón torno gallina vieja). Sentí una extraña atracción hacia aquella terraza desnuda. Se encontraba pegada al local, un restaurante de alto copetín. Marisco, pescado salvaje a la brasa, vinos franceses. De esos de: “Pepe, saca las tarjetas de crédito, débito, e incluso el bonobús”. El azul marino acompaña al blanco impoluto, impregnando la atmósfera con toque marítimo. Mesas altas de aspecto sólido, contundente, ausencia de sillas. En su lugar, los bancos níveos, de cemento marmolado, inmaculados como de catedral y adheridos a la fachada del local. Unos asientos permanentes, de obra. Mira, así no han de recoger todas las sillas en columnas y encadenarlas para ahorrar tentaciones al amigo de lo ajeno, pensé. Para llevarse estos bancos habrían de traer un bulldozer. Una terraza perpetua, no la arrastra ni el huracán Katrina, al menos los asientos.

El local cerrado. La terraza fantasmal.

Si hubiera brisa fuerte, un rastrojo rodaría por el suelo, se escucharía un silbido de fondo, un par de pistoleros enfrentados a corta distancia se mirarían retadores, los pulgares jugando con el percutor de sus revólveres todavía enfundados…

Bueno, ya me entienden, que no había un alma.

El cartelito, por duplicado, pegado en la enorme y tintada cristalera. Tamaño folio, el texto ─letra grande y negra─ escrito a mano, sobre fondo de un tono color crema. Al igual que en Santa Cruz, he de leerlo un par de veces. El mensaje reza:

                                                               Prohibido consumir

                                                               productos ajenos al

                                                               restaurante.

                                                               Aunque esté cerrado.

                                                               Uso exclusivo del Rest.

                                                               ¡¡¡ NO SENTARSE !!!

 

¿Y si descanso mis posaderas un ratín y dejo un par de monedas sobre la mesa? A modo de alquiler rápido, como la zona azul de aparcamiento.

El local, un buque abandonado, encallado junto a las rocas. Las mesas desangeladas, junto a esos bancos de obra eternos y coquetos, que a su pesar lucen tristes, creyendo que nadie los desea. Ven pasar al transeúnte: turista, curioso, local, despistado… quien se detiene, contempla, lee el dichoso cartel, sonríe, saca foto y se aleja, dejando a los asientos sumidos en la pesadumbre sintiéndose rechazados a pesar de ofrecer sombra y tregua.

“Prohibido prohibir”, decíamos de críos, riéndonos de la paradoja, de la utopía y de la vida.

Qué feo lo de prohibir, tan feo como necesario, claro. Te pones en el pellejo del propietario del invento, pagando las licencias, abonando mil y un impuestos: el ibi, el iva, el ibe y su santa madre; buceando a pulmón para pescar los bichos asilvestrados. Dejando todo limpito, ordenado, niquelado para los potenciales clientes, y luego se marcha de fin de semana o a echar una siesta larga ─de pijama y orinal─ y al regresar encuentra a tres punkis, dos perros y un mono con sus bártulos instalados en la terraza, denominándolo con recochineo Okupación ecológica, incluso tienda de campaña iglú trajeron.

Me temo que la triple exclamación indica más de lo que parece, quizás mi hipótesis perroflaútica no resulte tan descabellada.




 

martes, 22 de julio de 2025

F222 - De perros, monos y osos, y libros (Cantabria) (I)

Cada día que transcurre, cada mes, cada año que vuela lo tengo más claro. Salí raro de la camada. Si hubiera nacido perro habría lucido pelaje verdoso.

¿Qué hacen ustedes antes de un viaje, de una escapada? Echan un vistazo al mapa, planean itinerarios, quizás busquen restaurantes o lugares de interés para ser visitados, hasta aquí no somos tan diferentes, salvo en lo de itinerarios. Sin embargo, ¿justo el día previo, o la noche anterior? Preparan la maleta, supongo: camisetas, pantalones veraniegos, vestidos ellas, ropa interior, bañador, toalla de playa, crema protectora, esas cosillas. ¿Yo? Todo esto lo hago de modo mecánico, me da más o menos igual, trato de echar alguna camiseta extra, por si el énfasis turístico provoca un sudor excesivo. Poco más. Pero, sobre todo, lo que ronda mi cabeza la víspera: cuento el número de páginas que me quedan por leer de la novela de turno. Eso hago.

Sobre lo de creerse un perro verde, es lo que sucede cuando tu compañero de viaje habitual se compone de tapas y cientos de hojas de papel. Carece de ojos, brazos, boca, piernas. Tan sólo un título sugerente, un nombre de autor que promete, quizás una portada llamativa, tal vez austera, y miles y miles de líneas que guardan secretos, aventuras, otras vidas…

Apenas cuarenta páginas. ¡Maldición de las maldiciones! La tercera entrega de la saga Bruna Husky se desangra entre mis dedos, se me morirá por el camino. Para colmo hoy es domingo, librerías y bibliotecas cerradas, y planeo salir de madrugada mañana lunes. Aprovechar la tranquilidad y la carretera desierta. Contemplar el reflejo de las luces sobre el asfalto negro, sentir el hambre voraz de la máquina engullendo líneas blancas bajo sus ruedas. Otro pequeño chute de nostalgia por vena: aquellos viajes en el coche familiar antes del amanecer, los tres hermanos apretujados en el asiento trasero, las toallas colocadas estratégicamente sobre las ventanillas, la nevera portátil, que parecía la cesta del mismísimo oso Yogui: emparedados de huevo y tomate, otros de atún y mayonesa ─cubiertos por un trapo húmedo─ manzanas, peritas del huerto de Entrena, botellas grandes de Kas, reutilizadas para el agua, bloques de plástico congelados, azul oscuro los recuerdo.

Siempre podría echar al macuto cualquier libro que tenga por casa (todos los lectores disponemos de una columna, o estantería, con novelas pendientes); sin embargo, la androide de combate Husky me tiene fascinado. Una vez devoradas dichas páginas, sé con una certeza que me asusta que mataría por comenzar las primeras líneas de la cuarta y última novela. Tan sólo una noche sin sobrevolar sus párrafos y mi mente entrará en estado de ansiedad, en pleno mono.

Perro, oso… mono (aunque sea de forma figurada). Ya lo dijo el gran Borges, cuando un animal es mencionado en un texto, es muy probable que surjan otros antes de acabarlo.

Pero no va a poder ser. Tendré que posponer el desenlace de la tetralogía. A no ser que… no, no, imposible… eso no… nunca… a no ser que introduzca el artilugio dentro de la maleta. ¿De que artilugio nos hablas? Se preguntarán. De ese invento perverso, fruto del Lado Tenebroso, con rasgos de teléfono móvil pero más grande, denominado Kindle. Podría llevarlo, me digo, y según llegue al pueblito costero, comprar la cuarta entrega por internet, la cual bajaría a la biblioteca virtual en cuestión de segundos, y así poder continuar con la historia sin parón alguno.

Entonces ocurre algo curioso.

Cierro los ojos, intentando decidirme, y se me aparece ella. En mi interior veo a la mismísima Rosa Montero ─la autora─ mirándome con cara de funeral, los labios fruncidos, y de seguido comienza a menear la cabeza de un lado a otro, sin dejar de atravesarme con las pupilas. Su mirada revela incredulidad, lástima, dolor…  decepción. “¿En serio, Jorge?”, dice la escritora, “¿en serio vas a terminar la saga de uno de mis mejores personajes, con la que más me identifico, en un maldito libro electrónico? ¿Ese cacharro triste y anodino? ¿Vas a vender tu alma al dios de la Amazonia? ¿Vas a renunciar a la caricia de las páginas con la yema de tus dedos, al aroma del libro recién estrenado, a cerrarlo, con el dedo a modo de marcapáginas, para evocar una escena magistral, para alabar el pedazo de diálogo que me he currado? ¿Renunciarás a la tibieza de sus hojas abiertas sobre tu pecho dormido? ¿En serio vas a traicionarme, capullo?”.

Y decido que no puedo dar tal disgusto a la buena mujer; el cacharrito se queda: antes muerto que traidor.

Así que cierro la maleta; Dios proveerá, me digo.

Una vez en tierra costera, localizado el hotel, deshecha la Gordita Azul, explorado los alrededores, desayunado, abro el libro. Leo despacio, con ese respeto que se muestra a los grandes escritores, incluso ralentizo todavía más el ritmo, saboreando cada línea, visualizando cada escena, queriendo acabar la historia… deseando que nunca termine.

Pero sucede. La palabra ‘Fin’, no escrita, echa anclas, y siento un hartazgo de felicidad, de plenitud, que sé que tornará en vacuidad esta misma noche, quizás mañana tras el amanecer, un vacío en las venas, más propio de un yonqui en periodo de abstinencia que de un lector solitario. Disculpen la redundancia, ¿acaso existe otra compañía que la Soledad para quien lee?

Sin dudarlo, extraigo el móvil y tecleo en el navegador: “Librería en…” añadiendo el nombre del pueblecito costero. ¡Bingo! Existen dos y una de ellas permanece abierta durante el verano. El nombre da esperanzas: Castillo de If.

Tras localizarla, cruzo el umbral. El tintineo de una dulce campanilla anuncia mi llegada. En seguida, la sonrisa inicial torna en gesto preocupado. Se trata de un local minúsculo, más copistería y papelería que librería. Sé que no lo hallaré, antes de ponerme a buscar. Me acerco a la sección de biblioteca: novelas romanticonas, bestseller veraniegos, libros juveniles, los propios infantiles, librillos de crucigramas, autodefinidos, sopas de letras y demás parafernalia para asesinar el tiempo con daga puntiaguda en forma de lapicero. Ni rastro de Rosa Montero y su obra. No pregunto; jamás pregunten a la dependienta: de inmediato, la caza perdería toda la magia.

Entonces el lomo de un libro llama mi atención, su blancura resalta entre los vecinos de repisa ─negros, rojos y azules oscuro─, luce el característico logo del arquero, un Seix Barral, la editorial de la escritora. Me aproximo con el ansia de un vampiro recién despertado. ¡Lo agarro! no lo cojo, no lo tomo, lo agarro porque me pertenece; lo giro para observar la portada, el colmillo goteando, “Bruna Husky Bruna Husky Bruna Husky…”, creo bisbisear, sin embargo, los ojos saltones de la encargada indican lo contrario.

¡Nooo! “La fabricación de un crimen”, reza la portada, de un tal Ricardo Raphael.

Entorno mis ojos entrenados, objetivo: los dorsos blanquecinos con el particular logotipo, cual Sheriff de Nottingham en busca de Robin Hood, el eterno arquero.

No hay uno solo más de dicha editorial.

Abatido, tras lanzar una ojeada a la temerosa librera ─la cual mantiene la mano derecha bajo el mostrador, donde quizás oculte un botón de pánico o un bate de beisbol─ me dirijo hacia la puerta y su estúpida campanilla.

Entonces la oigo. Una voz femenina que susurra a mi izquierda:

─Joorgeee, aquííí, aquííí, ¿dónde vas merluuuzo? Ven aquííí.

Me giro, más curioso que ofendido. Y lo veo.

Raudo, en dos zancadas, me pongo frente al expositor. En su interior, una novela de color negro, con faja de tono rojizo. Leo el título y el nombre de quien la firma, y sonrío. Otra de las grandes, me digo; “Una buena pieza”, por Doña Alicia Giménez Bartlett.

Acudí a la orilla del mar en busca de la detective replicante Bruna Husky y me topé de bruces con la inspectora Petra Delicado.

¡Que Rosa Montero me perdone!

El Madrid futurista, los “Animales difíciles”, la teleportación, los planetas artificiales, la TTT, las pistolas de plasma negro… todo ello tendrá que esperar a mi regreso. Doña Petra Delicado está al cargo. Ella dirige, siempre con la ayuda inestimable del tocapelotas subinspector Garzón, su fiel escudero: yo sólo leo.

Mas una vez a oscuras, con el sonido de las olas de fondo, los párpados sellados, me deleitaré vislumbrando la línea tatuada que recorre todo el cuerpo desnudo de la tecnohumana Bruna Husky, dispuesto a soñar:

“He visto cosas, cosas que ustedes, gente común, no creerían. Naves de ataque en llamas frente a Orión, brillantes como el magnesio…”

Ah, no, que esto es de Blade Runner.

Nota: dedicado a mi amiga Mariluz, a quien también gusta leer en soledad.





 

domingo, 13 de julio de 2025

F221 - Inglis-pitinglis

Ha pasado tanto tiempo que ya ni siquiera sufro ataques nostálgicos. Figúrense. Recuerdo que hace unos pocos años acudía, de vez en cuando, a la pequeña capital norteña, inflamado de pura melancolía, y buscaba como un náufrago aquellos puntos clave de la que fue mi gran aventura, aquellos lugares donde comenzó todo, cual trozos de madera que me ayudaran a flotar.

Recuerdo caminar despacio, rodear al General Espartero erguido sobre su corcel, en pleno centro del Paseo, cerrar los ojos y revivir aquella llamada, La Llamada: “Disponemos de un vuelo para usted. A Edimburgo. Sólo ida”. Vuelvo a escuchar mi respuesta perpleja ─como si de un audio mágico se tratara─ y la desmesurada celebración: grito al cielo, salto a las nubes que ni el mismísimo Carlos Alonso Santillana dentro del área; y aquella señora temerosa, su mirada incrédula, protegiendo a su retoño del loco del Espolón.

Recuerdo merodear por la zona peatonal, adentrarme en el Paseo de las Cien Tiendas, detenerme ante el portal de la Academia Oxford, donde nos juntábamos media docena de personas y parloteábamos en inglés durante una hora y cuarto. Todo en inglés: juegos, gramática, ejercicios, películas, incluso las visitas al señor Roca debían ser solicitadas en inglés. Shakespeare se tiraba de los pelos, dentro de la tumba, debido a las patadas que dábamos a su lengua, por escrito, por hablado, por activa y por pasiva. Pero allí estuve yo, lanzándome a la piscina de un idioma tan familiar como extraño, estudiado durante años y nunca hablado. Allí estuvo el niño que, junto a sus hermanos, veraneó en Cullera donde hacía amiguitos guiris preguntándoles aquello de: ¿Inglis-pitinglis?, de corrido, adhiriendo las dos palabras inexistentes, con doble signo de interrogación incluido, convencido de que era la pregunta adecuada. Lo más curioso es que aquellos niños británicos afirmaban, en inglés, sin inmutarse: “Claro, claro, lo hablamos: es nuestro idioma”. Mensaje que entendíamos por arte de magia. A partir de ahí, el juego ─lenguaje universal─ se encargaba del resto, convirtiéndonos en amigos forever… amigos de verano.

La guerra, el odio, la xenofobia comenzaron cuando el Hombre mató al Niño que llevaba dentro.

Después continuaba mi ruta nostálgica, sita en la misma calle que la academia se encontraba la pequeña agencia de viajes, ya clausurada, a cuyo escaparate me asomaba tratando de ver al tipo amable quien me proporcionó los billetes que cambiarían mi vida para siempre. Aquel joven solícito que me explicó, paso a paso, qué debía hacer desde el momento en que subiera al autobús nocturno con destino Madrid, hasta el aterrizaje en la capital escocesa. Tan sólo olvidó el minúsculo detalle sobre el transbordo en Birmingham, nadie es perfecto.

Incluso entraba en la cafetería colindante, donde solíamos tomar un café tras la clase, o una cerveza los viernes, e intercambiábamos risas, apuntes y gambazos en idioma shakesperiano. Recuerdo sus caras, la tarde que les dije con seria sonrisa:” I am going to go to Edinburgh!”. Consciente de la forma verbal utilizada, quizás por primera vez, la cual expresa no un deseo, no un plan que podría llevarse a cabo; expresa una acción que se va a realizar: voy a marchar a Edimburgo, chavales; punto pelota, como decía la Astur con quien llegaría a compartir piso, risas y lágrimas en tierras escocesas.

Durante los meses previos al viaje, lejos quedaba aquel rompehielos infantil ‘inglis pitinglis’, y cada día escuchaba las news en la BBC, o leía los titulares sobre fondo rojo que rodaban a pie de pantalla. Recuerdo leer con anhelo las noticias de las Torres Gemelas y escuchar al locutor de la CBS con aquel acento nasal yanqui, sorprendido ante mi propia comprensión: “Entiendo a estos tipos”.

Ya no hago rutas nostálgicas, pero de vez en cuando visito mi querida Logroño a lo Estopa, de extranjis, sin avisar a nadie; paseo por sus calles, me siento a leer y contemplar gente en alguna de sus terrazas, degusto unas patatas bravas en el Jubera.

En ello estaba aquel día.

Entré en uno de los bares modernos que han abierto en Portales. Sobre la barra, un expositor de cristal repleto de pinchos de todos los colores, texturas y sabores, con palillos largos cual pértigas, banderines coloridos y demás parafernalia mercantil. Hay que amortizar el Máster en Hostelería: turismo, marketing y gastrobares, pensé.

Atacaba un bocatita de bonito con alegría riojana ─pimiento colorado picante─, copa de Crianza en mano. Distraído, observaba a la parroquia mientras los ojos surfeaban titulares del diario La Rioja: los políticos continuaban robando; los políticos seguían mintiendo, riéndose de todos, acólitos y rivales. La gente seguía votándoles o aborreciéndolos, incluso ambas cosas. Sin novedad en el frente, sólo mi querida, y a veces odiada, España.

A mi vera, un guiri de libro de texto. Uno de esos que buscas el término guiri en la enciclopedia y adjunta luce su fotografía. Pelo largo sujeto con cinta estrecha, a sus pies, mochila caqui cuya tela aparece llena de parches cosidos (escudos, banderas, símbolos pacifistas), sandalias con calcetines blancos, pantalones hasta la rodilla. Perenne sonrisa. Ojos desorbitados que confieren una mirada de iluminado de secta UFO-Friendly (a falta de camiseta con leyenda: Take Me With You). Frente a él, tras el mostrador, profesional, rictus serio, una joven camarera, autóctona para variar. Colores de guerra, cejas artificiosas, piercing en labios y nariz, brazo izquierdo tatuado cual manga larga. Juventud divino tesoro. Una de tantas que indicó en su curriculum aquello de Nivel Intermedio en la casilla del inglés. El nivel estándar en este país de pícaros.

─Doss servesas y un aggua, porfavoor ─se esfuerza el chaval como si estuviera frente a la profe.

La muchacha tuerce el morro ─amago de sonrisa profesional─ y coge, con parsimonia, una copa dirigiéndose al grifo de cerveza; supongo que después regresará a por otra más.

─Y uno de esas pinchos ─señala, con apuro, un emparedado, optando adrede por mezclar los géneros porque no tiene ni remota idea de si ‘pincho’ es femenino o masculino.  Intenta recapitular las clases con Rocío, su profesora particular: “Como regla general, si acaba en ‘o’ es masculino…”. Pero entonces recuerda que ‘mano’ es femenino…“Malditos espaniardos con su idioma de géneros”, murmura en su lengua. No pierde la sonrisa, lo cortés no quita lo valiente, piensa, sin tener pajolera idea de lo que significa. (Todo esto lo cavila en décimas de segundo, como si tuviera el privilegiado cerebro de la androide Bruna Husky).

El sándwich en cuestión es de pan tostado, huevo cocido, salsa de tomate y atún.

What do you call it? ─dice a la camarera, rendido ante semejante esfuerzo lingüístico.

La joven lo mira algo más seria si cabe. Pero no duda. La admiro al instante. Responde con tal seguridad que tentado estoy de buscar en Feisbuk, comprobar si tiene Club de Fans para unirme. Una crack, la moceta.

Upstairs ─dice, con perfecta pronunciación. Ni siquiera señala las escaleras, al fondo, que conducen a los lavabos.

El guiri mochilero congela su sonrisa Profiden. La respuesta de la hostelera ha logrado lo imposible: su mirada de creyente ufólogo, fanático de Mulder y Scully ─The Truth is Out There─ pierde brillo… sus ojos dudan, entrecerrándose. El extranjero razona, calcula posibilidades, repasa sinónimos y antónimos, dichos ibéricos y giros gramaticales. Algo no le cuadra, parece un nombre curioso para un bocadillo.

No resisto la tentación. Me dirijo a la Camarera Nivel Intermedio:

─Disculpa, el chico quiere saber cómo se llama “el pincho”.

La chica me mira como un Miura despistado en sentido contrario del Encierro.

─Sándwich, se llama sándwich ─dice para ambos, “vaya par de lerdos”, subraya su mente.

El tipo, sin perder la sonrisa, parece decepcionado: ¿sándwich?

Entonces veo la oportunidad de pelear por la lengua cervantina, de resarcirme de aquel ‘inglispitinglis’ infantil, descabalgar a uno de los jinetes bajo cuya bandera nos comieron la tostada del idioma internacional. Escudo alzado, y lanza en ristre, me giro hacia él:

─Lo llamamos “emparedado” ─digo, en simbólico homenaje a mi madre que así los denominaba─ , significa ‘entre paredes’─ añado, mientras gestualizo un acercamiento con las palmas de las manos─ y éste concretamente lleva atún, salsa de tomate y huevo cocido; un clásico ─le explico, traducción mediante.

─¡El Clássico! ¡Sí, Rial Madrit - Barselona! ─responde el hijo de la Gran Bretaña.

Le digo que sí, asintiendo en silencio, emulando a los críos ingleses ante mi entrañable, pero ilusorio ‘inglispitinglis’, en Cullera.

No puedo evitar la sonrisa dirigiéndome hacia la puerta.




 

lunes, 30 de junio de 2025

F220 - El tubo de Frankenstein

Llegó la fecha; ésa que vas ignorando, día tras día, con ingenua esperanza de que desaparezca. Como los niños pequeños: me tapo los ojos, no me ves. El monstruo no puede verme.

De acuerdo, quizás peque de exagerado por enésima vez.

Hoy toca chapa y pintura. Más bien transmisión. Hoy toca hospital, volantes, batas blancas. ¿Por qué tal miedo a una triste bata blanca? Es todo un síndrome, incluso reconocido por la OMS; y por la Asociación Mundial de Aprensivos e Hipocondriacos (AMAH). Suena a carantoñas árabes.

No es nada, para cualquiera de los mortales. Para mí, otro pequeño drama. Deberían otorgarme el título honorífico que usaban en mi añorada Escocia “Drama Queen”, lo aplicaban a personas de cualquier sexo. Supongo que ‘Drama King’ les sonaba a hamburguesa rápida y patatas de pajita.

Se trata de una simple resonancia magnética, que es como llaman los gafa-pasta de bata blanca a la instantánea de los entresijos de tu cuerpo. Inventan el palabro para darse importancia. De las piernas, en concreto. Esas canillas de secretario, quejumbrosas ante las cuestecitas de Santa Cruz de Tenerife, esas piernas de escritor frustrado. ¿Cómo harán los escritores de verdad? ¿Cómo aguantarán sentados horas y horas y horas, sin que sus venas estallen en forma de protesta? ¿Acaso escriben de pie, paseando de pared a pared cual convictos, mientras dictan sus parrafadas a un negro (literario, no se me ofendan) que aporrea las teclas, sudando la gota gorda y rogando que sus muslos de mercenario resistan semejantes sentadas? Me figuro a los escritores modernos, que publican a voluntad sus novelas en el Amazonas, los imagino grabando sus argumentos en audio, mientras pedalean en la bicicleta estática, o corren sobre cinta, y a la vez siguen la última serie de Netflix en una pantalla gigantesca. Nueva generación multitask. Después los audios se transcribirán por arte de magia. ¡Unos cracks!

Ya entro más bien acojonado. Para qué mentir a estas alturas del culebrón. Nunca fui una persona cobarde, pero un nervio tembloroso grita su protesta en cuanto traspaso el umbral de un hospital, en cuanto observo a los bata-blanca (los de verde, aún peor) que me observan con suficiencia, oliendo el miedo y, piadosos, comienzan a realizar sus tareas de médico.

Vine un poco a ciegas, por lo indicado antes. Ojos que no ven, corazón salvaje, o algo así. Ya saben, como viajar a otro país sin disponer siquiera de una habitación donde pasar la primera noche. Situarse al borde del precipicio en la oscuridad, y mirar abajo. Esas cosas mías.

Resonancia Magnética. Vislumbro un tablero de ajedrez magnético, con sus caballitos encabritados. No me pregunten el porqué. Pensé, creí, o más bien deseé, de manera absurda, que sería un puro trámite, un póngase usted acá, cubra sus partes con esta coquilla de plomo, gire a la izquierda y sonría al pajarito. Clic, ya está. ¡Siguiente!

Pero no.

Entras, después de hallar la puertecita oculta (como aquella roja de la intermodal en Bilbao), leer carteles con jerga turbadora, y seguir la línea verde. Eso dijo la señorita al teléfono, usted siga la línea verde. Por nada del mundo abandone la línea verde. Y yo, claro, pegado a la pared, rozándola  ─como si recorriera un angosto sendero bordeando un precipicio─ para no desviarme un milímetro de la línea verde que trascurre a lo largo de aquella, dibujada en el suelo baldosado. Me siento como Clarice visitando a Annibal Lecter: “¡No mire a los lados, continue recto… siga la línea verde!”.

Mostrador, otra señorita, ésta de rictus serio. Dispara una batería de preguntas, como si yo fuera el enemigo, que ni el mismísimo Gila: ¿Es usted alérgico? ¿Le han intervenido en alguna ocasión? ¿Toma medicación? ¿Es más de Pepsi o de Coca-Cola? ¿Tiene inconveniente en firmar estos papelitos? Sólo por si la cosa se tuerce, ya sabe…

Firmo sin mirar, por supuesto sin leer. “¡Ave, César, los que van a morir te saludan!”. Desde que vi Espartaco (la buena de verdad, no la ñoñez moderna), siempre quise decir esto.

Otro par de doctoras. Una de apariencia novata, la otra veterana, como pareja de la Guardia Civil. Amabilidad a raudales. Así da gusto. Leen el miedo en mis ojos, son expertas en la lectura de mentes. “Soy algo aprensivo”, les digo. “No te preocupes”, responden cruzando una mirada. Como si no lo supiéramos, parecen decir sin decir nada. La telepatía ha llegado a la Sanidad Pública.

Y en avalancha, las malas noticias, como pedradas, mejor: como bolazos de nieve helada, por seguir con lo de avalancha: le vamos a pinchar (dos veces), para que vea, que hoy tenemos oferta 2x1. ¡Que ni el Mercadona, oiga! Una en el culete (eso dijo, la señora, ‘culete’) para introducir un medicamento necesario, tal vez sienta sequedad de boca, vista nublada, nauseas; otra en el brazo para abrir una vía (la mera palabra ‘vía’ siempre trajo de la mano ‘terror’). Ambos vocablos sinónimos, desde que una enfermera jovencita y nerviosa tuvo que colocarme una a toda velocidad ─en otra vida─ sobre la camilla de quirófano helada como de morgue. Después, continua la veterana, le meteremos un ‘contraste’ para observar la circulación en sus venas, que no haya atascos de hora punta en la M30, semáforos en ámbar permanente, o algún kamikaze en plena euforia psicodélica.

Van a meterme de todo, incluso miedo.

Entonces, me figuro dentro de un cuarto minúsculo, a oscuras, desnudo salvo los gayumbos, goterones de sudor brotan de las axilas y tras recorrer un tramo, se precipitan, suicidas, sobre el frío suelo. Imagino, con horror, ese líquido verde fosforito que ilumina el interior de mis venas, mientras una sensación helada las recorre. Así empezó el Doctor Frankenstein, pienso, y mira como termino la historia.

No dolió nada.

Luego me presentan El Tubo, ese prototipo de ataúd galáctico, blanco y metálico, a medio terminar, donde asoman pies y cabeza por los extremos abiertos. Ese tubo por el que te introducen, tumbado boca arriba. Ese cilindro espacial que emite sonidos de avería continua, de alarma barata ante la presencia okupa en tu vivienda, de pitadas histéricas que gritan en su lenguaje críptico: “¡Paren máquinas, paren máquinas, este tipo es un impostor!”. Esos ruidos infernales.

“¿Qué música te apetece escuchar? Estarás ahí un rato” , dice, risueña, la más joven. La sonrisa, junto al tuteo son brisa marina. No lo dudo un instante.” El último de la fila”, respondo. Después, dentro de aquel supositorio metálico, bajo la presión mental, la respiración agitada, les juro por Snoopy ─el Reverte me pedirá royalties, a este paso─, no logro recordar el nombre del cantante. Evaporado de mi memoria, del cerebro, de mi alma. No lo puedo creer. Lo elegí porque ese tipo cae genial a TODO el mundo. Da igual de qué equipo de fútbol seas hincha, de qué ideología, de qué origen, raza y todo el pescao. Ese señor que canta verdades, que canta maravillas en forma de mariposas enamoradas cae genial a todos. Y siempre es mejor una bata-blanca contenta que enojada. ¿Imaginan que solicito escuchar a Bad Bunny o algún otro secuaz? Tiemblo fantaseando las posibles consecuencias.

Me colocan las orejeras. Suena: “Dulces Sueños” que acompaña mi gesto de párpados cerrados; después: “A cualquiera puede sucederle” y comienzo a creer que me dedicaron el disco; “El loco de la calle” lo confirma. A la altura del soldado Adrián comienzo a agobiarme un poco (al fin y al cabo, el tipo la palma en la guerra, y deja escrita una carta póstuma a su Querida Milagros). Los diabólicos sonidos no ayudan. ¿No petará esto y acabaré jugando a la brisca con el bueno de Adrián? “¡Maldición, no escribí unas tristes líneas para mi amada Penélope!”. Pienso de manera absurda (debe de ser la droga que recorre mis venas). “La pobre quedará en perpetua espera en el muelle de San Blas…” Espera, esto es de Maná. Noto el calor en el vientre, en el pecho, en las venas, los dedos se duermen. Un protector de cuero y plomo cubre mi torso, pesa como tres mantas de casa rural. Estoy a un clic de presionar el botón de pánico, que descansa bajo la mano izquierda. Un botón de pánico en ridícula forma de pera. Como la de los botes antiguos de perfume, como la bocina de Harpo Marx. Una pera, en serio ¿a quién se le ocurrió? En pleno siglo XXI, el siglo de los botones digitales, de la Estupidez Artificial (EA)… una pera decimonónica.

A través de los cascos ─interrumpiendo al maestro─ recibo instrucciones:

─Coja aire, no lo expulse; y permanezca quieto.

Unos segundos que dan para ver la trilogía de El Padrino.

El pecho me arde, lo voy a soltar, lo voy a soltar.

─Ya, espire. Respire normal.

“Jorge, debes considerar seriamente lo de tu fondo, te ahogas en una pecera”, dice la vocecita entrometida.

Así, una y otra y otra vez, trescientas cincuenta y siete veces. Más o menos. Las conté como quien cuenta ovejas con instinto lobuno, ganas de matar a cada una de ellas y manufacturar la colección otoño invierno de chaquetones que ya quisiera el Corte Inglés.

Pienso, dedos dormidos, claro, el líquido invasor que recorre mis venas ─verde fosforito, sangre del monstruo─ haciendo de las suyas, en plan efecto secundario: guiamos a la bata-blanca, pero troleamos un poquitín tus dedos.

Pero no. Al cabo de una eternidad y media, dice:

─Ok, ahora vamos a introducir el líquido de seguimiento. Notará algo entrando por la zona del pinchazo y por el brazo. Tranquilo.

¿Tranquilo? ¿Y el actual hormigueo de los dedos? Entonces comienzo a abrir y cerrar los puños, frenético, sin importarme el qué dirán, si es que pueden notarlo de alguna manera. Al final parece que despiertan, se habían dormido, cansados de la espera.

Tras todo el repertorio del Último de la fila, los cascos enmudecen. Ya quedará poco, digo, rogando que no den la vuelta al disco y comience la tortura de nuevo.

Al fin, salgo de aquel túnel sonoro. Me despido con amabilidad de las batas-blancas. Abandono la salita con toda la dignidad que puede lucirse vistiendo un gorro horrendo en la cabeza, unos patucos y camisón de papel, y culo al aire.

Así, una vez vestido, sujetando con fuerza obsesiva el esparadrapo que cubre el pinchazo del brazo, con ‘el culete’ todavía en mente, camino por la acera instalado en la infancia perdida ─aquellas inyecciones del Practicante Luquitas─ con el destino fijo. Entro en el establecimiento ─sito en cómplice cercanía con el hospital─ y al cabo, salgo del mismo con una sonrisa de niño chico y un enorme milhojas que se deshace por la comisura de mis labios.

─¡Manolo García! ─digo, al cruzarme con una jovenzuela, la cual, asustada, extrae su teléfono móvil del bolsillo con tal rapidez y elegancia que ni el mismísimo Billy el Niño.




jueves, 19 de junio de 2025

F219 - ¡Viaje con nosotros si quiere gozar! (Málaga) (y IV)

En mis tiempos mozos, allá por el pleistoceno, una banda liderada por un loco, irreverente y estrafalario Javier Gurruchaga cantaba:

Viaje con nosotros si quiere gozar

Viaje con nosotros a mil y un lugar

Y disfrute

De todo al pasar

Y disfrute

De las hermosas historias que les vamos a contar

Bailábamos al son de la música, rebosantes de juventud e ingenuidad. Copa en mano, hacíamos aspavientos y poníamos caras ridículas, en vaga imitación del enajenado tras el micrófono. Formábamos la comba junto al resto de los fiesteros parroquianos (cuando todavía podías agarrar cintura ajena sin acabar en el calabozo) llenos de sueños, creyéndonos inmortales, pensando que siempre tendríamos carita de piel tersa y mata de rebelde cabello.

Así se anuncian ahora las compañías aéreas. Con otras palabras, prometiendo felicidad, salto de colas, relax. Pague un poquito más acá, abone premium allá, firme donde reza ‘timado’ acullá.

La frustración aguarda en una maleta con ruedas.

Tuve que cancelar el vuelo de regreso a la ciudad norteña. Razones logísticas, nunca mejor dicho. Tema laboral. Básicamente, metí la pata hasta la ingle y con el vuelo original no llegaría a tiempo al puesto de trabajo.

Nuevo vuelo.

Más dinero al sumidero.

Sol de justicia en mi último día en Málaga, tapita de boquerones, pescadito frito, cerveza helada. Como si de un ritual se tratara. Siguiendo con mis rituales, usos y costumbres ─uno es la exageración con pelos y patas─ acudo al aeropuerto con casi tres horas de antelación. Lo sé, he de hacérmelo mirar por profesionales del sector: Organice su tiempo como la YoKasiTeKomo esa los armarios.

Da lo mismo, porto a Rebus en la mochilita, junto a Siobhan, Fox y el espíritu de Big Ger que todavía flota. Puede acabarse el mundo. Llevo la última novela de Ian Rankin.

Lectura, café, paseo, bocata de chorizo del Mercadona (hay que economizar en lo posible, los bocadillos del aeropuerto vienen envueltos en plástico y lucen invisible pegatina con leyenda: “Atraco a mano desarmada”).

Con la tontería casi es la hora de embarque.

Monitor chequeado mil trescientas cincuenta y siete veces. Puerta de embarque explosiva donde las haya: C4.

La fila es considerable. Las filas, contando la popular Priority. Pasajeros que cumplen la penitencia usual previa al vuelo, de pie, sentados contra la pared, tirados por el suelo. Dispuesto a fustigarme, cual picao de San Vicente, me pongo detrás del último penitente, en la cola normal, la barata, la del populacho. El chaval que me precede lleva el castigo como puede, móvil en mano; asiente cuando le pregunto por su posición. Las colas son a la española, todo un batiburrillo junto.

Viaje con nosotros y podrá encontrar

Atractivos monstruos que le sonreirán

Y disfrute del gusto que da

Y disfrute

De la amistad de sirenas y de serpientes de mar

Contemplo las maletitas que acarrea la gente. Ahí dentro caben dos camisetas y tres calzoncillos. Los primeros nervios llaman a la puerta. Menos mal que pagué un extra, me digo, para que la gordita azul supere la gestión. Tampoco es tan gruesa, además con la doble cremallera se estrecha un par de tallas, como si vistiera faja, la muy presumida. Las azafatas  ─dos chavalillas con la tinta del título aún fresca─ escudriñan cada bulto cual accionistas de la compañía. Tal vez lo sean, o quizá su empleo dependa de ello. De estar ojo avizor, cual águila real planeando sobre el despeñadero, a la espera de un cabrito despistado (qué grande, Félix Rodríguez de la Fuente y  “El Hombre y La Tierra”).

Llega mi turno.

La muchacha me observa como si le debiera dinero. En un acto reflejo me cacheo los bolsillos. Su veloz reojo a la valija azul no tiene precio. Chequea la tarjeta de embarque. El rostro impasible se endurece una miaja más, si ello es posible. Esta no es malagueña, pensé. Pero su acento me dijo lo contrario. El estrés, los tacones y la presión laboral causan estragos.

─Su maleta debió ser facturada, caballero.

Cuando recibo dicho trato echo a temblar. Es el usado por los motoristas de la Benemérita cuando bajas la ventanilla: “Buenos días, caballero, ¿sabe por qué le hemos parado?”.

─Pero… aboné un extra, como indica la página web ─respondo, mientras la primera gota de sudor surfea la sien.

Reservas el vuelo, online por supuesto. Lees: Compre este “paquete” para ahorrar tiempo y sustos y recargos. Lerdo, tú, compras el paquete. Ya no muestran la palabra ‘facturar’. La esconden insertada en una línea de minúsculos caracteres al pie de la página (me río de la letra pequeña en los contratos telefónicos). Donde advierte (la risa floja torna en carcajada ante el verbo inútil), que debes facturar 10 kg. Antes de embarcar, por supuesto.

                                               En su viaje los romances abundarán

                                               Y en sus brazos los dragones se arrojarán

                                               Serán suyos

                                               Marlène y Tarzán

                                               Serán suyos

                                               Quien compra nuestro billete compra la felicidad

Siguen la estrategia de las cuatro negativas a rajatabla:

No lo escriben con letra de tamaño normal.

No utilizan el verbo ‘Facturar’ cuando te ofrecen “el paquete”.

No desean que lo veas.

No quieren que sepas.

¿Servicio al cliente? ¡Mis cojones treinta y tres! como decía un maño de Spaniards.

Aguardan el despiste, el error del potencial viajero, y no con la majestad del águila sobre la ingenua cabritilla, sino como buitres negros ante la carroña.

Trato de no enfadarme. “Uno, dos, tres… diez…, campo de amapolas… ohmmm”, bisbiseo. La joven es una mandada, el último eslabón de la cadena de poder. Una pringada más, con sus facturas y su lista de la compra. Uno es currito, sabe de lo que habla. Pero los nervios, el calor, los sudores vienen de serie.

Según mi nueva amiga  ─uniformada, peinado impecable, morena malagueña de cabello y rostro, aroma de piruleta─: el sistema no permite facturar mi equipaje hasta que el vuelo esté “cerrado”. Eso dice, sin inmutarse. Rictus de capitán recibiendo novedades del sargento chusquero.

¿Cerrado?

Sí, literalmente ‘cerrado’.

Me hace aguardar detrás de su puesto, cual mueble viejo. Lanzo ojeadas a la pantalla, sus dedos teclean a toda velocidad. Soy un orangután enjaulado para el resto del pasaje que, realizado el trámite, desfila ante mí. Vistazos de morbo disfrazado de lástima. Pregunto a la azafata un par de veces, o tres. Sí, entendí bien. Debe completar TODO el embarque, y ya si eso, lo mío.

Ya si eso, mañaaaana. Me siento como el Mota en su sketch eterno.

Cuando ya parece que llega mi turno, un señor tiene problemas. Falta su señora (¡ojo!, no es posesivo, tan sólo es el ‘su señora’ de toda la vida, como lo sería el ‘su marido’ correspondiente).

Dama desaparecida −cuyo nombre completo puedo leer tirando por la borda toda la parafernalia de la protección de datos− junto a dos hijas adolescentes, que se acercan por el final del pasillo con una pachorra increíble; las crías, cabizbajas sobre los celulares, aunque no logren ustedes creerlo.

Yo, castigado, tras el mostrador, contra la cristalera. A falta de brazos extendidos y el libro-tocho IATA sobre la mano derecha y la última guía telefónica de Madrid sobre la izquierda.

La otra muchacha (no puede hacer “lo mío” en su ordenador, dice) ayuda a su compañera por cuyo discreto maquillaje resbala una gota de sudor. “Amiga, eres humana, ¡eh!”, pienso con cierto regodeo.

En realidad, toda la pantomima es un castigo, una humillación, una represalia; el recargo: un puto impuesto revolucionario, pienso contemplando el silencioso vacío de la “Gate”.

Soy el último ser humano sobre la Tierra, junto a dos robots-señoritas muy logrados; al fondo, la Estatua de la Libertad semienterrada en la playa (se me enmarañan los telefilms).

Escanean el código de la tarjeta de embarque (en papel, resisto ante la dictadura digital), me indican ─profesionales─ la línea de advertencia: donde se menciona lo de facturar 10 kilogramos.

─¿Una lupa tenéis? ─me salto el trato de usted, el protocolo y la madre que los parió.

─Son cincuenta euros de penalización ─responde la morena humanoide, dándome en todo el hocico.

Inserta la tarjeta de crédito en el accesorio, unido por un cable al ordenador (lo tienen todo arregladito). Me pide el código de seguridad, ese que NUNCA debes compartir con nadie. ¡A tomar por saco! Lo tecleo en SU terminal.

‘Tarjeta denegada’.

                                               Con nosotros viaja el sueño y la novedad

                                               La alegría, la sorpresa y el carnaval

                                               Todos juntos

                                               Iremos allá

                                               Todos juntos

                                               Quien compra nuestro billete, compra la felicidad

Me cago en todo el Santuario, aprovechando el buen humor del Hijo de Dios recién resucitado (mi santa madre me perdone).

Después de un breve diálogo, la ayudante me aclara que debo introducir las tres cifras que solían constar en la parte trasera, no el número secreto.

Trío de dígitos que ya no aparece en el reverso de la tarjeta bancaria ─medida contra los pequeños ladrones, contra estos grandes no hay medida posible─ necesitas entrar en la aplicación del banco, mediante el móvil, clave de seguridad, código de acceso y su prima de Calahorra.

Tiemblan mis dedos a modo de protesta, el sudor impide activar la pantalla. Voy a perder el vuelo, me abandonarán aquí como a unos zapatos viejos que canta el bueno de Sabina.

La voz dentro de mi cabeza susurra tres números, lo hace despacio, transmitiendo una calma antigua, con voz dulce, inconfundible, apenas recordada en algún sueño, una voz de maestra de primero de EGB (me ha perdonado la blasfemia).

Tecleo los tres dígitos.

─Tarjeta aceptada ─dice la azafata terrícola, o terrestre, o como se diga.

Miro al Cielo, una vez más, lanzo un beso mental.

La puerta de acceso está cerrada. Lo de ‘cierre del vuelo’ se lo tomaron en serio. Pregunto a las compañeras, ya casi de la familia, si me van a abandonar a mi bola una vez abran la puerta. Ya me veo embarcando un Lufthansa para Berlín.

Para mi alivio, la muchacha segunda dice que me acompañará. Temo que me coja de la mano.

Llego el último. Alicaído. Me siento el último mohicano. Más solo que Armstrong pisando la Luna con su ñoñez del ‘pequeño paso y gran salto’. Soy Adán con Eva enfurruñada. El bueno de Tom Hanks buscando, por todo el islote, su balón de cara sonriente.

Bueno, lo pillan, ¿no?

Frente a mí, una jardinera repleta de viajeros. Las puertas abiertas. Cientos de ojos fijos en mí. Si tuvieran sus dueños un par de piedras en los bolsillos ahí mismo me lapidan. Por tardón, por blasfemo, por pardillo.

Ante la muda hostilidad, una voz amable. Una voz que sonríe cómplice de los labios. La joven me recibe a pie de pista; el uniforme gris le queda grande, pelo rubio pajizo recogido en la nuca. Chispeantes ojos claros fijos en mí.

─¡Ay mi niño, que se me queda en tierra!

Subo al vehículo, mientras ella hace lo propio detrás del volante, sintiéndome un poquito mejor. A veces, una sonrisa, unas dulces palabras, una mirada risueña pueden con todo, vencen todo enfado… casi todo.

La bella Irlanda no merece tal representación.





viernes, 6 de junio de 2025

F218 - De colchones, cantantes y podencos (Málaga) (III)

 Las despedidas no se narran, se recuerdan en silencio, tras una sonrisa, un suspiro, una lágrima.

Regreso del aeropuerto en tren. Una vez lleno el corazón me dispongo a vaciar la mente. Es fácil, me digo sacando el móvil, y comienzo a deslizar pantalla abajo, pantalla arriba. Bien diseñado, el engendro del diablo, te abstrae de la realidad, te abduce.

Es un recorrido sencillo, puedes relajarte, todo recto, un puñado de paradas y me apearé en la zona donde se halla el piso turístico. Sí, otra vez, rendido a la aplicación BlaBlaFlat. Uno pobre no es, pero como si lo fuera.

Hago la ronda del adicto: paseíto por el emporio del Zuqueenberg; visita de la página de Amigos Internautas; enésimo vistazo al guasap por si algún mensaje fantasma (sin pitido) apareciera de la nada. Chequeo el correo electrónico, a pesar de no haber recibido un email personal en tres años, ocho meses y veintisiete días, así a ojo. Y vuelta a empezar. Añado las tonterías en tik tak: perros inteligentes, chuchos buenazos y bobalicones, todos compartiendo la mirada, limpia, generosa, mirada de: daría la vida por ti; gatos malvados, gatos perezosos, gatos egoístas a los que sólo falta cerrar la puerta en la cara de la dueña tras ser alimentados. ¡Nada que ver!

Se me está haciendo un pelín largo el trayecto. De reojo comprobé alguna de las paradas, con la tranquilidad que supone esperar la última: la que me corresponde, la parada final. Como la peli de sangre adolescente yanki: Destino Final: Málaga- Centro Alameda.

Nada, que no llegamos.

Ya mosqueado, apago el maldito aparato hipnotizador y me centro en la ruta. El tren aminora la marcha, una vez más.

No lo puedo creer. ¿Cómo es posible? ¿He entrado en un agujero de gusano? ¿He franqueado el umbral a otra dimensión? No me digas que tanto fantasear sobre el DeLorean me ha otorgado poderes.

Leo el cartel, lo releo, y vuelvo a leerlo. No – es – posible. Éste reza, insultante:

Aeropuerto.

¿Cómo Aeropuerto? ¡Hace veinte minutos salí del aeropuerto! ¿Dónde está la cámara oculta? ¡Me la quieren pegar, todo un montaje, colocaron un falso letrero! Ahora, una encantadora modelo aparecerá por el fondo del vagón, una morenaza made in Málaga, sonrisa Profidén, larga melena, con un ramo de flores y el muñequito Inocente.

La confusión se adueña de los primeros segundos; decido apostar por lo seguro. Por el sistema milenario: preguntando se llega a Roma, y supongo que al centro de Málaga también. Me dirijo a un tipo de aspecto sudamericano. Por el acento, al responder mis dudas con amabilidad, puedo asegurar de Colombia, en concreto del séptimo distrito de Bogotá (es coña). El joven luce uniforme de aerolínea, peinado impecable, una plaquita sobre el pecho grita su nombre: Brayan.

−No se me apure, señor, es muy común el equívoco −dice, acompañando sus palabras cantarinas con una sonrisa de: “Pobre viejo de pobladito”. Ante mi gesto de incomprensión, me lo explica.

Resumiendo, el convoy tras alcanzar la última parada (la mía, Alameda), comienza de nuevo el trayecto de vuelta (sentido Fuengirola), sin avisar, ahí a lo bruto. ¡Más madera! ¡Sálvese quien pueda, mujeres y niños primero! La megafonía debe de estar en huelga, con el apoyo solidario de los monitores en blanco. Y claro, si al menos el vagón se vaciara −como sería lógico al final del recorrido− te dirías: “Oye, aquí pasa algo raro: tren detenido, cero pasajeros; ¿Hellooo?, bájate”. Pero no. En ningún momento quedó vacío. Dice el risueño azafato terrestre que algunos pasajeros (con destino Fuengirola) prefieren subirse a contra sentido (hacia Málaga Centro Alameda) y permanecer en el vagón (ya pagado su tique) y así conservar asiento −cuánto daño hizo la novela picaresca−  aunque primero deban viajar una, dos, o tres paradas en sentido inverso. ¿Mande? ¡Están locos estos romanos!

Tuve que apearme y cruzar el andén, para abandonar el aeropuerto, por segunda vez consecutiva, aquella mañana.

Alcanzo el piso, tras una caminata en perpetua búsqueda de sombra. Se halla situado en un barrio periférico: cafeterías de toldo y terraza ofertando chocolate con churros, tiendas vendelotodo, lavanderías automáticas, pizarras sobre la acera muestran menús económicos, vecinos de amplio espectro cultural. Tras llamar al portero, me acoge un vasto portal de clemente penumbra; al fondo un ascensor −licenciado y con un par de Másteres en Historia− algo quejumbroso sube ocupado; cartelito incluido “Cierre bien la puerta”. Estoy en plan suicida, pulso el botón de llamada.

Llego acalorado, ¿quién me ha robado el mes de abril?, pienso, robándole la frase al Sabina, porque esto es puro agosto, que no me vacilen estos malagueños. Doy gracias por la ausencia de códigos, cajetines con forma de sarcófago, mensajes por móvil, secretitos de película barata. La muchacha que me recibe resulta simpática, habla con un acento que no identifico: podría ser malagueña, ceutí, uruguaya con ascendencia levantina… Me entrega las llaves en mano, clásicas, metálicas con dientecitos, las de toda la vida.

El cuarto es pequeño pero acogedor. Un adjetivo algo ñoño me viene a la mente: cuqui, como recién estrenado, a la par que funcional, con su ventana, escritorio, caja de aire acondicionado, ropero abierto de obra con baldas y perchas. Huele a jazmín, se encuentra limpio y fresco, tono blanquecino, decorado con gusto minimalista, unos  cuadritos por aquí, jarroncitos con dibujos por allá. Junto a la entrada, un adorno llama la atención: tres sillitas minúsculas adheridas a la pared, cerca del techo, sus respaldos a modo de colgador.

Mataría “con pistola de mentira” −qué grande, Fito− por una cerveza fría. Me aseo y cambio de ropa: pantalón pirata, camiseta y alpargatas. “Welcome to Spain, ugly guiri”, le digo al careto que me contempla tras el espejo.

                                                               Hay un tipo dentro del espejo

Que me mira con cara de conejo

Oye, tú, tú que me miras

O es que quieres servirme de comida

Del Sabina, a Fito para terminar con los Ilegales calentándome la cabeza… esa cerveza no es mero refrigerio, sino sustancia de primera necesidad.

Continúo deshaciendo la maleta, camisetas por aquí, calcetines por allá, gayumbos acullá. En ello estoy, visualizando la cerveza de bienvenida, en su jarrita helada, con las burbujas, su espumita, cuando oigo el toc, toc. ¿Visita sorpresa? ¿Servicio de habitaciones? ¿Un huésped graciosillo?

Abro la puerta, más curioso que un gato tras el visillo.

−Perdona, necesitamos un hombre. −dice la joven posadera.

−Ehhh −se niegan a salir las palabras. Ruego no estar lo colorado que temo.

−Sí, mira, ven por favor, necesitamos ayuda con un canapé.

Sigo a la muchacha hasta otro dormitorio. Allí, en efecto, hay un somier vuelto del revés, sus tripas de hierro expuestas. Otra chica me observa  −delgada, baja estatura, cabello negro y corto− su rostro inclinado, evaluando si pasaré el casting:  Bricomanía: hágalo usted mismo”.

Me explican la avería. En plena operación, Extraer Cama Supletoria, al sacar el somier, una de las patas plegables quedó tiesa cual asta de bandera, imposible devolverla a su posición doblada para introducir el artilugio en la caja. Y el nuevo inquilino está a punto de llegar.

−Lamento deciros que no habéis topado con el manitas de la Sala.

Se miran, en silencio.

−¿Qué sala? -dice la Directora de Casting.

−Ya sabéis… en las pelis… ante una emergencia: ¿Hay un doctor (manitas) en la sala…? −Los nervios boicotean el sistema operativo mientras añoro la mudez anterior. “Jorge, recuerda el salto generacional, ya no ven televisión ni van al cine”, trato de consolarme.

Las jóvenes me miran como las vacas al tren.

Me pongo a la faena, con ellas; más que erótico-festivo, un trío bricolajístico. Demasiados brazos para una pata de hierro. Imposible, no cede ni para un lado ni para el otro.

La desesperanza que leo en sus caras me hunde. Temo que fallé la prueba de selección.

−De veras que lo siento −digo, sonrojado también por el esfuerzo. De aquí me apunto al gimnasio, me digo. Menudo papelón que hiciste, Jorgito. Anda vete a leer un rato. Me abronco sin compasión.

La anfitriona me agradece el empeño con sonrisa destinada a ganador del Oscar Actor Principal, cuando siento no merecer ni constar en los créditos.

Regreso al lavabo, nuevo aseo, nueva camiseta. Toque de colonia.

Abandono la habitación, de forma absurda torno la llave con sigilo. A punto estoy de salir por la puerta principal de puntillas, irme a la francesa, sin despedirme de las chicas. Me doy media vuelta avergonzado.

−Voy a dar un paseo, lamento no haber sido de gran ayuda −digo, asomando medio cuerpo por la puerta.

−Tranquilo, de verdad, y muchas gracias. Discúlpame, te hice trabajar en vacaciones. Además, aquí Lunita lo ha solucionado. Extrajo la barra del tope a martillazos. Que sepas que no es mi amiga, se trata de otra huésped −dice ya riendo.

Luna, que no pesará cuarenta kilos en mojado, me mira con la indiferencia del vencedor, blandiendo un enorme martillo.

Antes de partir, colocamos entre los tres el gigantesco colchón, acto que trae una sonrisa a mi rostro, el premio de consolación.

En la puerta, Joaquina −la casera, que resultó hispano-argentina− me despide con gratitud, mientras me indica como rellenar los datos requeridos por ley. A su vera, un pequeño chucho que ha salido de la nada; gime, alza sus patitas, tratando de alcanzar mis piernas a modo de saludo. Es flacucho, pelaje cobrizo, ojos humanos (“Sólo le falta hablar”, pienso, recordando un similar podenco de mi infancia). De cuclillas, lo acaricio; se tumba tripa arriba dejándose hacer. Alzadas las patas delanteras, a ambos lados del hocico, como si fuera un bebé.

−Qué cariñosa es −digo al incorporarme.

−Se llama Canela.

En aquel instante, de modo inexplicable, supe que así bautizaría al perro de un relato aún por escribir.




sábado, 31 de mayo de 2025

F217 - Sueño que escribo, mientras escribo soñando

Una vez más, permítanme saltar a lo ficticio. Lo narrado a continuación no sucedió salvo en la imaginación de quien escribe. Jorge Ariz, de nuevo, convertido  en mero personaje. Este texto fue creado para participar en el Reto Exlibric 2025, en el cual has de escribir un relato en 48 horas, introduciendo una frase que te proporcionan justo antes de comenzar. La frase siempre contiene el número 48. ¿Adivinan de cuál se trata?

A modo de recordatorio, pinchen aquí.

Para leer el Relato de 2024, pinchen acá.

 

                                                          Pastel de zanahoria

Nunca fui una persona cobarde, tampoco un héroe de película, pero la situación me sobrepasó. Temí por mi salud mental, por mi vida. Decidido: aquella sería la última noche en Cork.

De acuerdo, lo contaré desde el principio, como se cuentan estas historias. Apenas concluida la carrera universitaria, y visto el panorama laboral, decidí emigrar, saltar el charco, averiguar qué había más allá del asfixiante pueblo madrileño. La ausencia de Canela tampoco ayudó, de hecho, supuso el empujón definitivo. Canela, mi perrita podenca de tres años, pelaje de tono cobrizo, orejas puntiagudas y mirada humana, “sólo le falta hablar”, decía mi madre. Murió atropellada por un coche hace un par de meses… se me escapó de la mano, cuando nos disponíamos a cruzar la carretera. Desde entonces, la vida me pesa como si portara el pedrusco de Sísifo.

 En realidad, sólo fue un “charquito”, sobrevolé el mar Céltico para aterrizar en Irlanda. Allí me planté con el título bajo el brazo, la ilusión entre la ropa de la maleta y un inglés nivel intermedio (ejem).

−Soy Maestro de Primaria, soy Maestro de Primaria −repetía frente al espejo, tratando de creerlo −¡Soy Maestro de Primaria!

El tipo al otro lado sonreía de forma tímida, mientras sus manos ajustaban, con torpeza, la corbata.

Pasaron las semanas, las entrevistas se sucedieron, las negativas afloraban escondidas tras el velo de una sonrisa. Escuelas Primarias, Guarderías, Centros de Ocio Infantil. “Le llamaremos”; “Nos encanta su perfil”; “Interesante C.V.”; “¿Español?: podría sernos de gran utilidad”… palabras vacías, frases de cartón piedra.

Nadie llamó.

Los escasos ahorros −fruto del trabajo como “canguro” en el pueblo− mermaron, la ilusión se fue evaporando, al igual que las gotas de la incesante lluvia tras rebotar sobre la acera. Menospreciaba cada oferta de trabajo hallada en el periódico de la comarca: Ayudante de cocina, Limpiador de oficinas, Asistente Doméstico en hospitales, Barista, Recoge vasos… “¡No estudié una Licenciatura para coger mugrientos vasos entre borrachos!”, gritaba mi orgullo herido… repetía más bajo… al final lo murmuraba. Las facturas no entienden de ínfulas ni de diplomas firmados por el Rey.

Al borde de la derrota, de la rendición. Recibí la llamada.

−Buenos días, ¿hablo con Jorge Ariz?

−Sí, lo hace.

−Soy la señora Mayfield, directora de la guardería “A pasitos”, sita en la calle Broughton; acabo de leer su currículum y desearía conocerle. ¿Estaría disponible para una entrevista?

¿Disponible? Podría presentarme ante aquella señora en medio minuto. Por fin, veía la luz al final del hilo telefónico; hubiera gritado: “¡Sííí!”, habría bailado una jota allí mismo; hubiera lanzado un sonoro beso a esa tal Mayfield; sin embargo, opté por controlar la euforia respondiendo con un discreto: “por supuesto”.

La entrevista resultó una charla informal. La señora Mayfield, de mediana edad, cabello corto y níveo, rostro salpicado de manchas difusas que fueron pecas en la infancia. Afable, casi risueña, una perenne sonrisa subrayaba cada una de sus frases. Más adelante comprobaría que cuidaba de los pequeñines como una gallina de sus polluelos.

El local era más bien pequeño, a ras de pavimento. Contaba con dos habitaciones contiguas y un jardín un tanto selvático en la parte trasera. Un lavabo con media docena de cubículos para los infantes, y otro, apartado, para el personal, junto a la salita de té (nunca comprendí tal disposición).  También disponía de un cuarto adyacente, bajo el nivel del suelo, una vieja cocina en desuso, que tan sólo servía de trastero (juguetes, diminutas sillas de plástico apiladas en columnas, cajas de cartón llenas de elementos decorativos para las diferentes temáticas: “Otoño”, “Navidades”, “Día de San Patricio”, “Primavera”, “Halloween”…, una antigua vitrocerámica, de superficie rayada y cubierta por una ligera capa de polvo, una nevera de escasa altura y diversos enseres).

Casi no sumaban una veintena entre niños y niñas, dividida en dos categorías: los Peques, de uno a dos años; y de tres a cinco, los Preescolares.

Faltaba una semana para el treinta y uno de octubre y aquello era un borboteo de actividades. Los más pequeños, llenos de purpurina y pegamento, decoraban grandes cartulinas; los bocetos de monstruos, brujas y fantasmas trazados a vuelapluma por las cuidadoras. Los preescolares, en grupos de cuatro, horadaban grandes calabazas, dando forma a lo que serían ojos, nariz y boca, también bajo la atenta mirada de una adulta y con herramientas adaptadas.

Sin embargo, yo me encontraba en pleno rito de fuego. “Un día de prueba, antes de  la firma del contrato”, dijo la señora Mayfield, durante nuestro careo, “pagado, por supuesto”, añadió. Cuando, junto al uniforme, recibí un par de guantes de goma gruesa, una mascarilla y un desatascador la sonrisa se esfumó.

Ahí estaba yo, vertiendo lejía a chorros, desatascador en ristre, limpiando las letrinas de infantes y empleados. Mejor les ahorro los detalles. Tan sólo una pista: debía salir al pasillo, a intervalos, para tomar bocanadas de aire… Añoré gafas y bombona de submarinista.

Me dieron 48 míseros euros por aquel trabajo denigrante. ¡Un maldito cheque por cuarenta y ocho euros de mierda!, nunca mejor dicho.

Jamás creí que la pesadilla vendría después.

A partir del segundo día −tras una ducha caliente, de hora y media, la noche anterior (que me costó una bronca por parte de mi compañera de piso, Rachel)− comencé labores más propias: juegos, canciones, actividades plásticas, paseos, meriendas. Todo ello con el grupo de los mayores. Seguía el hervidero previo a Halloween.

Atardece, me siento exhausto. La postura de cuclillas y el sentarse en el suelo acabarán conmigo. El paseo requerido me vendrá bien: una compañera solicitó mi ayuda −cumplo a rajatabla lo de chico para todo−: ir al sótano a por una caja con botecitos de pintura. Bajo las escaleras, sólo un tramo de peldaños, con la mano tanteando la pared. La luz tenue, de la bombilla desnuda, hace que extreme las precauciones. “¡Espero no romperme la crisma!”. Ni siquiera puedo guiar mis pasos con la linterna del teléfono móvil; no está permitido su uso y lo guardamos en la taquilla. Hace frío y huele a moho y a cera de vela, cual ermita de monte. El contraste de temperatura es notorio, incluso juraría que una corriente acarició mi brazo izquierdo. “Imposible”, me digo, ”esto es un búnker, no hay ventanas”.

¡No aparece la maldita caja! Aquello es un revoltijo de bártulos cubierto de polvo y telarañas. Maldigo mi suerte, primero la operación submarina y ahora esto. ¡Se supone que trabajo en Educación!

Entonces lo oigo.

Suena como una especie de barrido, raaas, raaas, raaas, monótono y seco, un tanto desagradable. Levanto la vista y me sobresalto. Al fondo, junto a la pared, veo a una señora, inclinada sobre la encimera, junto a la vitro. Luce una larga cabellera gris, encanecida, falda oscura hasta los tobillos. Está amasando, con lo que parece un rodillo de plástico verde −sólo alcanzo a ver un extremo− sobre la superficie del mueble. Su figura gruesa impide ver la masa, pero la acción es inequívoca; sin embargo, el ruido no suena amortiguado, sino áspero, como si el utensilio rodara sobre una superficie despejada.

−¡Hola! Disculpe, busco una caja…

La mujer no se inmuta.

”¡Vieja sorda!”, pienso con desprecio para camuflar mi deficiente pronunciación.

Como si hubiera leído mi pensamiento, la anciana ríe:

−Jiii, jiii, jiii.

Al fin, localicé la dichosa cajita. Erin, así se llama la compañera, me dedica una sonrisa de agradecimiento que bien vale el baño de polvo y telarañas. Dice: “muchas gracias, guapo”, y antes de que pueda preguntarle acerca de la abuela, gira sobre si misma y desaparece por la puerta.

−De nada… −digo al vacío.

De regreso a casa tengo una sensación extraña. Noche sin luna, arrecia el aguacero, lluvia inclinada debido a las ráfagas de viento; camino ligero, la capucha del chubasquero puesta, empapados los vaqueros. Es una sensación de compañía, como si alguien me siguiera, tal vez algún amigo compatriota con ganas de chanza. Me detengo de repente, girándome. No hay nadie. Tan sólo escucho los gritos, de algún borracho, provenientes de la zona de pubs.

Acelero el paso. Muero por llegar a casa, visitar al señor Roca (la dieta irlandesa me dejará en los huesos), prepararme una copa (es viernes), escuchar música. Aprovecharé que Rachel fue a visitar a sus padres a Derry.

El piso está helado. Compruebo ventanas y radiadores. Cerradas las primeras, tibios los últimos. Corro a mi cuarto, para secarme y cambiar de ropa.

Dentro del baño.

Sentado sobre el inodoro. Escucho un ruido. Al otro lado de la puerta. Es un sonido familiar, algo que he escuchado recientemente pero que no caigo cuándo ni dónde:

Raaas, raaas, raaas.

De repente, recuerdo el origen. “¡No es posible!”, me digo, “¡Jorge, no te emparanoies, es el puto Halloween que te inunda la cabeza!”.

Tiro de la cadena para ahogar el sonido.

Salgo... silencio.

Una corriente helada va y viene por el pasillo, a pesar de que giré la ruleta del radiador hasta el tope… y comprobé las ventanas. Echo mano del móvil, rezando por tener algún mensaje, alguna llamada perdida que devolver. No hay cobertura. “¿Cómo?”. Me acerco a comprobar el rúter. La señal marca cinco rayitas. Perfecta conexión.

Olvido el cubata, la música; enciendo todas las luces que encuentro a mi paso: cocina, living, corredor, habitaciones… Atranco la puerta con una silla. Me acuesto bajo el edredón y dos mantas.

Tiemblo, y no debido al frío.

Raaas, raaas, raaas, vuelve a sonar al otro lado de la puerta.

Despierto sudando, con ropa de andar por casa en lugar de pijama. Los rayos del sol entran por la ventana carente de persiana o cortinas. Debí quedarme dormido al fin. No apagué los radiadores.

Cada día que transcurre los niños están más excitados, los adultos también. Las decoraciones van en aumento; ilusión y magia flotan alrededor.

Al mismo tiempo, poco a poco, me integro en la guardería. Voy aprendiendo los nombres, de párvulos y compañeras. Éstas son todo chicas adolescentes. Carecen de titulación universitaria, me confían, sólo cursaron módulos en Educación Temprana o el curso equivalente de Formación Profesional. “¿Qué haces cuidando niños pequeños pudiendo ser Profesor en tu país?”, preguntan, sin saber de lo que hablan.

Nuestro breve descanso queda interrumpido por un toque en la puerta. Nos encontramos en la sala de té, Monique, Erin y yo. Sin esperar respuesta, aquella se abre.

−¿Puedo…?

Maeve asoma la cabecita. Casi alcanza los tres años, a punto de comenzar Preescolar. Atesora las tres pes: pelirroja, pecosa y pizpireta. Sin embargo, llora desconsolada.

−Claro, mi amor, pasa ¿qué te ocurre? −dice Monique, con voz dulcificada, al tiempo que se levanta a su encuentro.

−Me di un golpe muuuy fuerte y Fiona me gritó −dice, entre hipidos, culpando a la más joven de las cuidadoras.

−Ven corazón, estoy segura de que Fiona no pretendía gritarte. ¿Te apetece una galleta de jengibre? Pero shhh, no digas nada a tus amiguitos.

Ya más tranquila, mordisquea la pasta, de rodillas en la alfombra, apoyada sobre la mesita, al tiempo que dibuja en un folio que Monique le ha proporcionado. Esboza varias figuras mediante fino trazo: palotes por brazos y piernas, grandes círculos por cabezas, cuatro rayas por pelo.

Caliento las manos en la taza de té, mientras doy pequeños sorbos. Miro a la nena que roe la galleta cual ratoncito concentrado.

−Oye, Erin, ¿Cuándo se sirve la tarta a los niños?

−¿De qué tarta hablas?

−No sé, supongo que del pastel de Halloween. Vi a la cocinera amasándolo el otro día en el sótano.

−¿Qué cocinera? No tenemos… −se interrumpe, una sombra cubre sus ojos.

−Sí, mujer; una señora mayor, con cabello gris, muy largo.

Silencio.

Erin cruza la mirada con Monique, que ha levantado los ojos de la pantalla del móvil. Incluso la pequeña Maeve ha dejado de pintar y me mira, sus ojos chispean.

−Es la señora Miller. ¡Me encaaanta su pastel de zanahoria! −dice, sonriendo, y eleva los bracitos a modo de victoria.

Tras unos segundos sin palabra alguna, Erin le dice, con aquel tono un tanto artificial:

−Cielo, ya sabes que la señora Miller cruzó el arcoíris, ahora cuida unicornios.

La cría vuelve a sus quehaceres creativos, tras encogerse de hombros.

Mi nivel de inglés continua estancado, no alcanzo a comprender.

−Disculpa: ¿arcoíris?, ¿unicornios? ¿A qué te refieres?

Erin se arrima y me susurra al oído:

−La Señora Miller falleció hace dos meses. Tropezó con un rodillo de juguete que alguien olvidó en los peldaños del sótano, antigua cocina. Se desnucó.

Sonrío, casi rompo a reír. Me están vacilando, las muchachas, metidas de lleno en la fiesta pagana por excelencia. ¡Bienvenido a la República de Irlanda!

La niña, como si nos hubiera visto sin levantar la mirada del papel, dice entre risitas:

−Secretitos, secretitos, cuentos de vieja.

−¡Ya basta, Maeve! −contesta mi compañera.

La cría inclina la cara hacia un lado, con el lapicero en alto, la mirada perdida. Entonces, gira el cuello hacia mí, los ojos entrecerrados:

−Dice la Señora Miller que no estés triste, Jorge, que ella cuidará de Canela.

Un sudor frío y antiguo recorre todo mi cuerpo.

A ello siguieron los ruidos nocturnos en el piso, grifos que se abrían, llaves extraviadas que aparecían al día siguiente, manillas de puerta que se bajaban solas ante mis propios ojos… todo siempre con Rachel ausente, la cual me contemplaba incrédula al relatarlo: “¿Tomas drogas?”, llegó a preguntar. A mí que no tolero el jarabe para la tos.

Todavía lo ignoro, pero esta será la última noche que pase en Cork.

Me acuesto según pongo un pie en casa. Estoy agotado. Ha sido una jornada dura, con excursión al Laberinto del Mono incluida. Perdí la cuenta de las botas de agua que ayudé a calzar y los impermeables, de colores intensos, que abroché.

Despierto a mitad de madrugada. Las 2:48 marca el reloj de la mesilla. El sonido proviene del pasillo, al otro lado de la puerta. Se trata de un gemido, una especie de lloriqueo tan conocido que mis propias lágrimas amenazan con desbordar. Es Canela, llora del mismo modo que lo hacía cuando era poco más que un cachorro, al borde de la cama, saltaba y me mordisqueaba los pies para que despertara y la sacase a hacer sus necesidades, mientras yo dormía la resaca. Es mi Canela.

Abro la puerta. Una luz amarillenta profana la penumbra. Procede de la farola exterior, frente a nuestro living cuyo ventanal también carece de persiana o cortina. Los gemidos cesan tan pronto pulso el interruptor de la pared. El corredor iluminado y dolorosamente vacío parece burlarse de mí.  Rompo a llorar, como un crío, deslizando la espalda por la pared hasta quedar sentado sobre la moqueta.

No lo soporto más. Acabaré perdiendo la cabeza o arrojándome por el acantilado. Entro decidido en la habitación, conecto el portátil y compro un billete de avión para Madrid: sólo ida.