Cada cual es dueño de sus propias locuras. Unos se dejan la vida corriendo maratones, otros ven las ocho temporadas de Juego de Tronos en una sentada, incluso los hay que permanecen veinticuatro horas en la calle para entrar a un concierto de los Backstreet Boys. Yo planeo visitar la tierra del Capitán Alatriste para leer las últimas páginas de su postrera aventura: Misión en París.
Lo suyo sería hacerlo, al calor de un vino peleón, en la
taberna del Turco, pero temo que el garito habrá cerrado sus puertas desde el
siglo XVII. Optaré por explorar las callejuelas que Diego recorrió en numerosas
ocasiones, pasear por el barrio de las letras donde Lope de Vega y Quevedo
obtuvieron inspiración. Imaginando cómo se verían, durante aquel tiempo, los
angostos callejones con adoquines relucientes de lluvia, en penumbra apenas
quebrada por la luz amarillenta de una antorcha sobre la puerta de la cantina,
deseando a la par que temiendo vislumbrar una figura embozada en la boca del
callejón.
Así que, aprovechando que el Ebro pasa por Logroño ─y
que dispongo de unos días de asueto: fruto de sudor entre cajas, sacos y
paquetes─
lleno mis alforjas con ropajes y viandas, me acicalo y, a falta de buen
caballo, monto en un tren Alvia destino Madrid, destino a la capital del
imperio, sí aquél donde antaño no se ponía el sol.
Sé que obra de semejante título habría exigido viajar a la
capital gabacha, disfrutar el final a orillas del Sena, hojearla contemplando
las torres de Notre-Dame, incluso alojarse en la posada donde la bella y
peligrosa Angélica de Alquézar recibió al joven Iñigo Balboa, o quizás acercarse
a la Rochelle e imaginar las murallas, los diques, las tropas reales francesas
cercándola… Sin embargo, el atolondrado capricho supera el presupuesto de un
insomne currito; además, visitar París ─la capital del amor─ en
solitario resultaría triste y patético, como si Íñigo fuera citado por Angélica
para uno de sus tórridos encuentros y ésta le diera plantón. Menuda bajona,
que dirían en Vallecas.
Al apearme del tren, no logro silenciar el estribillo,
instalado cual okupa en mi cabeza desde que adquirí el tique de tren, fruto del
vermú-noviembre-veraniego amenizado por un grupo flamenquito en la ciudad
norteña:
Nos
fuimos pa Madrid (y sin remordimiento) olé
Como un
deseo infantil buscamos una pensión para comernos a besos
Sí, sí
Madriiid, y sin remordimientooo
Como un
deseo infantil buscamos una pensión
Para
unir nuestros cuerpos
Con semejante banda sonora de El Barrio templando el alma,
dejé mi gordita azul en el hostal de la calle Atocha ─la maleta, no una pitufina
rellenita─
y me lancé a recorrer las callejas adyacentes, tal vez buscando la taberna del
Turco, quizá cualquier taberna donde sofocar anhelos y memorias con cerveza.
Es curioso, a veces hallas lo que persigues en el lugar más
inesperado. Entras en una tasca que anhela lucir moderna ─el
eterno querer y no poder─: camareros jóvenes, tatuados y taladrados (uno de ellos
guiri-vikingo para darle el toque chic ansiado), decoración vistosa,
altavoces de última generación. Y allí, entre el olor a calamares y
encurtidos de lata, pides una caña, distraído, y al tercer sorbo reparas en la
canción que flota en el bar, casi vacío. Loquillo, confesándonos que siempre
quiso huir a ele a, cruzar el charco, escapar de Barcelona, con su chica del
brazo. A ver, solo el muchacho tampoco iba a fugarse, no fastidien.
El sabor de la cerveza se intensifica, por arte de magia,
incluso el local huele mejor y los camareros empiezan a caerme simpáticos.
Entonces, a falta del último sorbo, veinte de abril del noventa, hola chata,
cómo estás. Acabáramos, “Eh majo, ponme otra caña, pero una de verdad, no
la mariconada esta. Una como las del norte”. Y el mozo trae una doble
acompañada de una minúscula cazuela de garbanzos con chorizo, y la cucharita
correspondiente.
Si no existiera Madrí, habría que inventarlo.
Y siguieron: Rebeldes, Extremoduro; Sabina y su Madrid de
ambulancias blancas y chavalas que ya no quieren ser princesas; la chiquillaaa
de Seguridad Social; Fito y su soldadito marinero que también quiso jugar pero
le pilló la guerra; y entonces: yo digo salta, salta conmigo, digo salta,
salta conmigo, saltaaa de Tequila (les juro a ustedes, tuve que agarrarme
al mostrador para no obedecer dando saltos, cañón en mano, como en los viejos
tiempos de bares, luna y rocanrol), seguido de la cantinela de mi vida, esa
canción “autobiográfica” que cada cual lleva prendida del alma:
Soy
bastante deficiente
Me
gustaría ser feliz
No tengo
cuenta corriente
Dime,
qué puedo hacer por tiii
Y ahora sí, vaso en ristre, con Leño surcando las venas, me
bajo del taburete y a grito pelado canto penas, recuerdos y estrellas ante los
sorprendidos camareros.
De ahí, charla de barra con el chaval ─el
guiri inserta monosílabos y sonrisas mientras limpia copas─ nos
contamos la vida, arreglamos el universo que está hecho unos zorros, nuestro
país en particular y el panorama musical en general. Él, natural de León,
casado con una madrileña, a la espera del primer cachorrillo. Un servidor,
riojano de pura cepa, soltero y residente en la ciudad blanca del silencio.
─¡Muerte al reguetóóón! ¡Aúpa Estopa! ─me
vengo arriba.
─¡Al infierno el autotúúún! ¡Larga vida a Café Quijano! ─se
anima el camarero.
¿Para qué los psicólogos habiendo hosteleros?
Confieso que regresé al hostal con risas anegando ojos y lágrimas
el alma, todo ello en modo piloto automático. Ni siquiera requerí asistencia de
mi querida señorita del guguelmaps, las carcajadas que se hubiera
echado, la muy.
Mediodía, y yo sin echar sólido al estómago, excepto un par
de tapas, y con la carga ladeada ─que diría el Reverte─. Por
fortuna, la recepción consta de servicio veinticuatro horas (con alguna
escaqueada comprensible). Pulso el timbre del portero automático porque las
cifras del dichoso y omnipresente código ─panel con teclas junto a otros
cuatro más─
bailan dentro de mi cerebro. Eso, o juguetean al pilla-pilla. Una de dos. Las
memoricé utilizando una regla nemotécnica, ya me conocen, que si una cuenta en
particular, una fecha memorable, etc. pero los numeritos no paran su danza. Alumbra
la cámara insertada. Ñiiic, suena. Franqueada la entrada, opto
por las escaleras porque no me fio del ascensor, una jaula de barrotes negros
que se burlará de mí entre chirrido y chirrido: “Ja, ja, ja un perdedor a bordo”.
Tan sólo dos pisos, sobreviviré. Pasillo largo como sábado con suegros: cuadros
y lamparitas lo más cuqui, de hostal con ínfulas ─y precio─
de hotel; por fin, la esperada puerta 215. El dichoso código, de nuevo, esperaaa,
un momenticooo; extraigo móvil y gafas de viejo, abro Notes: 95714,
catorce de julio del noventa y cinco, a la inversa. El Pobre de mí del año más
triste. ¡Eso era! ¡Cómo pude olvidarlo!
Mediante dos sacudidas arrojo las zapatillas al rincón y me
tiro de cabeza sobre la piltra, blanca impoluta, con doscientos treinta cojines
y almohadas que tiro, uno a uno, al suelo. Agotado de brazos por tal esfuerzo,
cierro los ojos, ansiando cese el vaivén y lleguemos a puerto. “Me pusieron un
colchón de agua ochentero”, pienso de manera absurda… Y entonces, reparo en
algo:
─¡Mierda, olvidé preguntar al camarero por la taberna del Turco!



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