viernes, 21 de noviembre de 2025

F232 - La vida son canciones (Madrid) (I)

Cada cual es dueño de sus propias locuras. Unos se dejan la vida corriendo maratones, otros ven las ocho temporadas de Juego de Tronos en una sentada, incluso los hay que permanecen veinticuatro horas en la calle para entrar a un concierto de los Backstreet Boys. Yo planeo visitar la tierra del Capitán Alatriste para leer las últimas páginas de su postrera aventura: Misión en París.

Lo suyo sería hacerlo, al calor de un vino peleón, en la taberna del Turco, pero temo que el garito habrá cerrado sus puertas desde el siglo XVII. Optaré por explorar las callejuelas que Diego recorrió en numerosas ocasiones, pasear por el barrio de las letras donde Lope de Vega y Quevedo obtuvieron inspiración. Imaginando cómo se verían, durante aquel tiempo, los angostos callejones con adoquines relucientes de lluvia, en penumbra apenas quebrada por la luz amarillenta de una antorcha sobre la puerta de la cantina, deseando a la par que temiendo vislumbrar una figura embozada en la boca del callejón.

Así que, aprovechando que el Ebro pasa por Logroño y que dispongo de unos días de asueto: fruto de sudor entre cajas, sacos y paquetes lleno mis alforjas con ropajes y viandas, me acicalo y, a falta de buen caballo, monto en un tren Alvia destino Madrid, destino a la capital del imperio, sí aquél donde antaño no se ponía el sol.

Sé que obra de semejante título habría exigido viajar a la capital gabacha, disfrutar el final a orillas del Sena, hojearla contemplando las torres de Notre-Dame, incluso alojarse en la posada donde la bella y peligrosa Angélica de Alquézar recibió al joven Iñigo Balboa, o quizás acercarse a la Rochelle e imaginar las murallas, los diques, las tropas reales francesas cercándola… Sin embargo, el atolondrado capricho supera el presupuesto de un insomne currito; además, visitar París la capital del amor en solitario resultaría triste y patético, como si Íñigo fuera citado por Angélica para uno de sus tórridos encuentros y ésta le diera plantón. Menuda bajona, que dirían en Vallecas.

Al apearme del tren, no logro silenciar el estribillo, instalado cual okupa en mi cabeza desde que adquirí el tique de tren, fruto del vermú-noviembre-veraniego amenizado por un grupo flamenquito en la ciudad norteña:

Nos fuimos pa Madrid (y sin remordimiento) olé

Como un deseo infantil buscamos una pensión para comernos a besos

Sí, sí Madriiid, y sin remordimientooo

Como un deseo infantil buscamos una pensión

Para unir nuestros cuerpos

Con semejante banda sonora de El Barrio templando el alma, dejé mi gordita azul en el hostal de la calle Atocha la maleta, no una pitufina rellenita y me lancé a recorrer las callejas adyacentes, tal vez buscando la taberna del Turco, quizá cualquier taberna donde sofocar anhelos y memorias con cerveza.

Es curioso, a veces hallas lo que persigues en el lugar más inesperado. Entras en una tasca que anhela lucir moderna el eterno querer y no poder─: camareros jóvenes, tatuados y taladrados (uno de ellos guiri-vikingo para darle el toque chic ansiado), decoración vistosa, altavoces de última generación. Y allí, entre el olor a calamares y encurtidos de lata, pides una caña, distraído, y al tercer sorbo reparas en la canción que flota en el bar, casi vacío. Loquillo, confesándonos que siempre quiso huir a ele a, cruzar el charco, escapar de Barcelona, con su chica del brazo. A ver, solo el muchacho tampoco iba a fugarse, no fastidien.

El sabor de la cerveza se intensifica, por arte de magia, incluso el local huele mejor y los camareros empiezan a caerme simpáticos. Entonces, a falta del último sorbo, veinte de abril del noventa, hola chata, cómo estás. Acabáramos, “Eh majo, ponme otra caña, pero una de verdad, no la mariconada esta. Una como las del norte”. Y el mozo trae una doble acompañada de una minúscula cazuela de garbanzos con chorizo, y la cucharita correspondiente.

Si no existiera Madrí, habría que inventarlo.

Y siguieron: Rebeldes, Extremoduro; Sabina y su Madrid de ambulancias blancas y chavalas que ya no quieren ser princesas; la chiquillaaa de Seguridad Social; Fito y su soldadito marinero que también quiso jugar pero le pilló la guerra; y entonces: yo digo salta, salta conmigo, digo salta, salta conmigo, saltaaa de Tequila (les juro a ustedes, tuve que agarrarme al mostrador para no obedecer dando saltos, cañón en mano, como en los viejos tiempos de bares, luna y rocanrol), seguido de la cantinela de mi vida, esa canción “autobiográfica” que cada cual lleva prendida del alma:

Soy bastante deficiente

Me gustaría ser feliz

No tengo cuenta corriente

Dime, qué puedo hacer por tiii

Y ahora sí, vaso en ristre, con Leño surcando las venas, me bajo del taburete y a grito pelado canto penas, recuerdos y estrellas ante los sorprendidos camareros.

De ahí, charla de barra con el chaval el guiri inserta monosílabos y sonrisas mientras limpia copas nos contamos la vida, arreglamos el universo que está hecho unos zorros, nuestro país en particular y el panorama musical en general. Él, natural de León, casado con una madrileña, a la espera del primer cachorrillo. Un servidor, riojano de pura cepa, soltero y residente en la ciudad blanca del silencio.

¡Muerte al reguetóóón! ¡Aúpa Estopa! me vengo arriba.

¡Al infierno el autotúúún! ¡Larga vida a Café Quijano! se anima el camarero.

¿Para qué los psicólogos habiendo hosteleros?

Confieso que regresé al hostal con risas anegando ojos y lágrimas el alma, todo ello en modo piloto automático. Ni siquiera requerí asistencia de mi querida señorita del guguelmaps, las carcajadas que se hubiera echado, la muy.

Mediodía, y yo sin echar sólido al estómago, excepto un par de tapas, y con la carga ladeada que diría el Reverte. Por fortuna, la recepción consta de servicio veinticuatro horas (con alguna escaqueada comprensible). Pulso el timbre del portero automático porque las cifras del dichoso y omnipresente código panel con teclas junto a otros cuatro más bailan dentro de mi cerebro. Eso, o juguetean al pilla-pilla. Una de dos. Las memoricé utilizando una regla nemotécnica, ya me conocen, que si una cuenta en particular, una fecha memorable, etc. pero los numeritos no paran su danza. Alumbra la cámara insertada. Ñiiic, suena. Franqueada la entrada, opto por las escaleras porque no me fio del ascensor, una jaula de barrotes negros que se burlará de mí entre chirrido y chirrido: “Ja, ja, ja un perdedor a bordo”. Tan sólo dos pisos, sobreviviré. Pasillo largo como sábado con suegros: cuadros y lamparitas lo más cuqui, de hostal con ínfulas y precio de hotel; por fin, la esperada puerta 215. El dichoso código, de nuevo, esperaaa, un momenticooo; extraigo móvil y gafas de viejo, abro Notes: 95714, catorce de julio del noventa y cinco, a la inversa. El Pobre de mí del año más triste. ¡Eso era! ¡Cómo pude olvidarlo!

Mediante dos sacudidas arrojo las zapatillas al rincón y me tiro de cabeza sobre la piltra, blanca impoluta, con doscientos treinta cojines y almohadas que tiro, uno a uno, al suelo. Agotado de brazos por tal esfuerzo, cierro los ojos, ansiando cese el vaivén y lleguemos a puerto. “Me pusieron un colchón de agua ochentero”, pienso de manera absurda… Y entonces, reparo en algo:

¡Mierda, olvidé preguntar al camarero por la taberna del Turco!


        

                                   






 



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