Lo confieso, he pecado. Les mentí a todos ustedes. O más bien, no dije la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad (sí, crecí viendo pelis de juicios yanquis, y me enamoré de Ally McBeal). Lo que decía, no fui del todo sincero. Pero deben comprender que la primera línea escrita ─el primer párrafo─ es fundamental para captar la atención del lector. Para agarrarle de la pechera y decirle: “No te muevas, y sigue leyendo”.
Hubo otro motivo para mi escapada a los Madriles, un motivo
más poderoso todavía ─si ello es posible─ que el modesto y personal homenaje a
Reverte y su Capitán: un musical, El Rey León, en el teatro Lope de Vega.
Llevaba siglos escuchando: “¡Jorge, has de verlo, es
impresionante!”, “A ti que te gustan los animales y los críos”. “Tú, que asistías
a los estrenos de las películas de Disney, Pixar, Warner y demás: Aladdín, La
Bella y la Bestia, Cenicienta, La Bella Durmiente, Tarzán y un largo etcétera”.
“Tú, que lloraste en más de una, incluida la original de Toy Story”. “Jorge,
debes ver El Rey León”.
Entre semejante presión entrañable y la sempiterna “amenaza”
de su pronto retiro de la cartelera madrileña, no quise aplazarlo más. Siempre ─toda
la vida─
aguardando la compañía perfecta para estos eventos, sí, hablo de “Ella”. Cómo
no. Al final, uno ha de disfrutar consigo mismo, porque me ha dicho un
gorrioncito que esto no para, que un día zas, te pican el billete. Agur,
Ben-Hur, no más teatro, no más cine, no más libros.
Además, pensé. ¡Eureka!, eso es. Acudiré al gran musical,
después me encerraré en el cuarto del hostal ─en su ansia hotelera pusieron
escritorio─,
y, cuaderno y boli en mano, relataré lo allá acontecido, haré tal descripción
del evento que producirá el éxtasis al más insensible de los lectores;
expresaré sentimientos, transmitiré la magia que sube desde el escenario,
tocaré los tam-tam, timbales, trompetas y demás instrumentos a través del
teclado; llenaré la pantalla de colores, danzas, sonidos, y disfraces, y
ustedes lo disfrutarán conmigo. Les hablaré de cada personaje, apuntaré sus
nombres: Simba, Mufasa, Scar, Timón, Rafiki, Banzai, Pumbaa… y el resultado será
tan brutal, de tal exactitud, que la mismísima Disney me amenazará con una
denuncia millonaria (en dólares) por plagio e intento de explotación de idea
artística.
Pero, a veces ─casi siempre─ el que dirige el cotarro
guarda, bajo candado, en su cofre misterioso otros planes y, sonriendo, extrae
la goma Milan 430 y hace un borrón con tu boceto mental.
Nada más posar la vista en ellos, supe que ella secuestraría
la próxima Fargadita.
Llegué con suficiente antelación ─una vez agonías, siempre
agonías─
esperé la extensa fila; por suerte, la cosa iba ligerita. La noche madrileña
luce espectacular. Primeros adornos navideños, luces de colores, villancicos; gentío
por todas partes, como si no tuviera casa. Risas, griterío, niños por las
aceras. Libertad, que diría aquella. Chavalería de punta en blanco, buscando
emociones, aventura, pedacitos de vida sin saber que ese instante será
recordado para siempre. Y añorado tanto, tanto… que, dentro de veinte, treinta
años les dolerá como un miembro amputado.
Anfiteatro. La butaca, afortunadamente, se halla cerca de la
puerta de acceso. Me acomodo con el debido tiempo. Hago un par de fotos con el
móvil, de postureo y pretendido recuerdo (que borraré en unos meses, cuando el
cacharro empiece a dar la murga: memoria al 98 por ciento). Apago el invento
del maligno, y aguardo a que den la consabida voz: ¡Todos a sus localidades que
esto empieza!
Un trío peculiar enfila la hilera de adelante. Dos mujeres,
veteranas, con el cabello corto y de diversa tonalidad blanquecina: uno alternado
con vetas grises y el otro totalmente blanco. Ambas de baja estatura, la de
cabello albino un poco más alta. Y el tercero en discordia: un gentleman.
No se me ocurre mejor descripción, porque son británicos al cien por cien.
Apostaría todos mis libros. Tipo alto, fino, cabello pajizo y escaso en la
coronilla, de ojos claros y sonrisa complaciente; luce camisa sin corbata y
chaqueta tweed de color beige. Entonces, recuerdo y añoro y lloro la ausencia
del gran Javier Marías, quien lo habría descrito a la perfección. Toman asiento
por orden de estatura, ¿adivinan ustedes quién lo hizo delante de mí? Exacto,
el larguirucho y arrogante caballero. En fin, cosillas del directo. Habrá que
menear la cabeza para esquivar el obstáculo. Ya sabía yo que pillar la butaca
número trece (solitaria en la pantallita) no era una buena idea, y aún peor siendo
martes. ¡Cachis la mar! La cabeza del británico me roba un pedacito de
escenario. Espero que los saltimbanquis estos se muevan lo suficiente (los
artistas, digo) y así no pierda mucho espectáculo.
En ese momento, entran ellos ─Ella─ por la misma puerta que yo
utilicé.
Una chica y un chico. Les llamaré Lucía y Sebastián.
Jóvenes, no creo que alcancen los treinta y cinco años. Bien vestidos. Una
chaqueta oscura, él. Un plumífero largo, ella. El varón es más alto, delgado,
pobre de cabello. Protector, lo intuyo desde el primer minuto. La acompaña con
mimo. Ella, con linda melena castaña, se deja llevar, confiada, agarrando su codo.
Camina despacio, con la mirada hacia adelante, no mira hacia el suelo, ni a la
gente. Se deja hacer. Entonces, lo comprendo todo. Lucía es invidente, o padece
muy reducida visión.
Localizan sus butacas, a mi izquierda, al otro lado del
pasillo. Toman asiento. No puedo evitar seguirles con la vista. Lucía, junto al
pasillo, a su izquierda Sebastián. Se quitan los abrigos.
Lucía parece tranquila, relajada, pero sus manos la delatan.
Revolotean aquí y allá como golondrinas buscando hueco bajo el alero. Sin
embargo, abre el bolso-mochila, extrae un termo de agua, esos modernos que
mantienen la temperatura ─blanco, adornado con florecillas─, lo desenrosca, bebe pequeños
tragos, vuelve a poner el tapón, introduce la botella y cierra la cremallera; todo
ello con unos movimientos tan precisos que recuerda a las muñecas
hiperrealistas tan en auge en los videos propagandísticos de la Inteligencia
Artificial. Ni un temblor, ni una duda, los ágiles dedos haciendo su labor con
una seguridad aprendida, entrenada… necesitada. Quedo admirado, yo que a veces
necesito tres intentos, o más, para poner el estúpido tapón a la botellita de
plástico (y peor ahora, desde que algún bobochorra de traje, aipad y
poltrona en Bruselas decidiera fijarlo a la botella, complicando la maniobra).
Continúo echando algún vistazo que otro a la joven.
A cada movimiento, una mano acompaña a la otra, como si la
escoltara de alguna forma. Palpa el reloj ─modelo Smart─ lo
acerca al rostro como si pudiera ver un poco, toca la pantalla y lo aproxima al
oído. Tal vez para que el aparato le informe de la hora o transmitirle algún
mensaje por audio. No parece nerviosa, pero se acaricia una mano con la otra.
Concretamente el pulgar de una sobre la palma de la otra, dibujando pequeños
círculos. Un gesto (compruebo sorprendido) que pertenece a otra persona que
conocí hace unos años, en otra vida. Ésta lo utilizaba para serenarse, para
dejar aparcada la ansiedad interna.
Se apagan las luces, tras el consabido aviso por megafonía
(anuncio con el acento característico de una mujer con raíces africanas). Justo
antes, un joven, de piel oscura y musculado paseó un cartel por los pasillos: “No
está permitido tomar fotografías ni realizar cualquier tipo de grabación”.
Comienza el espectáculo y el mundo se detiene.
La obra, sencillamente espectacular (a pesar de la riqueza
de nuestro idioma, no hallo las palabras para describirla con justicia, mea
culpa). Tanto colorido, danza, personaje y movimiento que hay veces que no
sabes donde posar la vista. Todo envuelto por aquellas melodías que ejecuta la
orquesta produciendo mil y un sentimientos. Incluso logra que me olvide ─un
poco─
de la pareja. A mi pesar, lanzó algún que otro vistazo a la izquierda. Lucía
dirige el rostro, ligeramente inclinado, hacia el escenario. Sus manos
permanecen quietas, una sobre la otra, sujetando el bolso sobre su regazo.
Sosegada, con su chico amado, sorbiendo vida, sintiendo colores.
Y yo preocupado por una ínfima parte del escenario
oscurecida por una cabeza. A veces, la vida te da un bofetón con la mano
abierta, mostrándote cómo otros pelean en condiciones bastante peores sin
detenerse a lloriquear por sandeces.
Tras el intervalo ─aprovechado para estirar las piernas y
pasear por el corredor; lo de acceder al servicio hubiera puesto en riesgo de
suicidio al Santo Job─ contemplo, agradecido, que los súbditos de su Graciosa Majestad
han tornado puestos; supongo que el gentleman no soportó el pitido de
oídos causado por mis maldiciones mentales, y tomó asiento en el extremo. Durante
el segundo acto, contemplo el escenario en su totalidad, a la perfección.
Entonces, miro de soslayo a la joven, Lucía, sus manos permanecen quietas, una
consuelo y escolta de la otra. Observo a Sebastián, quien constantemente se
asegura de que ella esté bien, que inclina su cabeza para susurrarle algo,
palabras de amor, descripciones del escenario y de los artistas, promesas de
íntimos lances… O, al menos, así me gusta interpretarlo.
¿Aprendiste algo hoy? Me pregunto, colocándome la chaqueta
al pisar la acera, aún con la emoción ─por la obra, por algo más─
impregnándome el pecho y aguando mis ojos. Lo mencionado, en ocasiones, la vida
te suelta una colleja para que ceses de quejarte por ñoñerías, que si mis
piernas, que si los pies, que si la espalda…

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