lunes, 1 de diciembre de 2025

F233 - Sintiendo colores (Madrid) (y II)

Lo confieso, he pecado. Les mentí a todos ustedes. O más bien, no dije la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad (sí, crecí viendo pelis de juicios yanquis, y me enamoré de Ally McBeal). Lo que decía, no fui del todo sincero. Pero deben comprender que la primera línea escrita ─el primer párrafo─ es fundamental para captar la atención del lector. Para agarrarle de la pechera y decirle: “No te muevas, y sigue leyendo”.

Hubo otro motivo para mi escapada a los Madriles, un motivo más poderoso todavía si ello es posible que el modesto y personal homenaje a Reverte y su Capitán: un musical, El Rey León, en el teatro Lope de Vega.

Llevaba siglos escuchando: “¡Jorge, has de verlo, es impresionante!”, “A ti que te gustan los animales y los críos”. “Tú, que asistías a los estrenos de las películas de Disney, Pixar, Warner y demás: Aladdín, La Bella y la Bestia, Cenicienta, La Bella Durmiente, Tarzán y un largo etcétera”. “Tú, que lloraste en más de una, incluida la original de Toy Story”. “Jorge, debes ver El Rey León”.

Entre semejante presión entrañable y la sempiterna “amenaza” de su pronto retiro de la cartelera madrileña, no quise aplazarlo más. Siempre toda la vida aguardando la compañía perfecta para estos eventos, sí, hablo de “Ella”. Cómo no. Al final, uno ha de disfrutar consigo mismo, porque me ha dicho un gorrioncito que esto no para, que un día zas, te pican el billete. Agur, Ben-Hur, no más teatro, no más cine, no más libros.

Además, pensé. ¡Eureka!, eso es. Acudiré al gran musical, después me encerraré en el cuarto del hostal en su ansia hotelera pusieron escritorio, y, cuaderno y boli en mano, relataré lo allá acontecido, haré tal descripción del evento que producirá el éxtasis al más insensible de los lectores; expresaré sentimientos, transmitiré la magia que sube desde el escenario, tocaré los tam-tam, timbales, trompetas y demás instrumentos a través del teclado; llenaré la pantalla de colores, danzas, sonidos, y disfraces, y ustedes lo disfrutarán conmigo. Les hablaré de cada personaje, apuntaré sus nombres: Simba, Mufasa, Scar, Timón, Rafiki, Banzai, Pumbaa… y el resultado será tan brutal, de tal exactitud, que la mismísima Disney me amenazará con una denuncia millonaria (en dólares) por plagio e intento de explotación de idea artística.

Pero, a veces casi siempre el que dirige el cotarro guarda, bajo candado, en su cofre misterioso otros planes y, sonriendo, extrae la goma Milan 430 y hace un borrón con tu boceto mental.

Nada más posar la vista en ellos, supe que ella secuestraría la próxima Fargadita.

Llegué con suficiente antelación una vez agonías, siempre agonías esperé la extensa fila; por suerte, la cosa iba ligerita. La noche madrileña luce espectacular. Primeros adornos navideños, luces de colores, villancicos; gentío por todas partes, como si no tuviera casa. Risas, griterío, niños por las aceras. Libertad, que diría aquella. Chavalería de punta en blanco, buscando emociones, aventura, pedacitos de vida sin saber que ese instante será recordado para siempre. Y añorado tanto, tanto… que, dentro de veinte, treinta años les dolerá como un miembro amputado.

Anfiteatro. La butaca, afortunadamente, se halla cerca de la puerta de acceso. Me acomodo con el debido tiempo. Hago un par de fotos con el móvil, de postureo y pretendido recuerdo (que borraré en unos meses, cuando el cacharro empiece a dar la murga: memoria al 98 por ciento). Apago el invento del maligno, y aguardo a que den la consabida voz: ¡Todos a sus localidades que esto empieza!

Un trío peculiar enfila la hilera de adelante. Dos mujeres, veteranas, con el cabello corto y de diversa tonalidad blanquecina: uno alternado con vetas grises y el otro totalmente blanco. Ambas de baja estatura, la de cabello albino un poco más alta. Y el tercero en discordia: un gentleman. No se me ocurre mejor descripción, porque son británicos al cien por cien. Apostaría todos mis libros. Tipo alto, fino, cabello pajizo y escaso en la coronilla, de ojos claros y sonrisa complaciente; luce camisa sin corbata y chaqueta tweed de color beige. Entonces, recuerdo y añoro y lloro la ausencia del gran Javier Marías, quien lo habría descrito a la perfección. Toman asiento por orden de estatura, ¿adivinan ustedes quién lo hizo delante de mí? Exacto, el larguirucho y arrogante caballero. En fin, cosillas del directo. Habrá que menear la cabeza para esquivar el obstáculo. Ya sabía yo que pillar la butaca número trece (solitaria en la pantallita) no era una buena idea, y aún peor siendo martes. ¡Cachis la mar! La cabeza del británico me roba un pedacito de escenario. Espero que los saltimbanquis estos se muevan lo suficiente (los artistas, digo) y así no pierda mucho espectáculo.

En ese momento, entran ellos Ella por la misma puerta que yo utilicé.

Una chica y un chico. Les llamaré Lucía y Sebastián. Jóvenes, no creo que alcancen los treinta y cinco años. Bien vestidos. Una chaqueta oscura, él. Un plumífero largo, ella. El varón es más alto, delgado, pobre de cabello. Protector, lo intuyo desde el primer minuto. La acompaña con mimo. Ella, con linda melena castaña, se deja llevar, confiada, agarrando su codo. Camina despacio, con la mirada hacia adelante, no mira hacia el suelo, ni a la gente. Se deja hacer. Entonces, lo comprendo todo. Lucía es invidente, o padece muy reducida visión.

Localizan sus butacas, a mi izquierda, al otro lado del pasillo. Toman asiento. No puedo evitar seguirles con la vista. Lucía, junto al pasillo, a su izquierda Sebastián. Se quitan los abrigos.

Lucía parece tranquila, relajada, pero sus manos la delatan. Revolotean aquí y allá como golondrinas buscando hueco bajo el alero. Sin embargo, abre el bolso-mochila, extrae un termo de agua, esos modernos que mantienen la temperatura blanco, adornado con florecillas, lo desenrosca, bebe pequeños tragos, vuelve a poner el tapón, introduce la botella y cierra la cremallera; todo ello con unos movimientos tan precisos que recuerda a las muñecas hiperrealistas tan en auge en los videos propagandísticos de la Inteligencia Artificial. Ni un temblor, ni una duda, los ágiles dedos haciendo su labor con una seguridad aprendida, entrenada… necesitada. Quedo admirado, yo que a veces necesito tres intentos, o más, para poner el estúpido tapón a la botellita de plástico (y peor ahora, desde que algún bobochorra de traje, aipad y poltrona en Bruselas decidiera fijarlo a la botella, complicando la maniobra).

Continúo echando algún vistazo que otro a la joven.

A cada movimiento, una mano acompaña a la otra, como si la escoltara de alguna forma. Palpa el reloj modelo Smart lo acerca al rostro como si pudiera ver un poco, toca la pantalla y lo aproxima al oído. Tal vez para que el aparato le informe de la hora o transmitirle algún mensaje por audio. No parece nerviosa, pero se acaricia una mano con la otra. Concretamente el pulgar de una sobre la palma de la otra, dibujando pequeños círculos. Un gesto (compruebo sorprendido) que pertenece a otra persona que conocí hace unos años, en otra vida. Ésta lo utilizaba para serenarse, para dejar aparcada la ansiedad interna.

Se apagan las luces, tras el consabido aviso por megafonía (anuncio con el acento característico de una mujer con raíces africanas). Justo antes, un joven, de piel oscura y musculado paseó un cartel por los pasillos: “No está permitido tomar fotografías ni realizar cualquier tipo de grabación”.

Comienza el espectáculo y el mundo se detiene.

La obra, sencillamente espectacular (a pesar de la riqueza de nuestro idioma, no hallo las palabras para describirla con justicia, mea culpa). Tanto colorido, danza, personaje y movimiento que hay veces que no sabes donde posar la vista. Todo envuelto por aquellas melodías que ejecuta la orquesta produciendo mil y un sentimientos. Incluso logra que me olvide un poco de la pareja. A mi pesar, lanzó algún que otro vistazo a la izquierda. Lucía dirige el rostro, ligeramente inclinado, hacia el escenario. Sus manos permanecen quietas, una sobre la otra, sujetando el bolso sobre su regazo. Sosegada, con su chico amado, sorbiendo vida, sintiendo colores.

Y yo preocupado por una ínfima parte del escenario oscurecida por una cabeza. A veces, la vida te da un bofetón con la mano abierta, mostrándote cómo otros pelean en condiciones bastante peores sin detenerse a lloriquear por sandeces.

Tras el intervalo ─aprovechado para estirar las piernas y pasear por el corredor; lo de acceder al servicio hubiera puesto en riesgo de suicidio al Santo Jobcontemplo, agradecido, que los súbditos de su Graciosa Majestad han tornado puestos; supongo que el gentleman no soportó el pitido de oídos causado por mis maldiciones mentales, y tomó asiento en el extremo. Durante el segundo acto, contemplo el escenario en su totalidad, a la perfección. Entonces, miro de soslayo a la joven, Lucía, sus manos permanecen quietas, una consuelo y escolta de la otra. Observo a Sebastián, quien constantemente se asegura de que ella esté bien, que inclina su cabeza para susurrarle algo, palabras de amor, descripciones del escenario y de los artistas, promesas de íntimos lances… O, al menos, así me gusta interpretarlo.

¿Aprendiste algo hoy? Me pregunto, colocándome la chaqueta al pisar la acera, aún con la emoción por la obra, por algo más impregnándome el pecho y aguando mis ojos. Lo mencionado, en ocasiones, la vida te suelta una colleja para que ceses de quejarte por ñoñerías, que si mis piernas, que si los pies, que si la espalda…




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