La cafetería es enorme, a quién puede extrañar. Nos encontramos en Bilbao, donde ostentan el récord mundial a la mayor lata de sardinas expuesta en exteriores ─lo llaman museo de arte contemporáneo, para darse importancia─ escoltada por un gigantesco cachorrito vegetal que algún día cobrará vida ─por una lluvia radiactiva─ y sembrará el caos en la ciudad, a lo Godzilla, derribando edificios, pisoteando peatones y vehículos. ¡Todo a lo grande!, Bilbao Experience.
Centrémonos, que los nervios disparan el nivel de tontuna.
Observo más gentío de lo esperado, muchos más participantes.
Decenas. Nos van a dar la una y las dos y las tres, como dice el bueno de
Sabina. Ignoro si es debido al consabido: ‘por el norte no se liga nada’, o
fruto de la mera casualidad. La gente se siente sola, hiperconectada con miles
de amigos internáuticos pero sola, y hay una epidemia voraz de separaciones y
divorcios, sobre todo en mi rango de edad. Qué divertido, todo.
Algo novedoso para mí: la diversidad de edades. Se han
establecido varios grupos, por no mezclar jovencitos con no tan
jóvenes. Pertenezco al grupo de veteranos de guerra, factor deprimente desde la
casilla de salida. Sin embargo, no son demasiado estrictos y se cuelan personas
de edad menor. Incluso algunos lucimos un aspecto más jovial que lo indicado
por el maldito deneí. La sensación: un batiburrillo que se les ha ido un
poco de la mano.
El amor no entiende de edades, es ciego, sordo y mudo, a
veces incluso algo estúpido.
Reservado el espacio para el evento al fondo del bar, lejos
de la barra, de la televisión y su Athletic Club, de la puerta que trae ruido y
corrientes de frío a cada rato; lejos de los parroquianos que vociferan y engullen
pintxos; lejos de los papás modernos y cuarentones con gorrita de
beisbol, destornillador en una mano ─el combinado que no la herramienta─ y
el hijo pequeño en la otra.
Se trata de mesas minúsculas, demasiado arrimadas; flota un
continuo murmullo una vez comenzado el juego. Llegan a tus oídos los cuchicheos
del binomio vecino. Difícil concentrarse en tu propia batalla amorosa. Parecemos
colegiales haciendo algún trabajo por parejas, pero todos juntos, bajo la
mirada vigilante del profe, reloj en mano. Hay risas, chascarrillos, nervios
ante el cronómetro a cero. Sobre cada mesa una velita eléctrica ─romanticismo
2. 0─,
no juguemos con fuego que bastante caliente está la cosa, es el mensaje
subliminal. Bueno, como dicen en mi pueblo: menos da una piedra, la intención
es lo que cuenta.
El camarero realiza pasadas de reconocimiento para asegurarse
de que Cupido no se queda sin munición alcohólica, mientras que las flechas
pringadas de veneno amoroso corren por cuenta del querubín, son su
responsabilidad.
Hay de todo, como en botica, de uno y otro bando. Parecemos
soldados en primera fila de combate. Carne de cañón. Luchadores cuerpo a cuerpo, a
distancia de sablazo o achuchón. De todo hay: altos, bajas, gordos, flacas,
rubios (un decir, imperan la calvicie y el tono grisáceo), morenas, incluso
diviso una pelirroja que me trae gratos recuerdos escoceses.
Duelos curiosos, siempre hay uno que habla más, incluso
atropelladamente, queriendo vaciar sus cartuchos ─a quemarropa─
sobre el enemigo antes de que éste comience a disparar. Otros enfrentamientos
resultan más equiparados, ambos contendientes intercambian halagos, frases y párrafos
como quien intercambia puñaladas pasionales a distancia mortal. Se dan miradas
y desvío de ellas. Hay atrevimiento, timidez, incluso alguno roza el éxtasis o
el aburrimiento. Cupido, arco en ristre, revolotea ojo avizor, gotea el sudor
sobre su frente porque el pobre no da abasto. Semejante multitud ansiosa de
romance y yo con cuatro míseras flechas en la aljaba, piensa.
El camarero uniformado, profesional, sobrevuela entre las
filas de mesas cual águila real sobre desfiladero, todavía sorprendido por la
sed que produce la seducción.
¡Jefe, sirva una copita más, no me tenga que levantar! El
calor del amor en un bar, y todo aquello que cantaba Gabinete Caligari.
Y el tipo sale raudo de la sala para rellenar la bandeja con
jarritas de líquido ámbar cuya espuma posee una misteriosa sustancia que suelta
lenguas, calma nervios y tira de las comisuras de los labios buscando la
sonrisa del sediento ligón. Ríanse de la poción mágica que proporcionaba fuerza
sobrehumana a los galos de Astérix. El druida Panoramix, un simple aficionado.
¿Qué hago aquí?, me digo al sentarme en la cuarta silla,
contando mi vida por fascículos a desconocidas. Yo, durante toda la vida, sólo
quise descubrir el secreto azul que ocultan los ojos de la dulce Sara; llevarme
a la última rubia al asiento trasero del Cadillac; deseé que la noche se llevara
los cuadros, la cordura y la fe; soñé con ser el duende cómplice del viento que
se escapa de madrugada para colarse por tu ventana; anhelé desatar el nudo de
tu garganta, atarte a la pata de la cama, enterrarme en el horno de tus mantas.
Tan sólo quise vivir todas aquellas canciones, echar la llave de la habitación Azul
Añil del hostal y aislarnos del mundo por mil y una noches.
Alcanzo la mesa número siete y un resplandor me ciega. La
mujer allí parapetada ha de disponer al menos de cuatro o cinco velas sobre la
mesa. Debe de gozar de un buen enchufe con Iberdrola ─malísimo el chiste─
incluso puede que ejerza de ejecutiva agresiva con despacho en el último piso
de la torre de la luminosa empresa.
Pero no, tan sólo hay una velita, como en el resto. Sin
embargo, el fogonazo me envuelve. ¿Qué será, será? Son sus ojos, que reciben la
minúscula luz y la multiplican por cien mil. Pozos de líquido verde con
puntitos amarillos que le confieren un aire de cuento de princesas. Labios
pintados de rosa chicle, ligeramente gruesos y, descuidadamente, entreabiertos,
mostrando los incisivos, con un huequecito entre ellos donde quisiera perderme
y jamás ser hallado; ignoro si el grosor es debido al ADN o gracias a la
química contemporánea. Cabello negro, recogido con esmero, pero un poco
asilvestrado (mechones caen, descuidados, sobre sus pómulos). Viste un top
leopardo de generoso escote. Me mira con fijeza al sentarme, las larguísimas
pestañas ─made
in Taiwan─ llaman mi atención, aletean como alitas de colibrí o de
las cien golondrinas de Duncan Dhu que vaya usted a saber dónde irán, aletean
dos, tres, cuatro veces y mis rodillas no pueden más. Agarro el borde de la
mesa y tomo asiento cruzando los dedos para que la damisela no perciba el temblor.
“Que no huela tu miedo, Jorge, por tu padre, que no lo huela”. Sujeto con
firmeza la bebida no vaya a tropezar y tirársela encima. Ya está, me digo, no
buscaré más, se terminaron las citas rápidas, las páginas de aparejamiento, las
excursiones al Mercadona; acabo de hallar a la madre de mis futuros cuatro
hijos (“A buenas horas, mangas verdes”, susurra la vocecita cojonera). Mi
cerebro comienza a crear burbujitas llenas de imágenes, bocadillos de tebeo: me
veo junto a ella, vestidos ella de blanco con un ligero abultamiento a la
altura del vientre y yo de pingüino, frente al altar de la iglesia de mi
pueblo, ante a aquel solemne y dorado retablo mayor de 1648, el orfeón con sus
mejores galas cantando sus últimos éxitos después de escucharse la marcha
nupcial de Mendelssohn; nos veo ante un sacerdote jovencito de origen
nicaragüense, Sí quiero, Puede besar a la novia, y todo eso.
Es algo más joven, unos cuantos años, tal vez se haya equivocado
de grupo, o ha querido participar en varias tandas. Pero a estas alturas no
somos críos. Me mira curiosa, quizás tantea mi edad real, espero
que no salga corriendo cual Novia a la Fuga al averiguar que la cifra no cuadra
con mi aspecto.
Mil frases de comienzo pelean en mi mente, ‘Qué ojazos
tienes, hija mía’, acude una y otra vez, desbancando a todas las demás. No
puedes decir eso, Jorge, acabarás detenido por la Policía Autonómica por halagar
a una dama sin haber rellenado la SCLPPD pertinente (Solicitud de
Consentimiento para Lanzar Piropo a una Persona Desconocida). Aunque quizá sea
excluyente, teniendo en cuenta la clara naturaleza cortejadora del acto, en
lugar privado y bajo supervisión. Con los nervios no se me ocurren más que
estupideces. Opto por la sencillez, a riesgo de perder para siempre a la mujer
de mi vida.
─Hola… Olatz, ¿qué tal? ─consigo decir tras leer la
pegatina sobre su pecho. El paladar es una lija implantada. Realizo un esfuerzo
infernal para no beber la mitad de la jarra. Todavía no, me digo, que no
adivine tu azoramiento.
Ha dejado de parpadear, gracias a Dios por los pequeños
favores. Entonces dispara a bocajarro, sin advertencia alguna, sin anestesia:
─¿Qué música prefieres, Maluma o Bad Bunny?
De repente, todo se desvanece. Incluso baja la luminosidad. Las
burbujitas mentales van estallando, una por una: el altar, plof; el vestidito
abultado, plof; el orfeón del pueblo plof; el curilla hispano-americano, plof.
Sonrío, de pronto sosegado, como si me hubiera metido litro
y medio de tila por vena.
─Me temo que soy más de Extremoduro, maja─.
(Tecleo señalando al Cielo, Robe).
─¿Extremoqué? ─dice la muchacha, que no es tan
muchacha, alzando las cejas, mirándome como si hubiese pronunciado otra lengua. Y
definitivamente así es, hablamos diferentes idiomas, habitamos mundos
distintos, deambulamos en realidades paralelas como si fuéramos los
protagonistas de Stranger Things.
Cinco minutos.
Grita la estridente alarma desde el móvil del organizador, quebrando
la atmósfera; nos damos la mano, “Un placer”, me levanto y, cerveza y folio en
mano, me aproximo a la mesa número ocho, a la nueve, la diez…
Grita la sirena y luce otro pedacito de esperanza, otra
velita eléctrica.

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