lunes, 22 de diciembre de 2025

F235 - Realidades paralelas (Bilbao) (y II)

La cafetería es enorme, a quién puede extrañar. Nos encontramos en Bilbao, donde ostentan el récord mundial a la mayor lata de sardinas expuesta en exteriores ─lo llaman museo de arte contemporáneo, para darse importancia─ escoltada por un gigantesco cachorrito vegetal que algún día cobrará vida ─por una lluvia radiactiva─ y sembrará el caos en la ciudad, a lo Godzilla, derribando edificios, pisoteando peatones y vehículos. ¡Todo a lo grande!, Bilbao Experience.

Centrémonos, que los nervios disparan el nivel de tontuna.

Observo más gentío de lo esperado, muchos más participantes. Decenas. Nos van a dar la una y las dos y las tres, como dice el bueno de Sabina. Ignoro si es debido al consabido: ‘por el norte no se liga nada’, o fruto de la mera casualidad. La gente se siente sola, hiperconectada con miles de amigos internáuticos pero sola, y hay una epidemia voraz de separaciones y divorcios, sobre todo en mi rango de edad. Qué divertido, todo.

Algo novedoso para mí: la diversidad de edades. Se han establecido varios grupos, por no mezclar jovencitos con no tan jóvenes. Pertenezco al grupo de veteranos de guerra, factor deprimente desde la casilla de salida. Sin embargo, no son demasiado estrictos y se cuelan personas de edad menor. Incluso algunos lucimos un aspecto más jovial que lo indicado por el maldito deneí. La sensación: un batiburrillo que se les ha ido un poco de la mano.

El amor no entiende de edades, es ciego, sordo y mudo, a veces incluso algo estúpido.

Reservado el espacio para el evento al fondo del bar, lejos de la barra, de la televisión y su Athletic Club, de la puerta que trae ruido y corrientes de frío a cada rato; lejos de los parroquianos que vociferan y engullen pintxos; lejos de los papás modernos y cuarentones con gorrita de beisbol, destornillador en una mano el combinado que no la herramienta y el hijo pequeño en la otra.

Se trata de mesas minúsculas, demasiado arrimadas; flota un continuo murmullo una vez comenzado el juego. Llegan a tus oídos los cuchicheos del binomio vecino. Difícil concentrarse en tu propia batalla amorosa. Parecemos colegiales haciendo algún trabajo por parejas, pero todos juntos, bajo la mirada vigilante del profe, reloj en mano. Hay risas, chascarrillos, nervios ante el cronómetro a cero. Sobre cada mesa una velita eléctrica romanticismo 2. 0, no juguemos con fuego que bastante caliente está la cosa, es el mensaje subliminal. Bueno, como dicen en mi pueblo: menos da una piedra, la intención es lo que cuenta.

El camarero realiza pasadas de reconocimiento para asegurarse de que Cupido no se queda sin munición alcohólica, mientras que las flechas pringadas de veneno amoroso corren por cuenta del querubín, son su responsabilidad.

Hay de todo, como en botica, de uno y otro bando. Parecemos soldados en primera fila de combate. Carne de cañón. Luchadores cuerpo a cuerpo, a distancia de sablazo o achuchón. De todo hay: altos, bajas, gordos, flacas, rubios (un decir, imperan la calvicie y el tono grisáceo), morenas, incluso diviso una pelirroja que me trae gratos recuerdos escoceses.

Duelos curiosos, siempre hay uno que habla más, incluso atropelladamente, queriendo vaciar sus cartuchos a quemarropa sobre el enemigo antes de que éste comience a disparar. Otros enfrentamientos resultan más equiparados, ambos contendientes intercambian halagos, frases y párrafos como quien intercambia puñaladas pasionales a distancia mortal. Se dan miradas y desvío de ellas. Hay atrevimiento, timidez, incluso alguno roza el éxtasis o el aburrimiento. Cupido, arco en ristre, revolotea ojo avizor, gotea el sudor sobre su frente porque el pobre no da abasto. Semejante multitud ansiosa de romance y yo con cuatro míseras flechas en la aljaba, piensa.

El camarero uniformado, profesional, sobrevuela entre las filas de mesas cual águila real sobre desfiladero, todavía sorprendido por la sed que produce la seducción.

¡Jefe, sirva una copita más, no me tenga que levantar! El calor del amor en un bar, y todo aquello que cantaba Gabinete Caligari.

Y el tipo sale raudo de la sala para rellenar la bandeja con jarritas de líquido ámbar cuya espuma posee una misteriosa sustancia que suelta lenguas, calma nervios y tira de las comisuras de los labios buscando la sonrisa del sediento ligón. Ríanse de la poción mágica que proporcionaba fuerza sobrehumana a los galos de Astérix. El druida Panoramix, un simple aficionado.

¿Qué hago aquí?, me digo al sentarme en la cuarta silla, contando mi vida por fascículos a desconocidas. Yo, durante toda la vida, sólo quise descubrir el secreto azul que ocultan los ojos de la dulce Sara; llevarme a la última rubia al asiento trasero del Cadillac; deseé que la noche se llevara los cuadros, la cordura y la fe; soñé con ser el duende cómplice del viento que se escapa de madrugada para colarse por tu ventana; anhelé desatar el nudo de tu garganta, atarte a la pata de la cama, enterrarme en el horno de tus mantas. Tan sólo quise vivir todas aquellas canciones, echar la llave de la habitación Azul Añil del hostal y aislarnos del mundo por mil y una noches.

Alcanzo la mesa número siete y un resplandor me ciega. La mujer allí parapetada ha de disponer al menos de cuatro o cinco velas sobre la mesa. Debe de gozar de un buen enchufe con Iberdrola malísimo el chiste incluso puede que ejerza de ejecutiva agresiva con despacho en el último piso de la torre de la luminosa empresa.

Pero no, tan sólo hay una velita, como en el resto. Sin embargo, el fogonazo me envuelve. ¿Qué será, será? Son sus ojos, que reciben la minúscula luz y la multiplican por cien mil. Pozos de líquido verde con puntitos amarillos que le confieren un aire de cuento de princesas. Labios pintados de rosa chicle, ligeramente gruesos y, descuidadamente, entreabiertos, mostrando los incisivos, con un huequecito entre ellos donde quisiera perderme y jamás ser hallado; ignoro si el grosor es debido al ADN o gracias a la química contemporánea. Cabello negro, recogido con esmero, pero un poco asilvestrado (mechones caen, descuidados, sobre sus pómulos). Viste un top leopardo de generoso escote. Me mira con fijeza al sentarme, las larguísimas pestañas made in Taiwan llaman mi atención, aletean como alitas de colibrí o de las cien golondrinas de Duncan Dhu que vaya usted a saber dónde irán, aletean dos, tres, cuatro veces y mis rodillas no pueden más. Agarro el borde de la mesa y tomo asiento cruzando los dedos para que la damisela no perciba el temblor. “Que no huela tu miedo, Jorge, por tu padre, que no lo huela”. Sujeto con firmeza la bebida no vaya a tropezar y tirársela encima. Ya está, me digo, no buscaré más, se terminaron las citas rápidas, las páginas de aparejamiento, las excursiones al Mercadona; acabo de hallar a la madre de mis futuros cuatro hijos (“A buenas horas, mangas verdes”, susurra la vocecita cojonera). Mi cerebro comienza a crear burbujitas llenas de imágenes, bocadillos de tebeo: me veo junto a ella, vestidos ella de blanco con un ligero abultamiento a la altura del vientre y yo de pingüino, frente al altar de la iglesia de mi pueblo, ante a aquel solemne y dorado retablo mayor de 1648, el orfeón con sus mejores galas cantando sus últimos éxitos después de escucharse la marcha nupcial de Mendelssohn; nos veo ante un sacerdote jovencito de origen nicaragüense, Sí quiero, Puede besar a la novia, y todo eso.

Es algo más joven, unos cuantos años, tal vez se haya equivocado de grupo, o ha querido participar en varias tandas. Pero a estas alturas no somos críos. Me mira curiosa, quizás tantea mi edad real, espero que no salga corriendo cual Novia a la Fuga al averiguar que la cifra no cuadra con mi aspecto.

Mil frases de comienzo pelean en mi mente, ‘Qué ojazos tienes, hija mía’, acude una y otra vez, desbancando a todas las demás. No puedes decir eso, Jorge, acabarás detenido por la Policía Autonómica por halagar a una dama sin haber rellenado la SCLPPD pertinente (Solicitud de Consentimiento para Lanzar Piropo a una Persona Desconocida). Aunque quizá sea excluyente, teniendo en cuenta la clara naturaleza cortejadora del acto, en lugar privado y bajo supervisión. Con los nervios no se me ocurren más que estupideces. Opto por la sencillez, a riesgo de perder para siempre a la mujer de mi vida.

Hola… Olatz, ¿qué tal? consigo decir tras leer la pegatina sobre su pecho. El paladar es una lija implantada. Realizo un esfuerzo infernal para no beber la mitad de la jarra. Todavía no, me digo, que no adivine tu azoramiento.

Ha dejado de parpadear, gracias a Dios por los pequeños favores. Entonces dispara a bocajarro, sin advertencia alguna, sin anestesia:

¿Qué música prefieres, Maluma o Bad Bunny?

De repente, todo se desvanece. Incluso baja la luminosidad. Las burbujitas mentales van estallando, una por una: el altar, plof; el vestidito abultado, plof; el orfeón del pueblo plof; el curilla hispano-americano, plof.

Sonrío, de pronto sosegado, como si me hubiera metido litro y medio de tila por vena.

Me temo que soy más de Extremoduro, maja. (Tecleo señalando al Cielo, Robe).

¿Extremoqué? dice la muchacha, que no es tan muchacha, alzando las cejas, mirándome como si hubiese pronunciado otra lengua. Y definitivamente así es, hablamos diferentes idiomas, habitamos mundos distintos, deambulamos en realidades paralelas como si fuéramos los protagonistas de Stranger Things.

Cinco minutos.

Grita la estridente alarma desde el móvil del organizador, quebrando la atmósfera; nos damos la mano, “Un placer”, me levanto y, cerveza y folio en mano, me aproximo a la mesa número ocho, a la nueve, la diez…

Grita la sirena y luce otro pedacito de esperanza, otra velita eléctrica.




 

 

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