Una vez plegada la cortinilla del confesionario ─”Avemaríapurísima”─, sigamos con los pecadillos ─puño contra el pecho: “¡Por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa!”─ o su carencia: nunca tomé drogas (salvo las de garabato médico y cajita precintada). Ni siquiera robé una calada de aquellos canutillos de la risa que pululaban por todas partes durante la adolescencia. Nada. Cero. Nothing de nothing. Siempre me bastó con el exceso alcohólico, mucho más auténtico, castizo, más nuestro. Uno es prudente, pero no una ameba.
Así que calculen ustedes la cara que mostré tras leer aquel
anuncio pegado sobre la pared en un pub de Edimburgo, hace un par de siglos: Saturday
night: speed dating. Join us and enjoy!
De cuadros escoceses me quedé, imaginando una hilera de
mesas, dispuestas con su tapete rojo, una bandejita plateada, tubitos metálicos
y paralelas rayas del infame polvo de tonalidad blanquecina manchada: speed,
la cocaína para pobres. Y es que el concepto de dicho dating era nuevo
para mí.
Sencillo era el asunto, tanto que incluso parecía funcional.
Quince mujeres, quince hombres, quince mesitas a la luz de las velas. Música
romántica de fondo, muy suave, para no impedir las conversaciones. Las chicas
sentadas, los chicos moviéndose de una mesa a otra. Dispones de cinco minutos
para charlar con tu pareja. Cinco minutos para hallar el amor de tu vida. Cinco
minutos para disparar la flecha, guiñar el ojo, contar un chiste, secar el
sudor de tu mano nerviosa. Cinco minutos para decir: “Quédate conmigo”, sin
llegar a decirlo.
Pegatina, en forma de corazón, donde escribes con rotulador
grueso: tu nombre, alias, o mote de guerra. Los dígitos que confiesan la edad
son opcionales, aunque sin duda serán buscados durante la breve charla. Adherida
sobre el pecho, la frente o el bíceps. Depende de la personalidad y del humor
que gastes. Un mazo de tarjetas de cartón ocupa el centro de cada mesa. Aquéllas,
similares a los naipes, de tamaño algo superior a las de visita. Boca abajo,
ocultando el misterioso texto, o quizás dibujo del anverso. A cada lado, frente
a la silla correspondiente, un bolígrafo con publicidad cervecera: Tennents
lager, Caledonian brew, acompañado de un folio en blanco, su finalidad ─nos
explican─:
anotar datos sobre cada persona frente a ti; un retorno al instituto para
desempolvar la técnica de tomar apuntes a toda leche, si así lo estimas
conveniente. Información es poder, dicen los que saben de guerras. ¿Y acaso no
es el Amor la más cruenta de ellas?
Elijo numerar mis objetivos, por orden de avistamiento
próximo: el común encabezamiento ocupado por datos tan aburridos como
necesarios porque a veces la vida no entiende de romanticismos: ¿nombre, edad,
hijos, un Ex tronado?; añado pistas para disponer durante el repaso de
selección: Ojos negros donde sumergirse; altísima, misteriosa; bajita, simpática;
sosa y distante, le aburro; lista como ratón colorado, cabello pajizo a lo
chico; de Glasgow y acento que lo corrobora, mirada atrayente a la par que
peligrosa; de Edimburgo, residente en el barrio chungo junto a Leith; francesa
que añora su hogar y los cruasanes; diosa pelirroja de las Highlands;
millonaria con mucho tiempo libre; boxeadora con cara de pocos amigos…
Las tarjetitas colocadas boca abajo son parte del juego. En
caso de quedarse en blanco ─por un exceso de timidez, fascinado
por la belleza frente a ti u horrorizado por su loca mirada─
serán extraídas, una por una, por turno. El texto, acompañado a veces por una
caricatura, contiene frases, preguntas, un tema para romper el hilo, para
superar el miedo al vacío (el pánico a la página en blanco en otra de sus
versiones). Cuestiones originales, manidas, curiosas, absurdas, divertidas,
temerarias… ¿Qué tres objetos llevarías a una isla desierta? (“No digas un
libro, no digas un libro, no digas un libro”); ¿Star wars o Star trek?;
¿En qué país vivirías?; ¿Pepsi o Coca cola?; ¿Qué superpoder escogerías?; ¿Qué
harías conmigo, a solas, en un búnker durante un ataque preventivo de la URSS?...
Cinco minutos, bajo cronómetro, contemplando aquellos ojos
nuevos, aquellos labios que susurran palabras en inglés con acento Scottish.
Cinco minutos evitando decir: “Sorry?” en demasiadas ocasiones, tirando
de contexto para vislumbrar las imágenes tras las palabras, pues resultaría
poco romántico, e interruptor, un constante no entender. En ocasiones, la
comunicación está sobrevalorada, en otras es esencial. Cinco minutos, trepando
muros lingüísticos o dejándote llevar. Cinco minutos buscando una mirada que te
desnude, que diga ‘cómeme’, una boca que murmure “sácame de aquí, perdámonos
más allá de los siete mares…”. Entonces, no hay datos, medidas o logística que
se interponga. Complicado, por supuesto, pero vinimos a jugar. ¿Quién dijo
miedo?
Vencido el tiempo, un bocinazo a lo Harpo Marx, música a
tope durante unos segundos, suena el himno oficioso escocés por excelencia: Five
Hundred Miles. Los muchachos se levantan, nos levantamos, y brazos en
alto o en jarras, bailoteamos hacia la siguiente mesa al son de la cantinela.
Danzamos hacia la siguiente mini cita, hacia la siguiente dama, hacia la
próxima batalla. Una ventaja, con tal artimaña, ellas nos reciben de buen
grado, entre risas y silbidos. Alguna se anima, e incorporada baila para recibir
a su caballero, brillo en los ojos, bolígrafo en mano y pegatina sobre un
pecho.
La cerveza ejerce su oficio, eterna compañera, abriendo
mentes, extrayendo palabras, calmando corazones desbocados. La cerveza se
disfraza de pócima mágica, de líquido ámbar con poderes amorosos. También tiene
cómplices, sobre todo entre ellas: botellitas de bebidas preparadas: el vodka
con naranja prevalece, el G and T le pisa los talones.
Al final rellenas la ficha, cual funcionario aburrido a la
vuelta del café. Puedes elegir hasta tres candidatas, como si ocuparan un
pódium imaginario: primera, segunda, tercera. La cosa funciona, o al menos
puede comenzar, si una de las escogidas también escribió tu nombre. Sin
importar la posición, el color de la medalla. Entonces surge el famoso match,
y los organizadores facilitan los datos de contacto a los afortunados, los de
ella para él y viceversa: número de teléfono, dirección de correo electrónico
(todavía no existía el Insta, imagínense. Imperaba correocaliente-punto-com.
Más adecuado para estas lides, ¡no comparen!).
Así descubrí el mundillo de las citas rápidas, un mero juego,
un entretenimiento, un modo como otro cualquiera de practicar idiomas… la
oportunidad de encontrar el amor de tu vida. ¿O vas a seguir buscándolo en el
Mercadona, con la piña, los cocos o la maldita acelga dentro del carro? Aparte
de la escocesa, he participado en otras dos o tres ocasiones, que recuerde, ya
en terreno patrio. En una de ellas, cuando alcancé la mesa número diez, me
encontré con una muchacha con quien había compartido el relato de nuestra vida,
obras y milagros, y alguna que otra copa, meses atrás (la Ciudad del Silencio
es un pañuelo). Nos sonreímos cómplices, tomé asiento, cerveza y folio en mano:
“¿Leire, hija, y qué te cuento yo ahora?”. Ella ensanchó la sonrisa, robó una
tarjetita y me la ofreció. Hubo algún match, en diversos territorios, alguna
segunda cita, incluso tercera, más la cosa no cuajó. Al menos hasta ahora.
¿Quién sabe si la próxima vez? Con la edad nos volvemos exigentes, caprichosos,
maniáticos, creídos, estúpidos… cuando en realidad somos pobres almas solitarias
en busca de un poco de calor, una peli compartida, una confidencia, un “Cariño,
no vas a creer lo que me sucedió hoy en el trabajo”, un remedio para el SPF
(Síndrome de los Pies Fríos) …
Y uno ya no es Brad Pitt… nunca lo fue.
Todo esto cavilaba, sin aparente motivo, hace un par de
semanas, ocioso en el sofá, dedito sobre la pantalla infernal. Scroll down,
lo llaman, explorando el caralibro, bajando y bajando y bajando hasta el
infinito y más allá (el diseño carece de fin, para que asesines minutos y
minutos, incluso horas), entre memes, vídeos de perritos entrañables, de gatos
cabrones, de bebés que te comerías con patatas; de lerdos haciendo lerdeadas,
de borrachos haciendo cosas de borrachos; vídeos musicales, chistes prohibidos
y politiqueo que produce arcadas y tratas de pasar lo más rápido posible:
abajo, abajo, abajo. ¡No pares, sigue, sigue, no pares! Sólo falta el puto
Chimo Bayo, con sus lacasitos de colores, gritándote al oído: ujááá. Un
enganche sin fin. La heroína del siglo XXI. Tiemblo al pensar, si este cacharro
logra engañarme a mí, con los años de mili a la espalda, qué provocará en la
mente de un preadolescente.
Entonces mi dedo se detiene. Los ojos se agrandan. No, no
puede ser, ¿en serio? El invento maligno me leyó la mente. Leo un anuncio, la
leyenda sobre fondo rojo.
Speed
dating
Bilbao
2025
El
Amor es una Lotería
¿Y si
toca aquí?
¿Y si
encuentras tu alma gemela?
¡Atrévete!
Y en letra minúscula: *tiques a la venta: 15€, dos
consumiciones incluidas (Bizum).
Lo leo, releo y vuelvo a leer. La vocecita cojonera: ¿Estás
vivo no? ¿Nacimos para jugar o qué? ¿¡Qué somos, leones o huevones!?
Muevo, con delicada firmeza, el dedo índice y cliqueo sobre
el enlace: Apúntate.

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