Doblé la esquina y confirmé mi error. El orgullo, junto a una dosis de somnolencia, ganó el pulso al instinto, a la cautela.
Mejor se lo
cuento desde el principio.
Segunda madrugada
laboral, martes (el día más estúpido de la semana). Todavía olía a verano, más
bien al ozono previo a una tormenta veraniega, a pesar de que el otoño pedía ya
paso. La víspera tuve que aparcar el viejo coche a un par de manzanas de
distancia, más allá de la zona habitual.
Citar ‘madrugada’
no se debe a una mera expresión; cada cual se busca las habichuelas como puede ─o
le permiten─ y a uno le cayó el premio gordo, ése que cobras a cuenta de ir a
trabajar antes de que pongan las calles. Madrugada de libro de texto: para que
se hagan ustedes una idea, el despertador comienza a dar la tabarra (modo
vibrador del móvil, para no fastidiar a todo el bloque), cuando los niños de
Weapons ─gran película─ se están poniendo los calcetines para salir corriendo
como posesos. Menudo susto, me digo, salir del portal y ver a una panda de
mocosos corriendo con los brazos hacia atrás, estilo avioneta, y los ojos en
blanco, bajo la luz de la luna. ¡Demasiados videojuegos!
Pero aquella
madrugada me aguardaba otro tipo de susto, más mundano, palpable; incluso
aromático. Entonces reparas en algo que se te resiste cuando tienes pesadillas
y sudas entre las sábanas: no debes temer a fantasmas, poseídos, zombis
desharrapados, vampiros y demás calaña. Hay que tener miedo a las personas. Las
mismas que visten pantalones y calzan sus pies, incluso se peinan. Los primeros
no te causarán daño alguno.
Es un barrio
joven, obrero; un barrio de padres modernos ─aros en ambos lóbulos, ellos; tatuajes
varios, ellas─ y nenes de pelo revuelto tumbados en la acera (no dejes que la
disciplina te estropee el titular de la tolerancia); un barrio donde la
revolución se hace en forma de vermú dominical por la calle y alguna caminata
popular con eslóganes manidos, pancartas agujereadas y mucha bandera; un barrio
tranquilo; de acuerdo, hubo un tiroteo entre clanes (del extrarradio) hace unos
meses, pero tan sólo para darle vidilla a la asfixiante monotonía que nos
envuelve tan lejos del centro. Lo normal es que uno se levante a trabajar a
cualquier hora de la madrugada y no le suceda nada digno de página de sucesos,
nada más allá de pisar una cagarruta o esquivar algún borracho monologuista,
con muchas pintas de cerveza encima, y sin pinta de gracia.
Madrugada
encapotada, y oscura, esto sí, gracias a las políticas modernas y salvadoras
del planeta (qué más da la seguridad del ciudadano), donde las farolas dan el
mínimo de luz (amarillenta como en tiempos de Dickens) para justo merecer la
denominación de farola. A esto le sumas la exhibición de jardines (cientos de
ellos) cual set de película del Vietnam (acojonado voy entre las zonas verdes,
siempre ojo avizor, no vaya a saltar un vietcong a tocar las narices,
machete entre los dientes). Vamos, que la ciudad, este año entrante, busca la
denominación más preciada, mucho más que la antaño conseguida, busca ser
nombrada: Jungle Capital de Europa. Estamos a un par de árboles caídos
de conseguirlo.
Camino algo
empanado, es el único adjetivo que cuadra. No son horas, me digo. Ni un alma
por las aceras, limitadas gracias al poderío vegetal que pretende invadirnos
poco a poco, hoja a hoja. Visto uniforme de trabajo, vistoso a no poder más.
Porto un paraguas plegable, y una bolsita con objetos de escaso valor, pero el
omnipresente móvil es eso: omnipresente. Qué remedio, si nos están haciendo
papilla la vida y nos la introducen a cucharadas a través de la pantallita.
Prueben ustedes a realizar cualquier trámite sin el endiablado aparato. Además,
en caso de incidente en trayecto, habría de pedir ayuda, contactar con el jefe,
esas cosillas. Lo dicho, móvil, cuatro perras y documentación. Lo básico. Pero
es lo Mío básico. Sin ello, te fastidian la vida por una temporadita. Lo sé por
experiencia.
Me aproximo a
la esquina y lo oigo.
Ruido, voces,
alguna risotada. Oigo gente. Seres humanos (aún desconozco el grado de
humanidad, y ahí está el intríngulis). El chivato salta, la alarma pita, el
color rojo ─sangre, peligro, frenar─ ilumina el interior de mi cabeza. Son
apenas unos segundos, pero yo lo sé. Y uno jamás podrá engañarse a sí mismo,
por mucho empeño que ponga.
“No gires la
esquina”. Asómate si lo deseas, echa un vistazo, si no lo ves claro, da la
vuelta a la manzana, el coche está ya cerca. Vas sobrado de tiempo. Y todo eso…
dice la vocecita.
Pero entonces,
otra voz sale a escena, la voz cabrona, la que te halla la gloria o te busca la
ruina: “Es MI barrio, no pienso esconderme en MI barrio, ya sean las tres, las
cuatro o las seis de la mañana”. La prudencia siempre fue tildada de cobardía.
¿Qué puede
ocurrir un martes?
Giro la
esquina.
Vislumbro un
grupo al fondo, pero ya es demasiado tarde para todo. Es más, si huelen tu
miedo y advierten que varías la ruta… el desenlace podría empeorar.
Sigo caminando.
Queda mínimo
espacio de tránsito, muro del edificio a un lado, selva negra al otro (sólo
faltan los monos, saltando entre lianas, buscando a Tarzán).
El grupo de
jóvenes ─edad confusa por la distancia─ se sitúa dentro del recoveco de una
puerta trasera de garaje ─ peatonal, sucia, pintarrajeada─; guarida que suele
ser utilizada por los amigos del humo y alcohol del bar próximo. Bar de horario
especial, con máquinas de juego, camareras valientes y clientela de todo
pelaje. Conozco a muchos de sus miembros, son vecinos; gente de barrio,
inofensiva si no le das motivos para lo contrario.
“Serán estos”,
pienso, visualizando rostros de la pandilla habitual, gente de cañas, porros y
apuestas. Me saludarán, beodos, como en otras ocasiones, mostrando curiosidad, vacile,
y un respeto que, a su pesar, no logran disimular: “¿Vas a currar ahora?”,
“¿Eres bombero, o qué?”.
No son ellos.
Entonces lo
veo. Más bien él me “ve” a mí. Mejor aún, me “siente”, me huele, puesto que
muestra los cuartos traseros en mi dirección.
Es un perro
bautizado como raza peligrosa. Me río yo de las denominaciones, se trata de un
can que puede ser un peluche ─suelo acariciarlos por la calle─ o un auténtico
hijo de perra (en sentido letal). Todo depende del sujeto al otro lado de la
correa.
Pero no hay
correa.
La bestia gira
su poderosa cabeza. Me detengo por un segundo. Aquello no pinta nada bien.
Agarro el paraguas con firmeza. Bien das al botoncito y te protege de las
cuatro gotas que amenazan, o bien te sirve de porra improvisada. Rezo por lo
primero.
Me hallo
demasiado cerca para abortar cualquier opción que no sea continuar andando. Si
doy media vuelta corro el riesgo de atraer al perro.
Son muchachos.
Unos cinco o seis. Mi cerebro está ocupado en vigilar los movimientos del
chucho (sin mirarle a los ojos, y sin dejar de mirarlo). La penumbra no ayuda. Cerebro
demasiado liado para “contar cabezas” ─así decíamos en la guardería de
Edimburgo, a la hora de chequear los peques dispersos (jugando unos, escondidos
otros) por el patio: Counting Heads─. Sí, lo sé, un símil brutal, absurdo,
pero al teclear resucito aquellos segundos de tensión, incluso transpiro. Chavales,
decía, junto a la pared, no mal vestidos ─al otro lado, un patinete eléctrico
tirado sobre la hierba─; el olor dulzón del hachís me alcanza antes que sus
voces; parlotean en un idioma que a estas alturas no suena extraño. Aspecto
magrebí, norteafricano, marroquí (quién sabe, podría ser argelino), elija el
lector el término que menos castigue su conciencia, o ideología; o hagan como
yo, escoja el indicado por el Diccionario de la lengua española de la RAE, moro:
“Natural del África septentrional frontera a España”.
El bicho gruñe,
se acerca. Protege SU territorio, instrucción grabada en los genes, en su
memoria eterna. Para mi alivio observo que lleva colocado un bozal. Algo
rudimentario, consiste en una cinta ancha y negra que rodea el hocico. No bajo
la guardia; esa cinta ─me digo─ es de quita y pon. Cruzo todos los dedos de
pies y manos porque nadie la retire.
¿Miedo? Lo
cierto es que no lo tuve. Tratas de bloquear tal concepto, centrarte en salvar
la situación, en alcanzar tu coche. Pero la adrenalina va por libre, a su bola.
─Oye, coge al
perro, por favor ─digo, al más cercano, en tono tranquilo y amigable, con
permiso de los nervios. Son cinco, o seis, y un perro chungo. Me repito,
apretando el maldito paraguas. Y no tienes veinte años, ni treinta, ni siquiera
cuarenta para correr o pelear, subrayo sin necesidad.
─¡Perdonna,
amiggo, perdonna! ─dice, echando mano al collar del animal. Los demás se
limitan a observar, pasándose el canuto.
No parecen
canallas, peligrosos, delincuentes; de nuevo, elija usted lo que prefiera. Su
origen no importa demasiado, lo que importa es el tipo que llevan dentro. Puede
ser moro malo o moro bueno ─al igual que hay riojanos bondadosos y riojanos hijosdeputa─
incluso pudiera ser un moro bueno atravesando un mal día. Sencillo como la
propia vida, ésa que gobernantes y políticos desaprensivos se empeñan en
complicarnos.
Espacio
angosto, entre el grupo con el perro y la selva de patín presente. Me arrimo a
la vegetación asilvestrada ─es lo que tiene que un pitbull malcriado te enfile─
tratando de no perder la compostura. Sin humillar, ando erguido, miro al frente
como un torero en pleno paseíllo. Uniforme cual traje de luces… o capote.
El perro se
suelta, tal vez atraído por semejante colorido.
Salta hacia
adelante, contra mis piernas. Tiene fuerza el jodido. Me empuja con patas y
hocico, como si pretendiera derribarme. Así lo imagino, tirándome al suelo, después
con una pata retira el bozal, sonríe, y clava su potente dentadura en mi
cuello.
¿Miedo, yo?
─¡Agárralo,
joder! ─no puedo evitar el vozarrón, marca de fábrica, junto a la cara de mala
hostia.
Hay un momento
de silencio que vale por tres. Incluso cesa el fumeteo.
─Perdonna
perdonna amiggo ─repite el tipo, de carrerilla y pobre de léxico,
sujetándolo con firmeza.
Continúo
caminando. Intento no mirar por el retrovisor virtual. Veo el coche, está ahí
cerquita. A escasos cincuenta metros.
Treinta.
Quince.
Entro en el
vehículo. Tentado de gritar: “¡Casa!”, al igual que hacíamos de críos, cuando
tocabas el árbol designado y los malos ya no podían pillarte. En su lugar, hago
algo que jamás antes había hecho, ni siquiera en los semáforos del Madrid
nocturno, ni en los barrios chungos de Bilbao, tampoco en aquel viaje a tierras
francesas para mí desconocidas: presiono el botón de cierre automático, en el
salpicadero. Incluso antes de introducir la llave de contacto. Puertas
bloqueadas. Arranco y comienzo la maniobra para salir del estacionamiento. Si
bien antes, echo un último vistazo al Club de los Cinco ─o quizá seis─ y su
adorable perrito.
¿Quién dijo
miedo?

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