sábado, 8 de noviembre de 2025

F231 - ¿Otra de miedo?

Doblé la esquina y confirmé mi error. El orgullo, junto a una dosis de somnolencia, ganó el pulso al instinto, a la cautela.

Mejor se lo cuento desde el principio.

Segunda madrugada laboral, martes (el día más estúpido de la semana). Todavía olía a verano, más bien al ozono previo a una tormenta veraniega, a pesar de que el otoño pedía ya paso. La víspera tuve que aparcar el viejo coche a un par de manzanas de distancia, más allá de la zona habitual.

Citar ‘madrugada’ no se debe a una mera expresión; cada cual se busca las habichuelas como puede ─o le permiten─ y a uno le cayó el premio gordo, ése que cobras a cuenta de ir a trabajar antes de que pongan las calles. Madrugada de libro de texto: para que se hagan ustedes una idea, el despertador comienza a dar la tabarra (modo vibrador del móvil, para no fastidiar a todo el bloque), cuando los niños de Weapons ─gran película─ se están poniendo los calcetines para salir corriendo como posesos. Menudo susto, me digo, salir del portal y ver a una panda de mocosos corriendo con los brazos hacia atrás, estilo avioneta, y los ojos en blanco, bajo la luz de la luna. ¡Demasiados videojuegos!

Pero aquella madrugada me aguardaba otro tipo de susto, más mundano, palpable; incluso aromático. Entonces reparas en algo que se te resiste cuando tienes pesadillas y sudas entre las sábanas: no debes temer a fantasmas, poseídos, zombis desharrapados, vampiros y demás calaña. Hay que tener miedo a las personas. Las mismas que visten pantalones y calzan sus pies, incluso se peinan. Los primeros no te causarán daño alguno.

Es un barrio joven, obrero; un barrio de padres modernos ─aros en ambos lóbulos, ellos; tatuajes varios, ellas─ y nenes de pelo revuelto tumbados en la acera (no dejes que la disciplina te estropee el titular de la tolerancia); un barrio donde la revolución se hace en forma de vermú dominical por la calle y alguna caminata popular con eslóganes manidos, pancartas agujereadas y mucha bandera; un barrio tranquilo; de acuerdo, hubo un tiroteo entre clanes (del extrarradio) hace unos meses, pero tan sólo para darle vidilla a la asfixiante monotonía que nos envuelve tan lejos del centro. Lo normal es que uno se levante a trabajar a cualquier hora de la madrugada y no le suceda nada digno de página de sucesos, nada más allá de pisar una cagarruta o esquivar algún borracho monologuista, con muchas pintas de cerveza encima, y sin pinta de gracia.

Madrugada encapotada, y oscura, esto sí, gracias a las políticas modernas y salvadoras del planeta (qué más da la seguridad del ciudadano), donde las farolas dan el mínimo de luz (amarillenta como en tiempos de Dickens) para justo merecer la denominación de farola. A esto le sumas la exhibición de jardines (cientos de ellos) cual set de película del Vietnam (acojonado voy entre las zonas verdes, siempre ojo avizor, no vaya a saltar un vietcong a tocar las narices, machete entre los dientes). Vamos, que la ciudad, este año entrante, busca la denominación más preciada, mucho más que la antaño conseguida, busca ser nombrada: Jungle Capital de Europa. Estamos a un par de árboles caídos de conseguirlo.

Camino algo empanado, es el único adjetivo que cuadra. No son horas, me digo. Ni un alma por las aceras, limitadas gracias al poderío vegetal que pretende invadirnos poco a poco, hoja a hoja. Visto uniforme de trabajo, vistoso a no poder más. Porto un paraguas plegable, y una bolsita con objetos de escaso valor, pero el omnipresente móvil es eso: omnipresente. Qué remedio, si nos están haciendo papilla la vida y nos la introducen a cucharadas a través de la pantallita. Prueben ustedes a realizar cualquier trámite sin el endiablado aparato. Además, en caso de incidente en trayecto, habría de pedir ayuda, contactar con el jefe, esas cosillas. Lo dicho, móvil, cuatro perras y documentación. Lo básico. Pero es lo Mío básico. Sin ello, te fastidian la vida por una temporadita. Lo sé por experiencia.

Me aproximo a la esquina y lo oigo.

Ruido, voces, alguna risotada. Oigo gente. Seres humanos (aún desconozco el grado de humanidad, y ahí está el intríngulis). El chivato salta, la alarma pita, el color rojo ─sangre, peligro, frenar─ ilumina el interior de mi cabeza. Son apenas unos segundos, pero yo lo sé. Y uno jamás podrá engañarse a sí mismo, por mucho empeño que ponga.

“No gires la esquina”. Asómate si lo deseas, echa un vistazo, si no lo ves claro, da la vuelta a la manzana, el coche está ya cerca. Vas sobrado de tiempo. Y todo eso… dice la vocecita.

Pero entonces, otra voz sale a escena, la voz cabrona, la que te halla la gloria o te busca la ruina: “Es MI barrio, no pienso esconderme en MI barrio, ya sean las tres, las cuatro o las seis de la mañana”. La prudencia siempre fue tildada de cobardía.

¿Qué puede ocurrir un martes?

Giro la esquina.

Vislumbro un grupo al fondo, pero ya es demasiado tarde para todo. Es más, si huelen tu miedo y advierten que varías la ruta… el desenlace podría empeorar.

Sigo caminando.

Queda mínimo espacio de tránsito, muro del edificio a un lado, selva negra al otro (sólo faltan los monos, saltando entre lianas, buscando a Tarzán).

El grupo de jóvenes ─edad confusa por la distancia─ se sitúa dentro del recoveco de una puerta trasera de garaje ─ peatonal, sucia, pintarrajeada─; guarida que suele ser utilizada por los amigos del humo y alcohol del bar próximo. Bar de horario especial, con máquinas de juego, camareras valientes y clientela de todo pelaje. Conozco a muchos de sus miembros, son vecinos; gente de barrio, inofensiva si no le das motivos para lo contrario.

“Serán estos”, pienso, visualizando rostros de la pandilla habitual, gente de cañas, porros y apuestas. Me saludarán, beodos, como en otras ocasiones, mostrando curiosidad, vacile, y un respeto que, a su pesar, no logran disimular: “¿Vas a currar ahora?”, “¿Eres bombero, o qué?”.

No son ellos.

Entonces lo veo. Más bien él me “ve” a mí. Mejor aún, me “siente”, me huele, puesto que muestra los cuartos traseros en mi dirección.

Es un perro bautizado como raza peligrosa. Me río yo de las denominaciones, se trata de un can que puede ser un peluche ─suelo acariciarlos por la calle─ o un auténtico hijo de perra (en sentido letal). Todo depende del sujeto al otro lado de la correa.

Pero no hay correa.

La bestia gira su poderosa cabeza. Me detengo por un segundo. Aquello no pinta nada bien. Agarro el paraguas con firmeza. Bien das al botoncito y te protege de las cuatro gotas que amenazan, o bien te sirve de porra improvisada. Rezo por lo primero.

Me hallo demasiado cerca para abortar cualquier opción que no sea continuar andando. Si doy media vuelta corro el riesgo de atraer al perro.

Son muchachos. Unos cinco o seis. Mi cerebro está ocupado en vigilar los movimientos del chucho (sin mirarle a los ojos, y sin dejar de mirarlo). La penumbra no ayuda. Cerebro demasiado liado para “contar cabezas” ─así decíamos en la guardería de Edimburgo, a la hora de chequear los peques dispersos (jugando unos, escondidos otros) por el patio: Counting Heads─. Sí, lo sé, un símil brutal, absurdo, pero al teclear resucito aquellos segundos de tensión, incluso transpiro. Chavales, decía, junto a la pared, no mal vestidos ─al otro lado, un patinete eléctrico tirado sobre la hierba─; el olor dulzón del hachís me alcanza antes que sus voces; parlotean en un idioma que a estas alturas no suena extraño. Aspecto magrebí, norteafricano, marroquí (quién sabe, podría ser argelino), elija el lector el término que menos castigue su conciencia, o ideología; o hagan como yo, escoja el indicado por el Diccionario de la lengua española de la RAE, moro: “Natural del África septentrional frontera a España”.

El bicho gruñe, se acerca. Protege SU territorio, instrucción grabada en los genes, en su memoria eterna. Para mi alivio observo que lleva colocado un bozal. Algo rudimentario, consiste en una cinta ancha y negra que rodea el hocico. No bajo la guardia; esa cinta ─me digo─ es de quita y pon. Cruzo todos los dedos de pies y manos porque nadie la retire.

¿Miedo? Lo cierto es que no lo tuve. Tratas de bloquear tal concepto, centrarte en salvar la situación, en alcanzar tu coche. Pero la adrenalina va por libre, a su bola.

─Oye, coge al perro, por favor ─digo, al más cercano, en tono tranquilo y amigable, con permiso de los nervios. Son cinco, o seis, y un perro chungo. Me repito, apretando el maldito paraguas. Y no tienes veinte años, ni treinta, ni siquiera cuarenta para correr o pelear, subrayo sin necesidad.

─¡Perdonna, amiggo, perdonna! ─dice, echando mano al collar del animal. Los demás se limitan a observar, pasándose el canuto.

No parecen canallas, peligrosos, delincuentes; de nuevo, elija usted lo que prefiera. Su origen no importa demasiado, lo que importa es el tipo que llevan dentro. Puede ser moro malo o moro bueno ─al igual que hay riojanos bondadosos y riojanos hijosdeputa─ incluso pudiera ser un moro bueno atravesando un mal día. Sencillo como la propia vida, ésa que gobernantes y políticos desaprensivos se empeñan en complicarnos.

Espacio angosto, entre el grupo con el perro y la selva de patín presente. Me arrimo a la vegetación asilvestrada ─es lo que tiene que un pitbull malcriado te enfile─ tratando de no perder la compostura. Sin humillar, ando erguido, miro al frente como un torero en pleno paseíllo. Uniforme cual traje de luces… o capote.

El perro se suelta, tal vez atraído por semejante colorido.

Salta hacia adelante, contra mis piernas. Tiene fuerza el jodido. Me empuja con patas y hocico, como si pretendiera derribarme. Así lo imagino, tirándome al suelo, después con una pata retira el bozal, sonríe, y clava su potente dentadura en mi cuello.

¿Miedo, yo?

─¡Agárralo, joder! ─no puedo evitar el vozarrón, marca de fábrica, junto a la cara de mala hostia.

Hay un momento de silencio que vale por tres. Incluso cesa el fumeteo.

Perdonna perdonna amiggo ─repite el tipo, de carrerilla y pobre de léxico, sujetándolo con firmeza.

Continúo caminando. Intento no mirar por el retrovisor virtual. Veo el coche, está ahí cerquita. A escasos cincuenta metros.

Treinta.

Quince.

Entro en el vehículo. Tentado de gritar: “¡Casa!”, al igual que hacíamos de críos, cuando tocabas el árbol designado y los malos ya no podían pillarte. En su lugar, hago algo que jamás antes había hecho, ni siquiera en los semáforos del Madrid nocturno, ni en los barrios chungos de Bilbao, tampoco en aquel viaje a tierras francesas para mí desconocidas: presiono el botón de cierre automático, en el salpicadero. Incluso antes de introducir la llave de contacto. Puertas bloqueadas. Arranco y comienzo la maniobra para salir del estacionamiento. Si bien antes, echo un último vistazo al Club de los Cinco ─o quizá seis─ y su adorable perrito.

¿Quién dijo miedo?




 

 

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