Hoy es un día especial, no tecleo con la taza quijotesca a mi vera. Sustituí el café por un caldo que sorbo, a ratitos, de un bol amarillo. Sopa de calabaza. Un pequeño homenaje a Erika, que la adoraba: Edimburgo, anochece temprano, último día de octubre; luz mortecina entrando por el ventanal del living; chimenea eléctrica con sus falsos tronquitos incandescentes; aroma de calefacción, pan tostado y mantequilla. “Así huele la felicidad”, me decía yo, todo moñas (antes de que la realidad ─que negaba ver─ tirase a dar. Pero esa es otra historia, más triste que terrorífica).
Tal noche de Halloween, les decía, Erika narraba leyendas,
en perfecto castellano, y luego nos acostábamos, abrazados bajo el duvet,
muertos de miedo. Su amiga Kate, también neozelandesa ─con quien realizó un viaje por
el norte de España─ una noche de estrellas, luna y hoguera le contó la
historia de Marquitos, un niño riojano de un pueblecito en la sierra de
Cameros. Y Erika la compartió conmigo:
─El mes de octubre, del año mil novecientos ochenta y uno, llegaba
a su fin ─comenzó,
teatrera.
Ante mi risotada, su dulce voz tornó seria, profesional,
tirando a siniestra:
“… Marquitos ya lo había decidido, quizá fuera la primera
decisión seria que tomaba en su vida. La primera decisión de sus nueve años,
casi diez. En realidad, eran dos decisiones, una consecuencia de la otra. La
primera: iba a aceptar El Reto, harto ya de Manuel que no hacía sino burlarse
de él y llamarle enano y cosas peores. Manuel le llevaba tan sólo un año, pues
había repetido curso, pero era grande como un torreón, lucía pelusilla en el
bigote y parecía mucho mayor. La segunda ocurriría la noche de su cumpleaños ─el
treinta y uno de octubre─ tras todas las celebraciones, le diría a su madre que no
le llamara Marquitos nunca más: ya era un hombre, un chico mayor de diez años; sería
Marcos para todo el mundo. Lo recalcaría con el hecho de no darle, a partir de
entonces, el beso de buenas noches. Esto, por dentro, le daba más miedo incluso
que El Reto y, sobre todo, pena. Le hacía temblar un poquito, notaba mariposas
en el estómago, porque, secretamente, le encantaba dar besitos a su madre y que
ella le hiciera mimos. Pero debía ser fuerte, en unos días sería mayor. Diez
años, dos cifras, nunca más dejaría que le llamaran con diminutivo.
─¡Está decidido! ─dice, tratando de infundirse valor.
Lo que ignora Marquitos es que la noche elegida su madre
derramaría lágrimas, también bajo secreto, después del no beso, y se aferraría
a la almohada como nunca antes lo hizo. Y se acordaría de aquel feriante
esmirriado que le robó el corazón durante las fiestas del pueblo hace diez
años, dejándole un regalo que mantuvo envuelto en su interior durante nueve
meses. Él nunca llegó a saberlo, se fue en busca de otros festejos, de otras
muchachas. Para qué tratar de localizarlo. Ella sola podría con todo. Para más
inri, el niño salió clavado al padre: flacucho, pelirrojo y con pecas alrededor
de la nariz, incluso el remolino del flequillo era marca de la casa. Con dicho
aspecto, podría haber nacido en Escocia, pero el padre era natural de Cádiz. Por
el contrario, mostraban caracteres totalmente opuestos: el padre, dicharachero,
valiente y fanfarrón, poseía aquella gracia innata que la conquistó. Su hijo, callado,
temeroso y humilde y, temía ella, soso para las mocetas. Una broma del destino.
En parte, sentía cierta carga de culpa, la ausencia de la figura paterna hizo
que ella lo cubriera de besos, carantoñas y una coraza invisible. Y el pobre
salió flojo, como decían en el pueblo.
Pero, sobre todo, a su mente acudía la figura del mejor
amigo de Marquitos:
─¡Maldito seas, Manuel Torrecilla! ¡Maldito seas! ─dijo
entre dientes antes de dormirse.
Sabiendo que sólo él cabía ser el motivo de tal decisión. El
muchacho artífice, entre otras hazañas, de contar a su chiquillo que los Reyes
Magos en realidad eran los padres: “En tu caso, tu mami”, añadió el monstruito.
Sin embargo, sabía que no era justa con el chaval, el mejor amigo de su hijo,
leal como un perro, siempre protector, aunque con pocas luces.
Manuel había contado a su amigo un chisme jugoso, uno de
tantos en un pueblo de escasos habitantes y largos inviernos. Decía que los
mayores ─de
octavo curso─
solían saltar el muro del cementerio la noche de Jálogüin (una fiesta de
los americanos, decían, que aparecía en las películas y empezaba a tomar
forma en España). En el interior, recorrían las tumbas, la mayoría de la vieja
usanza, en la tierra negruzca y húmeda característica de la zona, aunque, según
el alcalde, pronto añadirían nichos de cemento, “de los modernos”, fueron sus
palabras, algo eufóricas, como si el sepelio fuera parte del programa de las
fiestas patronales.
Entonces, continuó Manuel, gastaban bromas y se escondían,
tratando de asustarse unos a otros, y al final, cansados de semejante conducta
infantil, decían, fumaban unos pitillos y miraban fotos de revistas con tías
en bolas. Manuel, con ojos brillantes, dijo que una de esas revistas permanecía
escondida, tras una lápida resquebrajada, al fondo del recinto, cubierta por
una piedra grande y plana, junto a un paquete de Ducados y un encendedor de
plástico amarillo, “según mis fuentes ultra secretas”, añadía para darse
importancia. Y él conocía el nombre y apellidos del difunto que yacía en
aquella fosa.
El Reto consistía en saltar la tapia del cementerio durante
la noche de Halloween, antes del toque de queda impuesto por sus madres a las
diez de la noche por ser una “fiesta especial”, aunque a ellas no les hacía ni
pizca de gracia la mamarrachada yanqui, lo veían como una ofensa contra la
sagrada fecha próxima: Todos los Santos.
El Reto: superar la barrera de piedra, localizar la tumba,
fumar un cigarrillo entre los dos (Manuel le decía que no tendría agallas a dar
una mísera calada, que él ya sabía fumar, que le birlaba Güinstons
a su tío Alfredo durante las comidas familiares). Y por supuesto, ver el
contenido de aquella revista. Las rodillas de Marquitos temblaban sólo de
imaginarlo, temeroso de acabar en el infierno y al mismo tiempo excitado: ¿qué
contendrá? ¿habrá sólo tetas? ─ya ha visto alguna, siempre de soslayo,
en el calendario del taller de Tino, que les permite inflar los neumáticos de
las bicis─
¿o mostrará ESO también… lo de abajo?
Aquella noche, la luna, perezosa, apenas iluminaba; los dos
amigos portaban una pequeña linterna y sendos verdugos de color marrón oscuro ─no
tenían negros─ que decidieron quitarse porque no hacía frío y parecían
estúpidos. “Con jersey negro y pasamontañas, si nos preguntan, diremos que
vamos disfrazados de atracadores de bancos. Aunque mi padre dice que los que
producen terror son los banqueros”, fueron las palabras de Manuel. “De esta,
terminamos en el cuartel”, respondió Marquitos.
Trepar la pared fue más sencillo de lo esperado, había una
parte del muro algo dañada y utilizaron las hendiduras de apoyo: primero
Marquitos, empujado por su amigo, después escaló Manuel sin ninguna dificultad,
quizás metido en el papel de forajido.
Una vez sobre el muro era otro cantar. Ambos a horcajadas,
Manuel le muestra cómo debe cruzar la pierna izquierda para quedar sentado de
cara al cementerio, los pies colgando, las manos apoyadas en el borde. A
Marquitos le pareció que aquello había crecido, imposible que la pared que
escaló fuera tan alta. Además, no había agujeros al otro lado para ayudar en el
descenso.
─¡Ahora, salta sin mirar! ─dijo Manuel ─y
no olvides doblar las rodillas al aterrizar o te harás daño.
─Ehh, está muy alto…
─¡Vamos, no seas nenaza! ¡Acabas de cumplir diez años,
macho!
Y ya no recuerda nada más, Marquitos. Algo muy extraño.
Ahora se halla en el aula, sus compañeros sentados,
cabizbajos, dibujan en el bloc de tapa azul oscuro. Huele a mina de lápiz y a
ceras. Le encanta ese bloc, y la textura recia de sus hojas grandes y blancas. Es
raro, porque la clase de Dibujo siempre rezuma entusiasmo, a todos gusta, y la Seño
da algo de manga ancha en cuanto al comportamiento (no pone Falta a no ser que
la burrada cometida sea muy gorda) pues sabe que andan excitados. La señorita
Magdalena está sentada a su mesa, sobre la tarima. En silencio, con la mirada
perdida.
Marquitos recorre el pasillo entre los pupitres. Se nota
extraño, camina ligero, como si lo hiciera sobre césped mullido (el césped del
Bernabéu, piensa incongruente; siempre soñó visitarlo). ¿Y la cabeza? Siente
cierto malestar, tal vez esté incubando algo, como suele decir mamá. A lo que
añadiría: “Tienes unas décimas, cariño”, colocando la mano sobre su frente; un
contacto cálido y suave que ahora se le antoja distante ─en el tiempo─ y
cercano a la vez. Se sorprende añorándola, como si no la hubiera visto desde
hace muchos días. Algo absurdo. Observa todo ligeramente difuso, como si fuera
a sufrir un mareo de inmediato. Lleva consigo la bolsa de plástico transparente
llena de dulces: botellitas de Coca cola, Sugus, ladrillos de regaliz rojo,
nubes, palotes y algún chupachús… Rompió la hucha para comprarlos, y mamá,
orgullosa por el gesto, le dio una buena paga de cumpleaños y ayudó en la
preparación de la bolsa. Desea obsequiar a sus amiguitos por su décimo
aniversario. Mamá estuvo radiante todo el día, pero él sabe que mañana sus ojos
mudarán tristes, cuando ambos acudan al cementerio ─como cada primero de Noviembre─ a
poner flores a los abuelos.
Resulta curioso, a su mente viene un recuerdo muy real, muy vívido
diría la señorita Magdalena (apuntó la palabra en su libreta de Vocabulario):
la abuela, sonriente, le espera con los brazos abiertos, y él corre hacia ella.
Detrás, el abuelo parece algo triste. Cuesta distinguir todo esto porque tras
ellos la luz es muy intensa.
Ve a su mejor amigo, Manuel. Ocupa el pupitre habitual
situado en la última fila, como buen malote. Éste agarra el lapicero con todo
el puño y dibuja sobre la hoja un círculo casi perfecto. Traza y traza una
gruesa línea con ímpetu, como si pretendiera horadar el bloc y atravesar la
superficie del escritorio; de hecho, está traspasando la página. Una película
húmeda empaña sus ojos, enfocados en la tarea. Marquitos se acerca a él, posa
los dedos en la parte posterior del cuello, con la intención de apaciguarlo, de
sacarlo del extraño estado que los adultos llamarían ‘trance’ (no tiene ni idea
por qué sabe esto). También desea transmitirle un mensaje, que tienen un asunto
pendiente… Sin embargo, al rozar la piel de su amigo, siente una especie de
calambre y rápidamente retira la mano. Permanece a su lado confuso, más todavía
si ello fuera posible. Entonces, inclina su rostro, acerca los labios al oído
de su amigo y le susurra lo que vino a recordarle.
Nadie ha levantado la cabeza. Todos ignoran la bolsa de
chuches, algo insólito. Incluso el propio Marquitos, tal vez debido a la
febrícula o seguramente por los nervios ─siempre le incomodó enfrentarse a toda la
clase─ cuando bajó la vista, tampoco la vio. Tan sólo su mano, agarrando
la nada, una mano traslúcida. No, definitivamente hoy no está muy católico.
Otra de las frases de mamá.
Manuel sí que recuerda todo, en realidad no puede olvidar. A
pesar del tiempo transcurrido no cesa de escuchar su propia voz, cada mañana,
cada noche al acostarse, dentro de su cabeza:
─¡Vamos, salta, no seas nenaza! ─dijo, al tiempo que le daba
una palmada en la espalda.
“Fue un accidente, Manuel. Tú no tuviste la
culpa”, le repite la psicóloga en cada sesión, desde hace un año. Recalca su
nombre, creyendo que así surtirá efecto sanador. Pero él no cesa de pensar que
le dio demasiado fuerte en la espalda, con esa manaza que tiene de trabajar en
el campo con su padre; y el pobre Marquitos, tan delgadito, tan poca cosa, con
esos bracitos siempre portando un libro, su mejor amigo. Lo ve caer de cabeza, en
la oscuridad, ni siquiera gritó, cayó como un gorrioncito desde una rama. Quiso
demostrarle, hasta el final, que ya era mayor, que era valiente, piensa Manuel,
mientras gira y gira y gira el maldito lapicero, cuya mina apenas sobresale la
madera.
Entonces lo nota. Siente algo frío y húmedo sobre la nuca.
Iza la vista del pozo negro en la hoja. Se estremece. No hay nadie junto a él. La
Señorita continúa sentada, fija la mirada sobre un libro abierto, hace siglos
que no ha pasado la página; tampoco se ha levantado para seguir la evolución de
sus dibujos; ni siquiera los vigila porque los sabe a todos callados,
difuminando lágrimas con el algodoncito sobre la hoja. Todos dando lo mejor en
la tarea, una tarea especial: un dibujo dedicado a su compañero, Marquitos, que
falleció justo hace un año tras un terrible accidente.
El escalofrío se convierte en terror, cuando escucha un
susurro junto a él. Una voz aguda y familiar que sabe no salió de su mente:
─El Retooo.
Se levanta y sale corriendo de la clase.
─¡Manuel, adónde vas? ¡Manuel! ─levanta la cabeza la Señorita
Magdalena.
Aquella noche, Manuel queda dormido con la luz de la mesilla
encendida. Su madre no pregunta el porqué, se ha cansado de preguntar, de verle
sufrir, todo un año ya. Apaga la lámpara porque es barata y se recalienta. Da
un beso en la frente del mocetón en quien apenas reconoce a su pequeño. También
se cansó de llorar por él. “¡Puta vida!”, dice por lo bajini y de inmediato se
persigna, mero acto reflejo porque continúa enfadada con Dios y no pisa ya la
iglesia.
Algo despierta a Manuel, la somnolencia le impide saber de
qué se trata al principio. Se frota los ojos, el cuarto está oscuro, tan sólo
algo de luz entra por los agujeros de la persiana debido a la farola de la
calle. El reloj de muñeca que descansa sobre la mesilla (tiene lucecita verde
porque es digital, moderno) marca las 2:17 de la madrugada. Entonces cae
en la cuenta de qué le ha despertado. No fue simple ruido; es un sonido
modulado que continúa envolviéndolo todo. Una melodía que procede del exterior.
Se trata del Cumpleaños Feliz que proviene de los altavoces del patio de
la escuela, a dos casas de distancia. Un escalofrío recorre todo su cuerpo.
Nervioso, deja caer el reloj al suelo. Entonces repara en el olor. ¿A qué huele?,
se pregunta frunciendo la nariz. Es un aroma conocido, húmedo, fuerte, oscuro.
Le recuerda al rincón sombrío de la huerta, donde la hierba muere junto al
muro. Huele a musgo y tierra. ¿Cómo es posible? La ventana está cerrada. La
oscuridad comienza a ser asfixiante; siente algo más, como si fuera observado
desde la penumbra. Una presencia. “¡Mamááá!”, grita, pero apenas emite un hilo
de voz. Con mano temblorosa tantea la mesilla, ¿dónde está el maldito
interruptor de la lámpara?, entonces, los dedos tropiezan con algo. Algo
singular. Un objeto fuera de sitio. Un cilindro que no logra identificar. Pero
hay algo más, nota las yemas de los dedos húmedas, impregnadas de una sustancia
tan familiar, tan mundana y tan fuera de lugar que se niega a reconocer.
Por fin, de un manotazo enciende la luz.
Sobre la mesilla, junto al interruptor, hay un mechero de
plástico amarillo… en posición vertical… sucio de la misma tierra húmeda y
negra que pringa sus dedos.
Entonces escucha el lamento que nace de la profundidad del
rincón:
─El Retooo ─ dice la voz ligera de su amigo.”
…
Erika queda en silencio… clava sus ojos verdes, muy
abiertos, sobre los míos.
Rompemos a reír de puro terror, y tras abandonar los tazones
con restos de crema de calabaza en el fregadero, nos sumergimos bajo el plumón,
en la penumbra del dormitorio, sin atrevernos a sacar la cabeza.

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