¿Qué tendrán los hospitales? Algo sucede cuando abandonas uno, ya sea después de visitar a un familiar, sufrir una operación o tras una simple revisión tipo ITV como la de los coches. Te dan el okey para otro año y te obsequian con una pegatina en forma de próximo volante (gracias a Dios no te lo pegan en la frente a modo de parabrisas). Y, siniestro, me pregunto: ¿quién quedará fuera de circulación primero: mi viejo y saludable utilitario o un servidor?
Algo sucede, como si ahí dentro recibieras un chute de
sensibilidad. Sales atravesando la puerta giratoria con una carga emocional
importante. El Sísifo con el pedrusco esférico, un mero aficionado, te dices.
No es casualidad que afuera, frente a la puerta, te asalten ─por
arma una sonrisa─ voluntarios, portafolios y bolígrafo en mano, requiriendo
una firmita ─con
su correspondiente cuota mensual─ para ayudar a víctimas de guerra,
refugiados, hambrientos, los sin techo, y otros desgraciados del planeta. Me
recuerda, con tristeza, a cuando estás batallando con los langostinos ─pela
que te pela─
en Nochebuena y desde el televisor te miran niños con el vientre hinchado, un
montón de moscas alrededor y un maldito número de teléfono con rojos dígitos,
palpitantes, a punto de saltar de la pantalla y amerizar en el bol de mayonesa.
Todo estudiado, calculado, medido con escuadra y cartabón para que te sientas
culpable.
Sales del hospital y tu conciencia tira con bala. Soy
afortunado, estoy sano, mi familiar saldrá de esta, me sellaron el volante para
otro año… y hay niños bajo los escombros de sus casas destruidas por las
bombas…
Y ante esto, dos opciones, incluso tres: A) firmas con una
sonrisa (sin pensar en presupuestos, facturas, bajo salario, vivienda imposible
y otras bobadas); B) pasas de largo mientras por lo bajini te cagas en todos
los muertos de los responsables de tales tragedias y en los de aquellos ─Gobiernos
y poderosos─
que se reúnen para “tratar el tema” en mesas de caoba, asientos de cuero,
mientras degustan caviar y cava, soltando carcajadas entre eructo y eructo,
poseedores de la capacidad para terminar con guerras, hambrunas y demás
horrores, los hijosdelagranputa (disculpen mi francés); y C) firmas y, a
continuación, te ciscas.
Hubo suerte, debían de estar en su break los chicos
de las carpetas.
Aun así, el estado emocional sigue latente. Paseo tocado,
pensando en todas estas cosas.
Camino para airear mente y conciencia. Recorro una de las
aceras amplias de la gran avenida (cuatro carriles de circulación; railes de
tranvía; bici-carril; senda para peatones; bicicletas y patinetes esquivando
peatones por las aceras; corredores con prendas de color fosforito; paseadores
de ancianos y canes… una locura).
Entre pensamiento y pensamiento, algo llama mi atención.
Hay un coche sobre la vía del tren.
Es un automóvil gris, de tamaño considerable, un modelo
obsoleto, no menos de veinticinco sellos en su Permiso de Circulación. Parece
atravesado fuera de la calzada, sobre la mediana, junto a una señal de tráfico.
De hecho, juraría que toca el poste con la parte frontal. La escena transcurre
al otro lado de la carretera, de los cuatro carriles, que tendría que atravesar
(semáforo mediante) si decidiera echar un vistazo de cerca.
No puedo resistir, me acuerdo del gato, de la curiosidad y
todo aquello, pero el interruptor sensiblero marca ON desde que salí del
hospital.
La fortuna giña un ojo: brilla verde el muñeco del semáforo,
invitándome a cruzar; sonrío ante la asociación que hace mi cerebro: Green
man!, green man!, green man!, repetían mis pequeñuelos en Edimburgo, con
voz de pajarito, cuando los sacábamos de excursión.
Cruzo.
En efecto, el parachoques delantero toca, con levedad, la
base de la señal. No se aprecian daños. Se halla con el motor parado. ¿Estará
abandonado? ¿Habrá sido robado por sus ocupantes para atracar un banco?...
Jorge, ya basta, abronco a mi yo peliculero. Sin embargo, no está sobre la vía,
el efecto óptico debido a la distancia me hizo la jugarreta. De todos modos, si
viniera un tren golpearía parte del frontal que invade el espacio de la vía.
Hay alguien dentro, una silueta.
Miro alrededor. Nadie para. Nadie mira. Nadie investiga. A
nadie le importa un carajo. Como si no existiera un coche enorme cruzado sobre
el pavimento e invadiendo la vía del tren. Un coche gris en un día soleado.
Me siento como el Armstrong aquel pisando la Luna. Solo,
perdido y curioso.
La ventanilla del piloto se baja al acercarme. No pude ver
su interior porque los rayos del sol reflejaban sobre el cristal. “Ahora, ahora
es cuando aparece el cañón de una pistola y me descerrajan tres tiros: por
cotilla, por ingenuo y por gilipollas”. Me digo.
Nada de eso sucede, claro.
Tras el volante, una mujer de raza negra, de unos cuarenta
años. Luce un peinado a base de trencitas de color amarillento y violeta,
pegadas al cráneo, peinadas hacia atrás. Rostro ancho y redondeado, pómulos
marcados. Frente con surcos de preocupación, nariz ancha y plana, salteada con
pequeñas manchas solares; ojos grandes y oscuros que arrojan una mirada
nerviosa, con un puntito de miedo. Goterones de sudor recorren la sien del
perfil que contemplo. Sus manos tiemblan sujetas al volante.
─Hola, ¿se encuentra bien? ─digo, sintiéndome un tanto
ridículo. No, no se encuentra bien.
No responde, tal vez en estado de shock, mas no parece
herida. Repito la pregunta, tuteándola y añado:
─¿Necesitas ayuda?
Ignoro si chocó con la señal por despiste, sufrió un mareo,
o decidió que era buena idea aparcar ahí mismo, harta de la ciudad anti coches.
Al fin, gira su rostro.
─Se paró. No arranca. Es caprichosa… ─dice,
con voz ronca, a modo de telegrama.
Tardo unos segundos en asociar el adjetivo femenino con el
vehículo, ese ‘caprichosa’. No es un carro sino SU carroza. Esperemos
que el conjuro de nuestro cuento no caduque a las doce del mediodía, en vez de
la noche, y dicha carroza no se convierta en gigantesca calabaza de
pre-Halloween. Más que nada porque son las 11:57, según el reloj de la cercana
parada de bus.
La mujer explica que suele ocurrir, que la pobre está viejita
y temperamental ─dice con cariño─, que en seguida arrancará, cuando se
le pase el disgusto. De acuerdo, tal vez esté poniendo palabras distintas en su
boca. Pero de tal modo las interpreté.
¿Y la Policía?, pienso. Deben de estar haciendo el rodaje a
los impecables coches patrulla de alta gama recién adquiridos. O tal vez anden
persiguiendo a los chavales de coche tuneado, reguetón, trompos y litronas, allí
por los polígonos industriales: donde se encuentra el meollo de la
criminalidad, como todos ustedes saben.
Una mujer se acerca. Empuja una silla de ruedas con anciano
incluido. Saluda, pregunta, ofrece su ayuda. Entre los dos, y la conductora al
volante, empujón aquí, empujón allá, logramos sacar el coche de la zona de
riesgo. El anciano espera paciente y observa la escena a modo de teatrillo
callejero. Espero que la cuidadora haya puesto freno a la silla, no se nos
acumulen los incidentes.
Por fin, el Séptimo de Caballería, me digo cuando veo llegar
a los policías urbanos. Retazos de la infancia emergen del cajoncito mental que
guarda lo imborrable: el viejo cine del pueblo, la chavalería en el gallinero,
butacas y suelo de madera. Pateábamos éste con frenesí ─para enojo del revisor─
cuando en la peli “de indios y vaqueros” acudía al rescate el Séptimo de
Caballería, al galope, toque de corneta ─que todavía resuena dentro de mí─,
banderines al viento, capitán con espada en ristre… sin saber, inocentes, que
jaleábamos a los malos.
La Caballería, nunca mejor dicho: dos agentes sobre sus
cabalgaduras con ruedas.
El más adelantado frena la moto a nuestra altura. Ni
siquiera se baja:
─¿Qué pasa! ─gruñe serio, rozando el enfado, a modo
de saludo. Demasiado gym y poco carbohidrato.
Moreno. Pelo demasiado largo que sobresale del casco. Barba
a lo George Michael. Gafas de espejo (“Cuánto daño causó Thelma y Louise”,
pienso), bíceps embrutecidos y pintados. La omnipresente banderita autonómica
sobre la manga corta del uniforme.
Le miro a los ojos, que adivino tras las lentes. Se me
ocurren mil posibles respuestas, y una reflexión: ¿El brazo fuerte de la Ley
era esto? Callo, que dicen me favorece. Un “Buenos días, caballero” hubiera
bastado, me digo. Por estos lares, uno se sorprende añorando a los motoristas
de la Benemérita.
Continúa sin bajarse de la moto, pie ─bota negra─
sobre el asfalto.
Entonces, se obra el milagro. La caprichosa cede, superado
el mal trago. El coche arranca. La carroza continuará su viaje sobre una senda
luminosa en forma de asfalto. Alcanzará su destino antes de que el efecto del
conjuro desvanezca.
─Nada. Todo arreglado ─digo al tipo que cobra por
Ayudar al ciudadano.
Al menos, entre Michael y su compañero, facilitan la
maniobra de salida, regulando el tráfico.
─¡Gracias! ¡Muchas gracias! ¡Gracias! ─pierdo
la cuenta del número de veces que la conductora nos agradece el granito de
arena. La sonrisa, aún trabada, las arrugas de la frente tornando lisas, la
mirada intensa y un tanto húmeda… y su voz. Esa voz que parecía surgir del
interior de un volcán caribeño.
Todo ello templa mi tensión emocional. Deber cumplido, me
digo, cual superhéroe sin capa ni máscara. Entonces, rememoro otros tiempos de
infancia ─más
inocencia, más ingenuidad─ cuando durante los cursillos de catequesis ─próxima
nuestra Primera Comunión─ la formadora nos pedía, como deberes: “Este fin de semana
tenéis que hacer una Bondadosa Obra al Prójimo”. Eso decía, la buena mujer.
Adultos ya, la dificultad estriba en hallar quién lo merezca.
Algo sucede con los hospitales. Sales de ellos envuelto en un
aura de bondad que la rutina, el mañana, la ciudad, y el pasado mañana se
encargan de disipar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Su opinión me interesa