martes, 21 de octubre de 2025

F229 - Carroza caprichosa

¿Qué tendrán los hospitales? Algo sucede cuando abandonas uno, ya sea después de visitar a un familiar, sufrir una operación o tras una simple revisión tipo ITV como la de los coches. Te dan el okey para otro año y te obsequian con una pegatina en forma de próximo volante (gracias a Dios no te lo pegan en la frente a modo de parabrisas). Y, siniestro, me pregunto: ¿quién quedará fuera de circulación primero: mi viejo y saludable utilitario o un servidor?

Algo sucede, como si ahí dentro recibieras un chute de sensibilidad. Sales atravesando la puerta giratoria con una carga emocional importante. El Sísifo con el pedrusco esférico, un mero aficionado, te dices. No es casualidad que afuera, frente a la puerta, te asalten por arma una sonrisa voluntarios, portafolios y bolígrafo en mano, requiriendo una firmita con su correspondiente cuota mensual para ayudar a víctimas de guerra, refugiados, hambrientos, los sin techo, y otros desgraciados del planeta. Me recuerda, con tristeza, a cuando estás batallando con los langostinos pela que te pela en Nochebuena y desde el televisor te miran niños con el vientre hinchado, un montón de moscas alrededor y un maldito número de teléfono con rojos dígitos, palpitantes, a punto de saltar de la pantalla y amerizar en el bol de mayonesa. Todo estudiado, calculado, medido con escuadra y cartabón para que te sientas culpable.

Sales del hospital y tu conciencia tira con bala. Soy afortunado, estoy sano, mi familiar saldrá de esta, me sellaron el volante para otro año… y hay niños bajo los escombros de sus casas destruidas por las bombas…

Y ante esto, dos opciones, incluso tres: A) firmas con una sonrisa (sin pensar en presupuestos, facturas, bajo salario, vivienda imposible y otras bobadas); B) pasas de largo mientras por lo bajini te cagas en todos los muertos de los responsables de tales tragedias y en los de aquellos Gobiernos y poderosos que se reúnen para “tratar el tema” en mesas de caoba, asientos de cuero, mientras degustan caviar y cava, soltando carcajadas entre eructo y eructo, poseedores de la capacidad para terminar con guerras, hambrunas y demás horrores, los hijosdelagranputa (disculpen mi francés); y C) firmas y, a continuación, te ciscas.

Hubo suerte, debían de estar en su break los chicos de las carpetas.

Aun así, el estado emocional sigue latente. Paseo tocado, pensando en todas estas cosas.

Camino para airear mente y conciencia. Recorro una de las aceras amplias de la gran avenida (cuatro carriles de circulación; railes de tranvía; bici-carril; senda para peatones; bicicletas y patinetes esquivando peatones por las aceras; corredores con prendas de color fosforito; paseadores de ancianos y canes… una locura).

Entre pensamiento y pensamiento, algo llama mi atención.

Hay un coche sobre la vía del tren.

Es un automóvil gris, de tamaño considerable, un modelo obsoleto, no menos de veinticinco sellos en su Permiso de Circulación. Parece atravesado fuera de la calzada, sobre la mediana, junto a una señal de tráfico. De hecho, juraría que toca el poste con la parte frontal. La escena transcurre al otro lado de la carretera, de los cuatro carriles, que tendría que atravesar (semáforo mediante) si decidiera echar un vistazo de cerca.

No puedo resistir, me acuerdo del gato, de la curiosidad y todo aquello, pero el interruptor sensiblero marca ON desde que salí del hospital.

La fortuna giña un ojo: brilla verde el muñeco del semáforo, invitándome a cruzar; sonrío ante la asociación que hace mi cerebro: Green man!, green man!, green man!, repetían mis pequeñuelos en Edimburgo, con voz de pajarito, cuando los sacábamos de excursión.

Cruzo.

En efecto, el parachoques delantero toca, con levedad, la base de la señal. No se aprecian daños. Se halla con el motor parado. ¿Estará abandonado? ¿Habrá sido robado por sus ocupantes para atracar un banco?... Jorge, ya basta, abronco a mi yo peliculero. Sin embargo, no está sobre la vía, el efecto óptico debido a la distancia me hizo la jugarreta. De todos modos, si viniera un tren golpearía parte del frontal que invade el espacio de la vía.

Hay alguien dentro, una silueta.

Miro alrededor. Nadie para. Nadie mira. Nadie investiga. A nadie le importa un carajo. Como si no existiera un coche enorme cruzado sobre el pavimento e invadiendo la vía del tren. Un coche gris en un día soleado.

Me siento como el Armstrong aquel pisando la Luna. Solo, perdido y curioso.

La ventanilla del piloto se baja al acercarme. No pude ver su interior porque los rayos del sol reflejaban sobre el cristal. “Ahora, ahora es cuando aparece el cañón de una pistola y me descerrajan tres tiros: por cotilla, por ingenuo y por gilipollas”. Me digo.

Nada de eso sucede, claro.

Tras el volante, una mujer de raza negra, de unos cuarenta años. Luce un peinado a base de trencitas de color amarillento y violeta, pegadas al cráneo, peinadas hacia atrás. Rostro ancho y redondeado, pómulos marcados. Frente con surcos de preocupación, nariz ancha y plana, salteada con pequeñas manchas solares; ojos grandes y oscuros que arrojan una mirada nerviosa, con un puntito de miedo. Goterones de sudor recorren la sien del perfil que contemplo. Sus manos tiemblan sujetas al volante.

Hola, ¿se encuentra bien? digo, sintiéndome un tanto ridículo. No, no se encuentra bien.

No responde, tal vez en estado de shock, mas no parece herida. Repito la pregunta, tuteándola y añado:

¿Necesitas ayuda?

Ignoro si chocó con la señal por despiste, sufrió un mareo, o decidió que era buena idea aparcar ahí mismo, harta de la ciudad anti coches.

Al fin, gira su rostro.

Se paró. No arranca. Es caprichosa… dice, con voz ronca, a modo de telegrama.

Tardo unos segundos en asociar el adjetivo femenino con el vehículo, ese ‘caprichosa’. No es un carro sino SU carroza. Esperemos que el conjuro de nuestro cuento no caduque a las doce del mediodía, en vez de la noche, y dicha carroza no se convierta en gigantesca calabaza de pre-Halloween. Más que nada porque son las 11:57, según el reloj de la cercana parada de bus.

La mujer explica que suele ocurrir, que la pobre está viejita y temperamental dice con cariño, que en seguida arrancará, cuando se le pase el disgusto. De acuerdo, tal vez esté poniendo palabras distintas en su boca. Pero de tal modo las interpreté.

¿Y la Policía?, pienso. Deben de estar haciendo el rodaje a los impecables coches patrulla de alta gama recién adquiridos. O tal vez anden persiguiendo a los chavales de coche tuneado, reguetón, trompos y litronas, allí por los polígonos industriales: donde se encuentra el meollo de la criminalidad, como todos ustedes saben.

Una mujer se acerca. Empuja una silla de ruedas con anciano incluido. Saluda, pregunta, ofrece su ayuda. Entre los dos, y la conductora al volante, empujón aquí, empujón allá, logramos sacar el coche de la zona de riesgo. El anciano espera paciente y observa la escena a modo de teatrillo callejero. Espero que la cuidadora haya puesto freno a la silla, no se nos acumulen los incidentes.

Por fin, el Séptimo de Caballería, me digo cuando veo llegar a los policías urbanos. Retazos de la infancia emergen del cajoncito mental que guarda lo imborrable: el viejo cine del pueblo, la chavalería en el gallinero, butacas y suelo de madera. Pateábamos éste con frenesí para enojo del revisor cuando en la peli “de indios y vaqueros” acudía al rescate el Séptimo de Caballería, al galope, toque de corneta que todavía resuena dentro de mí─, banderines al viento, capitán con espada en ristre… sin saber, inocentes, que jaleábamos a los malos.

La Caballería, nunca mejor dicho: dos agentes sobre sus cabalgaduras con ruedas.

El más adelantado frena la moto a nuestra altura. Ni siquiera se baja:

¿Qué pasa! gruñe serio, rozando el enfado, a modo de saludo. Demasiado gym y poco carbohidrato.

Moreno. Pelo demasiado largo que sobresale del casco. Barba a lo George Michael. Gafas de espejo (“Cuánto daño causó Thelma y Louise”, pienso), bíceps embrutecidos y pintados. La omnipresente banderita autonómica sobre la manga corta del uniforme.

Le miro a los ojos, que adivino tras las lentes. Se me ocurren mil posibles respuestas, y una reflexión: ¿El brazo fuerte de la Ley era esto? Callo, que dicen me favorece. Un “Buenos días, caballero” hubiera bastado, me digo. Por estos lares, uno se sorprende añorando a los motoristas de la Benemérita.

Continúa sin bajarse de la moto, pie bota negra sobre el asfalto.

Entonces, se obra el milagro. La caprichosa cede, superado el mal trago. El coche arranca. La carroza continuará su viaje sobre una senda luminosa en forma de asfalto. Alcanzará su destino antes de que el efecto del conjuro desvanezca.

Nada. Todo arreglado digo al tipo que cobra por Ayudar al ciudadano.

Al menos, entre Michael y su compañero, facilitan la maniobra de salida, regulando el tráfico.

¡Gracias! ¡Muchas gracias! ¡Gracias! pierdo la cuenta del número de veces que la conductora nos agradece el granito de arena. La sonrisa, aún trabada, las arrugas de la frente tornando lisas, la mirada intensa y un tanto húmeda… y su voz. Esa voz que parecía surgir del interior de un volcán caribeño.

Todo ello templa mi tensión emocional. Deber cumplido, me digo, cual superhéroe sin capa ni máscara. Entonces, rememoro otros tiempos de infancia más inocencia, más ingenuidad cuando durante los cursillos de catequesis próxima nuestra Primera Comunión la formadora nos pedía, como deberes: “Este fin de semana tenéis que hacer una Bondadosa Obra al Prójimo”. Eso decía, la buena mujer. Adultos ya, la dificultad estriba en hallar quién lo merezca.

Algo sucede con los hospitales. Sales de ellos envuelto en un aura de bondad que la rutina, el mañana, la ciudad, y el pasado mañana se encargan de disipar.

 

 


 

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