martes, 30 de septiembre de 2025

F227 - Menú del día (I)

“¡Por fin es vierneees!”, aullaba el locutor de radio en mis tiempos mozos. Tiempos de oficina, de trabajo sedentario ─fácil y aburrido─ y estudio nocturno. La UNED y todo aquello. Al escucharlo, un brote de energía inundaba todo mi ser, y en mi cabecita nacía la esperanza de que esa noche, entre cerveza y cerveza, surgiría el  comienzo de algo especial. Eran tiempos de aventura, de misterio, de copas, de bailes, de camaradería, de búsqueda del amor de mi vida. De topar con Ella… mas nunca la encontré.

Hoy es viernes, uno más, y lo único que anhelo es una dosis de silencio ─dichoso parón de: máquinas, gritos, bravuconadas, golpes, carcajadas insípidas, choque de cornamentas─, otra ración de sofá-serie ─¡yo te maldigo, creador de Netflix!─ a pesar de que la actual sea violenta, cruda, oscura, hedionda y carcelaria: la argentina El Marginal─ y al fin, para ejercer de contrapeso, dar un par de bocados a la novela de turno: un regalo, una bendición, una exquisitez que debe ser consumida poquito a poco, oncita tras oncita cual chocolate negro de alta pureza: Hamnet, de la norirlandesa Maggie O’Farrell. Gracias, amiga M. L.

De acuerdo, también forzaré un paseo.

Concluye una semana dura, entre bajas, vacaciones y desaparecidos en combate quedamos en cuadro. Las cajas, sobres, sacas, paquetes y demás parafernalia logística batallan contra los que permanecemos en el frente, entran a degüello, sin toma de prisioneros. Kilos y kilos y kilos de hostilidad. Los malditos envíos carecen de compasión. La gente compra por internet como si pasado mañana fuera a estallar la tercera, y definitiva, guerra mundial, y tuviera prisa, incapaz de concebir una muerte antes de probar el último modelo de teléfono móvil.

Lo último que me apetece, entablar mi propia guerra con cazos y sartenes, con cuchillos, espumadora y pelador de patatas. Lavar, trocear, rehogar, cocer, recoger, fregar. ¡Qué mal pagado esto de cocinar para uno mismo! Solución: Menú del Día. Primero, segundo, postre, pan y vino, a un módico precio. Algo tan nuestro, tan español, tan auténtico que debería ser declarado Patrimonio de la Humanidad.

Bar de barrio que abarca los cuatro palos de la baraja hostelera: desayuno, almuerzo, cena y alterne. Bar de barrio donde la calidad hace buenas migas con el precio. Bar de barrio donde las camareras aliñan los platos a base de simpatía, buen hacer y amabilidad. Mesas con su tapete individual de papel decorado, grandes ventanales que reciben al sol con brazos abiertos, un par de televisores completan el decorado sencillo de las paredes: canal deportivo que emite vistosas imágenes mudas para aquellos que comemos sin compañía.

Tras estudiar durante unos instantes el menú, tomo la decisión facilona. Hoy toca popurrí autonómico, me digo divertido: paella valenciana, bacalao a la vizcaína y crema catalana. Todo regado con vino tinto y gaseosa. Sé lo que están pensando: menudo riojano de pacotilla, mezclar el divino caldo con soda. Así lo creí yo también, en su día, antes de catar el contenido de una botella ─idéntica a la que tengo ante mí─, y comprobar que su creador bien podría ser primo hermano de Don Simón.

La sala se encuentra casi llena. Frente a mí ─bajo uno de los plasmas─ contemplo un matrimonio septuagenario que ataca el segundo plato junto a la que imagino su hija que rondará los cuarenta. El señor viste cómodo (este verano no acaba de irse): camisa de cuello abierto, bermudas de lino y tonalidad discreta. Ella, un vestido con estampado que da cierto color a su cabello blanquecino. La joven, camiseta negra de tirantes. Brazos tatuados. He reparado en ellos (dejando un rato a Marc Márquez, Alcaraz y compañía) porque algo no va bien. Lo noto en sus miradas, en el repentino silencio, en los ademanes. De repente, el padre detiene el tenedor a medio camino de la boca, la muchacha mira a su derecha, hacia la madre, cesando a su vez de comer. La señora eleva la vista al frente, sus ojos parecen buscar algo en el aire. Acompaña el gesto con las manos, libres ya de cubiertos.

Sin saber por qué, quizás por solidaridad, dejo de masticar y apoyo, con cuidado, cuchillo y tenedor sobre el mantelito de papel.

La hija se levanta:

─¿Mamá!

La madre no la mira, como si estuviera ocupada tratando de pasar el trance, sin ayuda, buscándose las alubias como hizo toda la vida. Se lleva los dedos a la boca ─índice y corazón─, gesto que la rejuvenece, en un amago de provocarse el vómito, cual quinceañera de botellón. La hija se acerca, trata de tranquilizarla. No parece sufrir atragantamiento, tan sólo desea aliviar el malestar. Malestar que hurta el color de su rostro.

Mi lado oscuro, ese lado egoísta, frívolo y de atrofiada empatía, ruega que no vomite.

Para entonces la escena está en hora de máxima audiencia. Las conversaciones cesan, Alcaraz se desvanece, dos camareras acuden prestas. Una de ellas porta un cubo de plástico transparente (quizás en otra vida contuvo helado, pepinillos o chuches). Cubo que trae su porción de recuerdos: me veo a mí mismo (hace unas semanas) sujetando la frente de una amiga, al tiempo que ella encara un cubo similar, sujeto en su regazo por manos pálidas y temblorosas, vertiendo en su interior sapos y culebras con el aroma característico: Eau de Potè. Otra comida, otro restaurante. Celebración interrumpida, postres abandonados a media asta, copas en el limbo de las copas, nunca fueron pedidas, cuanto menos ingeridas. Urgencias, vial, analítica, esperas, todo el paquete completo.

─Le habrá sentado algo mal ─dice un comensal a mi espalda.

Mi sección paranoica ─con un empujoncito del sector aprensivo─ contempla el plato ante mí: el arroz a medio comer, las carcasas de los bichos marinos devorados. Incluso logra ver, a través de la puerta cerrada y opaca, el pescado que preparan en la cocina para mi segundo plato.

Cierro los ojos y sigo comiendo.

Un cliente cercano se levanta, móvil en mano. Habla con la joven, ofreciéndole el aparato. Ésta lo acepta, agradecida, y conversa en tono bajo. Solicita una ambulancia, supongo yo al igual que todos.

Tienden a la señora sobre un banco corrido acolchado, junto a la pared. La hija levanta sus piernas en perfecto ángulo recto con el torso. Tan sólo verlo duele, yo que tengo  la flexibilidad de un Airgam Boy. La joven se maneja con pericia profesional, mientras con una mano sujeta las piernas apoyadas en su pecho, con la otra evita que el bajo del vestido se deslice y deje demasiado a la vista. Esto último lo hace con el cariño y delicadeza que sólo una hija puede mostrar. Sin embargo, las maneras parecen profesionales, como si fuera médico o enfermera, o al menos se hubiera presentado a una Oposición para un puesto sanitario. Sabe lo que hace.

Alcaraz sonríe, de aquella forma traviesa, pícara, con ese horrible corte de pelo rubio pollo (parece Diosito, uno de los protas de la serie de prisiones, pero a salvo de las tres emes: maldad, mala leche y, por supuesto, marginalidad). Marc Márquez compite con su propia sonrisa, imparable, buscando el retorno ansiado a lo alto del cajón mundial. ¡Qué envidia la determinación, el arrojo, la confianza en sí mismos! Para contrarrestar, un ruso de nombre impronunciable destroza la raqueta contra el suelo.

A mi diestra, una joven pareja ocupa otra mesa. Ella se encuentra embarazada en grado superlativo. Vamos, que la barriga es enorme. Él la contempla embelesado. Sonríe, le coge de la mano. De repente, ella la retira y la lleva al vientre. Su rostro se contrae, el entrecejo, la nariz, los labios, todo. El muchacho deja de sonreír. Susurra algo que no alcanzo a escuchar.

Mi lado oscuro y egoísta vuelve a la carga. “No, no, por favor, que no se ponga de parto aquí y ahora. Con una ambulancia por servicio tenemos suficiente”.

                                                                                                                                  (Continuará…)




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