Agotadas las existencias de café ─ni una mísera cucharada queda en el tarrito correspondiente─ justo hoy que tenía previsto contarles esta batallita, reflexiono sorprendido. Acostumbra a ser mi fiel escudero ─el café─ en estas lides juntando letras; siempre negro, sin azúcar, muy caliente en invierno, con hielo en verano. Quizás, algo dentro de mí, o una conspiración del universo ─estrellas alineadas y todo eso─ haya decidido que era el instante adecuado para carecer del oscuro brebaje. Tal vez, esta historieta necesitara de otro tipo de acompañante, té carmesí en un vaso rebosante de hielos ─el verano se agarra con uñas largas─ un té de aroma moruno y una brizna de sabor a jengibre. Veremos si funciona.
Aquella mañana elegí otra playa. Una desconocida hasta ahora
para mí. No queda lejos del pueblecito donde se encuentra el hotel, así que
decidí ir caminando, a través de la pequeña senda terrosa que se abre camino
entre la vegetación. Desde lejos la descubrí más concurrida de lo esperado,
pero no me importó. Tan sólo crucé los dedos para que existiera un chiringuito
con cerveza fría y bolsas de patatas fritas. Las costumbres son las costumbres.
Toallas extendidas, sombrillas, colchonetas, tumbonas, niños
corriendo, parejas jugando al pádel de playa (con esas raquetas de madera);
señoras metiéndose en el agua a cachitos, ahora tobillos, ahora rodillas, un
poco las muñecas, luego mojar la nuca; jubilados, todos varones, pasean en
grupitos de arriba abajo por la playa, lejos del agua, con un brío que ya
quisiera para mí. Gesticulan y ríen como adolescentes, y los figuro cada
mañana, frente al espejo, sorprendidos al contemplar ese rostro ─ ajado, con
arrugas y cicatrices de vida─ que no refleja al quinceañero que mora en su
cabeza. Nos ocurre a todos, sin importar la edad.
Continuo con mi ritual, sabiendo que también lo es de
despedida, mas no me importa. Ha sido una bonita escapada, un desconectar de la
atmósfera habitual, un hasta luego, dejadme en paz un rato, a las cajas, a las
madrugadas, al insomnio intermitente que acostumbra a soplarme el oído; a los
que se llaman compañeros mientras esconden el puñal a su espalda; a la ciudad
que te recibió y en ocasiones se empeña en abrazarte hasta la asfixia; hasta
nunca al cancerígeno politiqueo ─que nunca desaparece─ y todo lo impregna, más
bien pringa ─incluso dentro de mi cabeza─ agur a todo ello por unos
días. Sin rencor, sin acritud. Continúo con mi ritual, elección de sitio donde
colocar mi bandera negra en forma de toalla, cruzar sobre ella las chanclas
blanquecinas a falta de tibias y calavera, al chapuzón bajo aquellas olas que
me susurran lejanas amenazas, un recordatorio de lo que pudo haber ocurrido, un
susurro: libraste aquella tarde porque nosotras así lo permitimos; después
el paseo, en mente ya la cerveza en aquel chiringuito que localicé a medio
camino.
La vi y no pude quitarle ojo.
Agradecí a Dios por concederme gafas oscuras. Me sentí como
un mirón, un mirón que no desea mirar. Fueron un par de segundos, quizás uno
más, después traté de mirar las algas entre mis pies, los niños riendo ─chute
de vida en vena─ el cielo azulísimo, incluso estuve tentado de observar
directamente el sol a riesgo de quedar ciego. De no contemplar más aquella
figura.
Todavía lejos de su posición ya apreciaba la escena. Una
mujer veterana, curtida en mil y una batallas, de mirada limpia, un tanto
deslumbrada por el sol, brazos extendidos, rostro alzado, gesto de adoración a
la montaña, al mar, a los bosques, al arcoíris. De cabello largo, sucio y enmarañado,
de un tono que en su día fue dorado, ahora salpicado de canas; alrededor, me
parece distinguir una especie de adorno que trata de añadir ─sin mucho éxito─
un toque de color, formado con plumitas aquí y allá, o quizá sean florecillas
que conocieron mejores días. Viste un ligero vestido, grisáceo y un tanto
raído, en el cual me pareció observar más flores a su vez marchitas. Descalza,
no logro ver calzado alguno sobre la arena. Camina tres pasos. Se detiene, mira
las olas, vuelve la vista atrás y, de nuevo, al frente. Parece calcular
distancias. Da un par de pasos más. Se vuelve a parar. Entonces, con decisión,
como si hubiera estado calibrando cómo, cuándo y dónde hacerlo, con un
movimiento decidido, mil veces ensayado, se deshace del fino vestido. Lo hace
con una sola mano, sacándolo por la cabeza. Forma un gurruño con él y lo
deposita sobre la arena. Su aspecto despierta la imaginación abotargada por el
calor, la vislumbro preparándose un té matcha dentro de la caravana, escondida
entre las dunas, o meditando, postura flor de loto mediante, sobre la esterilla
extendida entre las doce literas de la habitación mixta del hostal. Extranjera
(lo intuyo) sin una nacionalidad definida, anglosajona, nórdica, de Andorra,
quién sabe.
Imaginar la caravana, o en su defecto una furgoneta tuneada,
trae una sonrisa a mi cara junto al recuerdo del bueno de Koldo rendido a los
pies de su neozelandesa de ojos verdes y sus viajes hippie-surferos por las Highlands
escocesas en la vieja DKV de quinta mano.
La distancia que nos separa se acorta. Un inofensivo toples,
pienso. Pero no, la mujer se muestra como vino al mundo. Cuerpo delgado,
perfectamente imperfecto, cuya piel ─testigo de miles de horas solares─ resbala
sobre el esqueleto, como si se rindiera, buscando el corazón de la Madre
Tierra; o, tal vez, indómita, se negara a continuar peleando contra la fuerza
de la gravedad. El frondoso vello axilar grita su rebeldía, su credo, su amor a
la diosa. Luego, bajo la mirada y observo el mío propio, carne colgante, todo
pelo, pectorales caídos y canosos, patas de jirafilla… Jorge, quien esté libre
de deterioro que tire la primera piedra; no juzguéis y no seréis apaleados, o
algo así; notas la paja en ojo ajeno e ignoras el pedazo de secuoya en el
propio… bueno, basta de sermoneo bíblico. Camina, observa, respira, disfruta,
vive.
Gira el torso la mujer, encarando el mar y da un trotecillo
buscando las olas. Oleaje demasiado cercano… Y yo, de alguna manera, veo dentro
de mi cabeza la escena posterior, unos segundos antes de que sucediera. Tampoco
se requiere un cursillo: Así hablo Zaratustra, nivel avanzado.
Rompe la ola, traviesa, adelantándose a las perezosas
compañeras, esparce sus largos brazos, rozando todo con la punta de los dedos.
Algo suena en su cabeza, una alarma, un grito, un silbido,
la mujer se detiene en seco ─es un decir─ da media vuelta y regresa a la
carrera, como si en lugar de hippie fuera legionaria.
Demasiado tarde.
El vestido flota entre la espuma, su color ajado se confunde
con la blancura líquida que lo envuelve. “Bah, es un trapo que debe de tener el
contador de kilómetros pegando la segunda vuelta”, me digo. Pero, entonces, veo
que extrae un objeto de entre los pliegues de la ropa que chorrea agua. Un
objeto negro, plano, tamaño palma de la mano. Un teléfono móvil que brilla
protestante.
Acabáramos, la hippie vintage salió rana posturera.
Cae del pedestal donde la había colocado. Yo que la
imaginé más allá de lo mundano, libre como una gaviota (juro que no es
propaganda pepera), lejana de este mundo materialista, consumista, populista y
otros muchos ‘ista’; renegada de ordenadores, Netflix e Instagram. Ni un mísero
tatuaje sobre su piel curtida en mil y una raves. Su mente dentro de una
burbuja permanente, depurando energías negativas y abriendo chacras de par en
par para ventilar la casa. Y resulta que no, que se despelota viva, rostro al
cielo, pero lleva su Galaxy, su iPhone, el Xiaomi, para registrarlo todo, con
fecha, hora y coordenadas, etiquetándolo con mucho jastak, arroba y
almohadillas, y después, a golpe dactilar, subirlo al Insta categoría senior.
Pobre mujer, tan sólo espero que conserve un tarrito de
arroz blanco en la despensa de la rulot. Aunque supongo que la quinoa integral
también funcionará.
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