Pretende ser un restaurante de cierta categoría, aunque no lo calificaría de alto copetín. La carta se muestra en tres idiomas, mantelitos de lino, cuadros de peces y marineros con elegantes marcos, empleados que lucen uniforme veraniego y pinganillo. Desde la acera, descubro una mesa libre, situada en la terraza elevada junto a la fachada principal, bajo la sombra y acariciada por la brisa que sube del mar. Un lujo, que sin duda se encargarán de facturar. Pero hemos venido a jugar, ¿no?
Gracias a Dios, o al espíritu de Carpanta, la carta consiste
en un álbum de menús visual, físico, palpable, limpio de chorretones, eso sí, y
no la vulgaridad del código QR.
Me aproximo a la mesa, vía los peldaños exteriores adheridos
al muro; en realidad hay dos, son de reducido tamaño, para un par de comensales
máximo (alguna ventaja tendría que suponer el viajar de solateras, que
encuentras un rinconcito en cualquier sitio). Ambas mesas están vacías, los
guiris prefieren tostarse al sol, en la terraza inferior, quizá por solidaridad
colorista con las gambas cadáver que comerán luego. Jamás entenderé tal obsesión
─no sólo de los extranjeros─ con exponerse de manera suicida al sol. Tal vez,
como digo, sea un acto honorífico, un Remembrance Day por los bichos
marinos caídos en combate pesquero, que están a punto de engullir. Un simbólico
sacrificio: me pongo colorado como vuestro pariente lejano Don Cangrejo, y a
continuación me hincho a gambones. Solidaridad británica sin límites.
Indeciso, observo que se acerca una pareja. Viene a tiro
fijo, exhibiendo aspecto y maneras locales, si me permiten la especulación.
─Disculpad, ¿os vais a sentar ahí? ─deshecho de inmediato el
trato de usted, pues tanto ella como él me resultan jovencísimos. Quedaría, hoy
en día, ridículo.
─Sí, nos la asignó el chico de la entrada. Debe, usted,
acceder al restaurante por la puerta ─responde el jovenzuelo, dándome dos veces
en el hocico: una por el trato educado y otra por el ‘señor’ que ello implica.
Acompañó la aclaración con el dedo señalando tras de mí,
hacia abajo.
Entonces, reparo en mi entrada triunfal por aquella terraza
balcón, saltándome las reglas de forma involuntaria. Sólo queda una mesita, he
de darme prisa y rodear el local. Por fortuna, nadie espera turno y el
encargado me concede la mesa ansiada. La más esquinada, a la sombra, incluso
más aireada que la de la joven pareja. “Locos gabachos, todos, dejar semejante
tesoro libre”, pienso mientras tomo asiento y cojo la carta.
Mi camarera. Una cría recién salida de la EGB, la ESO, la
ESA o como diantres se denomine ahora. Morena, cabello corto, ojos grandes y
azulones, como los de la protagonista de Candy Candy. Sólo espero que no eche a
llorar y suelte aquellos lagrimones. No, son ojos alegres, chispean, retozan en
juventud como jabatos en barrizal. Viste un pantalón minúsculo de color
negruzco ─como si la empresa pagara impuestos por centímetro de tela─ un
pequeño mandil negro, a la cintura, apenas lo cubre. Camiseta roja de tirantes,
queda bien con el negro de los shorts. Me atiende risueña, lo cual agradezco; libretita
en mano, golpeando el bolígrafo sobre ella. Actúa como si todo fuera un juego,
pienso con un puntito de envidia. Ojalá luciera yo semejante sonrisa de
madrugada entre cajas, sobres, legañas y paquetes, y no la mala leche habitual.
Indico mi pedido, tratando de ajustar el tamaño de las raciones al de mi apetito,
no escaso ni desmedido: unas zamburiñas a la plancha y unos boquerones en
vinagre. Todo ello bajo el amparo y custodia de una jarra helada de cerveza
blanca belga.
La muchacha apunta todo despacio, me temo que desconoce las abreviaturas
o quizás gusta de usar caligrafía ordenada, limpia, de colegiala aplicada. Incluso
acompaña la escena un gesto de concentración, ceño fruncido, la punta de la
lengua asomando entre los dientes; su buen hacer estudiantil subrayado por la
forma de sujetar el boli, firme, quizá en exceso, las falanges tornan
blanquecinas.
Al cabo de un tiempo considerable (el lugar está abarrotado,
media docena de camareros no da abasto) aparece mi camarera preferida. Bueno,
en realidad la que me fue asignada, por orden ajena, por su voluntad imperiosa
o por puro azar.
Deja ante mí un plato de diseño y colorido, que apenas
observo pues ando distraído con el maldito móvil (cualquier día lo arrojo por
un acantilado y adquiero un Nokia en el chino de la esquina). A lo justo
acierto a decir ‘gracias’.
Levanto la mirada, por fin, la jarra helada de cerveza está
desaparecida en combate. Ni rastro de ella. El pan (pedido, y potencialmente
cobrado) respalda a la birra en misión secreta. Ni rastro de él.
Entre el olorcillo de pescado recién hecho, la brisa marina
y la contemplación de la joven pareja, que engulle mejillones como si mañana
comenzara un ayuno monacal, me crece el apetito, al ritmo que a Juan Luis Guerra
la bilirrubina. Miro, busco, vuelvo a mirar. Sin señal de la joven, tampoco
pasa cerca ninguno de sus compañeros de faena, y no es cuestión de dar silbidos
como hacíamos antaño en el pueblo. Olvido pan y cerveza y ataco, con respeto,
la primera zamburiña. A palo seco. La segunda grita de envidia y no dudo en
concederle el honor. La cerveza debe de estar saliendo del aeropuerto de
Bruselas en este momento.
Me zampé la media docena de zamburiñas. O me zambé
las zampuriñas, pienso de forma absurda, quizás debido a la sed…incluso
creo ver algo extraño a lo lejos, sobre el asfalto, justo donde solía haber una
rotonda con señales de tráfico luminosas… vislumbro palmeras, camellos y algún
que otro beduino de ropajes negros, todo entre una neblina centelleante. Lo de
la cerveza es ya de primera necesidad.
Después de otro rato, tampoco breve, llega la chica con la
segunda ración. Los boquerones. Lamenta varias veces la tardanza.
─Mmm… ¿y la cerveza?
Vuelve a disculparse, pone ojos de cervatillo y soy incapaz
de molestarme.
─Tranquila, no worries ─digo, a medio camino de lo
guiri, a pesar de que tengo pinta de Vallecas Zona Sur.
Marcha, con un trotecillo, en busca de El Dorado… líquido.
Juguetea con la bandeja vacía haciendo malabares sobre un
dedo.
Por fin, aparece con la jarra blanca de puro hielo. Incluso
creo apreciar un aura dorada sobre la espuma. Lanzo un ‘gracias’ angustioso y
antes de que llegue a sus delicados oídos doy un largo trago, de náufrago rescatado
y, de inmediato, los dromedarios al fondo desaparecen retornando a su aspecto
vulgar de semáforo. Le comento que vayan pidiendo a Lieja la segunda. Creo que
no lo pilla.
La chavala, sin perder la sonrisa y un tanto sonrojada, se
disculpa por enésima vez y a modo metralleta.
─Lo siento lo siento mucho, señor.
En ese instante, caigo en la cuenta de la ausencia de
cubiertos. Ni un mísero tenedor de postre. Ni un triste tridente miniatura para
caracoles. Las zamburiñas las devoré a mano libre, sorbiendo la salsa que
rebosaba de la concha a lo Paco Martínez Soria, me corté de chupetearme los
dedos.
Lo de ‘señor’ se lo paso por alto, qué remedio, pero no
puedo evitar decir:
─Y tráeme un tenedor, una navaja, un palo afilado, algo con
lo que punzar los bichos… por favor… ¡Y pan!, añado a sus espaldas.
Retorna la chica.
No lo creerán, pero pide perdón otra vez mientras deja sobre
el tapete un tenedor y una cestita con una pieza de pan tan sola que roza la
depresión.
─¿Todo bien hasta ahora? ─pregunta, las manos a la espalda,
quizás cruzando los dedos mientras sonríe nerviosa.
Me muerdo la lengua, a riesgo de envenenarme.
─Todo perfecto, maja.
No puedo evitarlo. Me tiene conquistado la moceta. Su hablar
apresurado, el nerviosismo, su aire despistado, la forma de anotarlo todo en el
cuadernito. Me siento reflejado en un gran espejo del tiempo. Me veo vestido
con casaca blanca impoluta de grandes botones metálicos, pantalón negro recién
planchado, el pelo cortísimo, el pendiente oculto en el bolsillo, tez afeitada
apurada como en un anuncio de Gillette, los nervios que se escapan por la yema
de los dedos. La sonrisa pegada con cello que intenta agradar. Me veo en aquel
restaurante pijo de Edimburgo, posh, dicen los que parlan la lengua de
Shakespeare. El Dome, ya puedo nombrarlo, pasaron suficientes años, ya
prescribió mi crimen, el atentado cometido contra la hostelería de alto postín
por el que fui despedido, o más bien no escogido tras el periodo de prueba.
Le dejo una generosa propina. “Hubiera podido ser la hija
que nunca tuve”, pienso. Sacándose unos cuartos para un viaje, para la
universidad, para fundirlo con el churri… para la vida. Tentado me siento de
trasmitirle lo que aquel día me fue dicho y tan mal encajé. Transcrito en la
mente rezaba:
─Esto no es para ti, créeme; ahora no lo comprendes, pero
estoy haciéndote un favor: ¡corre, huye! ¡Ve hacia la Luz, Caroline!
El mensaje queda sellado en la garganta, no permito su paso,
por respeto, por prudencia y por ajuste a la realidad: no hay comparación
posible entre ambos servidores de mesas: aquél, serio y tembloroso con máscara
sonriente; ésta, angelical y pizpireta con mirada de Bambi.
Recomendadas: F91 - Una frase, un disparo (I)
F92 - Una frase, un disparo (y II)
Jajaja eres un bonachón... Seguro que luego llegó otro guiri/cliente que la pondría a caldo.
ResponderEliminarJaja es cierto. Al menos fue simpática. Yo lo pasé fatal en el Dome, era un estrés continuo. Aquel tipo me dijo la verdad. Me hicieron un favor.
ResponderEliminarPara más información lean las Fs recomendadas jaja.
Ya sé que tú las leíste en su día.
Gracias por comentar.
Take care.
Los chavalines pobres hacen lo que pueden..
ResponderEliminarEsos ojos de Candy-Candy llorosos.. imbatible (con esto no es de extrañar que nos llamen Sr./Sra., e incluso cedan paso o asiento).
Y la pobre Caroline siempre lo tuvo fastidiado.
Buen día a todos!
Orx.
Hola, Orx. Yo no veía Candy Candy porque me pilló "mayor" y además era una serie para chicas (tiemblo escribiendo esto hoy en día) pero recuerdo tener la tele de fondo mientras me arreglaba para salir y siempre salía una pobreta de ojos enormes que desbordaba lágrimas.
EliminarCarolina, uf qué miedo de película. Esa y "El ente" y "El exorcista " las tres que más terror me infundieron. Un saludo