El tipo que maneja los hilos de
todo este tinglado no tiene corazón. Le traen sin cuidado nuestros
sentimientos, nuestra comodidad, nuestra felicidad. Él tan sólo se planteó, en
su día, que no nos aburriésemos en este valle de lágrimas. Que nuestras vidas recorriesen
las estrechas vías de una gigantesca e imposible montaña rusa. Ahora arriba
acariciando las nubes, ahora abajo rozando el suelo. Ora a velocidad
vertiginosa, otrora a ritmo de babosa embriagada. Supongo que todo depende de
su estado de ánimo diario o semanal o trimestral, tal vez anual, vaya usted a
saber. Así un día te da un suave empujoncito, amable, cariñoso, el cual te
ayuda a avanzar por este valle de sonrisas, mientras que en otra ocasión te
zancadillea guasón, divertido consigo mismo, o directamente te propina un empellón
violento, cabreado con su propia creación, lanzándote colina abajo, rodando y
golpeándote con las rocas, por este valle de alaridos. Todo depende del humor
con el que despierte, el tipo que dirige este cotarro, cada día, mes a mes, año
tras año, así hasta la eternidad, que se le debe de hacer larga, larguísima.
Algo así como estar a dieta durante veintiocho días, sin ingesta de hidratos de
carbono… o más. No me extraña que el
señor éste sí que se aburra. Las cosas como son.
Quién iba a decirme, que tras el
terrible fiasco de Cardiff, a mi regreso me esperaría una llamada telefónica
cordial, en la cual se me ofrecía un segundo trabajo, tan necesario para
complementar el número de ceros en la nómina total en esta, mi querida, y a
veces odiada, España, donde tanta gente firma contratos mensuales, semanales,
incluso por unas pocas horas. Esta España donde te agarras a un contrato, sin
importarte condiciones, horario ni duración. Un contrato donde contemplas la
letra de tamaño normal de la misma manera que su infame letra pequeña. Ni la lees, tan sólo te limitas a estampar tu
rúbrica. Una firma que te permite escapar, por una temporada, de los días
interminables sin un empleo, de las largas colas del TIMEM, de los lunes al sol.
La amable señorita al teléfono me ofrecía un puesto laboral que suponía un reto
personal, que me permitiría mejorar el GPS interno tan defectuoso de fábrica, y
al mismo tiempo demostrar mi valía y experiencia en las finas artes de la
conducción deportiva. Es decir, repartidor de paquetes con una desvencijada
furgoneta… quién iba a decirme a mí, que a pesar de afrontar con valentía y
pundonor tal desafío, duraría menos tiempo todavía que en aquel lejano reto
escocés a finales de 2004, entre mesas, comandas, platos y prisas.
…
Transcurría la velada del jueves,
de mi tercera semana en The Temple, con más calma de la habitual. El escaso
número de clientes, ya atendido y disfrutando de los sobrevalorados entrantes,
nos permitía relajarnos un poco, charlar entre nosotros y compartir anécdotas y
bromas que aceleraban el adormecido ritmo de las agujas del reloj. Todos en
torno a Luna, alma, sonrisa y ojos de la fiesta, la cual contaba aventurillas
con esa gracia sureña, usando la lengua de Shakespeare como propia, parrafada
tras parrafada, sin importarle demasiado impregnarla con nuestro acento patrio,
duro, con aristas. Al fin y al cabo la mayoría de nosotros proveníamos de otros
países, salvo los supervisores. Camareros españoles, polacos y argentinos, cocineros
franceses e italianos. De ahí que el uso rudimentario de la lengua inglesa no
nos preocupara demasiado. Cada uno a su manera, imprimiendo el acento de su
tierra, como si quisiéramos reivindicar nuestras raíces, nuestro origen, con
orgullo, sin complejos ni maquillajes. Cómo si quisiéramos dar un puñetazo
sobre la mesa, recordando a nuestros queridos anfitriones escoceses que la
hostelería de este país funcionaba gracias a todos nosotros, con nuestros
fuertes y bruscos acentos, pero con nuestra simpatía, buen hacer y trabajo
duro. Dándoles ejemplo de una profesionalidad y diligencia que, en muchas
ocasiones, brillaba por su ausencia entre los camareros y cocineros autóctonos.
La entrada de un nutrido grupo de
personas puso fin a nuestro pequeño break.
Luna y yo nos miramos, con complicidad, y nos dirigimos hacia los recién
llegados para recibirlos con bonitas sonrisas, dándoles una cálida bienvenida –Luna−
y recogiendo servilmente sus pesados abrigos –myself, en lengua cervantina: el menda−. Mas, en el último
instante, Brian, el Hombre Tranquilo, se me acercó con sigilo de carterista
veterano y con una sonrisa simplona en sus finos labios, la cual no alcanzaba a
sus ojos de cervatillo acorralado, me susurró al oído, como si me estuviera
chivando las respuestas de un examen final:
−
Jorge, acompáñame a la oficina, por
favor.
Tal frase sonó como un disparo en mi interior. Trayendo a
mi memoria, de inmediato, el célebre comienzo de mi novela favorita, La Reina
del Sur (Arturo Pérez-Reverte): “Sonó el
teléfono y supo que la iban a matar”.
Y yo, como Teresa Mendoza, también lo supe.
(Continuará)
oh, oh...
ResponderEliminarExactly, oh, oh...
ResponderEliminarjaja
Gracias por comentar.
¡Y tanto que se sabe! En ese preciso momento se hace el silencio y empiezas a verlo todo a cámara lenta.
ResponderEliminarSupongo que es el famoso sexto sentido.
ResponderEliminarGracias por tu comentario, Arabella.
Es como cuando te dice la chica con quien sales…..tengo que hablar contigo.
ResponderEliminarEn efecto, querido Comodus, la terrible frase: "Tenemos que hablar", a estas alturas de la vida ¿quién no la ha escuchado al menos en una ocasión?
ResponderEliminarUn saludo, y gracias por seguir ahí.