Me quedo petrificado. Los pies no
obedecen la orden que envía mi cerebro, al menos por unos interminables
segundos. ¿He entendido bien la frase, o mi bad
listening está haciendo de las suyas de nuevo? El repentino ruido de una
copa estrellándose contra el suelo, junto a las risas que lo acompañan,
provenientes de una de las mesas del fondo, me sacan de mi ensimismamiento. Luna
gira su encantador cuello, su nuca fresca y despejada, gracias a una especie de
moño moderno, sujeto con largos palillos similares a los usados en los
restaurantes chinos, incluso llevan impresos unos pequeños caracteres en un
idioma oriental. Me mira desde la distancia eterna que va abriéndose entre
nosotros, mientras yo trato de alcanzar al Hombre Tranquilo, el cual hoy parece
tener algo de prisa. Me mira con esos ojos que brillan, que saben pero no
conocen, que intuyen pero dudan. Acompaña el gesto levantando un poco su
delicado rostro, frunciendo ligeramente el ceño: ¿Qué sucede, a dónde vas, por
qué me abandonas en plena batalla? Respondo desde la otra orilla del inmenso
lago que crece a cada instante entre nuestras almas, mediante señales confusas,
encogiendo brevemente mis hombros, esbozando una sonrisa que queda a medio
camino. Tratando de enviar un mensaje de confianza, de apoyo, de tranquilidad, desde mis ojos confusos, empañados por una fina y absurda lámina de agua:
Tranquila, mi dulce compañera, no te abandono, no me distancio, no te dejo, en
la batalla pienso en ti. No quedes triste al otro lado de este océano que algún
malvado ser desparrama entre tú y yo.
Luna, mi linda y divertida Luna.
Que no es mía, sin dejar de serlo. Esa Luna que desde el primer día compartió
sus propinas conmigo, pues yo, en mi condición de aprendiz, carecía de derecho
a ellas. “Jorge, tú curras como curro yo,
esto te pertenece”. Me dijo, cerrando mi puño, con sus delicadas manos, que
envolvía unas cuantas monedas y un billete de cinco libras, como si yo fuera un
niño pequeño, incapaz de sujetar mi primera paga. ¿Cómo se puede decir tanto
con una sola frase? ¿Cuándo un verbo tan simple, tan castizo, significó tanto
calor, tanta firmeza, tanta nobleza?
Sigo a Brian por un largo
pasillo. Mis inmaculados zapatos amortiguados por la gruesa moqueta. Cuadros, que parecen buenos, adornan las pareces a ambos lados. Al fin llegamos a la
oficina. Hay tres personas en su interior, dos mujeres sentadas al otro lado de
una larga mesa y un sujeto de pie, junto a la puerta. “Si el tipo de la puerta
se sienta junto a las señoras, esto va a parecer el tribunal que juzgó al Lute”,
pienso absurdamente.
−
Hola Jorge, ¿cómo estás?, toma asiento,
por favor. – dice de seguidillo la señora de la derecha, marcando territorio.
Claramente la que manda, la Thatcher, Hazel, la Tiesa. La otra mujer que la acompaña es una manager que me
suena de vista, de la cual ignoro su nombre.
−
Bien, gracias – contesto como un
borrego, sentándome frente a mis jueces.
−
Jorge, consideramos que has realizado un
gran esfuerzo, pero lamentablemente hoy es tu último día de trabajo. No te
preocupes, te abonaremos también el salario por el resto de la noche. Ahora Steven te acompañará
al vestuario, donde tras cambiarte entregarás el uniforme, el abrebotellas y la llave de tu
taquilla asignada.
−
Pero… yo… ¿por qué? ¿hice algo indebido?
¿captaron las cámaras algún comportamiento no aceptable?
−
No, claro que no. Y ahora, si me
disculpas…
De nuevo recorro
el largo pasillo. La misma blanda moqueta, los mismos cuadros pero en el lado
contrario. Me maldigo a mí mismo por no haber tenido el valor suficiente para
mandar al carajo a la Tiesa, para exigir una explicación, para gritar una
protesta, para golpear con mis puños la lujosa mesa. Transito el eterno mismo
pasillo, pero ahora sigo unas espaldas distintas, más bajas pero más anchas.
Fornidas bajo el oscuro traje. El Mafias me dirige, fiel como un perro de
presa, a los vestuarios en la planta de abajo. Caminamos en silencio.
Recorremos la milla verde hacia la silla eléctrica. Bueno, quizás exagero un
poco.
El vestuario.
Steven, el Tipo
Duro, abre la puerta, sujetándola me cede el paso. Entro con la cabeza alta,
negándome a mirar al maldito suelo. Steven
entra tras de mí y se queda junto a la puerta. Abro mi taquilla. La número siete, recordando
la lejana sonrisa que me produjo tal número cuando me fue asignada. Siete:
Juanito, Raúl. Ahora no sonrío. Me despojo lentamente de la blanca camisola,
con sus feos, anacrónicos y absurdos botones grandes y plateados. Ya no tendré
que volver a plancharla, me consuelo. Me quito la camiseta interior. Así, en
pantalones, con los lustrosos zapatos aún puestos, y a pecho descubierto, me
giro y exploto:
−
Mira, no tengo ni idea del motivo por el
cual me estáis despidiendo, pero me toca mucho los huevos que estés ahí
vigilándome mientras me cambio. No soy ningún ladrón. No voy a llevarme ninguna
maldita percha escondida bajo la camiseta. ¡Además, ya tenéis la puta cámara
haciendo el trabajo sucio, ahí arriba! – digo, señalando el negro artilugio en
una de las esquinas del bajo techo.
Tipo Duro
levanta la mirada del suelo, la dirige al frente hasta encontrarse con la mía.
Sus ojos son fríos pero sinceros. Negros, chispeantes, carbón ardiente. Parece
más mafioso que nunca. Ignoro si va a hablar o a soltarme una galleta.
Habla.
Me dice que
tengo toda la razón del mundo para estar enojado. Que a él no le gusta lo más
mínimo el papel que le ha sido asignado. De mirón, de vigía, de matón. ¿Jorge,
acaso crees que yo disfruto, permaneciendo aquí, junto a la puerta, mientras tú
te cambias de ropa? Otra frase que permanecerá en mi memoria para siempre. Más
que la frase, su mirada. Sincera. Dolida. Rabiosa. Me dice que todo ese mundo
de la hostelería de lujo es una mierda. “A
shite”, usando el término escocés. Que cada día le gusta menos. Que la
vieja está medio zumbada, pero que es la que corta el bacalao en este lugar.
Que a él le gusto. Que me ha estado observando y reconoce mi esfuerzo y
voluntariedad. Que los admira. Que no está de acuerdo con esta decisión. Que no
lo tome como algo personal. Que esto no es para mí. Que no me están
despidiendo, sino simplemente no escogiendo (mas no cuela… en medio de mi
jornada). Que tanto él como Brian votaron a mi favor, pero que Hazel tiene el poder de decidir. Que ha visto como, esa
señora, ha echado a la calle a auténticos profesionales. Mucho mejores que tú,
Jorge. Recalca. Concluye con otra frase lapidaria. Otra frase inmortal. Otro
hierro incandescente marcando mi memoria para siempre. Otro disparo.
−Jorge,
ahora no lo entiendes, pero te están haciendo un favor.
Tras acabar de
cambiarme, con el uniforme metido en una bolsa de plástico que él me ha dejado
(“Mejor llévatelo y lo lavas, así no te descontarán nada del sueldo”), me
encamino hacia la puerta, sujetada por Steven para franquearme el paso. Al llegar
a su altura, extiendo mi mano hacia él. Nos miramos por penúltima vez:
−
¡Ah, lo olvidaba, toma el puto sacacorchos!
Ni siquiera me
permitieron despedirme de mis compañeros. Salí por el inmenso portalón
principal, con sus voluptuosas columnas, en mitad de la noche, como un
criminal. El gélido aire de Edimburgo logró lo que hasta ahora mi orgullo había
impedido. Las lágrimas, gruesas y cálidas, surcaron mis mejillas.
Una semana más
tarde, regresé al Templo, a entregar el uniforme impoluto y recién planchado. Nuevamente,
por política de empresa, no pude saludar a mis ex – compañeros. Sin embargo, me
fue comunicada una noticia, que me devolvió un poco la fe en el género humano: Steven había renunciado a su puesto de manager
y abandonado el restaurante… por motivos personales.
Ahora sí
entiendo aquella frase, Steven, ahora sí.
Vaya basura de peña!
ResponderEliminarBueno. Su política de empresa. Ya sabes. Tampoco pude entrar de cliente durante 3 meses... ni lo intenté, claro.
EliminarUn saludo, maja. Gracias por tu comentario.
Un despido sin una explicación razonable realmente es un favor que te hacen. ¿O acaso te gustaría seguir currando para esa jefa sabiendo cómo es y cómo se las gasta con los empleados? A mí me despidieron de una empresa que parecía la leche después de menos de mes y medio. ¡¡Mes y medio!! Es que no me dio tiempo ni a cagarla. Total, que nadie me dio un motivo válido y creíble, más que nada porque fui la quinta persona en pasar por el puesto en un año y porque descubrí que antes incluso de haberme despedido ya estaban buscando a otra persona. ¿¿¡...!?? A mí lo último que me dio fue pena "perder" el trabajo, en cambio por dentro hervía de ira, de impotencia y de frustración por cómo una empresa puede ningunear y DESPRECIAR así a sus trabajadores. Y en la entrevista no veas cómo se vendían, oye y todo lo que pedían, que tuve que pasar 5 entrevistas, nada menos! ¿Y para qué? Mucho pedir del trabajador o candidato, pero a la hora de ofrecer lo mismo que piden: profesionalidad, compromiso, lealtad... ¿¿¿Ein??? Pero ezo que eh lo que eh?? IM-PRE-SEN-TA-BLES. Y cada vez abundan más.
ResponderEliminarUf, lo tuyo parece el culebrón de fichajes veraniegos de un club grande de fútbol en la liga española ;-)
EliminarGracias por comentar.
¡Hala, entre tú y Paquito me habéis inspirado! Creo que voy a ponerme a despotricar; las relaciones laborales bien dan para un post (o varios). A ver lo que sale.
ResponderEliminar¡Plagio, plagio! jaja, ok, luego te leo.
ResponderEliminarHablando de plagio, en una de mis frases me inspiro, a modo de pequeñísimo homenaje, en el título de la trilogía de uno de los más grandes: "Mañana en la batalla, piensa en mí",(Javier Marías).