Retornemos una vez más a aquellos comienzos.
A pesar de mi recién estrenada antigüedad, de dos años,
en la capital escocesa, todavía no había aprendido, para mi desesperación, la
regla de oro cuando compartes un piso con gente hasta entonces desconocida, la
cual me costó disgustos, alguna que otra decepción y una miajita de indiferencia
el conseguir asimilarla, entenderla, y muchos años y viviendas para lograr
practicarla con maestría: “tus compañeros de piso no tienen porqué ser tus
amigos”.
Tras mi prisma ibérico, todavía novato, intuía que había
vuelto a fracasar. Me había equivocado de nuevo. Aquel tampoco era el hogar que
yo anhelaba. Penny me ignoraba tras una sonrisa falsa y lejana, como si fuese
dirigida a alguien situado tras mi hombro, a cien metros de distancia. Una
sonrisa fría, como aquellas últimas madrugadas del perezoso invierno. A lo
justo me saludaba, o compartía conmigo sus expertas opiniones de mujer del
tiempo, mientras calentaba con prisas su ración diaria de comida preparada en
el microondas, “It´s chilly out there,
isn´t it?”, con aquel acento australiano, cantarín, como si hubiera sido
elaborado por unos gallegos aburridos, mordidos por la morriña propia de los
miles de kilómetros, de tierra y mares, que los separaban del terruño.
A la indiferencia de la pequeña Penny, se unía el exceso
de compañía de su querido amante irlandés, el cual se supone no convivía con
nosotros. El chico poseía auténtica vocación de “Jueves”, hincó los codos, se
dejó las pestañas estudiando, y logró la plaza soñada: siempre en medio. El
chaval siempre se encontraba “en medio mitad”, que dicen en mi pueblo. Por las mañanas, montaba la
tienda de campaña en el interior del baño, supongo que incluso se llevaba el
termo relleno de té, o la petaca de whisky de su país. Ignoro en qué invertía
tanto tiempo, y casi prefiero conservar mi condición de ignorante. Más adelante
lo encontraba en la cocina, preparando aquellos desayunos artilleros, torpedos
calóricos contra el corazón: salchichas, beicon, huevos revueltos, black pudding (la prima escocesa, fea y
desaborida de la morcilla de Burgos), todo ello ahogado en una salsa dulzona
como el kétchup, pero de un aspecto marrón de lo más desagradable. Y a la
noche, lata de cerveza en mano, despatarrado en el sofá de la sala de estar,
contemplando aquellos programas para cenutrios, riéndose cuando alguno de los
protagonistas eructaba, por cualquiera de sus orificios corporales. Sí,
queridos lectores, aquí también existe el Gran Marrano.
El cúmulo de estos pequeños detalles provocaba en mí una
frustración oscura y pegajosa, de la cual no lograba desquitarme, por mucho que
me duchara con el agua caliente de la paciencia y el gel de la tolerancia.
Una noche supe que era el fin.
Había regresado pronto a casa, tras mi jornada en el
hospital. No me encontraba yo muy católico, que decía mi madre. A lo justo
preparé una manzanilla y me retiré a mis aposentos, tras escuchar el pronóstico
del tiempo de boca de mi querida y simpática flatmate.
Desperté sobresaltado y mojado. La cama era un bote
salvavidas inundado. Las sábanas un amasijo de trapos, sin forma ni sentido. La
camiseta de dormir pegada a mi cuerpo como si hubiera encogido tres tallas. No
sabía si había reventado una tubería o me había orinado como un niño pequeño.
El dolor de cabeza me dio la primera pista. Un eco sordo
y constante, pum pum pum, en la parte superior del cráneo. Temblaba como un
cochinillo a las puertas de la cocina en un restaurante segoviano. El sudor
cálido y pegajoso se convirtió en hielo líquido. No conseguía detener la
tiritona. La habitación era un carrusel sin caballitos. La luz anaranjada de
una farola creaba sombras chinescas a mi alrededor, que se burlaban y me
señalaban con dedos delgados y retorcidos como sarmientos.
Entonces vino la marea. La tormenta perfecta.
De repente sentí la imperiosa necesidad de visitar al Sr.
Roca, conjuntada con la angustia de solicitar también la presencia de la Sra. Sink. Una marea enfadada, con ganas de
venganza, luchaba en mi interior por salir por cualquier orificio posible. Eché
una mano a mi boca, rezando al dios del mar para tratar de calmar su furia.
Bajé de la cama a trompicones, la luz del carrusel no me permitía localizar la
puerta. Choqué con la mesilla, derramando el vaso de agua. Al fin alcancé la
maldita puerta que trataba de jugar al escondite conmigo, y franqueándola, salí
al pasillo.
El pasillo.
Aquel pequeño pasaje enmoquetado, entre paredes color
almíbar, que separaba mi habitación del cuarto de baño, al fondo al frente. El
cuarto de Penny situado a medio camino, a mi derecha.
Encendí la luz dando manotazos a la pared, hasta que
alcancé el interruptor. Avancé despacio, descalzo. El dolor de cabeza se
disputaba el título, a puñetazos, con la nausea. La luz se hizo multicolor, las
paredes cambiaron posiciones con el suelo y el techo, como si jugaran a las
cuatro esquinitas. Doblé las rodillas hasta tocar la moqueta. Suave, cálida,
flotador de salvamento. Apoyé las manos, avancé poco a poco, como un bebé
aprendiendo a gatear. La puerta del baño, allá en otro mundo, cada vez más
lejos, más pequeña, ¿cómo era aquello posible? Tuve que tumbarme, boca abajo,
unos segundos antes de continuar. Creía morir. “He sobrevivido a varios
accidentes de carretera, por mezclar juventud, alcohol, rocanrol y estupidez, y voy a palmar aquí, a cuatro patas, como un
triste pendejo”, pensé aturdido, confuso y asustado.
Ese pasillo, mi particular milla verde, mi corredor de la
muerte. Mi milla almíbar.
Alcancé la puerta de mi compañera de piso, como un
naufrago un islote en medio del mar. Mi estado no entendía de gramática
inglesa, de modos, maneras ni horarios. Todavía a gatas, golpeé la puerta con
la palma de mi mano, dejando un rastro de sudor.
̶ Penny, Penny, I´m bad!
Silencio casi absoluto, tan sólo roto por el murmullo y
las risas enlatadas, provenientes de su televisor.
A duras penas alcancé el toilet. Recorrí aquella milla de color almibarado arrastrándome,
como un soldado de infantería raptando en territorio comanche. Allí dentro me
enfrenté a mi destino.
Lo que pasó en aquel lavabo, queda en dicho lavabo.
Regresé a mi cuarto y logré dormir unas pocas horas,
salpicadas de intermedios de vigilia amenizados con el ritual siguiente:
levantar tembloroso, despojo de camiseta empapada, secado con toalla, estreno de prenda limpia.
Al día siguiente, tragándome el orgullo de machito
ibérico telefoneé a mis amigas Marta y Cristina, mis queridas Pin y Pon, que me colmaron de mimos, sopitas, comprensión
y abrigo.
Ahora sonrío, al imaginar a la pequeña Penny, acurrucada
en la cama, mientras el loco guiri de su compañero de piso, golpeaba su puerta,
en mitad de la noche, gritando: “¡Soy malo, soy malo!”.
Sin embargo, con patada gramatical o sin ella, su falta
de auxilio, compasión, empatía, me llevó a tomar la decisión final, una vez
más.
Mi estancia en Penny-land
había llegado a su fin.