sábado, 30 de agosto de 2014

F75 - Algo se muere en el alma (24 febrero 2004)

Retornemos una vez más a la senda cronológica de mis andanzas por esta ciudad, mágica, hermosa y romántica al tiempo que fría, anónima y oscura.

Mientras el 2004 ya ha calentado las piernas y del trote inicial progresa hacia una velocidad de carrera, mi recién estrenado segundo año escocés cambia los primeros pañales.

En aquellos primerizos años no planeas, no te paras a pensar, no tratas de divisar el futuro próximo, ni mucho menos el lejano. Al menos yo no lo hacía. Tal vez conservaba el miedo primerizo, aquel que empapó de sudor mi cuerpo las últimas noches, previas a mi escapada, a mi huida, a mi adiós al Taller de Hombres, a Ella, a Ellos, a mi otro Yo, y a toda mi estructurada vida española.

Tan sólo te limitas a vivir día a día, madrugón tras madrugón, fiesta tras fiesta, sueño tras sueño. Tu vida es como uno de esos clásicos juegos de trenecitos de madera, tú eres el niño que arrastra con su manita la vieja locomotora, seguida de cuatro cochecitos, hasta el último borde de la pista, entonces te detienes, eliges otro tramo de raíles, lo acoplas y sigues deslizando tu pequeño tren, despreocupado por completo por la próxima curva, el siguiente desnivel, el posterior corte de vía.

Mi tren seguía avanzando con sigilo en el Hospital Sin Sangre. Madrugada, uniforme, té y tostadas para los viejitos, aspiradora, máquina enceradora, jarras de agua y lavaplatos. La buena de Bridget continuaba tratando de escapar de aquel laberinto de cristales, camas y puertas cerradas, asustada de aquella señora vieja y arrugada que le miraba con cara de susto tras el espejo. El viejo gruñón Billy, en su habitación individual, seguía protestando y susurrando juramentos en escocés y arameo, cansado de tanta miseria y de su propio olor, incapaz de hacer nada por sí solo para remediarlo. Mi novia octogenaria, Doris, llamando mi atención, presumida, coqueta, arrojando miguitas de galleta sobre la alfombra para que tuviera que acercarme a aspirarlas, avergonzada como una chiquilla cuando le echaba la bronca, con más sonrisas que ceños fruncidos. El loco de Tobbie empujándome al precipicio de las risas lacrimógenas y dolor de tripas, dejando atrás el tranquilo mirador de la rutina diaria. Mi viejo amigo alemán Hans, con su pronunciación lenta y sencilla “Goood Mooorning”, siempre sonriente y educado con todos, sabiendo que despierto ya no sufriría sus viejas pesadillas, recuerdo tal vez de la guerra que combatió en mi país; desempolvando su oxidado castellano conmigo “Hola mi amiggo espaniol, vi-va  Es-pa-nia”, desconocedor del terrible sacrilegio que reflejan dichas palabras en mi querido, y  a veces odiado, país hoy en día. La bruja Winnie, con su cara de vinagre y su sombrero negro y puntiagudo, la escoba escondida tras el mostrador de enfermeras. La dulce Sally, mi dulce Sally, iluminando los pasillos y las habitaciones con cada batido de pestañas. La china altiva y torera, taconeando su altanería por aquellos largos pasillos que yo acababa de fregar y pulir, con chulería y desprecio, mirándome desde las alturas, como diciendo: “¡Tú a limpiar y a callar!”.

Todo normal, todo rutina, un martes más, mi manita colocando tramo de vía tras tramo. Es muy temprano, prácticamente acabo de llegar al hospital. Reviso la máquina de limpiar alfombras, relleno el depósito de agua. Me siento un rato en ese cuarto lleno de fregonas, aspiradoras y otras máquinas de limpieza y exterminio de gérmenes. Huele a goma y a productos químicos. “Jorge, acabarás pillando cualquier cosa en este lugar”, me dice mi lado más paranoico e hipocondriaco.

Un martes como el martes anterior, un martes como cualquier otro de este largo año en el hospital. Preparo las tostadas, con mucha mantequilla como les gustan a los abuelos, hartos ya de esta vida de cuidarse y sufrir, dispuestos a salir de este mundo si no por la puerta grande, al menos por la vía más rápida, a base de emparedar poco a poco sus viejas arterias a golpe de paladas de colesterol. Empujo el trolley cargado de manjares mañaneros y presentes, cual rey mago tempranero o Santa Claus que hubiera mudado el uniforme rojo hortera,  por un azul marino de lo más chulo.

Un martes más recorro ese pasillo. Habitaciones de seis u ocho pacientes. También las hay individuales, para aquellos más desafortunados, que necesitan cuidados especiales o vigilancia las veinticuatro horas del día.

Los viejecitos comienzan a despertar, se desperezan cansados y confusos, todavía no seguros de alegrarse por abrir los ojos un día más o mosquearse con El de Arriba por dejarlos en este valle de lágrimas una nueva jornada. Reparto tés, cafés, sonrisas y galletas. “Este té está muy flojo”, protesta el de cada mañana, a pesar de que introduzco doce bolsitas de té en la gigantesca tetera, en lugar de las diez estipuladas oficialmente. “Quiero galletas de chocolate”, suplica la anciana de la esquina, traviesa como una adolescente, habiendo visto que aquella mañana tan sólo había traído pastas de mantequilla y galletas digestivas.

Doblo la esquina hacia la derecha, ya quedan pocas habitaciones que servir. Observo que uno de los cuartos individuales está todavía a oscuras. Las gruesas cortinas cerradas completamente. Como si fuese un guión malo de película barata, me cruzo con Wendy, que me mira con rostro extraño, mezcla de lástima, hacia mí, y tristeza. Ni rastro de vinagreta en sus ojos. Me pregunto qué diantres estará planeando, ¿tal vez me ordene limpiar tras el microondas justo en el último minuto de mi jornada? mas no lo parece, no hay malicia tras su inclinación de cabeza, a modo de saludo… y a continuación se acerca Sally, mi dulce Sally, pero no parece ella. Algo no marcha bien. Algo no funciona. El pasillo sigue a media luz, sus ojos no lo han iluminado como es habitual. Cuando está a dos pasos de mí compruebo el motivo. Sus ojazos azules están empañados por unas lágrimas que se resisten a desbordar, como un lago cubierto de niebla en la madrugada.

̶  Sally, ¿qué sucede?
̶  Jorge… es Hans  ̶ dice señalando tímidamente con su dedo las cortinas.
̶  …   ̶ miro confuso la oscuridad que oprime la habitación individual, la miro a ella.
̶  Falleció anoche   ̶ su voz queda, su mano ligera sobre mi antebrazo, sus ojos sobre los míos.

Entonces sus lágrimas son mis lágrimas, trato de contenerlas, de tragármelas, de no mostrarlas. Empujo el maldito trolley a lo largo del pasillo, cargado de té, pastas y tostadas. Mucho más pesado que hace diez minutos.

Descansa en paz, querido Hans. Tu amiggo espaniol.



4 comentarios:

  1. "Desde el primer momento que nacemos, empezamos a morir" No me acuerdo de que alta personalidad llego a decir esta frase, pero si hay alguna certeza en esta vida 100% segura, es la muerte. No hay que obsesionarse con ella, pero si tenerla presente, hace que valoremos mas lo que tenemos y sobre todo, le da sentido a la vida.
    Buen post, y perdona que se me olvidara firmar en el anterior, para uno que me dedicas y no dejo el sello, cachis.
    Thinous

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  2. Buenas tardes

    Hacía tiempo que no contabas ninguna peripecia del susodicho hospital.

    Es lo que toca, como dijo el sabio (No se quién) La muerte está tan segura de su victoria que siempre gana aún dándonos una vida de ventaja. Siendo nuestro único margen de maniobra lo que disfrutemos de ese estrecho período de gracia.

    Carpe diem, ars longa et vita brevis.

    Santurtziarra

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  3. Que penita. Y también que penita que esta sea la última entrada, y que lleves tan pocas este año ;)
    Es un vicio, y llegar a esta última entrada, sin nada para seguir leyendo, te deja un mal sabor!!

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  4. Gracias Nanagut. Pero es que leeis más rápido que yo escribo ;-)

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