Ya está aquí la Navidad. Ya está aquí de nuevo,
infatigable con sus sonrisas, sus villancicos y sus silencios. Regresa cada
año, puntual a su cita con la nostalgia. Dulce y cruel al mismo tiempo, haciendo
las delicias de los niños, apuñalando el corazón de los adultos.
Navidad, dulce Navidad.
Navidad, zorra navidad.
Suena el teléfono y una voz querida te da una de esas
noticias que no quieres recibir nunca. Ley de vida, y todo eso, dicen por decir
algo. Una voz querida te trae de vuelta la pesadilla que viviste hace tantos años (cuando
eras un mocete crecido, que ya se afeitaba, que ya salía de copas con sus colegas, sin embargo seguías siendo un
crío). Una querida voz que te devuelve a aquel mal sueño como una avalancha de
nieve negra. “Debe de ser de noche…”, piensas absurdamente “… porque la nieve
es blanca”. Una voz de alguien amado, que te hace saber del dolor de personas
muy cercanas. Ese dolor que ahora les visita a ellos (Navidad, dulce Navidad),
al igual que te visitó a ti y a los tuyos aquel lejano y nevado fin navideño.
Hago la llamada que debo hacer. Esa llamada que no deseo realizar y que los seres queridos al otro lado de la línea nunca quisieran
recibir. Llamo. Sabiendo que no hay palabras. Conociendo de primera mano que lo
mejor es el silencio, la paz, que te dejen tranquilo con tu dolor: ¡Que se
vayan todos a la mierda!
Navidad, blanca Navidad
Navidad, oscura navidad.
Presiono el botón rojo, para finalizar esa llamada que no
deseaba haber hecho. Esa llamada inútil. Esa llamada de palabras huecas, dichas con
todo el cariño pero que son recibidas desde el interior de una nube blanquecina
y fría, que impide la comprensión y protege con su silencio.
Entonces cierro los ojos y viajo de nuevo al pasado, me
zambullo en el mar del recuerdo, buceando diez años atrás, reviviendo aquella
Navidad de 2003. Una dulce Navidad.
Me tocaba trabajar hasta tarde, la oferta de horas extra
era algo habitual y las libras adicionales me vendrían de maravilla en dichas
fechas.
El hospital emanaba felicidad y espíritu navideño. La
decoración de pasillos, habitaciones y despachos ayudaba a ello. Todo eran
espumillones de colores, arbolitos pequeños con brillantes bolitas y cristales
tatuados de estrellas y escenas navideñas con una especie de nieve artificial.
Las enfermeras,
entre bombón y bombón, sonreían por los pasillos y acudían con entusiasmo a sus
labores de cuidado: cambiar sábanas, administrar medicinas, medir temperaturas,
cambiar goteros… todas esas cosas de enfermeras. Los breaks perdían su rigidez oficial (más de lo habitual), dando lugar
a interminables tazas de té, pastas, tostadas, risas y bromas.
Los viejecitos agradecían todo aquello, llegando a
olvidar las razones por las que se encontraban allí ingresados. Además aquella
tarde Donald y Toffee nos visitaron. Donald, un señor ciego, grandote y de cabello
blanco. Sus mejillas sonrojadas acentuaban su aspecto de un invidente Santa
Claus. Toffee era su fiel perro guía, un labrador de color canela que hacía las
delicias de los abuelos. Andaba de cama en cama, ofreciendo su cabeza inclinada
y aguantando pacientemente las caricias y palmoteos que le daban. Incluso en
alguna ocasión daba educadamente su pata, en forma de saludo. Esto hacía reír a
los ancianos acercándolos un poquito más a esa felicidad navideña tan buscada.
Cuando Toffee y Donald los visitaban, las pastillas y sueros sobraban.
Trabajando por las tardes descubrí, con grata sorpresa,
que no era yo el único español entre los Ayudantes Domésticos. Había varios en
distintas alas del hospital, la mayoría recién llegados, estudiaban por las
mañanas y acudían al turno de la tarde. Entre ellos hice buenas migas con Kiko,
Marcos y Azucena. Sobre todo con Azucena.
Kiko era un gaditano de Chiclana. Alto, flaco y moreno.
El uniforme le venía algo grande y daba la sensación de estar allí de paso. Sin
embargo trabajaba sin descanso y rara vez hablaba. Algo que siempre llamó mi atención,
debido a los tópicos sobre su procedencia.
Marcos venía de Salamanca. Pequeñito, con gafas de pasta redondeadas y ligera tendencia al escaqueo, pero nada fuera de lo normal (en cambio, había una española, de
cuño nombre y origen no quiero acordarme, que disfrutaba de largas siestas en
el sofá de nuestra sala de descanso. Siestas pagadas al doble a la hora pues “trabajaba”
en fin de semana). Marcos contaba con dos o tres ingenierías. Un ingeniero
español fregando suelos en un hospital escocés… qué les voy a contar a ustedes
que ya no sepan.
Azucena era un encanto. Madrileña, con ese deje tan
característico e involuntario al hablar.
Alta, bonita de ojos verdes sin llegar a ser bella. Simpática y traviesa, con
una sonrisa pícara y contagiosa como el sarampión (que formaba dos hoyuelos en sus mejillas). “Me llamo Azucena, pero los amigos me llaman
Zuka y los íntimos: Zuki”, me dijo el primer día desde esa atalaya donde
brillaban sus ojos. Alcé la cabeza para darle dos besos y pensé: “Jode' Jorge, ¡cómo vienen las nuevas generaciones!”. Yo siempre la llamé Azucena, denominación cuya belleza
hacía más justicia a aquella criatura.
Una de aquellas tardes quedé con Azucena tras el trabajo.
Tomamos una pinta en un pub de Rose Street. Entre trago y trago, charlamos y
reímos como si nos conociéramos de una vida anterior. Sentados en aquellas
viejas banquetas de madera, escuchando tonadas navideñas, descubrí que tras
aquellos ojazos verdes se escondía una maravillosa persona. Una chica joven con
una soltura, gracia y picardía que me dejaron totalmente en fuera de juego. “¡Te
haces viejo, chaval!”, me dije mentalmente.
Tras las cervezas nos acercamos a la Feria de Navidad de
Princes Gardens. Cada año colocan unas pocas atracciones y puestos de comida.
Destacaba por su tamaño y altura la noria gigante, the Big Wheel que la llaman aquí (no se volvieron locos los
anglosajones con el nombrecito), a la cual Azucena deseaba subir, pero no se
atrevía ella sola. Así que me tragué mi vértigo con patatas y cual leal caballero
español acompañé a la damisela en aquel
ascenso al techo de Edimburgo. Ascenso que fue lento y acompañado de ruiditos y
crujidos de la vieja estructura que me hicieron recordar todas las oraciones
aprendidas en el colegio de curas. Así que me encomendé a la Virgen y a todos
los Santos del calendario, sonreí y traté de disfrutar de la compañía. La rueda
se detuvo repentínamente cuando nuestra silla ̶ desprotegida del viento en aquellos
años ̶ alcanzó el punto más alto, como
no podía ser de otra manera. Ignoro si estaba planeado o se debió a otras
circunstancias que prefiero no imaginar. Allá estábamos, en el techo de
Edimburgo, soportando el frío glacial bajo aquel manto de estrellas. Acurrucados como dos gorrioncillos tiritando
ante aquel viento inhumano que no entendía de espíritu navideño. Entonces
ocurrió algo inexplicable. Algo inaudito. El viento paró como por ensalmo. La temperatura
ascendió varios grados. Miramos embelesados el rosario de estrellas que
salpicaba el oscuro cielo edimburgués. Extendimos nuestros brazos, casi
llegando a tocarlas.
Y de repente la vimos. Una estrella de gran tamaño
atravesó aquella mágica cúpula. ¿Una estrella fugaz? Tal vez, pero se deslizaba
tan despacio… como si fuera indicando el camino a alguien. Un camino antiguo y lejano que nacía en
oriente. Un camino de amor, esperanza y felicidad que se abría paso entre tanta
miseria y maldad. Allá arriba estábamos los dos, pasmados, todavía tiritando y con
nuestros dedos rozando la Estrella de Navidad.
Entonces la Estrella desapareció y la enorme rueda
reanudó su agónico girar.
Buenas noches
ResponderEliminarAy Jorge, ¡¡Tú y las mujeres!!
¿Y no cayó rendida a tus piés como la sweet Sally? Peor para ella que se lo pierde.
A veces hay que ser un poco malo con ellas, ser menos paño se sus lágrimas y mas fustigador, a lo mejor son esa táctica te hubiera ido mejor.
Santurtziarra
Jaja Santurtzi. Sí, lo cierto es que siempre me falló lo de ser más fustigador, no va conmigo. Pero no es el caso, era pura y simple amistad.
ResponderEliminarGracias por comentar, como casi siempre el primerito.
Un saludo desde la bella Edimburgo.
Yo no te haría subir a la noria, que tengo vértigo como tú!! :)
ResponderEliminarAsí que mejor nos vamos directamente a la parte del pub y a ponernos al día, y como será primavera ya, no pasaremos frío :)
Jaja minafog, no he vuelto a subir otra vez. Una sola vez en casi en 12 Navidades!! y eso que este año la Big Wheel es de lo más moderna con cabinas de cristal (que se tiene que agradecer cuando estés ahí arriba). Hay otra atracción más alta todavía, una especie de ascensor en una barra y hace poco se cayó la parte inferior de un asiento cuando estaba a tope de gente y cayó en medio de la plaza de abajo. No hubo desgracias de milagro navideño, imagino.
ResponderEliminarLo del pub suena muy bien y en primamera es mi cumple jeje shhhh no se lo digas a nadie
;-)
Bonito cuento de Navidad.
ResponderEliminarGracias Comodus, esa era precisamente la intención ;-)
Eliminar(Para que veáis que no sólo soy un gruñón).