martes, 30 de septiembre de 2025

F227 - Menú del día (I)

“¡Por fin es vierneees!”, aullaba el locutor de radio en mis tiempos mozos. Tiempos de oficina, de trabajo sedentario ─fácil y aburrido─ y estudio nocturno. La UNED y todo aquello. Al escucharlo, un brote de energía inundaba todo mi ser, y en mi cabecita nacía la esperanza de que esa noche, entre cerveza y cerveza, surgiría el  comienzo de algo especial. Eran tiempos de aventura, de misterio, de copas, de bailes, de camaradería, de búsqueda del amor de mi vida. De topar con Ella… mas nunca la encontré.

Hoy es viernes, uno más, y lo único que anhelo es una dosis de silencio ─dichoso parón de: máquinas, gritos, bravuconadas, golpes, carcajadas insípidas, choque de cornamentas─, otra ración de sofá-serie ─¡yo te maldigo, creador de Netflix!─ a pesar de que la actual sea violenta, cruda, oscura, hedionda y carcelaria: la argentina El Marginal─ y al fin, para ejercer de contrapeso, dar un par de bocados a la novela de turno: un regalo, una bendición, una exquisitez que debe ser consumida poquito a poco, oncita tras oncita cual chocolate negro de alta pureza: Hamnet, de la norirlandesa Maggie O’Farrell. Gracias, amiga M. L.

De acuerdo, también forzaré un paseo.

Concluye una semana dura, entre bajas, vacaciones y desaparecidos en combate quedamos en cuadro. Las cajas, sobres, sacas, paquetes y demás parafernalia logística batallan contra los que permanecemos en el frente, entran a degüello, sin toma de prisioneros. Kilos y kilos y kilos de hostilidad. Los malditos envíos carecen de compasión. La gente compra por internet como si pasado mañana fuera a estallar la tercera, y definitiva, guerra mundial, y tuviera prisa, incapaz de concebir una muerte antes de probar el último modelo de teléfono móvil.

Lo último que me apetece, entablar mi propia guerra con cazos y sartenes, con cuchillos, espumadora y pelador de patatas. Lavar, trocear, rehogar, cocer, recoger, fregar. ¡Qué mal pagado esto de cocinar para uno mismo! Solución: Menú del Día. Primero, segundo, postre, pan y vino, a un módico precio. Algo tan nuestro, tan español, tan auténtico que debería ser declarado Patrimonio de la Humanidad.

Bar de barrio que abarca los cuatro palos de la baraja hostelera: desayuno, almuerzo, cena y alterne. Bar de barrio donde la calidad hace buenas migas con el precio. Bar de barrio donde las camareras aliñan los platos a base de simpatía, buen hacer y amabilidad. Mesas con su tapete individual de papel decorado, grandes ventanales que reciben al sol con brazos abiertos, un par de televisores completan el decorado sencillo de las paredes: canal deportivo que emite vistosas imágenes mudas para aquellos que comemos sin compañía.

Tras estudiar durante unos instantes el menú, tomo la decisión facilona. Hoy toca popurrí autonómico, me digo divertido: paella valenciana, bacalao a la vizcaína y crema catalana. Todo regado con vino tinto y gaseosa. Sé lo que están pensando: menudo riojano de pacotilla, mezclar el divino caldo con soda. Así lo creí yo también, en su día, antes de catar el contenido de una botella ─idéntica a la que tengo ante mí─, y comprobar que su creador bien podría ser primo hermano de Don Simón.

La sala se encuentra casi llena. Frente a mí ─bajo uno de los plasmas─ contemplo un matrimonio septuagenario que ataca el segundo plato junto a la que imagino su hija que rondará los cuarenta. El señor viste cómodo (este verano no acaba de irse): camisa de cuello abierto, bermudas de lino y tonalidad discreta. Ella, un vestido con estampado que da cierto color a su cabello blanquecino. La joven, camiseta negra de tirantes. Brazos tatuados. He reparado en ellos (dejando un rato a Marc Márquez, Alcaraz y compañía) porque algo no va bien. Lo noto en sus miradas, en el repentino silencio, en los ademanes. De repente, el padre detiene el tenedor a medio camino de la boca, la muchacha mira a su derecha, hacia la madre, cesando a su vez de comer. La señora eleva la vista al frente, sus ojos parecen buscar algo en el aire. Acompaña el gesto con las manos, libres ya de cubiertos.

Sin saber por qué, quizás por solidaridad, dejo de masticar y apoyo, con cuidado, cuchillo y tenedor sobre el mantelito de papel.

La hija se levanta:

─¿Mamá!

La madre no la mira, como si estuviera ocupada tratando de pasar el trance, sin ayuda, buscándose las alubias como hizo toda la vida. Se lleva los dedos a la boca ─índice y corazón─, gesto que la rejuvenece, en un amago de provocarse el vómito, cual quinceañera de botellón. La hija se acerca, trata de tranquilizarla. No parece sufrir atragantamiento, tan sólo desea aliviar el malestar. Malestar que hurta el color de su rostro.

Mi lado oscuro, ese lado egoísta, frívolo y de atrofiada empatía, ruega que no vomite.

Para entonces la escena está en hora de máxima audiencia. Las conversaciones cesan, Alcaraz se desvanece, dos camareras acuden prestas. Una de ellas porta un cubo de plástico transparente (quizás en otra vida contuvo helado, pepinillos o chuches). Cubo que trae su porción de recuerdos: me veo a mí mismo (hace unas semanas) sujetando la frente de una amiga, al tiempo que ella encara un cubo similar, sujeto en su regazo por manos pálidas y temblorosas, vertiendo en su interior sapos y culebras con el aroma característico: Eau de Potè. Otra comida, otro restaurante. Celebración interrumpida, postres abandonados a media asta, copas en el limbo de las copas, nunca fueron pedidas, cuanto menos ingeridas. Urgencias, vial, analítica, esperas, todo el paquete completo.

─Le habrá sentado algo mal ─dice un comensal a mi espalda.

Mi sección paranoica ─con un empujoncito del sector aprensivo─ contempla el plato ante mí: el arroz a medio comer, las carcasas de los bichos marinos devorados. Incluso logra ver, a través de la puerta cerrada y opaca, el pescado que preparan en la cocina para mi segundo plato.

Cierro los ojos y sigo comiendo.

Un cliente cercano se levanta, móvil en mano. Habla con la joven, ofreciéndole el aparato. Ésta lo acepta, agradecida, y conversa en tono bajo. Solicita una ambulancia, supongo yo al igual que todos.

Tienden a la señora sobre un banco corrido acolchado, junto a la pared. La hija levanta sus piernas en perfecto ángulo recto con el torso. Tan sólo verlo duele, yo que tengo  la flexibilidad de un Airgam Boy. La joven se maneja con pericia profesional, mientras con una mano sujeta las piernas apoyadas en su pecho, con la otra evita que el bajo del vestido se deslice y deje demasiado a la vista. Esto último lo hace con el cariño y delicadeza que sólo una hija puede mostrar. Sin embargo, las maneras parecen profesionales, como si fuera médico o enfermera, o al menos se hubiera presentado a una Oposición para un puesto sanitario. Sabe lo que hace.

Alcaraz sonríe, de aquella forma traviesa, pícara, con ese horrible corte de pelo rubio pollo (parece Diosito, uno de los protas de la serie de prisiones, pero a salvo de las tres emes: maldad, mala leche y, por supuesto, marginalidad). Marc Márquez compite con su propia sonrisa, imparable, buscando el retorno ansiado a lo alto del cajón mundial. ¡Qué envidia la determinación, el arrojo, la confianza en sí mismos! Para contrarrestar, un ruso de nombre impronunciable destroza la raqueta contra el suelo.

A mi diestra, una joven pareja ocupa otra mesa. Ella se encuentra embarazada en grado superlativo. Vamos, que la barriga es enorme. Él la contempla embelesado. Sonríe, le coge de la mano. De repente, ella la retira y la lleva al vientre. Su rostro se contrae, el entrecejo, la nariz, los labios, todo. El muchacho deja de sonreír. Susurra algo que no alcanzo a escuchar.

Mi lado oscuro y egoísta vuelve a la carga. “No, no, por favor, que no se ponga de parto aquí y ahora. Con una ambulancia por servicio tenemos suficiente”.

                                                                                                                                  (Continuará…)




miércoles, 17 de septiembre de 2025

F226 - Hippie 3 . 0 (Cantabria) (y V)

Agotadas las existencias de café ─ni una mísera cucharada queda en el tarrito correspondiente─ justo hoy que tenía previsto contarles esta batallita, reflexiono sorprendido. Acostumbra a ser mi fiel escudero ─el café─ en estas lides juntando letras; siempre negro, sin azúcar, muy caliente en invierno, con hielo en verano. Quizás, algo dentro de mí, o una conspiración del universo ─estrellas alineadas y todo eso─ haya decidido que era el instante adecuado para carecer del oscuro brebaje. Tal vez, esta historieta necesitara de otro tipo de acompañante, té carmesí en un vaso rebosante de hielos ─el verano se agarra con uñas largas─ un té de aroma moruno y una brizna de sabor a jengibre. Veremos si funciona.

Aquella mañana elegí otra playa. Una desconocida hasta ahora para mí. No queda lejos del pueblecito donde se encuentra el hotel, así que decidí ir caminando, a través de la pequeña senda terrosa que se abre camino entre la vegetación. Desde lejos la descubrí más concurrida de lo esperado, pero no me importó. Tan sólo crucé los dedos para que existiera un chiringuito con cerveza fría y bolsas de patatas fritas. Las costumbres son las costumbres.

Toallas extendidas, sombrillas, colchonetas, tumbonas, niños corriendo, parejas jugando al pádel de playa (con esas raquetas de madera); señoras metiéndose en el agua a cachitos, ahora tobillos, ahora rodillas, un poco las muñecas, luego mojar la nuca; jubilados, todos varones, pasean en grupitos de arriba abajo por la playa, lejos del agua, con un brío que ya quisiera para mí. Gesticulan y ríen como adolescentes, y los figuro cada mañana, frente al espejo, sorprendidos al contemplar ese rostro ─ ajado, con arrugas y cicatrices de vida─ que no refleja al quinceañero que mora en su cabeza. Nos ocurre a todos, sin importar la edad.

Continuo con mi ritual, sabiendo que también lo es de despedida, mas no me importa. Ha sido una bonita escapada, un desconectar de la atmósfera habitual, un hasta luego, dejadme en paz un rato, a las cajas, a las madrugadas, al insomnio intermitente que acostumbra a soplarme el oído; a los que se llaman compañeros mientras esconden el puñal a su espalda; a la ciudad que te recibió y en ocasiones se empeña en abrazarte hasta la asfixia; hasta nunca al cancerígeno politiqueo ─que nunca desaparece─ y todo lo impregna, más bien pringa ─incluso dentro de mi cabeza─ agur a todo ello por unos días. Sin rencor, sin acritud. Continúo con mi ritual, elección de sitio donde colocar mi bandera negra en forma de toalla, cruzar sobre ella las chanclas blanquecinas a falta de tibias y calavera, al chapuzón bajo aquellas olas que me susurran lejanas amenazas, un recordatorio de lo que pudo haber ocurrido, un susurro: libraste aquella tarde porque nosotras así lo permitimos; después el paseo, en mente ya la cerveza en aquel chiringuito que localicé a medio camino.

La vi y no pude quitarle ojo.

Agradecí a Dios por concederme gafas oscuras. Me sentí como un mirón, un mirón que no desea mirar. Fueron un par de segundos, quizás uno más, después traté de mirar las algas entre mis pies, los niños riendo ─chute de vida en vena─ el cielo azulísimo, incluso estuve tentado de observar directamente el sol a riesgo de quedar ciego. De no contemplar más aquella figura.

Todavía lejos de su posición ya apreciaba la escena. Una mujer veterana, curtida en mil y una batallas, de mirada limpia, un tanto deslumbrada por el sol, brazos extendidos, rostro alzado, gesto de adoración a la montaña, al mar, a los bosques, al arcoíris. De cabello largo, sucio y enmarañado, de un tono que en su día fue dorado, ahora salpicado de canas; alrededor, me parece distinguir una especie de adorno que trata de añadir ─sin mucho éxito─ un toque de color, formado con plumitas aquí y allá, o quizá sean florecillas que conocieron mejores días. Viste un ligero vestido, grisáceo y un tanto raído, en el cual me pareció observar más flores a su vez marchitas. Descalza, no logro ver calzado alguno sobre la arena. Camina tres pasos. Se detiene, mira las olas, vuelve la vista atrás y, de nuevo, al frente. Parece calcular distancias. Da un par de pasos más. Se vuelve a parar. Entonces, con decisión, como si hubiera estado calibrando cómo, cuándo y dónde hacerlo, con un movimiento decidido, mil veces ensayado, se deshace del fino vestido. Lo hace con una sola mano, sacándolo por la cabeza. Forma un gurruño con él y lo deposita sobre la arena. Su aspecto despierta la imaginación abotargada por el calor, la vislumbro preparándose un té matcha dentro de la caravana, escondida entre las dunas, o meditando, postura flor de loto mediante, sobre la esterilla extendida entre las doce literas de la habitación mixta del hostal. Extranjera (lo intuyo) sin una nacionalidad definida, anglosajona, nórdica, de Andorra, quién sabe.

Imaginar la caravana, o en su defecto una furgoneta tuneada, trae una sonrisa a mi cara junto al recuerdo del bueno de Koldo rendido a los pies de su neozelandesa de ojos verdes y sus viajes hippie-surferos por las Highlands escocesas en la vieja DKV de quinta mano.

La distancia que nos separa se acorta. Un inofensivo toples, pienso. Pero no, la mujer se muestra como vino al mundo. Cuerpo delgado, perfectamente imperfecto, cuya piel ─testigo de miles de horas solares─ resbala sobre el esqueleto, como si se rindiera, buscando el corazón de la Madre Tierra; o, tal vez, indómita, se negara a continuar peleando contra la fuerza de la gravedad. El frondoso vello axilar grita su rebeldía, su credo, su amor a la diosa. Luego, bajo la mirada y observo el mío propio, carne colgante, todo pelo, pectorales caídos y canosos, patas de jirafilla… Jorge, quien esté libre de deterioro que tire la primera piedra; no juzguéis y no seréis apaleados, o algo así; notas la paja en ojo ajeno e ignoras el pedazo de secuoya en el propio… bueno, basta de sermoneo bíblico. Camina, observa, respira, disfruta, vive.

Gira el torso la mujer, encarando el mar y da un trotecillo buscando las olas. Oleaje demasiado cercano… Y yo, de alguna manera, veo dentro de mi cabeza la escena posterior, unos segundos antes de que sucediera. Tampoco se requiere un cursillo: Así hablo Zaratustra, nivel avanzado.

Rompe la ola, traviesa, adelantándose a las perezosas compañeras, esparce sus largos brazos, rozando todo con la punta de los dedos.

Algo suena en su cabeza, una alarma, un grito, un silbido, la mujer se detiene en seco ─es un decir─ da media vuelta y regresa a la carrera, como si en lugar de hippie fuera legionaria.

Demasiado tarde.

El vestido flota entre la espuma, su color ajado se confunde con la blancura líquida que lo envuelve. “Bah, es un trapo que debe de tener el contador de kilómetros pegando la segunda vuelta”, me digo. Pero, entonces, veo que extrae un objeto de entre los pliegues de la ropa que chorrea agua. Un objeto negro, plano, tamaño palma de la mano. Un teléfono móvil que brilla protestante.

Acabáramos, la hippie vintage salió rana posturera.

Cae del pedestal donde la había colocado. Yo que la imaginé más allá de lo mundano, libre como una gaviota (juro que no es propaganda pepera), lejana de este mundo materialista, consumista, populista y otros muchos ‘ista’; renegada de ordenadores, Netflix e Instagram. Ni un mísero tatuaje sobre su piel curtida en mil y una raves. Su mente dentro de una burbuja permanente, depurando energías negativas y abriendo chacras de par en par para ventilar la casa. Y resulta que no, que se despelota viva, rostro al cielo, pero lleva su Galaxy, su iPhone, el Xiaomi, para registrarlo todo, con fecha, hora y coordenadas, etiquetándolo con mucho jastak, arroba y almohadillas, y después, a golpe dactilar, subirlo al Insta categoría senior.

Pobre mujer, tan sólo espero que conserve un tarrito de arroz blanco en la despensa de la rulot. Aunque supongo que la quinoa integral también funcionará.

 Nota: relacionada: F58 - Paz, Amor y Queso de Oveja




miércoles, 3 de septiembre de 2025

F225 - Una bandeja para Bambi (Cantabria) (IV)

Pretende ser un restaurante de cierta categoría, aunque no lo calificaría de alto copetín. La carta se muestra en tres idiomas, mantelitos de lino, cuadros de peces y marineros con elegantes marcos, empleados que lucen uniforme veraniego y pinganillo. Desde la acera, descubro una mesa libre, situada en la terraza elevada junto a la fachada principal, bajo la sombra y acariciada por la brisa que sube del mar. Un lujo, que sin duda se encargarán de facturar. Pero hemos venido a jugar, ¿no?

Gracias a Dios, o al espíritu de Carpanta, la carta consiste en un álbum de menús visual, físico, palpable, limpio de chorretones, eso sí, y no la vulgaridad del código QR.

Me aproximo a la mesa, vía los peldaños exteriores adheridos al muro; en realidad hay dos, son de reducido tamaño, para un par de comensales máximo (alguna ventaja tendría que suponer el viajar de solateras, que encuentras un rinconcito en cualquier sitio). Ambas mesas están vacías, los guiris prefieren tostarse al sol, en la terraza inferior, quizá por solidaridad colorista con las gambas cadáver que comerán luego. Jamás entenderé tal obsesión ─no sólo de los extranjeros─ con exponerse de manera suicida al sol. Tal vez, como digo, sea un acto honorífico, un Remembrance Day por los bichos marinos caídos en combate pesquero, que están a punto de engullir. Un simbólico sacrificio: me pongo colorado como vuestro pariente lejano Don Cangrejo, y a continuación me hincho a gambones. Solidaridad británica sin límites.

Indeciso, observo que se acerca una pareja. Viene a tiro fijo, exhibiendo aspecto y maneras locales, si me permiten la especulación.

─Disculpad, ¿os vais a sentar ahí? ─deshecho de inmediato el trato de usted, pues tanto ella como él me resultan jovencísimos. Quedaría, hoy en día, ridículo.

─Sí, nos la asignó el chico de la entrada. Debe, usted, acceder al restaurante por la puerta ─responde el jovenzuelo, dándome dos veces en el hocico: una por el trato educado y otra por el ‘señor’ que ello implica.

Acompañó la aclaración con el dedo señalando tras de mí, hacia abajo.

Entonces, reparo en mi entrada triunfal por aquella terraza balcón, saltándome las reglas de forma involuntaria. Sólo queda una mesita, he de darme prisa y rodear el local. Por fortuna, nadie espera turno y el encargado me concede la mesa ansiada. La más esquinada, a la sombra, incluso más aireada que la de la joven pareja. “Locos gabachos, todos, dejar semejante tesoro libre”, pienso mientras tomo asiento y cojo la carta.

Mi camarera. Una cría recién salida de la EGB, la ESO, la ESA o como diantres se denomine ahora. Morena, cabello corto, ojos grandes y azulones, como los de la protagonista de Candy Candy. Sólo espero que no eche a llorar y suelte aquellos lagrimones. No, son ojos alegres, chispean, retozan en juventud como jabatos en barrizal. Viste un pantalón minúsculo de color negruzco ─como si la empresa pagara impuestos por centímetro de tela─ un pequeño mandil negro, a la cintura, apenas lo cubre. Camiseta roja de tirantes, queda bien con el negro de los shorts. Me atiende risueña, lo cual agradezco; libretita en mano, golpeando el bolígrafo sobre ella. Actúa como si todo fuera un juego, pienso con un puntito de envidia. Ojalá luciera yo semejante sonrisa de madrugada entre cajas, sobres, legañas y paquetes, y no la mala leche habitual. Indico mi pedido, tratando de ajustar el tamaño de las raciones al de mi apetito, no escaso ni desmedido: unas zamburiñas a la plancha y unos boquerones en vinagre. Todo ello bajo el amparo y custodia de una jarra helada de cerveza blanca belga.

La muchacha apunta todo despacio, me temo que desconoce las abreviaturas o quizás gusta de usar caligrafía ordenada, limpia, de colegiala aplicada. Incluso acompaña la escena un gesto de concentración, ceño fruncido, la punta de la lengua asomando entre los dientes; su buen hacer estudiantil subrayado por la forma de sujetar el boli, firme, quizá en exceso, las falanges tornan blanquecinas.

Al cabo de un tiempo considerable (el lugar está abarrotado, media docena de camareros no da abasto) aparece mi camarera preferida. Bueno, en realidad la que me fue asignada, por orden ajena, por su voluntad imperiosa o por puro azar.

Deja ante mí un plato de diseño y colorido, que apenas observo pues ando distraído con el maldito móvil (cualquier día lo arrojo por un acantilado y adquiero un Nokia en el chino de la esquina). A lo justo acierto a decir ‘gracias’.

Levanto la mirada, por fin, la jarra helada de cerveza está desaparecida en combate. Ni rastro de ella. El pan (pedido, y potencialmente cobrado) respalda a la birra en misión secreta. Ni rastro de él.

Entre el olorcillo de pescado recién hecho, la brisa marina y la contemplación de la joven pareja, que engulle mejillones como si mañana comenzara un ayuno monacal, me crece el apetito, al ritmo que a Juan Luis Guerra la bilirrubina. Miro, busco, vuelvo a mirar. Sin señal de la joven, tampoco pasa cerca ninguno de sus compañeros de faena, y no es cuestión de dar silbidos como hacíamos antaño en el pueblo. Olvido pan y cerveza y ataco, con respeto, la primera zamburiña. A palo seco. La segunda grita de envidia y no dudo en concederle el honor. La cerveza debe de estar saliendo del aeropuerto de Bruselas en este momento.

Me zampé la media docena de zamburiñas. O me zambé las zampuriñas, pienso de forma absurda, quizás debido a la sed…incluso creo ver algo extraño a lo lejos, sobre el asfalto, justo donde solía haber una rotonda con señales de tráfico luminosas… vislumbro palmeras, camellos y algún que otro beduino de ropajes negros, todo entre una neblina centelleante. Lo de la cerveza es ya de primera necesidad.

Después de otro rato, tampoco breve, llega la chica con la segunda ración. Los boquerones. Lamenta varias veces la tardanza.

─Mmm… ¿y la cerveza?

Vuelve a disculparse, pone ojos de cervatillo y soy incapaz de molestarme.

─Tranquila, no worries ─digo, a medio camino de lo guiri, a pesar de que tengo pinta de Vallecas Zona Sur.

Marcha, con un trotecillo, en busca de El Dorado… líquido.

Juguetea con la bandeja vacía haciendo malabares sobre un dedo.

Por fin, aparece con la jarra blanca de puro hielo. Incluso creo apreciar un aura dorada sobre la espuma. Lanzo un ‘gracias’ angustioso y antes de que llegue a sus delicados oídos doy un largo trago, de náufrago rescatado y, de inmediato, los dromedarios al fondo desaparecen retornando a su aspecto vulgar de semáforo. Le comento que vayan pidiendo a Lieja la segunda. Creo que no lo pilla.

La chavala, sin perder la sonrisa y un tanto sonrojada, se disculpa por enésima vez y a modo metralleta.

─Lo siento lo siento mucho, señor.

En ese instante, caigo en la cuenta de la ausencia de cubiertos. Ni un mísero tenedor de postre. Ni un triste tridente miniatura para caracoles. Las zamburiñas las devoré a mano libre, sorbiendo la salsa que rebosaba de la concha a lo Paco Martínez Soria, me corté de chupetearme los dedos.

Lo de ‘señor’ se lo paso por alto, qué remedio, pero no puedo evitar decir:

─Y tráeme un tenedor, una navaja, un palo afilado, algo con lo que punzar los bichos… por favor… ¡Y pan!, añado a sus espaldas.

Retorna la chica.

No lo creerán, pero pide perdón otra vez mientras deja sobre el tapete un tenedor y una cestita con una pieza de pan tan sola que roza la depresión.

─¿Todo bien hasta ahora? ─pregunta, las manos a la espalda, quizás cruzando los dedos mientras sonríe nerviosa.

Me muerdo la lengua, a riesgo de envenenarme.

─Todo perfecto, maja.

No puedo evitarlo. Me tiene conquistado la moceta. Su hablar apresurado, el nerviosismo, su aire despistado, la forma de anotarlo todo en el cuadernito. Me siento reflejado en un gran espejo del tiempo. Me veo vestido con casaca blanca impoluta de grandes botones metálicos, pantalón negro recién planchado, el pelo cortísimo, el pendiente oculto en el bolsillo, tez afeitada apurada como en un anuncio de Gillette, los nervios que se escapan por la yema de los dedos. La sonrisa pegada con cello que intenta agradar. Me veo en aquel restaurante pijo de Edimburgo, posh, dicen los que parlan la lengua de Shakespeare. El Dome, ya puedo nombrarlo, pasaron suficientes años, ya prescribió mi crimen, el atentado cometido contra la hostelería de alto postín por el que fui despedido, o más bien no escogido tras el periodo de prueba.

Le dejo una generosa propina. “Hubiera podido ser la hija que nunca tuve”, pienso. Sacándose unos cuartos para un viaje, para la universidad, para fundirlo con el churri… para la vida. Tentado me siento de trasmitirle lo que aquel día me fue dicho y tan mal encajé. Transcrito en la mente rezaba:

─Esto no es para ti, créeme; ahora no lo comprendes, pero estoy haciéndote un favor: ¡corre, huye! ¡Ve hacia la Luz, Caroline!

El mensaje queda sellado en la garganta, no permito su paso, por respeto, por prudencia y por ajuste a la realidad: no hay comparación posible entre ambos servidores de mesas: aquél, serio y tembloroso con máscara sonriente; ésta, angelical y pizpireta con mirada de Bambi.


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