jueves, 31 de julio de 2025

F223 - Prohibido prohibir (Cantabria) (II)

Amanece un día especial. Sí, lo sé, de nuevo este señor con sus fechas señaladas. No puedo evitarlo, tengo un calendario en el cerebro. Números y meses que gritan, un puntito ofendidos, cada cual reclamando lo suyo: “¡Eh tú, acuérdate de mí!”, “¡No oses ignorarme!”, “¡Sin mí tu vida hubiera sido un muermo!”. Les decía, día especial. Mientras tecleo estas líneas ─que leerán en breve─ se cumple el décimo aniversario del Retorno ─29 de julio de 2015─. Así, con mayúscula, lo visualicé siempre. El regreso al pincho de tortilla en el bar de la esquina, a la terracita a la sombra, al menú del día con postre y vino incluidos. También volver al encargadito de turno, al compañero metete, a la zancadilla escoltada por una sonrisa. A la envidia malsana; al odio injustificado e incomprensible hacia el vecino, el rival, el forastero; a la ojeriza contra quien no comulga con sus ideas o bandera; vuelta a sentir la presencia de los políticos ─todos: ellos, ellas, colorados, azules, verdes, amarillos, morados, a lunares…─ ladrones, mentirosos, charlatanes, hipócritas y furtivos. Regreso, también, a la amistad verdadera (más allá de la pinta de cerveza después del trabajo); a la charla de autobús; al socorrer a un anciano caído; a la sonrisa de la cajera; a las carantoñas a los niños sin riesgo de ser lapidado en plaza pública; a la diversión de bar y callejón; al pueblo con verbena; al arte, oficio y profesionalidad del camarero (me temo cualidades en peligro de extinción). En resumen, el Retorno a mi querida, y a veces odiada, España con todos los tópicos, tan suyos, tan nuestros, tan ciertos.

Resulta curioso, cada veinte de febrero celebro ─llueva, truene o caigan chuzos de punta─ el aniversario de mi partida. Pinta de Guinness en mano, ojos cerrados, brindis al cielo, por todos ellos, por los que quedaron allá, los que regresaron, por quienes se fueron para siempre. Simbólico brindis por mi hallazgo de Escocia, de Edimburgo donde levitaba sobre las aceras. Sin embargo, no recuerdo haber alzado nunca la copa un veintinueve de julio, aniversario del Retorno. ¿Existirá un mensaje cifrado en ello, algo que la mente se niega a interpretar?

El Retorno, más duro que la escapada, la huida, la aventura. Mucho más duro, a pesar de conocer a lo que volvía, o quizás por esto mismo. Y pagué por ello, ¡vaya si pagué! Cumplí una peculiar condena: trescientos sesenta y un días en rojo, sin trabajo, sin cobro de prestación, sin ayuda oficial; trescientos sesenta y un días sin ingreso alguno: “Usted no es un emigrante retornado”, dijo la señorita funcionaria repantigada tras la mesa y mirando la hora: “usted es tan sólo un españolito que marchó, por trece años, de excursión al Reino Unido, Estado europeo”, añadió con distintas palabras, disfrutándolo. Quizás por ello la magia no funcionó, no hubo épica, las ganas de celebrarlo se volatilizaron. Cero el deseo de alzar el vaso.

Mas no me arrepiento, ni de la fuga, ni del regreso. Ambos saltos llegaron en el momento adecuado, siguiendo el sabio plan de alguien que guía los impulsos en mi cabecita.

Regresé justo a tiempo, tan justo que todo un país como Reino Unido cerró sus fronteras tras mi marcha, la estupidez pudo al sentido común, las falsas promesas vencieron a la sana convivencia. Llegó el Brexit, y con él los muros, los pasaportes, las prohibiciones. Con él llegó el aislamiento, las colas en el aeropuerto, el control de aduanas, los ciudadanos de segunda. Con él, llegó el caos. Y, por fortuna, a mí no me atrapó.

“¡Prohibido prohibir!”, gritábamos de críos con voz aflautada, ante aquella vileza en forma de letrero, entonces dábamos cuatro sonoros balonazos contra la pared ─el cartel, que mostraba una pelota de fútbol cruzada por un aspa roja, ejercía de diana─ para a continuación salir corriendo con alaridos de victoria, cual pequeños forajidos, en persecución de otras chiquilladas.

Creí haberlas visto de todos los colores ─las vedas─ incluso aquella de Récord Guinness en mi querida Tenerife: "Prohibido lavarse los dientes". Pero la vida siempre esconde una más, para sorprenderte, para que no te aburras.

Les pongo en escena. Pueblecito cántabro y costero, escapada por unos días. ¿Recuerdan? Me hallaba practicando deporte ─uno de mis favoritos junto al terraceo de libro y observación de flora y fauna─: pasear por las calles, estudiar a la gente, escuchar los chascarrillos, admirar la energía ajena (familias acarreando sombrillas, tumbonas, neveras, niños y colchonetas camino de la playa; filas y filas de surfistas de todas las edades transportando sus gigantescas tablas). Es un garbeo operativo, en busca de posibles objetivos gastronómicos, bares, restaurantes, terrazas y chiringuitos playeros. Buscando los caminitos bajo la sombra, huyendo del sol y su aplatanamiento infligido.

Tentado estoy de apoyar el trasero en la penumbra de una terraza desierta que veo a lo lejos, sacar el cuaderno, añadir bolígrafo y derramar sobre las páginas alineadas dos o tres chorradicas que sobrevolaron mi mente. Incluso echar mano de la novela, inhalar su aroma a imprenta, y darle un buen bocado a la Inspectora Delicado. De modo figurado, el tarisco, no piensen ustedes cosas raras.

Entonces lo vi.

Noté la presencia del cartel de pasada. Como si el rabillo del ojo hubiera hecho saltar el chivato de alarma: ¡Miiik miiik miiik! Me acerqué, para corroborar lo supuesto y, sobre todo, para leer el mensaje desde cerca (el joven halcón torno gallina vieja). Sentí una extraña atracción hacia aquella terraza desnuda. Se encontraba pegada al local, un restaurante de alto copetín. Marisco, pescado salvaje a la brasa, vinos franceses. De esos de: “Pepe, saca las tarjetas de crédito, débito, e incluso el bonobús”. El azul marino acompaña al blanco impoluto, impregnando la atmósfera con toque marítimo. Mesas altas de aspecto sólido, contundente, ausencia de sillas. En su lugar, los bancos níveos, de cemento marmolado, inmaculados como de catedral y adheridos a la fachada del local. Unos asientos permanentes, de obra. Mira, así no han de recoger todas las sillas en columnas y encadenarlas para ahorrar tentaciones al amigo de lo ajeno, pensé. Para llevarse estos bancos habrían de traer un bulldozer. Una terraza perpetua, no la arrastra ni el huracán Katrina, al menos los asientos.

El local cerrado. La terraza fantasmal.

Si hubiera brisa fuerte, un rastrojo rodaría por el suelo, se escucharía un silbido de fondo, un par de pistoleros enfrentados a corta distancia se mirarían retadores, los pulgares jugando con el percutor de sus revólveres todavía enfundados…

Bueno, ya me entienden, que no había un alma.

El cartelito, por duplicado, pegado en la enorme y tintada cristalera. Tamaño folio, el texto ─letra grande y negra─ escrito a mano, sobre fondo de un tono color crema. Al igual que en Santa Cruz, he de leerlo un par de veces. El mensaje reza:

                                                               Prohibido consumir

                                                               productos ajenos al

                                                               restaurante.

                                                               Aunque esté cerrado.

                                                               Uso exclusivo del Rest.

                                                               ¡¡¡ NO SENTARSE !!!

 

¿Y si descanso mis posaderas un ratín y dejo un par de monedas sobre la mesa? A modo de alquiler rápido, como la zona azul de aparcamiento.

El local, un buque abandonado, encallado junto a las rocas. Las mesas desangeladas, junto a esos bancos de obra eternos y coquetos, que a su pesar lucen tristes, creyendo que nadie los desea. Ven pasar al transeúnte: turista, curioso, local, despistado… quien se detiene, contempla, lee el dichoso cartel, sonríe, saca foto y se aleja, dejando a los asientos sumidos en la pesadumbre sintiéndose rechazados a pesar de ofrecer sombra y tregua.

“Prohibido prohibir”, decíamos de críos, riéndonos de la paradoja, de la utopía y de la vida.

Qué feo lo de prohibir, tan feo como necesario, claro. Te pones en el pellejo del propietario del invento, pagando las licencias, abonando mil y un impuestos: el ibi, el iva, el ibe y su santa madre; buceando a pulmón para pescar los bichos asilvestrados. Dejando todo limpito, ordenado, niquelado para los potenciales clientes, y luego se marcha de fin de semana o a echar una siesta larga ─de pijama y orinal─ y al regresar encuentra a tres punkis, dos perros y un mono con sus bártulos instalados en la terraza, denominándolo con recochineo Okupación ecológica, incluso tienda de campaña iglú trajeron.

Me temo que la triple exclamación indica más de lo que parece, quizás mi hipótesis perroflaútica no resulte tan descabellada.




 

martes, 22 de julio de 2025

F222 - De perros, monos y osos, y libros (Cantabria) (I)

Cada día que transcurre, cada mes, cada año que vuela lo tengo más claro. Salí raro de la camada. Si hubiera nacido perro habría lucido pelaje verdoso.

¿Qué hacen ustedes antes de un viaje, de una escapada? Echan un vistazo al mapa, planean itinerarios, quizás busquen restaurantes o lugares de interés para ser visitados, hasta aquí no somos tan diferentes, salvo en lo de itinerarios. Sin embargo, ¿justo el día previo, o la noche anterior? Preparan la maleta, supongo: camisetas, pantalones veraniegos, vestidos ellas, ropa interior, bañador, toalla de playa, crema protectora, esas cosillas. ¿Yo? Todo esto lo hago de modo mecánico, me da más o menos igual, trato de echar alguna camiseta extra, por si el énfasis turístico provoca un sudor excesivo. Poco más. Pero, sobre todo, lo que ronda mi cabeza la víspera: cuento el número de páginas que me quedan por leer de la novela de turno. Eso hago.

Sobre lo de creerse un perro verde, es lo que sucede cuando tu compañero de viaje habitual se compone de tapas y cientos de hojas de papel. Carece de ojos, brazos, boca, piernas. Tan sólo un título sugerente, un nombre de autor que promete, quizás una portada llamativa, tal vez austera, y miles y miles de líneas que guardan secretos, aventuras, otras vidas…

Apenas cuarenta páginas. ¡Maldición de las maldiciones! La tercera entrega de la saga Bruna Husky se desangra entre mis dedos, se me morirá por el camino. Para colmo hoy es domingo, librerías y bibliotecas cerradas, y planeo salir de madrugada mañana lunes. Aprovechar la tranquilidad y la carretera desierta. Contemplar el reflejo de las luces sobre el asfalto negro, sentir el hambre voraz de la máquina engullendo líneas blancas bajo sus ruedas. Otro pequeño chute de nostalgia por vena: aquellos viajes en el coche familiar antes del amanecer, los tres hermanos apretujados en el asiento trasero, las toallas colocadas estratégicamente sobre las ventanillas, la nevera portátil, que parecía la cesta del mismísimo oso Yogui: emparedados de huevo y tomate, otros de atún y mayonesa ─cubiertos por un trapo húmedo─ manzanas, peritas del huerto de Entrena, botellas grandes de Kas, reutilizadas para el agua, bloques de plástico congelados, azul oscuro los recuerdo.

Siempre podría echar al macuto cualquier libro que tenga por casa (todos los lectores disponemos de una columna, o estantería, con novelas pendientes); sin embargo, la androide de combate Husky me tiene fascinado. Una vez devoradas dichas páginas, sé con una certeza que me asusta que mataría por comenzar las primeras líneas de la cuarta y última novela. Tan sólo una noche sin sobrevolar sus párrafos y mi mente entrará en estado de ansiedad, en pleno mono.

Perro, oso… mono (aunque sea de forma figurada). Ya lo dijo el gran Borges, cuando un animal es mencionado en un texto, es muy probable que surjan otros antes de acabarlo.

Pero no va a poder ser. Tendré que posponer el desenlace de la tetralogía. A no ser que… no, no, imposible… eso no… nunca… a no ser que introduzca el artilugio dentro de la maleta. ¿De que artilugio nos hablas? Se preguntarán. De ese invento perverso, fruto del Lado Tenebroso, con rasgos de teléfono móvil pero más grande, denominado Kindle. Podría llevarlo, me digo, y según llegue al pueblito costero, comprar la cuarta entrega por internet, la cual bajaría a la biblioteca virtual en cuestión de segundos, y así poder continuar con la historia sin parón alguno.

Entonces ocurre algo curioso.

Cierro los ojos, intentando decidirme, y se me aparece ella. En mi interior veo a la mismísima Rosa Montero ─la autora─ mirándome con cara de funeral, los labios fruncidos, y de seguido comienza a menear la cabeza de un lado a otro, sin dejar de atravesarme con las pupilas. Su mirada revela incredulidad, lástima, dolor…  decepción. “¿En serio, Jorge?”, dice la escritora, “¿en serio vas a terminar la saga de uno de mis mejores personajes, con la que más me identifico, en un maldito libro electrónico? ¿Ese cacharro triste y anodino? ¿Vas a vender tu alma al dios de la Amazonia? ¿Vas a renunciar a la caricia de las páginas con la yema de tus dedos, al aroma del libro recién estrenado, a cerrarlo, con el dedo a modo de marcapáginas, para evocar una escena magistral, para alabar el pedazo de diálogo que me he currado? ¿Renunciarás a la tibieza de sus hojas abiertas sobre tu pecho dormido? ¿En serio vas a traicionarme, capullo?”.

Y decido que no puedo dar tal disgusto a la buena mujer; el cacharrito se queda: antes muerto que traidor.

Así que cierro la maleta; Dios proveerá, me digo.

Una vez en tierra costera, localizado el hotel, deshecha la Gordita Azul, explorado los alrededores, desayunado, abro el libro. Leo despacio, con ese respeto que se muestra a los grandes escritores, incluso ralentizo todavía más el ritmo, saboreando cada línea, visualizando cada escena, queriendo acabar la historia… deseando que nunca termine.

Pero sucede. La palabra ‘Fin’, no escrita, echa anclas, y siento un hartazgo de felicidad, de plenitud, que sé que tornará en vacuidad esta misma noche, quizás mañana tras el amanecer, un vacío en las venas, más propio de un yonqui en periodo de abstinencia que de un lector solitario. Disculpen la redundancia, ¿acaso existe otra compañía que la Soledad para quien lee?

Sin dudarlo, extraigo el móvil y tecleo en el navegador: “Librería en…” añadiendo el nombre del pueblecito costero. ¡Bingo! Existen dos y una de ellas permanece abierta durante el verano. El nombre da esperanzas: Castillo de If.

Tras localizarla, cruzo el umbral. El tintineo de una dulce campanilla anuncia mi llegada. En seguida, la sonrisa inicial torna en gesto preocupado. Se trata de un local minúsculo, más copistería y papelería que librería. Sé que no lo hallaré, antes de ponerme a buscar. Me acerco a la sección de biblioteca: novelas romanticonas, bestseller veraniegos, libros juveniles, los propios infantiles, librillos de crucigramas, autodefinidos, sopas de letras y demás parafernalia para asesinar el tiempo con daga puntiaguda en forma de lapicero. Ni rastro de Rosa Montero y su obra. No pregunto; jamás pregunten a la dependienta: de inmediato, la caza perdería toda la magia.

Entonces el lomo de un libro llama mi atención, su blancura resalta entre los vecinos de repisa ─negros, rojos y azules oscuro─, luce el característico logo del arquero, un Seix Barral, la editorial de la escritora. Me aproximo con el ansia de un vampiro recién despertado. ¡Lo agarro! no lo cojo, no lo tomo, lo agarro porque me pertenece; lo giro para observar la portada, el colmillo goteando, “Bruna Husky Bruna Husky Bruna Husky…”, creo bisbisear, sin embargo, los ojos saltones de la encargada indican lo contrario.

¡Nooo! “La fabricación de un crimen”, reza la portada, de un tal Ricardo Raphael.

Entorno mis ojos entrenados, objetivo: los dorsos blanquecinos con el particular logotipo, cual Sheriff de Nottingham en busca de Robin Hood, el eterno arquero.

No hay uno solo más de dicha editorial.

Abatido, tras lanzar una ojeada a la temerosa librera ─la cual mantiene la mano derecha bajo el mostrador, donde quizás oculte un botón de pánico o un bate de beisbol─ me dirijo hacia la puerta y su estúpida campanilla.

Entonces la oigo. Una voz femenina que susurra a mi izquierda:

─Joorgeee, aquííí, aquííí, ¿dónde vas merluuuzo? Ven aquííí.

Me giro, más curioso que ofendido. Y lo veo.

Raudo, en dos zancadas, me pongo frente al expositor. En su interior, una novela de color negro, con faja de tono rojizo. Leo el título y el nombre de quien la firma, y sonrío. Otra de las grandes, me digo; “Una buena pieza”, por Doña Alicia Giménez Bartlett.

Acudí a la orilla del mar en busca de la detective replicante Bruna Husky y me topé de bruces con la inspectora Petra Delicado.

¡Que Rosa Montero me perdone!

El Madrid futurista, los “Animales difíciles”, la teleportación, los planetas artificiales, la TTT, las pistolas de plasma negro… todo ello tendrá que esperar a mi regreso. Doña Petra Delicado está al cargo. Ella dirige, siempre con la ayuda inestimable del tocapelotas subinspector Garzón, su fiel escudero: yo sólo leo.

Mas una vez a oscuras, con el sonido de las olas de fondo, los párpados sellados, me deleitaré vislumbrando la línea tatuada que recorre todo el cuerpo desnudo de la tecnohumana Bruna Husky, dispuesto a soñar:

“He visto cosas, cosas que ustedes, gente común, no creerían. Naves de ataque en llamas frente a Orión, brillantes como el magnesio…”

Ah, no, que esto es de Blade Runner.

Nota: dedicado a mi amiga Mariluz, a quien también gusta leer en soledad.





 

domingo, 13 de julio de 2025

F221 - Inglis-pitinglis

Ha pasado tanto tiempo que ya ni siquiera sufro ataques nostálgicos. Figúrense. Recuerdo que hace unos pocos años acudía, de vez en cuando, a la pequeña capital norteña, inflamado de pura melancolía, y buscaba como un náufrago aquellos puntos clave de la que fue mi gran aventura, aquellos lugares donde comenzó todo, cual trozos de madera que me ayudaran a flotar.

Recuerdo caminar despacio, rodear al General Espartero erguido sobre su corcel, en pleno centro del Paseo, cerrar los ojos y revivir aquella llamada, La Llamada: “Disponemos de un vuelo para usted. A Edimburgo. Sólo ida”. Vuelvo a escuchar mi respuesta perpleja ─como si de un audio mágico se tratara─ y la desmesurada celebración: grito al cielo, salto a las nubes que ni el mismísimo Carlos Alonso Santillana dentro del área; y aquella señora temerosa, su mirada incrédula, protegiendo a su retoño del loco del Espolón.

Recuerdo merodear por la zona peatonal, adentrarme en el Paseo de las Cien Tiendas, detenerme ante el portal de la Academia Oxford, donde nos juntábamos media docena de personas y parloteábamos en inglés durante una hora y cuarto. Todo en inglés: juegos, gramática, ejercicios, películas, incluso las visitas al señor Roca debían ser solicitadas en inglés. Shakespeare se tiraba de los pelos, dentro de la tumba, debido a las patadas que dábamos a su lengua, por escrito, por hablado, por activa y por pasiva. Pero allí estuve yo, lanzándome a la piscina de un idioma tan familiar como extraño, estudiado durante años y nunca hablado. Allí estuvo el niño que, junto a sus hermanos, veraneó en Cullera donde hacía amiguitos guiris preguntándoles aquello de: ¿Inglis-pitinglis?, de corrido, adhiriendo las dos palabras inexistentes, con doble signo de interrogación incluido, convencido de que era la pregunta adecuada. Lo más curioso es que aquellos niños británicos afirmaban, en inglés, sin inmutarse: “Claro, claro, lo hablamos: es nuestro idioma”. Mensaje que entendíamos por arte de magia. A partir de ahí, el juego ─lenguaje universal─ se encargaba del resto, convirtiéndonos en amigos forever… amigos de verano.

La guerra, el odio, la xenofobia comenzaron cuando el Hombre mató al Niño que llevaba dentro.

Después continuaba mi ruta nostálgica, sita en la misma calle que la academia se encontraba la pequeña agencia de viajes, ya clausurada, a cuyo escaparate me asomaba tratando de ver al tipo amable quien me proporcionó los billetes que cambiarían mi vida para siempre. Aquel joven solícito que me explicó, paso a paso, qué debía hacer desde el momento en que subiera al autobús nocturno con destino Madrid, hasta el aterrizaje en la capital escocesa. Tan sólo olvidó el minúsculo detalle sobre el transbordo en Birmingham, nadie es perfecto.

Incluso entraba en la cafetería colindante, donde solíamos tomar un café tras la clase, o una cerveza los viernes, e intercambiábamos risas, apuntes y gambazos en idioma shakesperiano. Recuerdo sus caras, la tarde que les dije con seria sonrisa:” I am going to go to Edinburgh!”. Consciente de la forma verbal utilizada, quizás por primera vez, la cual expresa no un deseo, no un plan que podría llevarse a cabo; expresa una acción que se va a realizar: voy a marchar a Edimburgo, chavales; punto pelota, como decía la Astur con quien llegaría a compartir piso, risas y lágrimas en tierras escocesas.

Durante los meses previos al viaje, lejos quedaba aquel rompehielos infantil ‘inglis pitinglis’, y cada día escuchaba las news en la BBC, o leía los titulares sobre fondo rojo que rodaban a pie de pantalla. Recuerdo leer con anhelo las noticias de las Torres Gemelas y escuchar al locutor de la CBS con aquel acento nasal yanqui, sorprendido ante mi propia comprensión: “Entiendo a estos tipos”.

Ya no hago rutas nostálgicas, pero de vez en cuando visito mi querida Logroño a lo Estopa, de extranjis, sin avisar a nadie; paseo por sus calles, me siento a leer y contemplar gente en alguna de sus terrazas, degusto unas patatas bravas en el Jubera.

En ello estaba aquel día.

Entré en uno de los bares modernos que han abierto en Portales. Sobre la barra, un expositor de cristal repleto de pinchos de todos los colores, texturas y sabores, con palillos largos cual pértigas, banderines coloridos y demás parafernalia mercantil. Hay que amortizar el Máster en Hostelería: turismo, marketing y gastrobares, pensé.

Atacaba un bocatita de bonito con alegría riojana ─pimiento colorado picante─, copa de Crianza en mano. Distraído, observaba a la parroquia mientras los ojos surfeaban titulares del diario La Rioja: los políticos continuaban robando; los políticos seguían mintiendo, riéndose de todos, acólitos y rivales. La gente seguía votándoles o aborreciéndolos, incluso ambas cosas. Sin novedad en el frente, sólo mi querida, y a veces odiada, España.

A mi vera, un guiri de libro de texto. Uno de esos que buscas el término guiri en la enciclopedia y adjunta luce su fotografía. Pelo largo sujeto con cinta estrecha, a sus pies, mochila caqui cuya tela aparece llena de parches cosidos (escudos, banderas, símbolos pacifistas), sandalias con calcetines blancos, pantalones hasta la rodilla. Perenne sonrisa. Ojos desorbitados que confieren una mirada de iluminado de secta UFO-Friendly (a falta de camiseta con leyenda: Take Me With You). Frente a él, tras el mostrador, profesional, rictus serio, una joven camarera, autóctona para variar. Colores de guerra, cejas artificiosas, piercing en labios y nariz, brazo izquierdo tatuado cual manga larga. Juventud divino tesoro. Una de tantas que indicó en su curriculum aquello de Nivel Intermedio en la casilla del inglés. El nivel estándar en este país de pícaros.

─Doss servesas y un aggua, porfavoor ─se esfuerza el chaval como si estuviera frente a la profe.

La muchacha tuerce el morro ─amago de sonrisa profesional─ y coge, con parsimonia, una copa dirigiéndose al grifo de cerveza; supongo que después regresará a por otra más.

─Y uno de esas pinchos ─señala, con apuro, un emparedado, optando adrede por mezclar los géneros porque no tiene ni remota idea de si ‘pincho’ es femenino o masculino.  Intenta recapitular las clases con Rocío, su profesora particular: “Como regla general, si acaba en ‘o’ es masculino…”. Pero entonces recuerda que ‘mano’ es femenino…“Malditos espaniardos con su idioma de géneros”, murmura en su lengua. No pierde la sonrisa, lo cortés no quita lo valiente, piensa, sin tener pajolera idea de lo que significa. (Todo esto lo cavila en décimas de segundo, como si tuviera el privilegiado cerebro de la androide Bruna Husky).

El sándwich en cuestión es de pan tostado, huevo cocido, salsa de tomate y atún.

What do you call it? ─dice a la camarera, rendido ante semejante esfuerzo lingüístico.

La joven lo mira algo más seria si cabe. Pero no duda. La admiro al instante. Responde con tal seguridad que tentado estoy de buscar en Feisbuk, comprobar si tiene Club de Fans para unirme. Una crack, la moceta.

Upstairs ─dice, con perfecta pronunciación. Ni siquiera señala las escaleras, al fondo, que conducen a los lavabos.

El guiri mochilero congela su sonrisa Profiden. La respuesta de la hostelera ha logrado lo imposible: su mirada de creyente ufólogo, fanático de Mulder y Scully ─The Truth is Out There─ pierde brillo… sus ojos dudan, entrecerrándose. El extranjero razona, calcula posibilidades, repasa sinónimos y antónimos, dichos ibéricos y giros gramaticales. Algo no le cuadra, parece un nombre curioso para un bocadillo.

No resisto la tentación. Me dirijo a la Camarera Nivel Intermedio:

─Disculpa, el chico quiere saber cómo se llama “el pincho”.

La chica me mira como un Miura despistado en sentido contrario del Encierro.

─Sándwich, se llama sándwich ─dice para ambos, “vaya par de lerdos”, subraya su mente.

El tipo, sin perder la sonrisa, parece decepcionado: ¿sándwich?

Entonces veo la oportunidad de pelear por la lengua cervantina, de resarcirme de aquel ‘inglispitinglis’ infantil, descabalgar a uno de los jinetes bajo cuya bandera nos comieron la tostada del idioma internacional. Escudo alzado, y lanza en ristre, me giro hacia él:

─Lo llamamos “emparedado” ─digo, en simbólico homenaje a mi madre que así los denominaba─ , significa ‘entre paredes’─ añado, mientras gestualizo un acercamiento con las palmas de las manos─ y éste concretamente lleva atún, salsa de tomate y huevo cocido; un clásico ─le explico, traducción mediante.

─¡El Clássico! ¡Sí, Rial Madrit - Barselona! ─responde el hijo de la Gran Bretaña.

Le digo que sí, asintiendo en silencio, emulando a los críos ingleses ante mi entrañable, pero ilusorio ‘inglispitinglis’, en Cullera.

No puedo evitar la sonrisa dirigiéndome hacia la puerta.