jueves, 31 de julio de 2025

F223 - Prohibido prohibir (Cantabria) (II)

Amanece un día especial. Sí, lo sé, de nuevo este señor con sus fechas señaladas. No puedo evitarlo, tengo un calendario en el cerebro. Números y meses que gritan, un puntito ofendidos, cada cual reclamando lo suyo: “¡Eh tú, acuérdate de mí!”, “¡No oses ignorarme!”, “¡Sin mí tu vida hubiera sido un muermo!”. Les decía, día especial. Mientras tecleo estas líneas ─que leerán en breve─ se cumple el décimo aniversario del Retorno ─29 de julio de 2015─. Así, con mayúscula, lo visualicé siempre. El regreso al pincho de tortilla en el bar de la esquina, a la terracita a la sombra, al menú del día con postre y vino incluidos. También volver al encargadito de turno, al compañero metete, a la zancadilla escoltada por una sonrisa. A la envidia malsana; al odio injustificado e incomprensible hacia el vecino, el rival, el forastero; a la ojeriza contra quien no comulga con sus ideas o bandera; vuelta a sentir la presencia de los políticos ─todos: ellos, ellas, colorados, azules, verdes, amarillos, morados, a lunares…─ ladrones, mentirosos, charlatanes, hipócritas y furtivos. Regreso, también, a la amistad verdadera (más allá de la pinta de cerveza después del trabajo); a la charla de autobús; al socorrer a un anciano caído; a la sonrisa de la cajera; a las carantoñas a los niños sin riesgo de ser lapidado en plaza pública; a la diversión de bar y callejón; al pueblo con verbena; al arte, oficio y profesionalidad del camarero (me temo cualidades en peligro de extinción). En resumen, el Retorno a mi querida, y a veces odiada, España con todos los tópicos, tan suyos, tan nuestros, tan ciertos.

Resulta curioso, cada veinte de febrero celebro ─llueva, truene o caigan chuzos de punta─ el aniversario de mi partida. Pinta de Guinness en mano, ojos cerrados, brindis al cielo, por todos ellos, por los que quedaron allá, los que regresaron, por quienes se fueron para siempre. Simbólico brindis por mi hallazgo de Escocia, de Edimburgo donde levitaba sobre las aceras. Sin embargo, no recuerdo haber alzado nunca la copa un veintinueve de julio, aniversario del Retorno. ¿Existirá un mensaje cifrado en ello, algo que la mente se niega a interpretar?

El Retorno, más duro que la escapada, la huida, la aventura. Mucho más duro, a pesar de conocer a lo que volvía, o quizás por esto mismo. Y pagué por ello, ¡vaya si pagué! Cumplí una peculiar condena: trescientos sesenta y un días en rojo, sin trabajo, sin cobro de prestación, sin ayuda oficial; trescientos sesenta y un días sin ingreso alguno: “Usted no es un emigrante retornado”, dijo la señorita funcionara repantigada tras la mesa y mirando la hora: “usted es tan sólo un españolito que marchó, por trece años, de excursión al Reino Unido, Estado europeo”, añadió con distintas palabras, disfrutándolo. Quizás por ello la magia no funcionó, no hubo épica, las ganas de celebrarlo se volatilizaron. Cero el deseo de alzar el vaso.

Mas no me arrepiento, ni de la fuga, ni del regreso. Ambos saltos llegaron en el momento adecuado, siguiendo el sabio plan de alguien que guía los impulsos en mi cabecita.

Regresé justo a tiempo, tan justo que todo un país como Reino Unido cerró sus fronteras tras mi marcha, la estupidez pudo al sentido común, las falsas promesas vencieron a la sana convivencia. Llegó el Brexit, y con él los muros, los pasaportes, las prohibiciones. Con él llegó el aislamiento, las colas en el aeropuerto, el control de aduanas, los ciudadanos de segunda. Con él, llegó el caos. Y, por fortuna, a mí no me atrapó.

“¡Prohibido prohibir!”, gritábamos de críos con voz aflautada, ante aquella vileza en forma de letrero, entonces dábamos cuatro sonoros balonazos contra la pared ─el cartel, que mostraba una pelota de fútbol cruzada por un aspa roja, ejercía de diana─ para a continuación salir corriendo con alaridos de victoria, cual pequeños forajidos, en persecución de otras chiquilladas.

Creí haberlas visto de todos los colores ─las vedas─ incluso aquella de Récord Guinness en mi querida Tenerife: "Prohibido lavarse los dientes". Pero la vida siempre esconde una más, para sorprenderte, para que no te aburras.

Les pongo en escena. Pueblecito cántabro y costero, escapada por unos días. ¿Recuerdan? Me hallaba practicando deporte ─uno de mis favoritos junto al terraceo de libro y observación de flora y fauna─ pasear por las calles, estudiar a la gente, escuchar los chascarrillos, admirar la energía ajena (familias acarreando sombrillas, tumbonas, neveras, niños y colchonetas camino de la playa; filas y filas de surfistas de todas las edades transportando sus gigantescas tablas). Es un garbeo operativo, en busca de posibles objetivos gastronómicos, bares, restaurantes, terrazas y chiringuitos playeros. Buscando los caminitos bajo la sombra, huyendo del sol y su aplatanamiento infligido.

Tentado estoy de apoyar el trasero en la penumbra de una terraza desierta que veo a lo lejos, sacar el cuaderno, añadir bolígrafo y derramar sobre las páginas alineadas dos o tres chorradicas que sobrevolaron mi mente. Incluso echar mano de la novela, inhalar su aroma a imprenta, y darle un buen bocado a la Inspectora Delicado. De modo figurado, el tarisco, no piensen ustedes cosas raras.

Entonces lo vi.

Noté la presencia del cartel de pasada. Como si el rabillo del ojo hubiera hecho saltar el chivato de alarma: ¡Miiik miiik miiik! Me acerqué, para corroborar lo supuesto y, sobre todo, para leer el mensaje desde cerca (el joven halcón torno gallina vieja). Sentí una extraña atracción hacia aquella terraza desnuda. Se encontraba pegada al local, un restaurante de alto copetín. Marisco, pescado salvaje a la brasa, vinos franceses. De esos de: “Pepe, saca las tarjetas de crédito, débito, e incluso el bonobús”. El azul marino acompaña al blanco impoluto, impregnando la atmósfera con toque marítimo. Mesas altas de aspecto sólido, contundente, ausencia de sillas. En su lugar, los bancos níveos, de cemento marmolado, inmaculados como de catedral y adheridos a la fachada del local. Unos asientos permanentes, de obra. Mira, así no han de recoger todas las sillas en columnas y encadenarlas para ahorrar tentaciones al amigo de lo ajeno, pensé. Para llevarse estos bancos han de traer un bulldozer. Una terraza perpetua, no la arrastra ni el huracán Katrina, al menos los asientos.

El local cerrado. La terraza fantasmal.

Si hubiera brisa fuerte, un rastrojo rodaría por el suelo, se escucharía un silbido de fondo, un par de pistoleros enfrentados a corta distancia se mirarían retadores, los pulgares jugando con el percutor de sus revólveres todavía enfundados…

Bueno, ya me entienden, que no había un alma.

El cartelito, por duplicado, pegado en la enorme y tintada cristalera. Tamaño folio, el texto ─letra grande y negra─ escrito a mano, sobre fondo de un tono color crema. Al igual que en Santa Cruz, he de leerlo un par de veces. El mensaje reza:

                                                               Prohibido consumir

                                                               productos ajenos al

                                                               restaurante.

                                                               Aunque esté cerrado.

                                                               Uso exclusivo del Rest.

                                                               ¡¡¡ NO SENTARSE !!!

 

¿Y si descanso mis posaderas un ratín y dejo un par de monedas sobre la mesa? A modo de alquiler rápido, como la zona azul de aparcamiento.

El local, un buque abandonado, encallado junto a las rocas. Las mesas desangeladas, junto a esos bancos de obra eternos y coquetos, que a su pesar lucen tristes, creyendo que nadie los desea. Ven pasar al transeúnte: turista, curioso, local, despistado… quien se detiene, contempla, lee el dichoso cartel, sonríe, saca foto y se aleja, dejando a los asientos sumidos en la pesadumbre sintiéndose rechazados a pesar de ofrecer sombra y tregua.

“Prohibido prohibir”, decíamos de críos, riéndonos de la paradoja, de la utopía y de la vida.

Qué feo lo de prohibir, tan feo como necesario, claro. Te pones en el pellejo del propietario del invento, pagando las licencias, abonando mil y un impuestos: el ibi, el iva, el ibe y su santa madre; buceando a pulmón para pescar los bichos asilvestrados. Dejando todo limpito, ordenado, niquelado para los potenciales clientes, y luego se marcha de fin de semana o a echar una siesta larga ─de pijama y orinal─ y al regresar encuentra a tres punkis, dos perros y un mono con sus bártulos instalados en la terraza, denominándolo con recochineo Okupación ecológica, incluso tienda de campaña iglú trajeron.

Me temo que la triple exclamación indica más de lo que parece, quizás mi hipótesis perroflaútica no resulte tan descabellada.




 

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