martes, 22 de julio de 2025

F222 - De perros, monos y osos, y libros (Cantabria) (I)

Cada día que transcurre, cada mes, cada año que vuela lo tengo más claro. Salí raro de la camada. Si hubiera nacido perro habría lucido pelaje verdoso.

¿Qué hacen ustedes antes de un viaje, de una escapada? Echan un vistazo al mapa, planean itinerarios, quizás busquen restaurantes o lugares de interés para ser visitados, hasta aquí no somos tan diferentes, salvo en lo de itinerarios. Sin embargo, ¿justo el día previo, o la noche anterior? Preparan la maleta, supongo: camisetas, pantalones veraniegos, vestidos ellas, ropa interior, bañador, toalla de playa, crema protectora, esas cosillas. ¿Yo? Todo esto lo hago de modo mecánico, me da más o menos igual, trato de echar alguna camiseta extra, por si el énfasis turístico provoca un sudor excesivo. Poco más. Pero, sobre todo, lo que ronda mi cabeza la víspera: cuento el número de páginas que me quedan por leer de la novela de turno. Eso hago.

Sobre lo de creerse un perro verde, es lo que sucede cuando tu compañero de viaje habitual se compone de tapas y cientos de hojas de papel. Carece de ojos, brazos, boca, piernas. Tan sólo un título sugerente, un nombre de autor que promete, quizás una portada llamativa, tal vez austera, y miles y miles de líneas que guardan secretos, aventuras, otras vidas…

Apenas cuarenta páginas. ¡Maldición de las maldiciones! La tercera entrega de la saga Bruna Husky se desangra entre mis dedos, se me morirá por el camino. Para colmo hoy es domingo, librerías y bibliotecas cerradas, y planeo salir de madrugada mañana lunes. Aprovechar la tranquilidad y la carretera desierta. Contemplar el reflejo de las luces sobre el asfalto negro, sentir el hambre voraz de la máquina engullendo líneas blancas bajo sus ruedas. Otro pequeño chute de nostalgia por vena: aquellos viajes en el coche familiar antes del amanecer, los tres hermanos apretujados en el asiento trasero, las toallas colocadas estratégicamente sobre las ventanillas, la nevera portátil, que parecía la cesta del mismísimo oso Yogui: emparedados de huevo y tomate, otros de atún y mayonesa ─cubiertos por un trapo húmedo─ manzanas, peritas del huerto de Entrena, botellas grandes de Kas, reutilizadas para el agua, bloques de plástico congelados, azul oscuro los recuerdo.

Siempre podría echar al macuto cualquier libro que tenga por casa (todos los lectores disponemos de una columna, o estantería, con novelas pendientes); sin embargo, la androide de combate Husky me tiene fascinado. Una vez devoradas dichas páginas, sé con una certeza que me asusta que mataría por comenzar las primeras líneas de la cuarta y última novela. Tan sólo una noche sin sobrevolar sus párrafos y mi mente entrará en estado de ansiedad, en pleno mono.

Perro, oso… mono (aunque sea de forma figurada). Ya lo dijo el gran Borges, cuando un animal es mencionado en un texto, es muy probable que surjan otros antes de acabarlo.

Pero no va a poder ser. Tendré que posponer el desenlace de la tetralogía. A no ser que… no, no, imposible… eso no… nunca… a no ser que introduzca el artilugio dentro de la maleta. ¿De que artilugio nos hablas? Se preguntarán. De ese invento perverso, fruto del Lado Tenebroso, con rasgos de teléfono móvil pero más grande, denominado Kindle. Podría llevarlo, me digo, y según llegue al pueblito costero, comprar la cuarta entrega por internet, la cual bajaría a la biblioteca virtual en cuestión de segundos, y así poder continuar con la historia sin parón alguno.

Entonces ocurre algo curioso.

Cierro los ojos, intentando decidirme, y se me aparece ella. En mi interior veo a la mismísima Rosa Montero ─la autora─ mirándome con cara de funeral, los labios fruncidos, y de seguido comienza a menear la cabeza de un lado a otro, sin dejar de atravesarme con las pupilas. Su mirada revela incredulidad, lástima, dolor…  decepción. “¿En serio, Jorge?”, dice la escritora, “¿en serio vas a terminar la saga de uno de mis mejores personajes, con la que más me identifico, en un maldito libro electrónico? ¿Ese cacharro triste y anodino? ¿Vas a vender tu alma al dios de la Amazonia? ¿Vas a renunciar a la caricia de las páginas con la yema de tus dedos, al aroma del libro recién estrenado, a cerrarlo, con el dedo a modo de marcapáginas, para evocar una escena magistral, para alabar el pedazo de diálogo que me he currado? ¿Renunciarás a la tibieza de sus hojas abiertas sobre tu pecho dormido? ¿En serio vas a traicionarme, capullo?”.

Y decido que no puedo dar tal disgusto a la buena mujer; el cacharrito se queda: antes muerto que traidor.

Así que cierro la maleta; Dios proveerá, me digo.

Una vez en tierra costera, localizado el hotel, deshecha la Gordita Azul, explorado los alrededores, desayunado, abro el libro. Leo despacio, con ese respeto que se muestra a los grandes escritores, incluso ralentizo todavía más el ritmo, saboreando cada línea, visualizando cada escena, queriendo acabar la historia… deseando que nunca termine.

Pero sucede. La palabra ‘Fin’, no escrita, echa anclas, y siento un hartazgo de felicidad, de plenitud, que sé que tornará en vacuidad esta misma noche, quizás mañana tras el amanecer, un vacío en las venas, más propio de un yonqui en periodo de abstinencia que de un lector solitario. Disculpen la redundancia, ¿acaso existe otra compañía que la Soledad para quien lee?

Sin dudarlo, extraigo el móvil y tecleo en el navegador: “Librería en…” añadiendo el nombre del pueblecito costero. ¡Bingo! Existen dos y una de ellas permanece abierta durante el verano. El nombre da esperanzas: Castillo de If.

Tras localizarla, cruzo el umbral. El tintineo de una dulce campanilla anuncia mi llegada. En seguida, la sonrisa inicial torna en gesto preocupado. Se trata de un local minúsculo, más copistería y papelería que librería. Sé que no lo hallaré, antes de ponerme a buscar. Me acerco a la sección de biblioteca: novelas romanticonas, bestseller veraniegos, libros juveniles, los propios infantiles, librillos de crucigramas, autodefinidos, sopas de letras y demás parafernalia para asesinar el tiempo con daga puntiaguda en forma de lapicero. Ni rastro de Rosa Montero y su obra. No pregunto; jamás pregunten a la dependienta: de inmediato, la caza perdería toda la magia.

Entonces el lomo de un libro llama mi atención, su blancura resalta entre los vecinos de repisa ─negros, rojos y azules oscuro─, luce el característico logo del arquero, un Seix Barral, la editorial de la escritora. Me aproximo con el ansia de un vampiro recién despertado. ¡Lo agarro! no lo cojo, no lo tomo, lo agarro porque me pertenece; lo giro para observar la portada, el colmillo goteando, “Bruna Husky Bruna Husky Bruna Husky…”, creo bisbisear, sin embargo, los ojos saltones de la encargada indican lo contrario.

¡Nooo! “La fabricación de un crimen”, reza la portada, de un tal Ricardo Raphael.

Entorno mis ojos entrenados, objetivo: los dorsos blanquecinos con el particular logotipo, cual Sheriff de Nottingham en busca de Robin Hood, el eterno arquero.

No hay uno solo más de dicha editorial.

Abatido, tras lanzar una ojeada a la temerosa librera ─la cual mantiene la mano derecha bajo el mostrador, donde quizás oculte un botón de pánico o un bate de beisbol─ me dirijo hacia la puerta y su estúpida campanilla.

Entonces la oigo. Una voz femenina que susurra a mi izquierda:

─Joorgeee, aquííí, aquííí, ¿dónde vas merluuuzo? Ven aquííí.

Me giro, más curioso que ofendido. Y lo veo.

Raudo, en dos zancadas, me pongo frente al expositor. En su interior, una novela de color negro, con faja de tono rojizo. Leo el título y el nombre de quien la firma, y sonrío. Otra de las grandes, me digo; “Una buena pieza”, por Doña Alicia Giménez Bartlett.

Acudí a la orilla del mar en busca de la detective replicante Bruna Husky y me topé de bruces con la inspectora Petra Delicado.

¡Que Rosa Montero me perdone!

El Madrid futurista, los “Animales difíciles”, la teleportación, los planetas artificiales, la TTT, las pistolas de plasma negro… todo ello tendrá que esperar a mi regreso. Doña Petra Delicado está al cargo. Ella dirige, siempre con la ayuda inestimable del tocapelotas subinspector Garzón, su fiel escudero: yo sólo leo.

Mas una vez a oscuras, con el sonido de las olas de fondo, los párpados sellados, me deleitaré vislumbrando la línea tatuada que recorre todo el cuerpo desnudo de la tecnohumana Bruna Husky, dispuesto a soñar:

“He visto cosas, cosas que ustedes, gente común, no creerían. Naves de ataque en llamas frente a Orión, brillantes como el magnesio…”

Ah, no, que esto es de Blade Runner.

Nota: dedicado a mi amiga Mariluz, a quien también gusta leer en soledad.





 

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