Queda ya poco para marchar, apenas unos días. Para regresar a la rutina de los madrugones, las cajas, las noches con lagunas de insomnio. Ya queda poco para decir adiós, mejor hasta luego, una vez más, a esta isla que un día me dijo ojos negros tienes y desde entonces susurra mi nombre, cual canto de sirena y me atrae hacia ella.
Paseo por una de mis calles favoritas de Santa Cruz. Es
peatonal, como tantas otras, amplia, con una ligera inclinación, pequeñas
terrazas que se abren hueco entre árboles extraños para mí, y palmeras
pequeñas, que dan ese toque exótico, de lugar tropical; música que escapa de
los locales, bares y restaurantes de escasa clientela. Estamos en noviembre,
trato de recordarme, algo para mí anacrónico al contemplar mi vestimenta:
camiseta, pantalones de bucanero, zapatillas planas.
Calle catalogada como Especial, en mi callejero mental. Ignoro
por qué me recuerda tanto a la calle Verdi, en Barcelona, quizás por lo
frondoso, pero más bien la sensación −no es grande la similitud−, que trae
recuerdos de otro mundo, otra vida, junto a ese sentimiento agridulce que los
acompaña. Tal vez entre ambas formen una sola calle imaginaria y la memoria
juegue conmigo como un gato aburrido con un ratoncillo.
Sonrío, de aquella manera ladeada, tratando de acariciar los
recuerdos, de tratarlos con delicadeza, sin rencor ni acritud, como quien
sostiene una flor. Es parte de la vida, Jorge, de tu vida, me digo. Todo lo que
te sucede forma un cúmulo de enseñanzas, un aprendizaje continuo
y eterno, un escribir redondeado entre las líneas del cuaderno. Morirás sin
haber superado el examen final. Todos morimos con un suspenso.
La filosofía no está reñida con el estómago. Y éste gruñe
quejumbroso cuando un peculiar aroma llega a las fosas nasales. Un olor
irresistible, que lanza mensajitos en sobres cerrados al cerebro, y éste los
abre y los canta en voz alta, con sorna, a las tripas. Un aroma que sabe a
infancia, incluso adolescencia, y que grita: ven, acércate, siéntate y echa un
vistazo. Olor a pasta, a masa de pizza recién horneada, a tomate, a especias y
mozzarella. Olor a Italia. Las dos Doradas que llevo en la bodega también tienen
algo que decir. Necesito aplacar su protesta.
Se trata de un local diminuto, apenas cuatro mesas de
terraza. Escaso de clientes, tan sólo una pareja sentada al fresco, mientras
degusta una pizza gigantesca, llena de colores, el queso cuasifundido se
estira interminable, ella ríe y él la contempla embobado. El interior en
penumbra, como comprobaré más tarde, bajo la luz de pequeñas lámparas y alguna
vela que otra sobre las mesas. Mi amiga imaginación susurra al oído historias
de negocios turbios, crímenes ocultos, dinero negro y manoseado, de lavadoras
en forma de mesas redondas con manteles a cuadros rojiblancos… “¡Jorge, sabía
yo que ver por tercera vez Breaking Bad no era una buena idea!”, me
abronco en voz baja.
Salivo por enésima vez y todavía no vi la carta. Deberían
estar prohibidos los restaurantes italianos. Por Ley. Un decretazo de esos tan
de moda. ¡Todos para Italia!
El camarero, para mi sorpresa, rebosa amabilidad. Un chaval
joven (ya todos lo parecen), de aspecto italiano; guapo, con clase, malote, a
la par que chulesco −de los que causan estragos entre las jovenzuelas españolas−
cabello negro peinado impecable y la chaquetilla blanca, un tanto fuera de
lugar, salvo para hacer juego con su sonrisa. Me pregunta si hablo el lenguaje
primo hermano, le digo que no, tampoco el guiri; que soy español pata negra.
Sonríe, “otro zumbado”, piensa. Tentado estoy de contarle que una vez estudié
su bello idioma, que adoré desde el principio, por su tonalidad, su
musicalidad, todo suena hermoso en dicha lengua. −¿Quién no se ha enamorado de
una italiana? (Alida Simonetti se llamó la mía, amor de infancia, tan platónico
como mágico)−. Lo estudié rodeado de escoceses. Escuchar a un nativo de Glasgow
chapurrear la lengua de Umberto Eco no tiene desperdicio. Priceless,
como decía el anuncio.
Me decanto por una ensalada Caprese, tomate, mozzarella y albahaca,
con su chorrito de aceite. Acompañada de una pizza de considerable tamaño, que
huele como recién traída de Nápoles vía Aeroitalia. Una Peroni especial aporta
frescor a la pitanza. Al final, logro esquivar la tentación del tiramisú, que
lleva poniéndome ojitos durante todo el almuerzo. Lo guardan ahí expuesto, tras
una cristalera, a traición, para que caigamos bajo su hechizo. Pero mi estómago
dijo que no. Ni una caloría más soportaría.
Pago allí mismo, el billete, sujeto al platillo negro por una
pincita, aletea bajo la brisa. Dejo una generosa propina al chaval. Por la
amabilidad, por el palique, por no mandarme al carajo. Me encamino al interior,
hacia los servicios. Demasiada cerveza.
Como mencioné, ambiente tranquilo, oscuro, casi lúgubre,
velitas, lámparas. El romance está de horas bajas. Un camarero que seca vasos
alza la vista. Ligera inclinación de cabeza y vuelve a su tarea. Otro sujeto,
acodado en la barra, trajeado, pelo con gomina, ojea el periódico. También
dirige su mirada, algo turbia, hacia el intruso que rompe la calma. Tras unos
eternos segundos de escrutinio, reanuda la lectura con una mueca mal disimulada,
como si mi presencia le hubiera decepcionado. No soy el tipo que esperaba,
pienso. Tal vez está a punto de hacerse la próxima entrega… ¿Tienes el
material? ¡Primero muéstrame la pasta, amigo!...
En cuanto regrese a la península cancelo Netflix, lo
prometo.
Escaleras estrechas que conducen a un baño más angosto si
cabe. Entro de perfil, cierro la puerta y me dirijo al cubículo, sin apenas
reparar en nada más. La luz se apaga casi al instante. Eso tampoco ayuda.
Una vez concluido el cambio de agua al canario (ignoro si
tal expresión causa ofensa en estas islas entrañables; not pun intended,
que dirían los Scottish), me dispongo a lavarme las manos.
Entonces la veo.
Una pequeña nota, escrita a mano, con trazo de rotulador
grueso. Está pegada en la parte superior del espejo, con celo amarillento.
La leo, la releo y vuelvo a leerla. No salgo de mi asombro.
Es un aviso de veto. Hasta ahí normal. Los he visto de todos los colores: Prohibidos
perros; Niños no; Silencio, por favor; Prohibido fijar carteles, responsable
empresa anunciadora; No escupir; Prohibida la entrada de menores; No distraiga
al conductor; Sociedad Gastronómica sólo hombres; Si bebes, no conduzcas;
Gimnasio sólo mujeres; No está autorizada la venta de bebidas alcohólicas a
personas menores de dieciocho años; Apague su teléfono móvil… Pero este cartel
rompe mis esquemas, el cerebro hace cortocircuito. Algo por mí nunca
contemplado. Uno nuevo para la lista. El mensaje reza:
“Prohibido
lavarse los dientes”
El diablillo interior me pide echar mano del cepillo
(siempre en la bolsa), y el tubito de pasta dentífrica que utilizo cuando he de
volar. Aplicar la pasta sobre las cerdas, con mano firme, humedecerlo bajo el
chorrito de agua y lanzarme a frotar y frotar y frotar todas y cada una de las
piezas dentales. Incluso recrearme con los incisivos. Ahí, a lo bruto, pasarme
al lado oscuro, descubrir el Darth Vader bajo mi piel, convertirme en uno de
los malos, mancillar la norma, saltarme la ley, jugarme la libertad; tornar en carne
de proscrito, en malhechor, un capo de la Camorra que tras meterse entre pecho
y espalda una pizza napolitana del tamaño de Las Ventas tiene la osadía de
sacar no un puro y cerillas, dentro del servicio, mucho peor, un cepillo de
dientes; me reclama saltar al abismo… y sentirme, al fin, cual pirata
cojo, con pata de palo, con parche en el ojo, con cara de malo… a quien
espera el Sabina a bordo del galeón, con cien cañones por banda, pabellón negro
de tibias y calavera en todo lo alto, fondeado en una caleta al otro lado de la
isla.
Sin embargo, el angelito blanco −su prudencia y cobardía, única bandera− hace que opte por enjuagarme la boca con agua, deprisa, rápidos vistazos a la puerta a través del espejo, temeroso de que aparezca el hombre trajeado y taciturno, mirada turbia, sombrero calado y guantes de cuero… o la policía tinerfeña.
Esa de prohibido lavarse los piños tampoco la vi antes.. después de Torrente se puso de moda aquello de "las manos se lavan antes y no después, tú polla es sagrada"..😆
ResponderEliminarDe joven yo también pensé en aprender italiano, supongo que nos pasa a muchos por la similitud con nuestro idioma y porque como bien dices suena muy bonito. A mí el italiano que me tenía loquita era el "Terence Hill" (Mario Girotti) ya sabes el compañero de Bud Spencer, los reparte ostias de los 80 por antonomasia 😁. Nosotros también hemos visto Breaking Bad tres veces, nos gusta tanto que casi llamamos al perro Heisenberg, aunque al final ganó Don Vinccenzo Cannelloni, que tampoco suena mal 😅. Hasta la próxima fargadita😘
Hola, Silvia. Gracias por comentar.
ResponderEliminarHay series Eternas que nunca me cansaré de ver en bucle, tanto en inglés como dobladas: "Friends", "Seinfeld", "The Big Bang Theory". Y hay series que sólo veo con todo respeto (móvil apagado, puerta cerrada, soledad, living a oscuras), en inglés (con subtítulos en dicho idioma, porque mi listening ya no es el de antaño) como es "Breaking Bad", para mí la serie perfecta, todas las temporadas: personajes, tanto protagonistas como secundarios, guión, fotografía, interpretación, ritmo, etc. Lo tiene Todo.
La "precuela" "Better call Saul" es muy, muy buena, pero mucho más lenta y ha de gustarte mucho para verla entera (yo lo hice y merece mucho la pena. Incluso como "arte escénico" quizás incluso sea mejor. Pero me quedo con BB forever.
Así es, andando y aprendiendo siempre (ojo con las caquitas de perro)
ResponderEliminarTodos suspendemos en el examen final de la vida? No fastidies! Soy del pensar que esto es un viaje a diferentes velocidades y caminos, hoy uno de cabras, mañana autopista, luego quién sabe. Uno llega al final de sus días cansado, maltrecho.. y examen final? no me convence. Un golden free pass por fa para mí marchando😊
Ese olor a pizza recién hecha, como el de las palomitas en los cines. Qué les pondrán?
Silvia, toda la razón con el rubiete de Bud Spencer, qué ojillos!
Un abrazo a todos y ánimos con las lluvias.
Orxatis
Me refiero a que por mucho que aprendamos por el camino, siempre moriremos ignorantes de mucho más. De ahí el suspenso final. Lo que sabemos, incluso de viejitos, es la punta del iceberg de todo lo que hay.
ResponderEliminarEl rubio de ojos azules para vosotras, a nosotros nos llamaba la atención los galletazos que soltaba el gordo, Bud Spencer.
Todavía recuerdo cuando en el cine del colegio nos pusieron "Le llamaban Trinidad".
Ánimo con el aguacero.
Un abrazo