La extraña sensación recorre mi cuerpo según piso la acera. Nada más abrir la puerta del hostal, me agacho para recoger la carterita que resbaló entre mis dedos; un coche rojo y tuneado −faldones, alerón trasero, doble tubo de escape− cruza ante mí, un estridente chunda-chunda huye a través de las ventanillas abiertas; en el balconcillo de enfrente un tipo fuma un cigarrillo; por la derecha una mujer de edad avanzada se acerca, viste riguroso luto, sus ojos perdidos quedan anclados al encontrar los míos durante un eterno instante, como si pudieran palpar mi alma.
“Todo esto lo he vivido ya: la cartera, el deportivo rojo,
el fumador del balcón, la vieja…”, pienso, mientras un escalofrío recorre la nuca.
Su mirada.
Apenas recién duchado ya comienzo a transpirar. La calidez
de la noche, ligera sábana que envuelve tu cuerpo cual sudario. Se agradece la
brisa que arrulla mientras roza cara, brazos y piernas, al salir de la
callejuela. Todavía las imágenes revividas dando vueltas dentro la cabeza.
“¿Cómo puede ser?”.
Tras un largo día de playa y exploración turística, el plan
nocturno es tan sencillo como apetecible. Acercarme a uno de los bares del
barrio, una vieja tasca donde se encuentran cada noche los clientes asiduos, con
ese peculiar acento autóctono, soltando perlas como la que escuché la última
noche − tipo flaco, rostro surcado de arrugas y marrón como cuero viejo, jarra
de cerveza en mano, resto de espuma salpica la comisura de los labios−: “¡Uf,
muyayo, caminé tanto hoy que ya voy por el sexto capítulo de Kung fu!”, dice
a la galería. Un “Locals’ pub” que dirían en Edimburgo, refugio de algún
turista extraviado, como yo mismo. El pequeño plasma en el rincón superior, a
la diestra de la puerta, ameniza la velada con el habitual partido de fútbol.
La barra exhibe pinchos y tapas que no logran vencer mi resistencia ni abrir el
apetito, a pesar de que cada noche los observo, concediéndoles una oportunidad.
Pero, alguien del norte, quien ha degustado las viandas de la calle Laurel en
Logroño desde que tenía edad de patear una lata por la calle −champiñones del
Soriano, patatas bravas del Jubera, zapatillas de jamón en el Villa Rica− crece
con el listón muy alto en cuanto a picoteo se refiere.
Plan sencillo y apetecible, decía. Uno planea, horario,
lugar, intención, y allá arriba un ser −poderoso y salvaje− estalla en
carcajadas y lanza los dados sobre el tapete negro salpicado de estrellas. Si
aparece siete natural dejo que este infeliz mire el fútbol mientras
degusta un par de Doradas, si sale doble uno, ojos de serpiente, arranco
sus alas…
Camino tranquilo, sin prisa alguna, disfrutando del
airecillo que trae olor salobre a pesar de la lejanía del mar. O quizá sea mera
autosugestión, ¿quién sabe? Apenas hay gente por la calle, escasos coches sobre
el asfalto, a lo lejos ubico la rotonda con palmeritas en su centro. Voy
pensando en mis cosas, contando con tristeza los días que restan para regresar
a la península.
Llego al paso de peatones, frente a una de las salidas de la
rotonda, que es bastante corto y atraviesa dos carriles de una estrechez que
roza las medidas reglamentarias. Miro hacia la derecha, a la rotonda, vía
libre, miro a su vez a la izquierda, un par de coches que suben la empinada
cuesta detienen la marcha, cediéndome el paso. No existe semáforo. Levanto la
mano izquierda, en señal de agradecimiento, mientras cruzo delante del morro
del primer vehículo, alcanzando el ecuador del paso de cebra…
Un golpe de aire alcanza mi rostro y brazos desnudos,
incluso mueve ligeramente la camiseta que visto por fuera del pantalón; como
hace escasas cuarenta y ocho horas, sin embargo, esta vez con mucha más fuerza,
y de frente. El instinto empuja mi cuerpo hacia atrás, sin mover los pies un
centímetro del suelo como si estos hubieran quedado adheridos a la pintura
blanca de las franjas, echando cintura y pecho hacia atrás cual recortador una
miaja torpe.
Quedo petrificado.
El coche cruzó como una exhalación y, al mismo tiempo, lo vi
a cámara lenta, como en las películas. Imagen congelada: ventanilla bajada,
conductor muy joven, cuya cabeza apenas rebasaba la altura del volante, rostro
pálido, cabello corto y negro, hachazo por flequillo, mirada extraviada. Sus
ojos miraron sin verme o quizás sin desearlo. Ojos vacíos que no reflejan
expresión alguna, no muestran miedo, ni siquiera un pequeño susto, no expresan
odio, ni siquiera sorpresa. Tan sólo indiferencia. Como si a su portador le
hubiera dado lo mismo aquella masa informe en la calzada, fuera un conejo
asustado, un perro callejero, una vaca buscando pasto, un maldito bolardo de
plástico blando. Sólo mero bulto en mitad de unas franjas blancas. Yo mismo.
Un peculiar silencio envuelve la escena, como dentro de
campana en laboratorio, ausencia de música, sin ruido de bocina, ni grito de advertencia.
Ni siquiera una risa enajenada. Tan sólo un rostro de mirada vacía girado hacia
mí, ésta última atraviesa el obstáculo sin detenerse a identificarlo, una
mirada de “me la pela olímpicamente”. No tocó el claxon, ni el pedal de freno,
no giró un mísero grado el volante. Pasó con su máquina −mil quinientos
kilogramos de acero, cristal y caucho− rozando mi frágil cuerpo (que mano
invisible detuvo) en mitad del paso de cebra, a medio camino de la vida, a un
paso de la muerte.
Silencio.
Oscuridad, rasgada por el cono luminoso de la farola.
Incredulidad, que se convertirá en temblor pasados unos
minutos.
Observo el flanco izquierdo, tratando aún de sumar dos y
dos, de averiguar qué diablos ha sucedido y por qué estoy de pie y no tumbado
sobre el asfalto. Mis brazos quedan en posición de ¿en serio?, cuando
alcanzo a ver la parte trasera del coche, ya bastante lejos, un Golf antiguo de
color negro, con menos luces que un barco pirata.
Los dados mostraron un dos y un cinco: el siete natural.
Un rato después, más tranquilo, frente a una Dorada fría
como el futuro, una canción de pubertad saltará a las tablas, evocando el cálido
pasado, tardes de sábado en el Club Juvenil de mi pueblo, olor a regaliz y Tigretón,
ruido de futbolín; mientras desde un respetuoso círculo contemplábamos cómo los
chavales mayores, Coca-Cola en mano, estrujaban los sesos frente a un tablero
de ajedrez.
La calle
desierta, la noche ideal
un coche sin luces no pudo
esquivar
un golpe
certero
y todo
terminó entre ellos de repente
¿No resulta curioso, la asociación que establece el cerebro
cuando archiva canciones, aromas, recuerdos?
Cruzo la mirada con el conductor que sí se detuvo. El haz de
luz permite que vea su aspecto. Pelo salpimentado, cortado a cepillo, bigotazo
cual sargento de la Benemérita en los ochenta. Éste baja la ventanilla y
pregunta si estoy bien. Asiento más que vocalizo, haciendo el gesto de todo
ok con el pulgar derecho, como si fuera un maldito guiri que miró en el
sentido contrario. El señor menea la cabeza, un No lastimero, y parece
pensar: “Volvió a nacer, muchacho, ahora
es usted un canario más”.
Termino de cruzar la calzada como quien logra alcanzar la
otra orilla del Rubicón. Ya sano y salvo sobre el pavimento, contemplo el cielo
y lanzo un beso, agradecido, una vez más, por Su protección, la de mis dos
ángeles de la guarda, que continúan echando horas extra.
Si no estuviera de vacaciones quizás me hubieran picado el
billete (como dice mi querido Reverte), pienso, todavía asustado. Esta isla
mágica te impregna de tranquilidad, y ello me hizo cruzar sosegado, sin prisas
ni horario que cumplir; tan sólo el sencillo plan de birra y fútbol en la
agenda, lo cual evitó que completara el singular, y absurdo, hábito que
arrastro al cruzar la carretera: una vez detenido el coche, miro al chofer,
levanto la mano en agradecimiento… y realizo un pequeño trote cochinero hasta
la orilla, al más puro estilo Joe Biden.
Si me hubiera hallado en la península, quizás camino de una
cita, tal vez rumbo al trabajo, o repasando la lista de la compra mentalmente, es
probable que no lo habría contado. No me hallaría tecleando esto para ustedes,
sino ante los ojos de serpiente.
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