miércoles, 12 de marzo de 2025

F208 - Ojos de serpiente (Tenerife) (VII)

 La extraña sensación recorre mi cuerpo según piso la acera. Nada más abrir la puerta del hostal, me agacho para recoger la carterita que resbaló entre mis dedos; un coche rojo y tuneado −faldones, alerón trasero, doble tubo de escape−  cruza ante mí, un estridente chunda-chunda huye a través de las ventanillas abiertas; en el balconcillo de enfrente un tipo fuma un cigarrillo; por la derecha una mujer de edad avanzada se acerca, viste riguroso luto, sus ojos perdidos quedan anclados al encontrar los míos durante un eterno instante, como si pudieran palpar mi alma.

“Todo esto lo he vivido ya: la cartera, el deportivo rojo, el fumador del balcón, la vieja…”, pienso, mientras un escalofrío recorre la nuca.

Su mirada.

Apenas recién duchado ya comienzo a transpirar. La calidez de la noche, ligera sábana que envuelve tu cuerpo cual sudario. Se agradece la brisa que arrulla mientras roza cara, brazos y piernas, al salir de la callejuela. Todavía las imágenes revividas dando vueltas dentro la cabeza. “¿Cómo puede ser?”.

Tras un largo día de playa y exploración turística, el plan nocturno es tan sencillo como apetecible. Acercarme a uno de los bares del barrio, una vieja tasca donde se encuentran cada noche los clientes asiduos, con ese peculiar acento autóctono, soltando perlas como la que escuché la última noche − tipo flaco, rostro surcado de arrugas y marrón como cuero viejo, jarra de cerveza en mano, resto de espuma salpica la comisura de los labios−: “¡Uf, muyayo, caminé tanto hoy que ya voy por el sexto capítulo de Kung fu!”, dice a la galería. Un “Locals’ pub” que dirían en Edimburgo, refugio de algún turista extraviado, como yo mismo. El pequeño plasma en el rincón superior, a la diestra de la puerta, ameniza la velada con el habitual partido de fútbol. La barra exhibe pinchos y tapas que no logran vencer mi resistencia ni abrir el apetito, a pesar de que cada noche los observo, concediéndoles una oportunidad. Pero, alguien del norte, quien ha degustado las viandas de la calle Laurel en Logroño desde que tenía edad de patear una lata por la calle −champiñones del Soriano, patatas bravas del Jubera, zapatillas de jamón en el Villa Rica− crece con el listón muy alto en cuanto a picoteo se refiere.

Plan sencillo y apetecible, decía. Uno planea, horario, lugar, intención, y allá arriba un ser −poderoso y salvaje− estalla en carcajadas y lanza los dados sobre el tapete negro salpicado de estrellas. Si aparece siete natural dejo que este infeliz mire el fútbol mientras degusta un par de Doradas, si sale doble uno, ojos de serpiente, arranco sus alas…

Camino tranquilo, sin prisa alguna, disfrutando del airecillo que trae olor salobre a pesar de la lejanía del mar. O quizá sea mera autosugestión, ¿quién sabe? Apenas hay gente por la calle, escasos coches sobre el asfalto, a lo lejos ubico la rotonda con palmeritas en su centro. Voy pensando en mis cosas, contando con tristeza los días que restan para regresar a la península.

Llego al paso de peatones, frente a una de las salidas de la rotonda, que es bastante corto y atraviesa dos carriles de una estrechez que roza las medidas reglamentarias. Miro hacia la derecha, a la rotonda, vía libre, miro a su vez a la izquierda, un par de coches que suben la empinada cuesta detienen la marcha, cediéndome el paso. No existe semáforo. Levanto la mano izquierda, en señal de agradecimiento, mientras cruzo delante del morro del primer vehículo, alcanzando el ecuador del paso de cebra…

Un golpe de aire alcanza mi rostro y brazos desnudos, incluso mueve ligeramente la camiseta que visto por fuera del pantalón; como hace escasas cuarenta y ocho horas, sin embargo, esta vez con mucha más fuerza, y de frente. El instinto empuja mi cuerpo hacia atrás, sin mover los pies un centímetro del suelo como si estos hubieran quedado adheridos a la pintura blanca de las franjas, echando cintura y pecho hacia atrás cual recortador una miaja torpe.

Quedo petrificado.

El coche cruzó como una exhalación y, al mismo tiempo, lo vi a cámara lenta, como en las películas. Imagen congelada: ventanilla bajada, conductor muy joven, cuya cabeza apenas rebasaba la altura del volante, rostro pálido, cabello corto y negro, hachazo por flequillo, mirada extraviada. Sus ojos miraron sin verme o quizás sin desearlo. Ojos vacíos que no reflejan expresión alguna, no muestran miedo, ni siquiera un pequeño susto, no expresan odio, ni siquiera sorpresa. Tan sólo indiferencia. Como si a su portador le hubiera dado lo mismo aquella masa informe en la calzada, fuera un conejo asustado, un perro callejero, una vaca buscando pasto, un maldito bolardo de plástico blando. Sólo mero bulto en mitad de unas franjas blancas. Yo mismo.

Un peculiar silencio envuelve la escena, como dentro de campana en laboratorio, ausencia de música, sin ruido de bocina, ni grito de advertencia. Ni siquiera una risa enajenada. Tan sólo un rostro de mirada vacía girado hacia mí, ésta última atraviesa el obstáculo sin detenerse a identificarlo, una mirada de “me la pela olímpicamente”. No tocó el claxon, ni el pedal de freno, no giró un mísero grado el volante. Pasó con su máquina −mil quinientos kilogramos de acero, cristal y caucho− rozando mi frágil cuerpo (que mano invisible detuvo) en mitad del paso de cebra, a medio camino de la vida, a un paso de la muerte.

Silencio.

Oscuridad, rasgada por el cono luminoso de la farola.

Incredulidad, que se convertirá en temblor pasados unos minutos.

Observo el flanco izquierdo, tratando aún de sumar dos y dos, de averiguar qué diablos ha sucedido y por qué estoy de pie y no tumbado sobre el asfalto. Mis brazos quedan en posición de ¿en serio?, cuando alcanzo a ver la parte trasera del coche, ya bastante lejos, un Golf antiguo de color negro, con menos luces que un barco pirata.

Los dados mostraron un dos y un cinco: el siete natural.

Un rato después, más tranquilo, frente a una Dorada fría como el futuro, una canción de pubertad saltará a las tablas, evocando el cálido pasado, tardes de sábado en el Club Juvenil de mi pueblo, olor a regaliz y Tigretón, ruido de futbolín; mientras desde un respetuoso círculo contemplábamos cómo los chavales mayores, Coca-Cola en mano, estrujaban los sesos frente a un tablero de ajedrez.

La calle desierta, la noche ideal

un coche sin luces no pudo esquivar

un golpe certero

y todo terminó entre ellos de repente

¿No resulta curioso, la asociación que establece el cerebro cuando archiva canciones, aromas, recuerdos?

Cruzo la mirada con el conductor que sí se detuvo. El haz de luz permite que vea su aspecto. Pelo salpimentado, cortado a cepillo, bigotazo cual sargento de la Benemérita en los ochenta. Éste baja la ventanilla y pregunta si estoy bien. Asiento más que vocalizo, haciendo el gesto de todo ok con el pulgar derecho, como si fuera un maldito guiri que miró en el sentido contrario. El señor menea la cabeza, un No lastimero, y parece pensar: “Volvió a nacer, muchacho,  ahora es usted un canario más”.

Termino de cruzar la calzada como quien logra alcanzar la otra orilla del Rubicón. Ya sano y salvo sobre el pavimento, contemplo el cielo y lanzo un beso, agradecido, una vez más, por Su protección, la de mis dos ángeles de la guarda, que continúan echando horas extra.

Si no estuviera de vacaciones quizás me hubieran picado el billete (como dice mi querido Reverte), pienso, todavía asustado. Esta isla mágica te impregna de tranquilidad, y ello me hizo cruzar sosegado, sin prisas ni horario que cumplir; tan sólo el sencillo plan de birra y fútbol en la agenda, lo cual evitó que completara el singular, y absurdo, hábito que arrastro al cruzar la carretera: una vez detenido el coche, miro al chofer, levanto la mano en agradecimiento… y realizo un pequeño trote cochinero hasta la orilla, al más puro estilo Joe Biden.

Si me hubiera hallado en la península, quizás camino de una cita, tal vez rumbo al trabajo, o repasando la lista de la compra mentalmente, es probable que no lo habría contado. No me hallaría tecleando esto para ustedes, sino ante los ojos de serpiente.



 

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