jueves, 18 de abril de 2024

F178 - Sobre vidrieras, apariciones y campanillas celestiales, (Bruselas V)

 

Aprovecho el subidón que la abstinencia glucémica y la cuasi experiencia religiosa producen en mi interior, y me lanzo temprano a visitar la catedral; ¿Cuál de ellas?  la primera que me topo en el centro histórico, haciendo gala de mi condición de turista brújula. Con un poco de fortuna, y escasa glucosa en el cerebro, soy testigo de alguna aparición divina y me prejubilo para montar un chiringuito. Afirmo esto elevando el rostro al Cielo y enviando un guiño, seguido de un beso con la mano. Para ella. Y me parece escuchar, flotando bajo el umbral, el tañer tenue de una campanilla escolar a modo de cariñosa respuesta ante la blasfema chanza.

Me santiguo al entrar, como cuando la acompañaba.

El monaguillo ha debido de barrer hace poco, sin tan siquiera arrojar unas gotitas de agua por el suelo, pues una mota de polvo se me introduce en el ojo. Ambos ojos se humedecen, uno por el polvillo y el otro por solidaridad… nada que ver esto con el escalofrío que cruzó mi cuerpo, de norte a sur, por el etéreo tintineo de la campanilla celestial, eh.

Esta vez sí, me animo por enésima vez, ésta la voy a ver entera; entraré hasta la cocina del capellán, contemplaré hasta la última figura, hasta la milésima vidriera. Todo. Aunque deba permanecer intramuros durante los cuatro días que restan de mi estancia en Bruselas, de aquí al aeropuerto (espero que al menos el cura me convide a un bocata, y un trago de vino de misa).

¡Catedrales a mí! ¡Que leí Los Pilares de la Tierra del tirón, eh! ¡Y, como me supo a poco, empalmé con La Catedral del Mar ! ¡Ja, esta catedralita me la recorro yo en un santiamén! Renuncio a las instantáneas con móvil, pues o contemplo arcos, óculos, grabados, vidrieras, trípticos, escenas, y estatuas o miro la pantallita; además poseo memoria fotográfica; incluso casi recuerdo lo que cené anoche, imagínense la proeza. Ni la Lisbeth Salander esa, oigan. ¡Bah! Una mera aficionada.

Transito todo lo transitable. Leo, en mi nulo francés, cada leyenda al pie de los santos, sobre sus obras, martirio y milagros.  Contemplo todo lo que puede observarse. La maldita tortícolis comienza a manifestarse (sin güija mediante) de tanto arco en el techo. La nave principal es zona abierta, larga, inmensa, imposible describirla con palabrería mundana (siempre me siento insignificante bajo semejantes creaciones, inútil e ignorante, fuera de lugar, a nivel físico al igual que intelectual) caigo en una especie de trance, quizás víctima precoz del síndrome de Stendhal; el piloto automático se conecta, mi alma se hace con los mandos, el cuerpo se limita a obedecer, soy un autómata, un alienígena visitando La Tierra.

Al cabo de un rato, segundos, minutos, años, hace clic  mi cerebro, y recupero el timón, me acerco a una puerta discreta, donde un grupo de gente espera a lo largo de una soga, gruesa, roja, estilo after. De portero, siguiendo con el símil, en lugar de un bigardo tamaño armario ropero, cuatro por cuatro, trajeado, pinganillo al oído y cara de elegí un mal día para dejar de fumar, hay un humilde sacerdote. Baja estatura, hábito color crema, barriga, descomunal crucifijo de madera al cuello, a juego con las dimensiones del templo a su salvaguarda, calva a lo monje antiguo, como mis entrañables padres capuchinos en el Colegio Nuestra Señora del Buen Consejo de Lecároz, en otra vida.

Cuatro personas guardan fila. Ignoro el motivo. Quizás recen sus oraciones en formación, cual futbolistas saltando al campo. Con discreción, me coloco tras ellos. Cuando llega mi turno, antes de atravesar el enigmático umbral, pita la alarma. Un escándalo. Tentado estoy de abrir brazos y piernas y arrojarme al suelo. No vaya a ser que haya un grupo oculto de monaguillos, armados con cirios, a modo de guardia pretoriana. Debe de haber un arco de seguridad camuflado, o algo así. O, quizás, el frailecillo tenga poderes divinos. Éste se dirige a mí en francés. Pongo cara de “¿Tengo yo pinta de parlar gabacho?”. Cambia a un idioma raro con el cual ya he familiarizado (en día y medio), y casi domino, mas el apuro me impide usarlo. Se trata del famoso neerlandés, quizás el dialecto flamenco (éste resulta más difícil de pillar). Le replico, serio, haciéndome el interesante, al azar: “Equilicuá gagat het”, tirándome el moco, que decíamos de críos. El tipo ni se inmuta, debe de estar acostumbrado al vacile turístico (he visto numerosos italianos por los alrededores), pero creo que en su interior no ha encajado bien la gansada (cierra los párpados durante unos largos segundos, quizás rogando paciencia a su Jefe, o que le lleve pronto junto a Él). El buen hombre prueba con el inglés (la Pérfida Albión nos comió la toast en el tema idioma turístico-festivo-laboral). Me compadezco, y cedo, porque ya me parece mal y no deseo pitorrearme de un hombre benévolo con sotana (a fin de cuentas, estudié en colegio de curas), y en lugar de exigir que hable cristiano, es-pa-ñol, (picas en Flandes y todo eso) ¿comprende Su Eminencia? le respondo con mi inglés de la BBC-sucursal Vallecas.

El religioso dice que el resto de la visita es de pago.

Como en tiempos del Canal Plus, en aquellos maravillosos años. Fútbol, películas de estreno, y Lo Otro. Todo previo paso por Caja. Sin embargo, si no eras abonado… Domingo, partido de mi querido Madrid, te ponían los dientes largos al permitir que vieras en abierto (gratis) toda la previa de fútbol, y en cuanto los jugadores daban el primer toque al balón para el saque inicial sobre el punto central… ppssssssss, se escuchaba, y la pantalla tornaba en una masa grisácea y blanquecina, cuya densa neblina ocultaba el espectáculo; entonces, por mucho que estrecharas los ojos (rozando el empadronamiento en Hong Kong) no distinguías un carajo de lo que acontecía en el estadio, te emocionabas creyendo que Butragueño disputaba, con ahínco, el balón en el área chica contraria, y en realidad dos centrocampistas, aburridos, peloteaban sobre el círculo central, incluso se hallaban parados, por una falta pitada, brazos en jarra, charlando y bebiendo agua del botijo. Y… bueno… respecto a LO otro… en el Plus, ustedes ya me entienden… bueno… alguna tética se vislumbraba, entre la “nieve”, a fuerza de ganar un par de dioptrías, y si no pues la imaginábamos.

Al turrón, que dice Paquito. Basta de irse por los cerros de Urquiola (o como sea).

Lo dicho, el vil metal, money, money, el colorao, el poderoso caballero, martín, martín, chavalote, explica el clérigo, acompañando sus escasas palabras anglosajonas con el universal gesto de aflojar la buchaca. Dieciocho leuros. Mi cerebro selecciona el modo-calculadora. Dos cervezas y media, apunta. ¡Bah! si, en realidad, ya he visto todo lo que hay que ver. Unas treinta y dos cristaleras de esas a colorines, muy chulas, unos diecisiete arcos, cuatrocientas veintidós cuadros, setenta y cinco estatuas pías y… un mogollón de capillitas enrejadas y demás santuarios (por cierto, de la aparición ni flowers. Tocará fichar el lunes).

Se permite abonar mediante móvil -continúa gesticulando cual mimo estresado- con tarjeta, a través de reloj, por medio de brazalete, con Bizum o su primo-hermano belga, Payconiq. Ahora comprendo, al fin, esto debe de ser el consabido Plan de Modernización de la Iglesia Católica. Aquello del cepillo, la voluntad, una ayudita, quedó obsoleto, más incluso que el partido del Plus de los domingos.

Me hago un poco el sueco, miro al abate con cara de espanto: ¡Anda, la cartera! Dándome un cachete en la frente. ¡Anda, los Donuts!, más egebero que los tigretones. Sin embargo, no cuela. El santo hombre no me lo echa en cara, suspira, extiende los brazos abiertos, dejándome ir en Paz.

Afligido, doy media vuelta, vista fija en el techo, como si hubiera olvidado hacer recuento de los arcos, bóvedas y demás parafernalia arquitectónica. Aún dudo si pagar, o no; la curiosidad, el saber, la culturilla, ocultos misterios, aquella puerta prohibida… Mientras, el diablillo posado en mi hombro izquierdo; de rojo sangre, cuernos, rabo y tridente, me susurra al oído: “Tres birras, Jorge, yo pago la tercera”.

 


 

Nota: Fargadita dedicada a una amiga, y fiel lectora, de nick, Liutorable (a quien solíamos apodar Liutoadorable, no les digo más).

Liuto, mucha fuerza y un abrazo enorme, virtual, hasta que pueda dártelo en persona. Si con mis chorradicas logro sacarte una sonrisa, por pequeña que sea, el tiempo invertido merecerá la pena.

Con cariño,

Fargo

4 comentarios:

  1. ¿Será lo normal leer primero Los Pilares de la Tierra y después La Catedral del Mar? Yo también los leí en ese orden.

    Aunque no la conozco, me sumo al abrazo a Liutoadorable. Con ese nombre seguro que se lo merece.

    A ver si Blogger está de buenas y publica mi comentario. Cruzo los dedos.

    Besos.

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    1. Ignoro lo del orden. Yo lo recuerdo así, aunque me llevó mucho más tiempo, por supuesto. Ya sabes, la exageración va intrínseca. Muchas gracias por leer, y comentar.
      Un saludo

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  2. Gracias, Fargo. Esos ánimos seguro que harán su efecto. Tiempo al tiempo.
    Abrazo

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