martes, 2 de abril de 2024

F175 - Donde me lleve el viento, Bruselas (II)

 

Existen escritores de mapa y otros de brújula, estos últimos permiten que su musa, despierta o dormida, real o soñada, les guíe en todo momento, les susurre cada capítulo de su historia, así van construyéndola sin pararse demasiado a pensar en cómo acabará. Mientras que aquellos, planifican cada paso que dan, sabiendo en todo momento el destino al que le llevarán las teclas, sus dedos. Igualmente, hay turistas de ambos tipos. Yo siempre me identifiqué con la libertad que da una brújula, frente al encasillamiento que produce cualquier mapa o plano, tanto de turisteo, como frente al teclado. Sobra decir que odio semejantes croquis. Incapaz de interpretar un plano.

Y así me va, casi siempre, claro. Si a ello le sumamos el hecho de que fui fabricado sin GPS, pues la cosa puede llegar a ser divertida, e incluso dramática.

¡Pero hemos venido a jugar!

Con el tiempo, he aprendido, o quizá sucumbido, a planificar un mínimo mis incursiones, las turísticas, porque las que son de darle a la tecla aún sigo confiando en que el viento sople en la dirección adecuada.

El vuelo llegó a tiempo. Una vez abandonada la nave, pisando ya tierra firme, comencé a tratar de orientarme. Toda una odisea. Pantallas, mostradores, maletas rodantes, gente por todas partes, conversaciones en diferentes idiomas, abrazos, besos, sonrisas, flores, y alguna que otra lágrima derramada. La vida misma. Policía, perros, metralletas, yihadistas camuflados. Un jolgorio.

El hotel ofrecido se halla cerca del aeropuerto, eso dijo el tipo paquistaní, o quizás indio. De acuerdo, pensé entonces, al menos llegaré temprano, haré el check in, arrojaré mi equipaje  sobre la cama y, tras una ducha rápida, cogeré un bus para el centro.

Iluso de mí.

Aterrizamos en el aeropuerto de Charleroi. Tras realizar la búsqueda del hotel en el móvil, para situar el posible itinerario (andando, claro, mis piernas adormecidas gritan excitadas) me sorprende ver un trecho de ciento diecisiete minutos: lanzadera, caminar, tren, caminar.

¿Dos horas? W T F!

Lo han adivinado. Listillos.  El hotel ofrecido queda cercano al otro aeropuerto, Zaventem. Sí, Bruselas consta de dos. Es lo que sucede cuando no se planea el viaje, y se lanza uno de cabeza a lo que salga, confías en los vientos, en los dioses, en la vigilia de los pilotos Rallaner,  y en tu cabecita loca.

El trayecto en autobús clavó los cincuenta y cinco minutos prometidos. Al menos, la estación de tren distaba un par de minutos andando.

Paciente, el lío me esperaba dentro, frotándose las manos.

Más pantallas gigantescas, más gente, más vida. En un momento dado, cejé en mi empeño, ignoré todas las pantallas, grandes, pequeñas, incluso medianas. Renegando de la era digital, extraje la pequeña libreta, topos negros sobre fondo color naranja, adquirida para tal ocasión. “Hoy me voy a comer el mundo”, muestra la leyenda de portada, tan juvenil, tan happyflower, tan absurda, tan ñoña. Río como un demente, tratando de relajar la tensión, a este paso ni ceno.

Allí había anotado los pasos a seguir, en caso de hecatombe digital: el número del tren, la dirección postal del alojamiento (perdido en un pueblo, allá donde Cristo perdió la sandalia; casi a la altura de Leuven, de la cual mi hermana adoptó el nombre para su bar en la capital riojana). Como digo, maldije a Steve Jobs, Bill Gates, Ellon Musk, e incluso a Sheldon Cooper.

 Más calmado, libreta en ristre, me lancé a la vieja usanza: preguntar. Tras varios intentos malogrados con otros viajeros (no vislumbro ningún mostrador de información, ni personal cualificado) topé con un chaval, quien muy educado dijo que chapurreaba inglés. Le conté mi vida, obra, y mi destino; observó las anotaciones garabateadas en la libretita, sacó su propio móvil, y me indicó el camino a seguir. Paciente, amable y eficiente.  Pero no tan sólo hizo eso, también me dio una pista que resultó de gran utilidad durante mi corta estancia belga.

Aparte de las consabidas pantallas electrónicas, en un pasaje apartado del caos, sobre la pared, a baja altura, había unas curiosas cristaleras, en cuyo interior exhibidos −como el bando del ayuntamiento en mi pueblo− pude ver enormes papeles color sepia, donde aparecían todos, absolutamente todos los destinos y horas y paradas de todos los trenes, de lunes a domingo. Una maravilla anacrónica, un paraíso analógico.

Tras despedirme, agradecido, del joven, alcancé el andén correcto. El tren justo había partido. Tocaba esperar… una hora, hasta el siguiente.

Seis o siete paradas después, alcanzamos la mía. Noche cerrada, llovía. Me hallaba cansado, un tanto frustrado, y al mismo tiempo, satisfecho por haber alcanzado el tramo final.

Me puse la capucha, perezoso de abrir la maleta y buscar el paraguas. Me apeé junto a otras dos personas. Era un simple apeadero cubierto. Desangelado, sin un cuarto donde refugiarse. No había un alma en el andén. ¿Derecha o izquierda? Casi me la jugué a cara o cruz. Izquierda. De repente estaba solo. La pareja se había esfumado. Ignoro si eligieron el otro sentido tras abandonar el vagón, o si se desvanecieron por arte de magia.

Subo los peldaños metálicos, comienzo a mojarme. Ya no hay tejadillo. Justo antes de bajar del vagón introduje la dirección del hotel en sanguguelmaps.

Una carretera.

La línea azul, luminosa sobre la pantalla oscura del móvil, indica que debo seguir hacia la derecha, en el mismo sentido del tráfico que me alcanza por la espalda. No me apetece cruzar la carretera para ir por la acera más segura (siempre se debe encarar los coches). La llovizna arrecia, la pantalla mojada produce pequeños reflejos azulones.

Oigo pasos algo distantes.

Con disimulo, miro por encima del hombro. Una figura oscura me sigue. Eso es lo que uno piensa de alguien que traza tu misma trayectoria. Me sigue. No logro distinguirla bien… es un hombre, alto, espigado. Viste una gorra de beisbol y no lleva abrigo, ni chaqueta, ni un triste impermeable. La distancia se ha reducido de forma escandalosa. Los chivatos de mi salpicadero mental pitan, escandalosos, emitiendo destellos rojizos. Rojo peligro, rojo sangre.

Agarro con firmeza el asa de la maleta. Rrtrrttrttt rrttrrtt, hacen las ruedas sobre la acera irregular. En la otra mano el tonto-móvil anuncia a los cuatro vientos que soy un turista que no tiene ni pajolera idea de dónde está. Me echaría a reír si no fuera porque no me hace ni pizca de gracia la situación, en la que me he metido yo solito, directo a la boca del lobo.

Me persigue. Pienso. Me persigue y ahora sacará el móvil y llamará a un par de colegas, me apalearán, y dejarán con los bolsillos vueltos, cual vagabundo sacado de los tebeos de Mortadelo. Acude a mi memoria la expresión del bueno de John, entre divertido y sorprendido,  la primera vez que visité su casa, situada en la zona chunga de Broomhouse, un atardecer veraniego de otra vida, con las gafas de sol sobre el pelo, la mochilita a la espalda y un cartel escrito sobre la frente que rezaba: “guiri ingenuo, barra libre”. Dijo: “¿Subiste por aquella cuesta y no te atracaron?”, mugged, fue la palabra utilizada. Aquel día aprendí un nuevo verbo.

Gracias, querido amigo, por meterme el miedo en el cuerpo veintitantos años después.

Al fin alcanzo las primeras casas. Me vuelvo otra vez. No veo a mi perseguidor, ni a sus compinches apaleadores. En la esquina hay un pub. Su luz amarillenta, con ramalazos rojizos, atraviesa el ventanal creando reflejos de fiesta sobre la acera mojada, se escucha música irlandesa a través de la puerta entreabierta, dos mujeres de mediana edad fuman, charlan y ríen junto a la puerta, alargando el domingo como si al día siguiente no hubiera escuela. La lluvia ha cesado.

Eres un monarca, Jorge, me digo todavía intranquilo. El rey de las paranoias. Luzco mi sonrisa torcida, exhibiendo una valentía de cartón piedra.

La pantallita presumida indica giro a la derecha, cruzar la calle, su destino está a cinco minutos. Todo parecen viviendas y comercios cerrados. Anoto la ubicación del lugar en mi mente, y continuo caminando.

Ya sé dónde va a caer la primera cerveza belga, en cuanto deje la maldita maleta.




4 comentarios:

  1. Pues te sabría a gloria esa primera cerveza! porque ese caminito oscuro y lúgubre se te haría largo..
    En vacaciones, si te ves en alguna circunstancia de estas sólo queda que aceptarlo y dejarse llevar. 2 horitas extra para leer, pensar o mirar a la nada, bien están :)

    Libreta y papel, infinitamente mejor que el móvil.
    Algún gofre caería también, no?

    Saludos!
    Orx.

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  2. Hola, Orxatis. Gracias por la corrección ortográfica de antes.
    Pues sí, estuve a gusto en ese pub. Y cayeron dos jaja. Muy majos los "locals" pero hablaban un idioma rarísimo.
    Ya ves que la cuqui-libreta esa es real. Era la única de colores vivos que hallé. Que la vida ya es bastante gris.
    Gofres... ¿qué es eso? jeje. Tal vez lo cuente, tal vez no.

    Gracias por comentar.
    Un saludo.

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  3. Segundo intento porque en el anterior no se ha publicado mi comentario.
    Yo antes era muy de planificar, ahora me dejo llevar más porque siempre hay algo que no sale como he planeado.

    Besos.

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  4. Lo de planear lo llevo fatal en todos los ámbitos. A veces admiro aquella gente que lo planea todo tan bien. A veces no. Me gusta explorar, tanto en la calle, como ante el teclado. Que el camino se vaya iluminando por sí mismo.
    Gracias.
    Un saludo

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