lunes, 8 de abril de 2024

F176 - Una estilográfica venenosa, (Bruselas III)

 

Quienes conocen un poco este rincón de juntar letras, saben que el arriba firmante tiende a menudo, quizás en exceso, a la exageración. En una ocasión, una lectora me dijo que parecía originario de Chiclana, en lugar de un pueblecito riojano. Mas ¿Qué sería esta vida sin su dosis de humor?

Por tanto, no se me asusten. Siempre me sucede lo mismo. Los nervios se apoderan de mi cuerpo, y alma, los instantes previos al viaje (esa mala noche de insomnio de la víspera, ese madrugón frente al café que no terminas), y durante gran parte del trayecto, temiendo confundirme de vuelo, de tren, de autocar o de acera, temiendo no alcanzar a tiempo el destino final: el hotel. Temiendo perder ese valioso equipaje: la maleta o, en su caso, la mochila. Temiendo perder la libertad, o la vida, porque ya no soy un simple viajero que busca unos días de asueto, en realidad soy un tipo duro con una misión: dejar el equipaje en MI hotel.

El primer día es un temor constante.

Una vez alcanzada esa meta volante, casi final: cruzar el hall del hotel, suelo dejar mis bultos y temores en mutua compañía. Es una especie de reto, como dije, una misión. El objetivo es entregar la maleta o, en su caso, la mochila. Como si yo fuera un  detective personal novato, o un narcotraficante de baja estofa, quizás un contraespía en horas bajas, o un sicario colombiano con acento simulado, a quien alguien de arriba, de muy arriba, le encomendó tal encargo: dejar la maleta en la habitación X, del hotel Y, sito en la calle Z. Punto. “Ni se le ocurra abrirla”. Entonces, una vez completado el recado, me relajo. Ya está, me digo. Misión cumplida, como si realmente me hubiera jugado la libertad o la vida.

Una vez depositada la valija en ese anónimo cuarto que será mío durante unos pocos días, ya puedo tranquilizarme, poner los pies en alto y comenzar a disfrutar de la estancia, de la aventura por las selvas vietnamitas… digo por las calles de Bruselas.

Tan sólo recuerdo una excepción en esta rutina o hábito o manía persecutoria. Cuando regresaba a Edimburgo (en aquella otra vida) tras mis vacaciones en Italia, España, Portugal o la República Checa. La sola idea de retornar a Escocia me aportaba el sosiego suficiente −un chute cóctel de dopamina, serotonina y endorfinas- previo al viaje. Es curioso, la sensación era de absoluto relax; no temía (tan sólo un poquitín) perder el avión o cualquier otro contratiempo, sabía dónde debía ir, qué aeropuerto, qué pasos seguir, cuánto tiempo tardaría, controlaba el idioma, conocía el lugar preciso y el precio exacto del autobús que me llevaría al centro de la ciudad. Volvía al hogar, y el cuerpo, la mente, incluso quizás el alma, lo intuían.

Fue una grata sorpresa, comprobar que la habitación estaba muy bien, acogedora, grande (esas camas de hotel tan blancas, tan prietas, impolutas), con su televisión plana sobre la pared, sus mesillas de noche, sus focos de luz tibia e indirecta, su mesa de trabajo (donde siempre me imagino, pluma en mano, escribiendo cartas erótico-festivas, en folios con membrete del hotel, a altas horas de la madrugada, insomne crónico, sonetos de amor a una novia perdida), el baño en suite, con su ducha alienígena, qué ducha, infinitos chorrillos de agua tórrida (más recuerdos) a propulsión bajo una alcachofa de medidas gigantescas, modo cabina de teléfonos transparente de dónde nunca quisieras escapar, al contrario que el bueno de José Luis López Vázquez.

Es lo que sucede cuando lees las dichosas reseñas en la aplicación hostelera, esas críticas de clientes descontentos, amargados de una existencia que se les hace cuesta arriba (sábanas sucias, aspecto dejado, necesita reforma, un escarabajo trepador), todo mentira. De ahí la agradable sorpresa.

Abro el armario, discreto, sencillo, funcional. Baldas distantes y desnudas, cual recién divorciadas, apenas un par de cajones, perchas firmes con ese curioso mecanismo para soltarlas de su  base… y una caja fuerte, con la puerta abierta y, encima, un folleto de instrucciones dentro de un plástico. Aquí guardaré el revólver, con el seguro puesto, la estilográfica de punta venenosa, los tres pasaportes de distintos color y nacionalidades… y los fajos de billetes. No, fajos no, los cilindros, estilo rollitos de primavera, a lo breaking bad, como diría el golfo de Basauri  −en Qué Vida Más Triste −Borja Pérez, al Josebas.

Ok, Jorge, baja a Tierra que tenemos que deshacer el equipaje. Dice una vocecita dentro de mi cabeza.

Pero la curiosidad me puede. Miro dentro de la caja, asegurándome de su vacío. Introduzco, cauteloso, la mano izquierda, palpo aquí y allá, esperando encontrar algún doble fondo. No lo hay. Saco los papeles de la funda de plástico, leo con cuidado las instrucciones, enterándome de la mitad pues lo hago en portugués, hasta que, tras unos minutos de frustración, vuelvo la página y también las hallo en español, chino mandarín, ruso, algo parecido al hindi (otra vez la sombra del señor indio, o quizás paquistaní), y árabe. Este hotel es de alto copetín, concluyo.

Después de ciento cincuenta y siete intentos: introduzca la clave elegida, no olvide memorizarla, pulse almohadilla, asterisco y dólar, en dicho orden, cierre la puerta, meta de nuevo la clave más los tres caracteres especiales (no se olvide del dólar, es imprescindible), para abrir de nuevo la portezuela; y los consiguientes ciento cincuenta y siete pitidos y destellos rojizos; desisto. La maldita caja no funciona. ¿Y ahora dónde guardaré la pistola, los rollos de dinero, la estilográfica con punta venenosa?... Jorge, stop it! Grita la voz cansada, al fondo a la derecha en mi cerebro, ya metida de lleno en modo, idioma de Shakespeare, ON.

Me rindo.

Tras una ducha rápida, distribuyo los calzoncillos, calcetines, camisetas y demás prendas (comiencen por ca, o no) entre las baldas. Dejo la maleta, ya vacía, en la parte inferior, bajo las tristes perchas que tan sólo albergan un chubasquero (feo de cojones) comprado en Decathlon,  bajo un chaparrón que me pilló, de espaldas y a traición, en plena escapada a la capital andaluza (vaya usted hasta allí abajo para eso. Sevilla tiene un color especial, bajo la lluvia). Una prenda tirita, para una emergencia.

Bajo las escaleras, lo del ascensor ya no se lleva en estos nuevos hoteles de alto copetín. Es una ordinariez. Y antes de salir a la calle, se me ocurre despedirme de la recepcionista, por aquello de la educación, las buenas maneras y tal, que así diga la moceta, qué majos estos Spaniards. ¿Será la misma chica con la que hablé por teléfono? ¿tendrá ese acento suave, acaramelado, con deje francés? Jorge, céntrate, no vayas a quedarte mirando a la mujer como las vacas al tren.

Para mi desconsuelo, hay dos personas tras el pequeño mostrador. Dos mujeres jóvenes, muy jóvenes (¿esto de la edad, propia, no se puede parar?). Desconsuelo y alivio, así todo revuelto, pues decido no interrogar a quien me atiende sobre la llamada telefónica. Tan sólo la saludo y, por curiosidad, le pregunto acerca de la seguridad del barrio, que me ha parecido un poquito desangelado, le comento, tan lúgubre y vacío, con esas aceras agrietadas, así, al estilo de la zona chunga de Broomhouse, en Edimburgo (Escocia), le explico. Ahora ella es la que me mira como las vacas al tranvía.

−Es una zona muy segura, no se preocupe – responde, sonriendo cual anunciante de clínica dental.

−Hablando de seguridad… −tanteo- ¿usted no sabrá cómo funciona la caja fuerte del armario?

−No funciona. Es tan sólo de adorno. Le da un toque chic a la habitación. Pero si   tiene algo de mucho valor, tenemos otra caja de caudales, aquí… a mi vera.

−¿De mucho valor…?, no…,  yo…, era para guardar la estilográfica con punta venen… ehhh – los nervios me confunden, abren el cajón de las tonterías que salen, libres, a través de mi bocaza. Ahora no, Jorge – No, no tengo nada de valor. En realidad… soy pobre… paupérrimo (very, very poor), casi vagabundo – respondo, raudo, pensando en el billete de cincuenta euros, y la pesada calderilla, que he escondido entre los gayumbos; temiendo que mis preguntas la lleven a registrarlo todo, en busca de joyas, Rolex y setas.

La muchacha, impasible, ya no sonríe, me mira de modo extraño, como si tratara de dilucidar si mi parrafada es real o debida al mal uso del traductor de Gúguel, o un vacile spaniardo.

−¿Pobre, dice usted?... Muchas gracias por hacérmelo saber – responde, poniendo cara del too much information de toda la vida.

Ahora soy yo quien enmudece, incapaz de saber si lo dice en serio, entendí mal, o me está vacilando… a lo belga.

 


2 comentarios:

  1. Qué nervios! Me suena de fondo la música de “Misión Imposible” imaginándome a Mortadelo y Filemón con su maletín multiusos persiguiendo su objetivo secreto.. XD
    -“very, very poor”- me meo! Tranquilo, seguro que en Recepción estarán curadas ya de espanto, con tanto turista.
    Suele pasar, ponerse nervioso cuando se te atranca el “english” que ya no fluye en modo automático como antes. No puedo evitar seguir hablando repitiéndome por si no me han entendido a la primera, enfangándome cada vez más.. y al pobre oyente se le va poniendo la cara de estar comiéndose un limón a bocados.
    Bueno, que veo que misión cumplida y a rodar por la city que te fuiste.
    Saludos,
    Orx.

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  2. Qué grandes, Mortadelo y Filemón. Pues sí, algo así. Ya sabes que tiendo a la exageración, y caricaturización, así que lo de Mortadelo va bien.
    Al inglés, como a todo, le cuesta arrancar. Luego, con los días, te sientes un poquitín mejor.
    Gracias por comentar, y leer, Orxatis.
    Un saludo

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