No pude
ocultar mi sorpresa al conocerla. La sonrisa torcida me traicionó, precedida
por una breve apertura de boca. Una ‘O’ muda. Tan sólo un instante. Un suspiro.
Lo mío no es el disimulo. Mi rostro, una página expuesta. Jamás pasaría las
pruebas de selección en la Escuela de Espionaje Internacional.
Llamó mi
atención su gestualidad, más allá de su propio aspecto físico. Cómo miraba,
cómo hablaba inclinando un poco la cabeza al lado derecho. Desprendía una timidez
cálida, agradable. Una introversión combatida a lo largo de los años. Su
lenguaje era fluido, atrevido, seguro. Mas sus ojos la delataban. Encontraban
los míos, reconociéndolos de inmediato, como unos parientes lejanos,
sabiéndolos luchadores incansables contra esa sombra que los acompaña desde la
infancia, el carácter reservado.
Me cayó
genial de inmediato.
Estreché su
mano. Minúscula, delicada. Notando la calidez de su tacto. Apenas osé apretar ̶
mi manaza envolvía la suya como a un gorrioncillo asustado ̶ temiendo hacerle daño. Nos acercamos, torpes,
dudando. Nunca sé muy bien cómo van a reaccionar ante el par de besos en las
mejillas. Algo tan nuestro, tan ibérico. Apenas nos rozamos. Ella bajó la
mirada, un suave sonrojo la hizo todavía más adorable.
̶ Este es Jorge, mi compañero de piso español, del que te hablé ̶ dijo Stevie, a modo de presentación.
Stevie apenas me había contado nada
acerca de ella. La mencionó, en alguna ocasión, como la novia. Algo que me sonaba de lo más castizo, a pesar de ser
expresado en la lengua de Shakespeare. Cada vez que lo hacía, no podía evitar
recordar el pueblo. Nuestras expresiones: la
novia, la parienta, la socia. Mis raíces.
Más adelante supe que Lucy, así se
llamaba, ejercía de maestra en una escuela local. Sus alumnos, de entre siete y
ocho años, eran su pasión. Describía su trabajo con un entusiasmo contagioso,
casi embriagador. Relataba anécdotas y chascarrillos que nos hacían reír, o
quedar en silencio, absortos, con temor a interrumpirla. A Lucy se la veía un cielo de persona.
Una vez más, me abronqué a mí mismo.
Los viejos prejuicios habían emergido de las profundidades. En absoluto hubiera
vislumbrado a alguien como Lucy, cuando Stevie se refería a “la novia”. Mi
mente, cuadriculada cual tablero de ajedrez, siempre mostraba a la típica
escocesa, entrada en carnes, enganchada a Big
Brother, escandalosa y de una amistad peligrosa con el vodka.
La noche de Robert Burns fue la
elegida para la puesta de largo. Las presentaciones. La cena, la celebración.
Yo conocía la importancia de dicha efemérides para cualquier escocés. El poeta
eterno. Todo un buque insignia de la literatura patria. Las familias, amigos,
parejas, se reunían en torno a la mesa, a degustar un menú tradicional basado
en haggis, neeps and tatties. Un
plato combinado que consta de una mezcolanza, proveniente de las entrañas del
cordero, de sabor fuerte y especiado (cuyos verdaderos ingredientes es mejor
obviar antes de probarlo), nabo cocido y desmigado, y puré de patatas. Todo
ello bien regado con whisky, cerveza y cualquier otro brebaje de alto nivel
etílico. Se relataban cuentos frente a la chimenea, o en torno a una hoguera en
el jardín trasero. Se leían viejos poemas de Rabbie. Se entonaban himnos y
canciones de antaño, acompañados del melancólico sonido de las gaitas de fondo.
¡Vamos, que acababan berreando el Asturias
Patria Querida en versión Scottish,
con postreros golpes en el pecho y juramentos de amistad forever and ever! Y declarando la guerra santa a los perros
ingleses.
Aquella mañana, a la hora del
desayuno, Stevie se acercó al sofá. Yo desayunaba un bol de muesli, fresas y
leche fresca (rindiendo un enésimo homenaje a Erika, quien así lo preparaba).
El canal escocés ITV iluminaba la estancia, desde la enorme pantalla de plasma.
Noticias locales. Tambores de guerra del SNP exigiendo un referéndum de
independencia. Otro más. Lo noté algo nervioso. Stevie no era un hombre de
palabras. Preguntó sobre mis planes para la noche. Carezco de ellos, respondí.
Entonces, con una formalidad que conmovía, me convidó a celebrar lo que para
ellos era toda una fiesta nacional, compartiendo cena casera con él y “la
novia”, y otra pareja de amigos que vendrían desde Oakley, un pueblecito en el
Reino de Fife.
̶ Por supuesto que asistiré. Gracias, Stevie. Aprecio mucho la invitación.
Todos resultaron amigables.
Conversaban utilizando aquella mezcla de acentos, que yo comenzaba a
diferenciar un poco. No faltaron las preguntas obligadas, los amagos de
explicación sobre el eterno enigma para el común de los escoceses: ¿qué hace un chico como tú (proveniente de
la soleada y fiestera España) en un sitio como éste? Las risas, las bromas,
las confidencias bañadas en licor de fuego. Yo comía y los observaba. Bebía y
los escuchaba. Trataba de no perder el hilo de aquel diálogo torrencial, algo
de endiablada dificultad a medida que la noche avanzaba y el contenido de la botella
disminuía. A ratos me aislaba en mi oculto rincón del limbo. Algo que suele sucederme
en este tipo de reuniones. Como en un sueño vívido. Oía sus voces, cercanas y
sin embargo tan lejanas. Me preguntaba qué hacía yo allí, entre aquellos
extraños que me acogían como a un hermano más. Los ojos tornaban acuosos,
víctimas de la cerveza, el calor y el cariño de unos desconocidos. Me sentía
forastero, y al mismo tiempo un escocés más. Sin embargo, durante estos mínimos
instantes que quedaba en trance, la mirada fija en las llamas tras el cristal
de la chimenea artificial, algo dentro de mí susurraba palabras inquietantes,
que provocaban un escalofrío por mi espalda, palabras de mal augurio: estás
aquí de paso, no te engañes, no perteneces a este lugar, no perteneces a ningún
sitio, te quedaste en tierra de nadie.
̶ A penny for your thoughts.
La docilidad femenina de la entonación
me hizo regresar. Mis ojos enfocaron la escena presente, dejando atrás aquel
espacio paralelo al que de vez en cuando escapo. Lucy me examinaba con
curiosidad, tratando de adivinar dónde había estado durante esos pocos
segundos. El resto callaba.
̶ Perdonad, perdí la concentración. ¡Con esa mezcla de acentos Scottish!
Todos rieron, alzando sus pequeños
vasos de whisky. Todos excepto ella, que continuaba
observándome con aquella expresión concentrada. Quizás descifrando mi
pensamiento. Tal vez como única testigo de mi fugaz angustia.
Buena observadora la tal Lucy. Me gusta.
ResponderEliminarBesos.
Hola. Es mi observación, que como siempre digo quizás no tenga nada que ver con la realidad.
ResponderEliminarGracias por seguir al otro lado de la pantalla.
Besos
También me gusta Lucy.
ResponderEliminarLos escoceses que he conocido me han caído muy bien, eso sí, para entenderles todo es otra historia.
Por cierto, seré despegada, pero no me gusta la costumbre de los dos besos con desconocidos, siempre me costaba.
viki
Hola Viki,
ResponderEliminarLuce era un encanto de chavala. Más dulce todavía en la realidad. Formaban una extraña pareja.
Los Scottish son hospitalarios y agradables con el forastero, en general. Sobre todo si vienen de España, que adoran.
Uf, pues de fiesta y borrachos imagina los listening que yo hacía jaja
Lo de los dos besos depende,como todo, de cada uno.
Un saludo
Corrijo: Lucy
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