martes, 8 de octubre de 2024

F198 - Terribles noticias

 Existen malas noticias y noticias nefastas. Un martes cualquiera te levantas de la cama, desperezas rozando descoyuntar, acompañas el gesto con un sonoro e interminable bostezo, seguido del rascar de la nalga izquierda. Arrastras las pantuflas camino de la cocina, y  con ojos entreabiertos dispones el desayuno −tu mug preferida, café instantáneo, una magdalena revenida que sobrevivió a la última purga de bollería viciosa− ignorando lo que te aguarda.

Crees, ingenuo de ti, que es un día más, otro día de cole. ¿Hay algo más anodino que un martes laborable? Pero no. Es un día fatídico, un día para olvidar, un día que hubieras preferido permanecer agazapado, en posición fetal, bajo el duvet (otra palabra que acude a mi mente, sin ser invocada, trayendo sabor escocés) soñando con Ella o con otra cualquiera. Es el mejor sueño, te dices, vívido cual viaje astral, de los que no te importaría nunca despertar. Una muerte dulce, como de envenenamiento por tufo bodeguero, morir tranquilo bajo el edredón, sintiendo la tibieza que desprende su espalda, rozando tus fríos pies con los suyos, suaves, pequeños, cálidos, sanadores.

Hojeas la revista, mera distracción mientras la magdalena se empapa de café. Y no lo puedes creer. Un clic dentro de tu cerebro. ¿Qué fue eso? Algo viste, de refilón, algo llamó tu atención. ¿Lo leí bien? Regresas a la portada. La noticia ni  siquiera aparece en grandes letras, sino camuflada en una de las esquinas inferiores (los que manejan el cotarro no desean que estalle el pánico total). Abres los ojos tanto que las legañas desaparecen. La magdalena, detenida en el aire, quiebra y un trozo de considerable tamaño cae, cual bomba Little Boy, sobre tu taza favorita, creando un pequeño tsunami que deja pringada la superficie de la mesa; bendito hule, te dices. Trapo húmedo y resuelto.

Lees el titular tres veces, luego una cuarta vez. No logras asimilarlo, no quieres asimilarlo; tu cerebro trata de consolarte: es una broma, seguro que se trata de un ejemplar viejo, con fecha cercana al Día de los Inocentes. Luego recuerdas que la entrañable fecha ya no existe, que fue devorada por la modernidad, por la globalización y por la estupidez que todo lo envuelve en este siglo XXI. Titulares a diario podrían ser inocentadas, incluso en pleno mayo. Mas no lo son. Titulares absurdos y obscenos surgen de periódicos y noticieros día tras día. La estupidez se extiende como una gota de tinta negra en un vaso de agua.

Sin embargo, las líneas ante mis ojos no son bobada diaria, el titular arrinconado reza la peor de las noticias. El preámbulo del Fin del Mundo. El primer sello quebrado del Apocalipsis.

“El cambio climático y la especulación

 amenazan dos placeres cotidianos:

llega el Fin del chocolate y la cerveza”

 

Abro la revista, buscando la página de la infamia, dedos temblorosos, la magdalena desmigada flota sobre el café templado cual restos de un glaciar. Ataco el primer párrafo, ruego al Cielo que sea un malentendido, el trabajo de un becario embriagado, la broma de un periodista aburrido jugando a crear titulares escandalosos, una inocentada desubicada, quizás el experimento de una IA-L (Inteligencia Artificial más bien Lerda).

No lo es.

La noticia se muestra con argumento, coherencia, aporta detalles, números, porcentajes, estadísticas y gráficos, un croquis tenebroso. El maldito titular es verídico; encabezamiento a cara descubierta, sin máscara ni maquillaje alguno. No se trata de un clickbait, tan de moda como absurdo y frustrante (para quienes no hayan batallado con el idioma shakespeariano: una pequeña trampa, titular llamativo, polémico, a veces incluso ajeno a la verdad, en prensa digital; su único objetivo, que lo pinches y accedas a la noticia −plagada de publicidad− y, tras leerla, quedes igual porque no aporta nada. Lo dije, la estupidez se extiende, imparable.

Es el Fin del Mundo, pienso.

Nos engañaron con las películas “Mad Max”. Tras el Armagedón no habrá persecuciones con bugas molones y destartalados en busca de una garrafa de gasolina, habrá garrotazos por una onza de chocolate negro. Puñaladas por una lata de cerveza tibia.

Ahora comprendo la urgencia por el Brexit. Los hijos de la Gran Bretaña lo sabían. ¡Tanto MI1, MI5, MI6, MI33! Poseían información privilegiada. Los James Bond de turno hicieron los deberes como aplicadas colegialas. Conocían la cercana tragedia. Que la Humanidad perderá la chaveta, que nos mataremos por un chocolate a la taza. Les entró la prisa, debían cerrar fronteras y ponerse de inmediato a hacer acopio de barriles de cerveza y barritas Mars. En ello iba la vida de millones de británicos. Sin dichas viandas, la dieta isleña quedaría reducida a la ingesta de patatas fritas en bolsa o de chips grasientas envueltas en papel de periódico junto a una hedionda masa blanquecina  −rebozada con dos kilos de engrudo− a la cual denominan fish (pescado).

Es definitivo, nos vamos al carajo.

Muy de vez en cuando, veo el telediario. Guiado por la añoranza de tiempos pasados, cuando el noticiero era eso, un cúmulo de noticias, separadas en secciones, argumentadas. Ahora todo es un popurrí de imágenes horrendas. Un puré de tragedias con Bach de banda sonora, y algún silencio preñado de morbo.  No importa si se trata del estallido de un volcán, de un terremoto, una guerra o la madre de todos los atentados. Ellos crean su batido gráfico y sonoro para amedrentar. Jamás el miedo generó tanta riqueza.

Y lo consiguen.

Observo incrédulo el mundo, al otro lado de la pantalla, despatarrado en el sofá. Entonces sonrío de aquella manera que ustedes ya conocen. Una sonrisa ladeada, triste, a media asta. Una sonrisa de hasta luego Lucas. Sonrío porque sé que no me afectará la hambruna de chocolate ni la sed de birra. No me dará tiempo, no nos dará tiempo. Extiendes los dedos y puedes palpar el desastre total. El bueno de Ken Follet lo relata de maravilla en su novela: “Nunca”. Pura ficción, pura realidad.

Otras veces, me sorprendo deseando la alternativa, un meteorito grande, un cachas de gimnasio sideral, embrutecido a base de pesas y sustancias prohibidas (raya lo poético, un asteroide petado de esteroides); un meteorito con una fijación en su cerebro inexistente, un destino escrito con mayúsculas en su GPS, La Tierra.

Un pum gordísimo que nos ahorre sufrimiento, bochorno… todo lo demás.

Tan sólo espero que, como en la película “No mires arriba”, conozcamos la fecha de caducidad del yogur terrícola. Día, y hora aproximada, del impacto fatal, para así, emulando a los protagonistas, poder juntarnos cuatro amigos (siempre me sobraron dedos para contarlos) y disfrutar tranquilos del último atardecer: teléfonos móviles humeantes dentro de la chimenea, pantalla de televisor destrozada, el rúter ahorcado con su propia fibra óptica; y entonces sí… batallitas, música, risas, labios embadurnados en chocolate cual chiquillos, y la bañera repleta de latas de cerveza entre cubitos de hielo, como pequeños Titanic en busca de su destino, su iceberg.