sábado, 5 de abril de 2025

F211 - Almas alienadas

 Continuamos en Madrid. No se apuren, pronto regresaremos al noviembre tinerfeño, a golpe de plutonio. Es una de las ventajas que tiene guardar el viejo y tuneado DeLorean dentro de la lonja, la otra, que fardas un montón.

No todo fueron cañas, besos, miradas, churros, y caricias en la capital del imperio. Hubo tiempo para buscar esa dosis de cultura que de vez en cuando te pide el cuerpo, o quizás el espíritu. Aunque ¿existe algo más cultural que una buena tapa de callos con garbanzos? A su vez, contemplar algunas joyas expuestas en el Prado es otra forma de romanticismo.

Lo dicho, entre tapa y tapa, hoy ración de cultura. Plaza de España, una visita al monumento en bronce (reflejando lo imaginario, frente a lo real en piedra) erigido en homenaje a esos dos maravillosos locos, uno hidalgo, el otro escudero, junto a su creador Miguel de Cervantes −en piedra− el Maestro de maestros. El primero, con su propia locura adquirida por horas y horas entre novelas de caballerías. Voluntario forzoso, el segundo (tras la ínsula prometida) loco por acompañarlo en busca de aventura, a base de combatir gigantes camuflados cual molinos, deshacer entuertos y socorrer a damiselas en apuros. Allí estaban, ante mis ojos, bajo la presencia de su creador: el gran Don Quijote, espigado, mirada perdida, lanza en ristre, y a su vera, cómo no, su humilde, fiel y tocapelotas escudero, Sancho. ¿Quién no ha topado con la peculiar pareja en el curso de esto que llaman vida?: el osado, y medio enajenado −pupilas chispeantes, lanza y escudo, hambre de conquista, quizás disfrazada de codicia en tiempos actuales−; y el siempre leal escudero −tranquilo, cabal, realista−, que a la hora de recibir galletas se lleva las de aquel y las suyas propias, ya sean físicas o anímicas. Mas en eso consiste la amistad, la lealtad, el querer a una persona. Que no te importe recibir tortas, encajar lo tuyo y lo del otro. Que lo acompañes al fin del mundo, a sabiendas del precipicio que esconde la niebla. También hay que soltar, a los malos, alguna hogaza de pan, a mano abierta y giro de cadera; uno es romántico, no gilipollas.

La foto, me digo. Jorge, has de sacar la foto. Inmortalizar este momento, no vaya a ser que a los esculpidos en metal les dé por echar a galopar. Aunque con semejantes cabalgaduras (un caballo famélico y un burro panzón) satisfechos con trotar. El momento foto, tan actual, so cool, como si algo en nuestro interior nos susurrara cual hipnotizador aficionado: la foooto, Jorge, la foooto. Fotografía el chuletón que te vas a zampar, el tiramisú que les quedó tan bonito, el plato de macarrones con tomate que te has currado en casa, emulando tiempos de libros, apuntes y exámenes… ¡Aguarda! coloca la hojita de perejil, a lo Arguiñano.

La instantánea tuvo que demorarse unos minutos. En Madrid has de hacer fila incluso para mirar el cielo, un martes cualquiera. No demasiados, hubo suerte. Los suficientes para que la horda turística despejara la zona: japonesas de palo selfi y pieles blancas – la propia y la de sus abrigos−, indios de kurta liso y perenne sonrisa −lo confieso, busqué en Guguel−, incluso alguno, medio despistado, con pinta de soriano. Entonces caes en la cuenta de que formas parte de dicha horda. Ya ven ustedes, uno va de estrellita indepe y acaba tragando la rueda y hasta las palas del molino, y dispara a diestro y siniestro el botoncito de la cámara, del móvil, tableta o cualquier artilugio que haga clic y congele un instante irrepetible; un simple gesto que permita robar el alma de otros, como creían los “pieles rojas” en las películas de John Wayne. Por suerte, a este par de locos no hay cámara que pueda sustraer el ánima, pues ésta traspasó los límites de lo ficticio −bronce−, convirtiéndose en algo eterno, universal, omnipresente, y todos los adjetivos XXL que uno pueda teclear.

Visita al Museo del Prado. Han transcurrido tantos años desde la última vez, que algo dentro de mí −quizá los misteriosos veintiún gramos− siente vergüenza. Venir a Madrid y no atravesar las puertas de esta fábrica de sueños es como recorrer todo un país en tren y no salir de la estación en cada destino (al igual que Sheldon Cooper, otro chiflado encantador).

El Prado. Carezco de palabras, de símiles y metáforas, de base cultural, de poder descriptivo para mostrar cómo es dicho museo. Es algo indescriptible. Decenas de salas, cientos de cuadros, esculturas y montajes artísticos. Cuadros de todos los tamaños, épocas y estilos. No, jamás osaré intentar describirlo.

Debo confesar que mi presencia en el interior de cualquier museo tiene un límite de tiempo: dos horas. No aguanto más. Ignoro si Stendhal acarrea culpa alguna o sólo es mi naturaleza −el pobre hombre, al igual que la ciudad Estocolmo se han comido ya suficientes marrones (Matas un mal día un tigre y te llaman por los restos Tigretón, o bautizan un Síndrome en tu honor)−. Llega el momento que tal aglomeración de estímulos me desborda: luces y colores, gente por doquier, estatuas y claroscuros, adolescentes italianos, niños ibéricos, japonesas que bisbisean… (soy consciente del anterior “gente”). Desgraciados vigilantes que sueñan con salas en silencio −observo uno sentado, cabizbajo, rozando la rendición (quizás extrañando revólver y cartuchera)−, profesionales, no cesan de insistir en la prohibición de fotografiar las pinturas. ¡Tanto viaje, crucero, avión!, ¡visitas a mil y un museos!, ¡tanto palo selfi , deditos en “V” o “in love” y sonrisa robótica!... y  aún desconocen la regla básica. Se mira, pero no se toca, se observa, pero no se fotografía. De tal sencillez, que ni siquiera la barrera idiomática debería suponer problema alguno. Un museo es una torre de Babel antes de la cólera divina. Todo el mundo habla el mismo idioma.

No cojo guía auditiva, ni siquiera un mísero plano. ¿Para qué, si sólo echar un vistazo ya siento mareos? Recorro salas, pasillos, escaleras, trepo muros con la mirada, sobrevuelo cúpulas cual paloma extraviada, me desoriento una y otra vez. Lo normal. Tentado estoy de echar mano de san gúguel maps, curioso de escuchar a mi cachonda compañera: diríjase al norte, atraviese la sala cuarenta y ocho, a la derecha podrá contemplar la “Rendición de Breda” del gran Velázquez, continúe por el pasillo, al fondo a la izquierda se encuentra su destino: autorretrato de Francisco de Goya, alias el Sordo. Encienda la luz del móvil, entra usted en su etapa oscura.

Trato de esquivar pintores como quien evita coches cruzando a pie la Gran Vía con el semáforo en rojo. Imposible, me detengo, una y otra vez, ante cuadros cuyos personajes (o como se diga) parecen vivos. Miran cómo trato de alejarme y sus ojos me persiguen. Parecen decir: “Eh, chaval, un poquito de respeto. Párate ahí, donde pueda verte y obsérvame al menos unos tristes segundos”.

Cierro los ojos, para huir de sus miradas, como el niño chico que llevo dentro −no te veo, no existes−, avanzo a paso ligero, me abro paso a codazos, empujo a críos y japoneses, no quiero ver nada más, no quiero detenerme, he de llegar a las salas de los pintores cuyas obras vine a contemplar: Goya, el Bosco, Velázquez, el Greco, Zurbarán, Sorolla…

¿Dos horas? Las Musas que inspiraron tanta belleza, decenas de ellas, quizás cientos, se juntan y hermanadas −frondosos cabellos, ojos que embriagan, pechos desnudos− me señalan con sus dedos delgados, ríen a carcajadas ante mi ingenuidad pueblerina. ¿Dos horas? ¿Acaso pretendes visitar el Museo del Prado en dos horas? No, por supuesto, nunca lo pensé, ni osaría intentarlo. Bueno, tal vez, si permitieran entrar con patinete eléctrico trucado, de esos que pillan los ciento veinte kilómetros por hora…

Dos horas entre aquellos muros vuelan como cuando escribo. Mientras que las mismas con botas y uniforme se hacen eternas. La relatividad del tiempo. ¡Qué jodido, el Einstein! Otro loco de la Historia. Ni un pelo de tonto, tenía. Ese cabello níveo y electrizado al puro estilo Doc Brown (más bien a la inversa), otro chalado maravilloso que tuvo algo de escudero de Marty McFly.

Dos horas alcanzan para sentarte frente a las Meninas, en uno de esos bancos que siempre están ocupados, y aun así no terminarías de captar todos los detalles, de traspasar aquellas miradas, de admirar cada pliegue de los vestidos. Dos horas. ¡Cómo para entrar a considerar qué pretendió expresar el artista!

Einstein se une a las Musas y se descojona: ¡menudo pardillo, este pueblerino!

 

Nota: Marty, gracias por prestarme el DeLorean, amigo. Eternamente agradecido, por hacerme soñar, Michael J. Fox.