Deslizo la oxidada puerta de la lonja, que chirría su queja sobre el raíl, la escasa luz del alba se cuela e ilumina el interior, al fondo un bulto bajo una lona gris de polietileno. Aparto ésta de un tirón, suena como el restañar de un látigo. Destapado, saliendo de su letargo, el viejo DeLorean frota legañas de polvo y clava sus faros en mis pupilas, con una mezcla de rencor y nostalgia. Abro la puerta, meto la llave en el contacto, doy un par de papirotazos al frontal del condensador de fluzo. Todo en orden. Introduzco la nueva fecha en el contador sobre el salpicadero, dejando por un momento el noviembre canario, saltando al presente madrileño.
Contemplo el café que se enfría, un café que probablemente
no llegue a tomar, que quedará allá en la pequeña taza como testigo de estos
pocos días. Días extraños, como de ensueño, como si hubiera vivido dentro de
una burbuja. Varios, acompañado, y el último en soledad; días que susurran al
oído que existe otra vida, que el destino es un vacilón, que quién sabe, que
tal vez, que: ¿y si fuera Ella? Algún día les hablaré de Vera, si todavía me
soporta, si ella me lo permite, si el tipo que lanza los dados entre carcajadas,
allá arriba, nos da cuartelillo y no barre de un manotazo todo el tapete,
volcando dados, cubilete, besos y sueños.
Madrid. El Madrid amado, el Madrid del Sabina, aunque las
ambulancias ya no sean blancas, y las estufas de butano quedaran obsoletas.
Madrid melancólico, para mí, que siempre traerá imágenes de aquel atardecer,
cuando subí la escalera del avión, con temblor en las rodillas, miedo en la
maleta, y lágrimas en los ojos. Nos da la bienvenida, a su manera, con una
llovizna burlona. Ya de noche, recorremos sus callejuelas, angostas aceras
escoltadas por bolardos metálicos; la vista fija en la pantallita del móvil, san
gúguel mediante, en busca del piso compartido. Nos espera una habitación
modesta, de lecho grande, colchón blando y mantas recias; de cuadros coloridos,
armarios baratos y paredes ciegas; de calentador de aire y atmósfera gélida;
los anfitriones, una pareja venezolana que huyó de lo indescriptible, que dejó
su querido, y secuestrado, país y aterrizó en Lavapiés, sinónimo, como
cualquier otro, de paraíso. Nos espera un piso mundano, de viejas paredes; un
corredor estrecho, una vieja cocina que has de atravesar para llegar al lavabo.
Una pareja tímida, humilde; una cocinita que conoció mejores tiempos, un lavabo
diminuto, un todo que nos recuerda a gritos lo afortunados que somos, cada cual
en su ciudad, en su rinconcito. Nos recuerda que lloramos lágrimas de
cocodrilo, de queja absurda (no va internet, no llegó a tiempo el pedido que
hice por Comazón, no responden al guasap, no me cuadran las
vacaciones, quedó vacía la balda de postre gourmet en el supermercado…).
Quizás algún día les cuente, tal vez no. El destino es
puñetero, nos enseña el caramelo y después cierra el puño. Ríe, se descojona
ante nuestra frustración. De momento, Vera y este humilde juntaletras se van
descubriendo. Capita a capita, como quien pela una cebolla. Construyendo
nuestro castillo, piedra a piedra, beso a beso, conocedores de
la fragilidad de los levantados con naipes. Nos miramos, tratando de adivinar
pensamientos, cálculos y probabilidades. Nos miramos, aunque a veces yo rehúyo
sus ojos. ¿Vértigo? ¿Timidez de fábrica? ¿Terror al abismo? Nos miramos
queriendo hallar en el otro a la persona esperada, queriendo decir: sí, aquí
es, entra sin llamar. No temas. Avanzamos paso a paso, devorando kilómetros −por
asfalto, vía y aire− quemando horas a través de ondas telefónicas, dejándonos
pulgares y pestañas en pantallitas iluminadas, soñando amaneceres compartidos
bajo la cueva de tibias sábanas. Poco a poco, tratando de seguir el camino
imaginado en nuestras mentes, intentando no salirnos de la calzada en una curva
cerrada y traicionera. Nos miramos, sin palabras. Ella intenta leer mi
pensamiento, trato yo de mostrarlo con sus mejores galas, valiente, ufano,
seguro, deseando parar el temblor sobre el que se asienta. Yo miro sus ojos y
veo timidez de serie, bondad moteada de ingenuidad, calidez, contemplo a la
niña que fue escribiendo la carta a los Reyes Magos. Veo Creencia en Mí. Y
entonces el nivel de miedo sube vertiginoso, cual mercurio líquido, hasta rozar
el techo con seria amenaza de quebrarlo, mientras yo, sudoroso, trato de sujetarlo
con enormes e imaginarios sacos de arena. Ella sonríe, pícara, dice que todavía
no conozco su lado oscuro (la imagino disfrazada de Darth Vader y me entra la
risa tonta). Todos tenemos encerrado en el sótano, bajo siete llaves, a nuestro
Mr. Hyde, replico. Mientras cruzamos los dedos para que no aparezca su
habilidad escapista.
Ella regresó, de madrugada, a su ciudad natal. Paseo sin
rumbo, bajo el cielo limpio de Madrid, un cielo de acuarela azul y nubecitas de
algodón que flotan, lejanas, como pegadas por un niño, sin atisbo de moverse. Camino
distraído, arrastrando la maletita azul, cuyas ruedas ronronean como lo hacía
mi pecho, anoche, bajo su abrazo. Tropiezo de cara con un quiosco enorme −abarrotado
de periódicos aburridos y revistas estúpidas, de banderitas rojigualdas, regalitos
plastificados y souvenirs de chichinabo− sin saber, pobre de mí, que entre sus
baldas encontraría una joya oculta que susurró mi nombre, y tras hojearla la
llevé conmigo, en la vieja mochila, por el burdo precio de dos euros (qué
navajazo al orgullo del autor); una maravilla en forma de novela, de la cual, tan
identificado me siento con la forma de narrar, descripciones, diálogos, símiles
y metáforas, que un cartel de neón morado se enciende en mi cabeza, parpadeante
reza: “Mataría por haberla escrito yo”. De autor para mí
desconocido, David Torres, al que someteré, sin tregua ni piedad, a la orden de
Busca y Captura. Una perla con título: “El gran silencio”. Lo mismo
sucedió, la identificación, con “Tarde, mal y nunca”, de un genio
llamado Carlos Zanón, y −en la vida anterior− tras leer el que sería mi último
libro antes de escapar a Edimburgo: “Sed de champán”, de Montero Glez.
Cansado del paseo, decido tomar el último café en la ciudad
de los sueños. Ignorando que jamás lo haría.
Opto por el bar en lo alto de un edificio. Una cafetería
dentro de una cadena de negocios de cuyo nombre no quiero acordarme.
Lujo; apariencia; clientes de traje, lustrosos zapatos, portátil y rostro de
creerse alguien (ya lo cantó Leño: “Ese señor importante, que tiene que decidir,
es un cargo relevante, no se puede prescindir”); qué nivel, Maribel; camareras
con maquillaje, pinganillo, uniforme y peinado impecable; azafatas de tierra
bandeja en ristre; pulcritud y sablazo sonriente: tome asiento, deguste
nuestros manjares, admire las vistas y solicite un crédito.
Me siento un polizón a punto de ser descubierto.
Pido un pincho de tortilla para recibir al café con hielo,
sin poder evitar la fantasía del chino picador. Sonrío, y fulmino el recuerdo.
Serán cubitos vulgares, cubitos peninsulares. Nada de bloques informes con
ínfulas de iceberg.
La chica de la barra, risueña, anota mi pedido −con el
extremo de un bolígrafo− en la pantalla, invitándome a escoger mesa. Lo hago,
una junto al ventanal que da a una terraza, la luz de Madrid baña las páginas
del libro abierto, el cielo azulísimo del fondo anuncia una futura morriña.
Tras unas cuantas páginas leídas y dar cuenta de la
tortilla, contemplo la taza de café. “Me quedé sin hielo, en seguida se lo
traigo”, dijo la joven. Aspecto y habla con reminiscencias de haber cruzado el
gran charco. Cómo no, en esta España, de sofá, aifone y Netflix, donde
los jóvenes autóctonos pierden los anillos ante este tipo de trabajo. Algunos
prefieren puestos de mesa, ordenador, reunión y café a media mañana. Muchos otros,
hipnotizados por las CCC − chorradas cool cibernéticas−, ansían
cualquier milonga de dinero fácil y rascar barriga, de fama y colección de laiks;
quieren ser yutubers, tiktoquers, diyeis, influensers, o ya directamente
gilipollers, como uno que declara, sin atisbo de ironía : “Yo no pedí a
mis padres nacer, no tengo por qué trabajar”.
Leo otras cuantas páginas. Rozo la taza, el café frío, pero
no helado…
Visito, por segunda vez, la barra. La muchacha está sola; me
explica, entre tímidas sonrisas, que no puede dejar su puesto (para ir a por
hielo) porque se encuentra bajo el escrutinio de unos personajes (malvados de
cuento) con bolígrafo y portapapeles en mano, y quizás una manzana envenenada
bajo la manga. Algo sé de eso (uno es currito) y muestro solidaridad con la
moceta.
Regreso a mi escaparate que muestra torres, tejados y
azoteas de la ciudad soñada. Merece la pena el desembolso, pienso, y continúo leyendo.
No me atrevo a beber, ni siquiera tocar el café.
Nervioso, compruebo el reloj por enésima vez. El tren que me
llevará a la ciudad norteña se encuentra a un par de vueltas de aguja a la
esfera. Siempre fui un tanto agonías. Necesito colchones de horas. Me levanto.
−Lo siento mucho, maja, cóbrame sólo el pincho. He de irme
ya.
La joven asiente, sin perder la sonrisa. Se disculpa una y
otra vez, echando vistazos a su flanco izquierdo, donde los buitres de libreta
y boli acechan. “No te preocupes”, le digo, sufriendo por ella.
Agarro el asa de la maleta azul, acomodo la pequeña mochila
(refugio del nuevo tesoro) y echo a andar camino del ascensor, sin poder evitar
una ojeada por encima del hombro, allí, en la lejanía, junto a la balconada de
nubes y lejanas cumbres nevadas, bañada por la intensa luz madrileña, quedó una
taza llena de brebaje negro y frío.
El último café que nunca tomé.