Aprovecho el subidón que la abstinencia glucémica y la cuasi
experiencia religiosa producen en mi interior, y me lanzo temprano a visitar la
catedral; ¿Cuál de ellas? la primera que
me topo en el centro histórico, haciendo gala de mi condición de turista
brújula. Con un poco de fortuna, y escasa glucosa en el cerebro, soy testigo de
alguna aparición divina y me prejubilo para montar un chiringuito. Afirmo esto
elevando el rostro al Cielo y enviando un guiño, seguido de un beso con la
mano. Para ella. Y me parece escuchar, flotando bajo el umbral, el tañer tenue
de una campanilla escolar a modo de cariñosa respuesta ante la blasfema chanza.
Me santiguo al entrar, como cuando la acompañaba.
El monaguillo ha debido de barrer hace poco, sin tan
siquiera arrojar unas gotitas de agua por el suelo, pues una mota de polvo se
me introduce en el ojo. Ambos ojos se humedecen, uno por el polvillo y el otro
por solidaridad… nada que ver esto con el escalofrío que cruzó mi cuerpo, de
norte a sur, por el etéreo tintineo de la campanilla celestial, eh.
Esta vez sí, me animo por enésima vez, ésta la voy a ver
entera; entraré hasta la cocina del capellán, contemplaré hasta la última
figura, hasta la milésima vidriera. Todo. Aunque deba permanecer intramuros durante
los cuatro días que restan de mi estancia en Bruselas, de aquí al aeropuerto
(espero que al menos el cura me convide a un bocata, y un trago de vino de
misa).
¡Catedrales a mí! ¡Que leí Los Pilares de la Tierra del
tirón, eh! ¡Y, como me supo a poco, empalmé con La Catedral del Mar !
¡Ja, esta catedralita me la recorro yo en un santiamén! Renuncio a las
instantáneas con móvil, pues o contemplo arcos, óculos, grabados, vidrieras,
trípticos, escenas, y estatuas o miro la pantallita; además poseo memoria
fotográfica; incluso casi recuerdo lo que cené anoche, imagínense la proeza. Ni
la Lisbeth Salander esa, oigan. ¡Bah! Una mera aficionada.
Transito todo lo transitable. Leo, en mi nulo francés, cada
leyenda al pie de los santos, sobre sus obras, martirio y milagros. Contemplo todo lo que puede observarse. La
maldita tortícolis comienza a manifestarse (sin güija mediante) de tanto arco
en el techo. La nave principal es zona abierta, larga, inmensa, imposible
describirla con palabrería mundana (siempre me siento insignificante bajo
semejantes creaciones, inútil e ignorante, fuera de lugar, a nivel físico al
igual que intelectual) caigo en una especie de trance, quizás víctima precoz
del síndrome de Stendhal; el piloto automático se conecta, mi alma se hace con
los mandos, el cuerpo se limita a obedecer, soy un autómata, un alienígena
visitando La Tierra.
Al cabo de un rato, segundos, minutos, años, hace clic
mi cerebro, y recupero el timón, me
acerco a una puerta discreta, donde un grupo de gente espera a lo largo de una soga,
gruesa, roja, estilo after. De portero, siguiendo con el símil, en lugar
de un bigardo tamaño armario ropero, cuatro por cuatro, trajeado, pinganillo al
oído y cara de elegí un mal día para dejar de fumar, hay un humilde sacerdote.
Baja estatura, hábito color crema, barriga, descomunal crucifijo de madera al
cuello, a juego con las dimensiones del templo a su salvaguarda, calva a lo
monje antiguo, como mis entrañables padres capuchinos en el Colegio Nuestra Señora
del Buen Consejo de Lecároz, en otra vida.
Cuatro personas guardan fila. Ignoro el motivo. Quizás recen
sus oraciones en formación, cual futbolistas saltando al campo. Con discreción,
me coloco tras ellos. Cuando llega mi turno, antes de atravesar el enigmático umbral,
pita la alarma. Un escándalo. Tentado estoy de abrir brazos y piernas y
arrojarme al suelo. No vaya a ser que haya un grupo oculto de monaguillos,
armados con cirios, a modo de guardia pretoriana. Debe de haber un arco de
seguridad camuflado, o algo así. O, quizás, el frailecillo tenga poderes
divinos. Éste se dirige a mí en francés. Pongo cara de “¿Tengo yo pinta de
parlar gabacho?”. Cambia a un idioma raro con el cual ya he familiarizado (en
día y medio), y casi domino, mas el apuro me impide usarlo. Se trata del famoso
neerlandés, quizás el dialecto flamenco (éste resulta más difícil de pillar).
Le replico, serio, haciéndome el interesante, al azar: “Equilicuá gagat het”,
tirándome el moco, que decíamos de críos. El tipo ni se inmuta, debe de estar
acostumbrado al vacile turístico (he visto numerosos italianos por los
alrededores), pero creo que en su interior no ha encajado bien la gansada
(cierra los párpados durante unos largos segundos, quizás rogando paciencia a su Jefe, o que le lleve pronto junto a Él). El buen hombre prueba con el inglés
(la Pérfida Albión nos comió la toast en el tema idioma
turístico-festivo-laboral). Me compadezco, y cedo, porque ya me parece mal y no
deseo pitorrearme de un hombre benévolo con sotana (a fin de cuentas, estudié
en colegio de curas), y en lugar de exigir que hable cristiano,
es-pa-ñol, (picas en Flandes y todo eso) ¿comprende Su Eminencia? le respondo
con mi inglés de la BBC-sucursal Vallecas.
El religioso dice que el resto de la visita es de pago.
Como en tiempos del Canal Plus, en aquellos maravillosos
años. Fútbol, películas de estreno, y Lo Otro. Todo previo paso por Caja. Sin
embargo, si no eras abonado… Domingo, partido de mi querido Madrid, te ponían
los dientes largos al permitir que vieras en abierto (gratis) toda la previa de
fútbol, y en cuanto los jugadores daban el primer toque al balón para el saque
inicial sobre el punto central… ppssssssss, se escuchaba, y la
pantalla tornaba en una masa grisácea y blanquecina, cuya densa neblina ocultaba
el espectáculo; entonces, por mucho que estrecharas los ojos (rozando el empadronamiento
en Hong Kong) no distinguías un carajo de lo que acontecía en el estadio, te
emocionabas creyendo que Butragueño disputaba, con ahínco, el balón en el área
chica contraria, y en realidad dos centrocampistas, aburridos, peloteaban sobre
el círculo central, incluso se hallaban parados, por una falta pitada, brazos
en jarra, charlando y bebiendo agua del botijo. Y… bueno… respecto a LO otro… en
el Plus, ustedes ya me entienden… bueno… alguna tética se vislumbraba, entre la
“nieve”, a fuerza de ganar un par de dioptrías, y si no pues la imaginábamos.
Al turrón, que dice Paquito. Basta de irse por los cerros de
Urquiola (o como sea).
Lo dicho, el vil metal, money, money, el colorao, el
poderoso caballero, martín, martín, chavalote, explica el clérigo, acompañando
sus escasas palabras anglosajonas con el universal gesto de aflojar la buchaca.
Dieciocho leuros. Mi cerebro selecciona el modo-calculadora. Dos
cervezas y media, apunta. ¡Bah! si, en realidad, ya he visto todo lo que hay
que ver. Unas treinta y dos cristaleras de esas a colorines, muy chulas, unos
diecisiete arcos, cuatrocientas veintidós cuadros, setenta y cinco estatuas
pías y… un mogollón de capillitas enrejadas y demás santuarios (por cierto, de
la aparición ni flowers. Tocará fichar el lunes).
Se permite abonar mediante móvil -continúa gesticulando cual
mimo estresado- con tarjeta, a través de reloj, por medio de brazalete, con
Bizum o su primo-hermano belga, Payconiq. Ahora comprendo, al fin, esto debe de
ser el consabido Plan de Modernización de la Iglesia Católica. Aquello del
cepillo, la voluntad, una ayudita, quedó obsoleto, más incluso que el partido
del Plus de los domingos.
Me hago un poco el sueco, miro al abate con cara de espanto:
¡Anda, la cartera! Dándome un cachete en la frente. ¡Anda, los Donuts!, más
egebero que los tigretones. Sin embargo, no cuela. El santo hombre no me lo
echa en cara, suspira, extiende los brazos abiertos, dejándome ir en Paz.
Afligido, doy media vuelta, vista fija en el techo, como si
hubiera olvidado hacer recuento de los arcos, bóvedas y demás parafernalia
arquitectónica. Aún dudo si pagar, o no; la curiosidad, el saber, la
culturilla, ocultos misterios, aquella puerta prohibida… Mientras, el diablillo
posado en mi hombro izquierdo; de rojo sangre, cuernos, rabo y tridente, me
susurra al oído: “Tres birras, Jorge, yo pago la tercera”.
Nota: Fargadita dedicada a una amiga, y
fiel lectora, de nick, Liutorable (a quien solíamos apodar Liutoadorable,
no les digo más).
Liuto, mucha fuerza y un abrazo enorme, virtual, hasta que
pueda dártelo en persona. Si con mis chorradicas logro sacarte una
sonrisa, por pequeña que sea, el tiempo invertido merecerá la pena.
Con cariño,
Fargo
¿Será lo normal leer primero Los Pilares de la Tierra y después La Catedral del Mar? Yo también los leí en ese orden.
ResponderEliminarAunque no la conozco, me sumo al abrazo a Liutoadorable. Con ese nombre seguro que se lo merece.
A ver si Blogger está de buenas y publica mi comentario. Cruzo los dedos.
Besos.
Ignoro lo del orden. Yo lo recuerdo así, aunque me llevó mucho más tiempo, por supuesto. Ya sabes, la exageración va intrínseca. Muchas gracias por leer, y comentar.
EliminarUn saludo
Gracias, Fargo. Esos ánimos seguro que harán su efecto. Tiempo al tiempo.
ResponderEliminarAbrazo
Claro que sí. Un abrazo. Hablamos.
ResponderEliminar"Pilares de la tierra"... "La catedral del mar"... ¡Qué tiempos!
ResponderEliminarLo cierto es que visitar iglesias o catedrales tiene su aquel, sobre todo en las diferentes acepciones de la cristiandad que pueblan Europa: una catedral protestante, serena, limpia, enfocada a la acústica, la única forma de "arte real" permitido en el templo...
Y luego las catedrales católicas, donde ahí ves parte del encanto de las creencias y por qué Lutero el hombre se enfadó "un poco"...
En fin: yo sigo pensando en los muffins del post anterior, porque no tengo ni conocimiento ni remedio, y así me va :-))
Seguimos leyendo.
Paquito.
Recuerdo esas catedrales protestantes del UK. Tan serias, tan huérfanas de "sufrimiento", tan luteranas. Lo has descrito muy bien. Lo nuestro es más "gore", más real, si me permites. Me gusta visitarlas, pero siempre me quedo con esa sensación (me pasa en los museos también) de pequeñez (propia), de inutilidad, de ignorancia, de ver una ínfima parte del tinglado... salgo siempre medio mareado, no sé si el Stendhal ese tendrá algo que ver.
ResponderEliminarSeguimos.