Existen escritores de mapa y otros de brújula, estos últimos
permiten que su musa, despierta o dormida, real o soñada, les guíe en todo
momento, les susurre cada capítulo de su historia, así van construyéndola sin
pararse demasiado a pensar en cómo acabará. Mientras que aquellos, planifican
cada paso que dan, sabiendo en todo momento el destino al que le llevarán las
teclas, sus dedos. Igualmente, hay turistas de ambos tipos. Yo siempre me
identifiqué con la libertad que da una brújula, frente al encasillamiento que
produce cualquier mapa o plano, tanto de turisteo, como frente al teclado.
Sobra decir que odio semejantes croquis. Incapaz de interpretar un plano.
Y así me va, casi siempre, claro. Si a ello le sumamos el
hecho de que fui fabricado sin GPS, pues la cosa puede llegar a ser divertida,
e incluso dramática.
¡Pero hemos venido a jugar!
Con el tiempo, he aprendido, o quizá sucumbido, a planificar
un mínimo mis incursiones, las turísticas, porque las que son de darle a la
tecla aún sigo confiando en que el viento sople en la dirección adecuada.
El vuelo llegó a tiempo. Una vez abandonada la nave, pisando
ya tierra firme, comencé a tratar de orientarme. Toda una odisea. Pantallas,
mostradores, maletas rodantes, gente por todas partes, conversaciones en
diferentes idiomas, abrazos, besos, sonrisas, flores, y alguna que otra lágrima
derramada. La vida misma. Policía, perros, metralletas, yihadistas camuflados.
Un jolgorio.
El hotel ofrecido se halla cerca del aeropuerto, eso dijo el
tipo paquistaní, o quizás indio. De acuerdo, pensé entonces, al menos llegaré
temprano, haré el check in, arrojaré mi equipaje sobre la cama y, tras una ducha rápida, cogeré
un bus para el centro.
Iluso de mí.
Aterrizamos en el aeropuerto de Charleroi. Tras realizar la
búsqueda del hotel en el móvil, para situar el posible itinerario (andando, claro,
mis piernas adormecidas gritan excitadas) me sorprende ver un trecho de ciento
diecisiete minutos: lanzadera, caminar, tren, caminar.
¿Dos horas? W T F!
Lo han adivinado. Listillos. El hotel ofrecido queda cercano al otro
aeropuerto, Zaventem. Sí, Bruselas consta de dos. Es lo que sucede cuando no se
planea el viaje, y se lanza uno de cabeza a lo que salga, confías en los
vientos, en los dioses, en la vigilia de los pilotos Rallaner, y en tu cabecita loca.
El trayecto en autobús clavó los cincuenta y cinco minutos
prometidos. Al menos, la estación de tren distaba un par de minutos andando.
Paciente, el lío me esperaba dentro, frotándose las manos.
Más pantallas gigantescas, más gente, más vida. En un
momento dado, cejé en mi empeño, ignoré todas las pantallas, grandes, pequeñas,
incluso medianas. Renegando de la era digital, extraje la pequeña libreta,
topos negros sobre fondo color naranja, adquirida para tal ocasión. “Hoy me voy
a comer el mundo”, muestra la leyenda de portada, tan juvenil, tan happyflower,
tan absurda, tan ñoña. Río como un demente, tratando de relajar la tensión, a
este paso ni ceno.
Allí había anotado los pasos a seguir, en caso de hecatombe digital:
el número del tren, la dirección postal del alojamiento (perdido en un pueblo,
allá donde Cristo perdió la sandalia; casi a la altura de Leuven, de la cual mi
hermana adoptó el nombre para su bar en la capital riojana). Como digo, maldije
a Steve Jobs, Bill Gates, Ellon Musk, e incluso a Sheldon Cooper.
Más calmado, libreta
en ristre, me lancé a la vieja usanza: preguntar. Tras varios intentos
malogrados con otros viajeros (no vislumbro ningún mostrador de información, ni
personal cualificado) topé con un chaval, quien muy educado dijo que
chapurreaba inglés. Le conté mi vida, obra, y mi destino; observó las
anotaciones garabateadas en la libretita, sacó su propio móvil, y me indicó el
camino a seguir. Paciente, amable y eficiente. Pero no tan sólo hizo eso, también me dio una
pista que resultó de gran utilidad durante mi corta estancia belga.
Aparte de las consabidas pantallas electrónicas, en un
pasaje apartado del caos, sobre la pared, a baja altura, había unas curiosas
cristaleras, en cuyo interior exhibidos −como el bando del ayuntamiento en mi
pueblo− pude ver enormes papeles color sepia, donde aparecían todos,
absolutamente todos los destinos y horas y paradas de todos los trenes, de
lunes a domingo. Una maravilla anacrónica, un paraíso analógico.
Tras despedirme, agradecido, del joven, alcancé el andén
correcto. El tren justo había partido. Tocaba esperar… una hora, hasta el
siguiente.
Seis o siete paradas después, alcanzamos la mía. Noche
cerrada, llovía. Me hallaba cansado, un tanto frustrado, y al mismo tiempo, satisfecho
por haber alcanzado el tramo final.
Me puse la capucha, perezoso de abrir la maleta y buscar el
paraguas. Me apeé junto a otras dos personas. Era un simple apeadero cubierto.
Desangelado, sin un cuarto donde refugiarse. No había un alma en el andén. ¿Derecha
o izquierda? Casi me la jugué a cara o cruz. Izquierda. De repente estaba solo.
La pareja se había esfumado. Ignoro si eligieron el otro sentido tras abandonar
el vagón, o si se desvanecieron por arte de magia.
Subo los peldaños metálicos, comienzo a mojarme. Ya no hay
tejadillo. Justo antes de bajar del vagón introduje la dirección del hotel en sanguguelmaps.
Una carretera.
La línea azul, luminosa sobre la pantalla oscura del móvil,
indica que debo seguir hacia la derecha, en el mismo sentido del tráfico que me
alcanza por la espalda. No me apetece cruzar la carretera para ir por la acera
más segura (siempre se debe encarar los coches). La llovizna arrecia, la
pantalla mojada produce pequeños reflejos azulones.
Oigo pasos algo distantes.
Con disimulo, miro por encima del hombro. Una figura oscura
me sigue. Eso es lo que uno piensa de alguien que traza tu misma trayectoria.
Me sigue. No logro distinguirla bien… es un hombre, alto, espigado. Viste una
gorra de beisbol y no lleva abrigo, ni chaqueta, ni un triste impermeable. La
distancia se ha reducido de forma escandalosa. Los chivatos de mi salpicadero
mental pitan, escandalosos, emitiendo destellos rojizos. Rojo peligro, rojo
sangre.
Agarro con firmeza el asa de la maleta. Rrtrrttrttt
rrttrrtt, hacen las ruedas sobre la acera irregular. En la otra mano el
tonto-móvil anuncia a los cuatro vientos que soy un turista que no tiene ni
pajolera idea de dónde está. Me echaría a reír si no fuera porque no me hace ni
pizca de gracia la situación, en la que me he metido yo solito, directo a la
boca del lobo.
Me persigue. Pienso. Me persigue y ahora sacará el móvil y
llamará a un par de colegas, me apalearán, y dejarán con los bolsillos vueltos,
cual vagabundo sacado de los tebeos de Mortadelo. Acude a mi memoria la expresión
del bueno de John, entre divertido y sorprendido, la primera vez que visité su casa, situada en
la zona chunga de Broomhouse, un atardecer veraniego de otra vida, con las
gafas de sol sobre el pelo, la mochilita a la espalda y un cartel escrito sobre
la frente que rezaba: “guiri ingenuo, barra libre”. Dijo: “¿Subiste por aquella
cuesta y no te atracaron?”, mugged, fue la palabra utilizada. Aquel día
aprendí un nuevo verbo.
Gracias, querido amigo, por meterme el miedo en el cuerpo
veintitantos años después.
Al fin alcanzo las primeras casas. Me vuelvo otra vez. No
veo a mi perseguidor, ni a sus compinches apaleadores. En la esquina hay un
pub. Su luz amarillenta, con ramalazos rojizos, atraviesa el ventanal creando
reflejos de fiesta sobre la acera mojada, se escucha música irlandesa a través
de la puerta entreabierta, dos mujeres de mediana edad fuman, charlan y ríen
junto a la puerta, alargando el domingo como si al día siguiente no hubiera
escuela. La lluvia ha cesado.
Eres un monarca, Jorge, me digo todavía intranquilo. El rey
de las paranoias. Luzco mi sonrisa torcida, exhibiendo una valentía de cartón
piedra.
La pantallita presumida indica giro a la derecha, cruzar la
calle, su destino está a cinco minutos. Todo parecen viviendas y comercios
cerrados. Anoto la ubicación del lugar en mi mente, y continuo caminando.
Ya sé dónde va a caer la primera cerveza belga, en cuanto deje la maldita maleta.
Pues te sabría a gloria esa primera cerveza! porque ese caminito oscuro y lúgubre se te haría largo..
ResponderEliminarEn vacaciones, si te ves en alguna circunstancia de estas sólo queda que aceptarlo y dejarse llevar. 2 horitas extra para leer, pensar o mirar a la nada, bien están :)
Libreta y papel, infinitamente mejor que el móvil.
Algún gofre caería también, no?
Saludos!
Orx.
Hola, Orxatis. Gracias por la corrección ortográfica de antes.
ResponderEliminarPues sí, estuve a gusto en ese pub. Y cayeron dos jaja. Muy majos los "locals" pero hablaban un idioma rarísimo.
Ya ves que la cuqui-libreta esa es real. Era la única de colores vivos que hallé. Que la vida ya es bastante gris.
Gofres... ¿qué es eso? jeje. Tal vez lo cuente, tal vez no.
Gracias por comentar.
Un saludo.
Segundo intento porque en el anterior no se ha publicado mi comentario.
ResponderEliminarYo antes era muy de planificar, ahora me dejo llevar más porque siempre hay algo que no sale como he planeado.
Besos.
Lo de planear lo llevo fatal en todos los ámbitos. A veces admiro aquella gente que lo planea todo tan bien. A veces no. Me gusta explorar, tanto en la calle, como ante el teclado. Que el camino se vaya iluminando por sí mismo.
ResponderEliminarGracias.
Un saludo